sábado, 1 de octubre de 2016

Crónicas Globulares Serial 21: La Torre de Amaronte


La torre, ensombrecida por una caprichosa nube, se alzaba solitaria y soberbia en el vasto desierto.
A cien metros de ella, Alh-par-cheh detuvo el exhausto escarabajo y se bajó de él.
Acababan de atravesar el Desierto de la Desolación, un desierto que sólo podían vencer duendes duros de espíritu y buenos de corazón. Si no era así, las propias arenas te iban convenciendo de que jamás lo atravesarías, y acababas creyéndotelo dando media vuelta, totalmente desmoralizado.
Era una torre extraña. Su arena se apilaba desigualmente formando una alargada e informe protuberancia.
El sol no tocaba ni uno solo de sus granos. La nube de algodón que flotaba por encima de su cumbre la ensombrecía por completo.
Tampoco parecía verse ningún animal a simple vista. Algún que otro cuervo amarillo revoloteaba en su cima a la altura de la única ventana visible: una oquedad sombría con una siniestra vidriera de ocres cristales en donde se distinguían unos extraños símbolos.
—¿Cómo entraremos? —preguntó Barael.
—Ya lo verás —contestó Alh-par-cheh acercándose a la torre.
Encarado a la vidriera, gritó:
—¡Amaronte, viejo brujo, necesitamos tu ayuda! —Y guiñó el ojo a Barael.
Joder con el lumbreras, pues vaya gilipollez pensó el duende blanco enseguida, eso podía haberlo hecho yo, y sin tanta alharaca. Aun así, se calló.
El tiempo pasó y nadie contestó.
Lo único que apreciaron fue cómo los cuervos, dándose cuenta de su presencia, comenzaban a descender con hambrientas intenciones.
Alh-par-cheh gritó de nuevo:
—¡Amaronte, como no nos recibas, te juro que no pararé hasta ver tu torre reducida a arena de playa[1]!
Esta vez, la nube de algodón se estremeció y comenzaron a llover adoquines de caramelo, sabor limón. Un detalle.
Los dos duendes tuvieron que separarse lo suficiente como para que los adoquines no les descalabrasen, pues, a pesar de los caperuzos, un adoquinazo desde aquella altura podría romperles el cráneo y estaría feo.
Barael, ya cansado de tanta hostilidad —por no decir hasta los mismísimos—, una vez hubo cesado la lluvia, se acercó a la torre y gritó en un Blanco engolado:
—Excelentísimo y venerable Amaronte, soy un emisario del Castillo de Harina, en Blancuol. Su amigo y rey Baradir precisa de la ayuda que usted le pueda prestar. Por favor, necesitamos una audiencia.
Alh-par-cheh, que no comprendía nada en absoluto, se quedó boquiabierto al contemplar cómo en la base de la torre se abría una cavidad.
Instantes después, una cavernosa, Amarilla y pergaminosa voz escapó por ella:—Subiddd...
Sin más ceremonias, los duendes entraron raudos a un espacio oscuro y mudo.
—¿Por dónde subimos? —preguntó Alh-par-cheh tanteando con las manos.
—No estoy seguro... —contestó Barael intentando ver algo.
De repente, un montón de antorchas se encendieron iluminando un estrecho corredor ascendente y una pulida escalera de caracol construida en ámbar.
—Subiddd... —resonó de nuevo la voz.
Los duendes ascendieron cautelosamente por la escalera.
Al término, toparon con un marmóreo portón amarillento y decrépito en el que había sido tallado un montón de símbolos extraños y runas arcanas.
Cuando Barael se acercó a llamar, sus dos hojas se abrieron dejando escapar la misma voz que les invitó a subir:
—Entraddd…
* * *
La redonda habitación era muy pequeña y su pared estaba plagada de estanterías con libros, aparatos incomprensibles, botes de cristal, matraces, alguna que otra vela a medio gastar en sobrio candelabro, mucho polvo y gruesas telarañas.
Todo ello encerraba celosamente una mesa de ámbar prometida a una destartalada y humilde silla de madera.
Al fondo, recortándose en la luminosidad de una vidriera con la representación del Continente Estrellado, la alta figura del brujo los observaba tranquilo.
O al menos, eso parecía, pues si no fuera por el brillo de sus amarillos ojos, nadie hubiera podido distinguirlo del rancio mobiliario. Y es que Amaronte era viejo, arrugado, barbudo, vestía telas talares en color pergamino ajado y no portaba caperuzo, dejando que su larguísimo cabello en amarillo difunto se derrumbara abatido por debajo de su cintura.
Pausadamente, se acercó a la mesa, se sentó, cogió una pluma de buitre y escribió algo en un arrugado legajo.
Barael y Alh-par-cheh le miraban expectantes.
—Sé por qué estáis aquí —dijo.
—Pues entonces, sabrás que necesitamos tu ayuda —exclamó rápidamente Alh-par-cheh.
Amaronte, sin levantar la vista del papel, respondió secamente:
—No puedo hacer nada por ayudar a tu pueblo.
—¿Mi pueblo? No sólo es mi pueblo, es tu pueblo también —respondió el criador de escarabajos.
—Lo siento, pero no haré nada por ellos —apostilló el brujo.
Alh-par-cheh, encolerizado, se abalanzó sobre el anciano en un impulso homicida que vio truncado su final cuando Amaronte levantó su brazo izquierdo apuntando sus cuatro dedos hacia el crispado cuerpo del criador de escarabajos.
Inexplicablemente, el movimiento de Alh-par-cheh se ralentizó, a la vez que su figura adquiría una tonalidad oscura y su piel se endurecía.
Pocos instantes después podía decirse sin temor a error que Amaronte le había convertido en estatua de piedra.
Barael callaba. Un simple susurro podía hacerle evacuar el recto.
—También sé por qué estás aquí —espetó el anciano fijando su atención en él.
—Vera, yo... —empezó el duende blanco un poco más tranquilo al ver bajar la mano del brujo.
—Deja de balbucear muchacho —le cortó—, que pareces gilipollas. Te digo que sé el porqué de tu visita. Tú, a diferencia de Alh-par-cheh, no has venido a pedir ayuda para Adunia. Tú tienes unos motivos más profundos, y, he de decirte algo, la respuesta es sí.
—¡¿SI?! —respondió Barael dando un grito—. Pero entonces...
—Un momento —comenzó Amaronte levantándole una mano—. Sé la respuesta, pero no te la diré. No, hasta que liberes Amarilia del Gran Maligno Amarillo. —Y se puso a escribir algo en un pergamino.
—Pero yo soy insignificante. No poseo ningún poder. No podré —respondió Barael.
—Lo siento —le volvió a cortar—: Ése es tu problema, no el mío. —Enrolló el pergamino, le pasó la mano por encima mientras movía arriba y abajo los dedos, y se lo ofreció a Barael—. Ten esto. Te ayudará. Sólo cuando estés en Adunia su sello se romperá y podrás leerlo. Ah, una cosa más: estás perdiendo el tiempo hablando conmigo. Yo que tú recogería a tu amigo, montaría en ese escarabajo de ahí fuera e intentaría salvar a Amarilia de ese monstruo.
—¿Qué será de él? —preguntó Barael refiriéndose a Alh-par-cheh.
—No te preocupes. En cuanto salgáis de la torre volverá a la normalidad. No pretendía matarle, sólo defenderme. El muy hijo de puta podía haberme partido en dos si me hubiera alcanzado. Ahora, adiós. Que tan bien os vaya, como a gusto me dejáis.
Barael recogió pesadamente la estatua de Alh-par-cheh y, con ella sobre el hombro, bajó por las escaleras deseando que no se le desprendieran los riñones, tropezara con ellos, y acabara en un lecho de trozos del mercader.


[1] ¡Buá!, esto es un insulto gordísimo. En Amarilia no hay arena más fina, inconsistente y peor considerada para levantar una edificación, que la arena de playa. Claro que para Barael, aquello resultó, efectivamente, otra gilipollez.

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go raibh maith agat
спасибі

(c) Rafael Heka ;-)

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