La torre, ensombrecida por
una caprichosa nube, se alzaba solitaria y soberbia en el vasto desierto.
A cien metros de ella,
Alh-par-cheh detuvo el exhausto escarabajo y se bajó de él.
Acababan de atravesar el
Desierto de la Desolación, un desierto que sólo podían vencer duendes duros de
espíritu y buenos de corazón. Si no era así, las propias arenas te iban
convenciendo de que jamás lo atravesarías, y acababas creyéndotelo dando media
vuelta, totalmente desmoralizado.
Era una torre extraña. Su
arena se apilaba desigualmente formando una alargada e informe protuberancia.
El sol no tocaba ni uno solo
de sus granos. La nube de algodón que flotaba por encima de su cumbre la
ensombrecía por completo.
Tampoco parecía verse ningún
animal a simple vista. Algún que otro cuervo amarillo revoloteaba en su cima a
la altura de la única ventana visible: una oquedad sombría con una siniestra
vidriera de ocres cristales en donde se distinguían unos extraños símbolos.
—¿Cómo entraremos? —preguntó
Barael.
—Ya lo verás —contestó
Alh-par-cheh acercándose a la torre.
Encarado a la vidriera,
gritó:
—¡Amaronte, viejo brujo,
necesitamos tu ayuda! —Y guiñó el ojo a Barael.
Joder con el lumbreras, pues vaya gilipollez
pensó el duende blanco enseguida,
eso podía haberlo hecho yo, y sin tanta alharaca. Aun así, se calló.
El tiempo pasó y nadie
contestó.
Lo único que apreciaron fue
cómo los cuervos, dándose cuenta de su presencia, comenzaban a descender con
hambrientas intenciones.
Alh-par-cheh gritó de nuevo:
—¡Amaronte, como no nos
recibas, te juro que no pararé hasta ver tu torre reducida a arena de playa[1]!
Esta vez, la nube de algodón
se estremeció y comenzaron a llover adoquines de caramelo, sabor limón. Un
detalle.
Los dos duendes tuvieron que
separarse lo suficiente como para que los adoquines no les descalabrasen, pues,
a pesar de los caperuzos, un adoquinazo desde aquella altura podría romperles
el cráneo y estaría feo.
Barael, ya cansado de tanta
hostilidad —por no decir hasta los mismísimos—, una vez hubo cesado la lluvia,
se acercó a la torre y gritó en un Blanco engolado:
—Excelentísimo y venerable
Amaronte, soy un emisario del Castillo de Harina, en Blancuol. Su amigo y rey
Baradir precisa de la ayuda que usted le pueda prestar. Por favor, necesitamos
una audiencia.
Alh-par-cheh, que no
comprendía nada en absoluto, se quedó boquiabierto al contemplar cómo en la
base de la torre se abría una cavidad.
Instantes después, una
cavernosa, Amarilla y pergaminosa voz escapó por ella:—Subiddd...
Sin más ceremonias, los
duendes entraron raudos a un espacio oscuro y mudo.
—¿Por dónde subimos?
—preguntó Alh-par-cheh tanteando con las manos.
—No estoy seguro... —contestó
Barael intentando ver algo.
De repente, un montón de
antorchas se encendieron iluminando un estrecho corredor ascendente y una
pulida escalera de caracol construida en ámbar.
—Subiddd... —resonó de nuevo
la voz.
Los duendes ascendieron
cautelosamente por la escalera.
Al término, toparon con un
marmóreo portón amarillento y decrépito en el que había sido tallado un montón
de símbolos extraños y runas arcanas.
Cuando Barael se acercó a
llamar, sus dos hojas se abrieron dejando escapar la misma voz que les invitó a
subir:
—Entraddd…
* * *
La
redonda habitación era muy pequeña y su pared estaba plagada de estanterías con
libros, aparatos incomprensibles, botes de cristal, matraces, alguna que otra
vela a medio gastar en sobrio candelabro, mucho polvo y gruesas telarañas.
Todo ello encerraba celosamente una mesa de ámbar prometida
a una destartalada y humilde silla de madera.
Al fondo, recortándose en la
luminosidad de una vidriera con la representación del Continente Estrellado, la
alta figura del brujo los observaba tranquilo.
O al menos, eso parecía, pues
si no fuera por el brillo de sus amarillos ojos, nadie hubiera podido
distinguirlo del rancio mobiliario. Y es que Amaronte era viejo, arrugado, barbudo,
vestía telas talares en color pergamino ajado y no portaba caperuzo, dejando
que su larguísimo cabello en amarillo difunto se derrumbara abatido por debajo
de su cintura.
Pausadamente, se acercó a la
mesa, se sentó, cogió una pluma de buitre y escribió algo en un arrugado
legajo.
Barael y Alh-par-cheh le
miraban expectantes.
—Sé por qué estáis aquí
—dijo.
—Pues entonces, sabrás que
necesitamos tu ayuda —exclamó rápidamente Alh-par-cheh.
Amaronte, sin levantar la
vista del papel, respondió secamente:
—No puedo hacer nada por
ayudar a tu pueblo.
—¿Mi pueblo? No sólo es mi
pueblo, es tu pueblo también —respondió el criador de escarabajos.
—Lo siento, pero no haré nada
por ellos —apostilló el brujo.
Alh-par-cheh, encolerizado, se
abalanzó sobre el anciano en un impulso homicida que vio truncado su final
cuando Amaronte levantó su brazo izquierdo apuntando sus cuatro dedos hacia el
crispado cuerpo del criador de escarabajos.
Inexplicablemente, el
movimiento de Alh-par-cheh se ralentizó, a la vez que su figura adquiría una
tonalidad oscura y su piel se endurecía.
Pocos instantes después podía
decirse sin temor a error que Amaronte le había convertido en estatua de
piedra.
Barael callaba. Un simple
susurro podía hacerle evacuar el recto.
—También sé por qué estás
aquí —espetó el anciano fijando su atención en él.
—Vera, yo... —empezó el
duende blanco un poco más tranquilo al ver bajar la mano del brujo.
—Deja de balbucear muchacho
—le cortó—, que pareces gilipollas. Te digo que sé el porqué de tu visita. Tú,
a diferencia de Alh-par-cheh, no has venido a pedir ayuda para Adunia. Tú
tienes unos motivos más profundos, y, he de decirte algo, la respuesta es sí.
—¡¿SI?! —respondió Barael
dando un grito—. Pero entonces...
—Un momento —comenzó Amaronte
levantándole una mano—. Sé la respuesta, pero no te la diré. No, hasta que
liberes Amarilia del Gran Maligno Amarillo. —Y se puso a escribir algo en un pergamino.
—Pero yo soy insignificante.
No poseo ningún poder. No podré —respondió Barael.
—Lo siento —le volvió a
cortar—: Ése es tu problema, no el mío. —Enrolló el pergamino, le pasó la mano
por encima mientras movía arriba y abajo los dedos, y se lo ofreció a Barael—.
Ten esto. Te ayudará. Sólo cuando estés en Adunia su sello se romperá y podrás
leerlo. Ah, una cosa más: estás perdiendo el tiempo hablando conmigo. Yo que tú
recogería a tu amigo, montaría en ese escarabajo de ahí fuera e intentaría salvar
a Amarilia de ese monstruo.
—¿Qué será de él? —preguntó
Barael refiriéndose a Alh-par-cheh.
—No te preocupes. En cuanto
salgáis de la torre volverá a la normalidad. No pretendía matarle, sólo
defenderme. El muy hijo de puta podía haberme partido en dos si me hubiera
alcanzado. Ahora, adiós. Que tan bien os vaya, como a gusto me dejáis.
Barael recogió pesadamente la
estatua de Alh-par-cheh y, con ella sobre el hombro, bajó por las escaleras
deseando que no se le desprendieran los riñones, tropezara con ellos, y acabara
en un lecho de trozos del mercader.
[1] ¡Buá!, esto es un insulto gordísimo. En Amarilia
no hay arena más fina, inconsistente y peor considerada para levantar una
edificación, que la arena de playa. Claro que para Barael, aquello resultó,
efectivamente, otra gilipollez.
gracias
thanks
спасибо
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感謝
dank
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go raibh maith agat
спасибі
спасибі
(c) Rafael Heka ;-)
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