sábado, 24 de septiembre de 2016

Lineal C Serial 11: Alfa


SÁBADO




Cuando Susana se despertó estaba espléndida.
Así, sucia, tirada en el césped de la trasera de la casa con los pies desnudos y sus piernas jóvenes iluminadas por el sol de la mañana, nadie hubiera adivinado el horror que había sufrido la noche anterior.
Su precioso vestido negro totalmente arañado, su pelo alborotado y su maquillaje corrido, la embellecían como si fuera una amazona dulce y salvaje despertando de su letargo.
Pechos sugerentes, brazos blancos y suaves, tobillos estrechos, y todas sus bonitas uñas pintadas de negro.
Con la mirada perdida, se miró los dedos de los pies mientras los movía irracionalmente.
De reojo, descubrió que tenía algo en la mano: Una grabadora de bolsillo de esas para tomar notas.
Por un instante la miró de forma incomprensible. Como algo desconocido.
Y un recuerdo la asaltó.
Impulsivamente, se llevó una mano a la ingle.
Levantó un poco la falda y se tocó.
No llevaba bragas. Alargó sus finos dedos y examinó su sexo desnudo, frío, cerrado, y siguió un poco más atrás.
De repente recordó.
Lo recordó todo.
La náusea subió por su garganta y comenzó a vomitar mientras unas lágrimas desgarradoras la desencajaban y los sollozos ahogados le hacían convulsionar.
Se desmayó.

   * * *

 
 

La muchacha abrió la puerta con el rostro descompuesto y lleno de lágrimas.
Vanesa y Marcos se sorprendieron.
— ¿Pasa algo? —preguntó Marcos.
—No, no... —respondió enseguida exculpándose y dándose cuenta de que no estaba presentable.
Vanesa no esperó más:
—Susana está tirada en el jardín. Se ha vomitado encima y tiene toda la ropa hecha polvo.
El rostro de Sonia se alertó de verdad. Asintió enseguida y se metió de nuevo en el dormitorio mientras Marcos y Vanesa bajaban corriendo las escaleras camino de la planta baja. 
* * *
Cuando Sonia la vio se volvió histérica.
Nunca antes había visto así a su prima.
En un impulso, se tiró al suelo y empezó a gritar mientras intentaba reanimarla:
—¡¡Susi, Susi!!
La muchacha estaba muy demacrada y su cuerpo no paraba de convulsionarse.
Pedro estaba detrás, medio riéndose. Le hacía gracia ver a la chica en aquella situación pues imaginaba que se debía a una juerga nocturna descomunal. De hecho, en aquel momento, le hacía gracia cualquier cosa. La droga le flipaba los sentidos y creía volar.
Ni Marcos ni Vanesa lo aprobaban. Pero así era Pedro.
Arturo y Jorge aparecieron también.
—¿Qué cojones ha pasado? —preguntó Arturo enseguida reclinándose junto a Susana.
Nadie le supo contestar.
La chica no dejaba de sollozar y de apretarse el sexo.
En ese momento se inició una discusión entre todos sobre el hecho más conveniente: si meterla dentro, calmarla, si ir con ella a un médico.
Jorge aprovechó para relatar lo ocurrido la noche anterior mientras Arturo lo confirmaba y los demás caían en un asombro cada vez más grande.
Susana, poco a poco, entre los gritos y los cuidados, iba recobrando la cordura e iba confirmando todo aquello.
Pero recordó algo más que no se estaba contando allí:
—El Pistolero... —balbuceó.
Vanesa entró corriendo en la casa para buscar a Javier. Ya había escuchado suficiente. Nunca le gustó. Como tampoco le gustaban sus gustos, sus costumbres, su manera de follar...
—El Pistolero mató a Javier... le voló los huevos...
Ahora hasta Sonia se sorprendió. ¿Estaba trastornada o qué?
Marcos se acercó y le revisó las pupilas.
Aún estaban dilatadas.
—Creo que está alucinando —dijo para todos —se ha debido de meter algo.
Sonia se levantó y le dijo a Pedro:
—Nos la llevamos al hospital.
Jorge asintió y Arturo también.
—Quizás sea lo mejor —dijo este último—. Después de lo ocurrido igual tiene algún desgarro.
Pedro se negó.
Sonia comenzó a discutir con él pues Pedro pensaba que se le pasaría en breve. Un chute un poco fuerte y poco más. <<Eso —según él—, no hacía mal a nadie>>.
Marcos secundó la idea de los demás pero tampoco sirvió para convencer a Pedro. Entonces, Sonia dijo que se iba, que era su prima, y que también era su responsabilidad. Pedro que no. Forcejearon y, sin querer, la muchacha le desgarró la camisa.
Pedro levantó una mano y le metió una hostia en la cara que le partió el tabique nasal y la lanzó hacia a Susana. Después, comenzó a patearla justo hasta que Arturo le metiera un puñetazo en los riñones y lo tumbara de rodillas contra ella.
Poseído por la droga, Pedro se levantó y, si no es porque le redujeron entre los tres, la pelea hubiera sido del todo sangrienta.
Vanesa regresó.
Escandalizada ante la escena, obedeció a su marido y trajo corriendo unos calmantes del coche.
Entre forcejeos, consiguieron inyectárselos.
Se quedó grogui. Menudo hijo de puta.
De esta forma pudieron encerrarlo en el dormitorio.
Luego, algo ya más repuestos, pusieron las cartas sobre la mesa.
Susana estaba en shock. No se sabía si por producto del intento de violación, las drogas que consumiera, o ambas cosas a la vez. Sonia no paraba de sangrar por el tabique roto y necesitaba varios puntos. Javier no estaba en la casa, y a Pedro más valía que le bajara el subidón con aquello o estaban todos jodidos.
Al final, lo primero que pasó fue que Vanesa cogió el coche y se llevó a Susana y a Sonia al Hospital más cercano. Para ella había terminado el fin de semana y, en el caso de las dos últimas, sus relaciones con el sexo opuesto.
Realmente casi todo estaba a punto de terminar.
Todo, menos la tormenta.
La vil tormenta que no hacía sino encrudecerse y envolverlo todo.
Crecía tanto, que se tragaba cuanto estaba a su alcance como las fauces de un viejo y amenazante cánido. 
* * *
Arturo se arrodillo en el césped.
Pero qué cojones hace aquí mi grabadora, se dijo.
Jorge venía tras él.
—¿Qué has encontrado?
—Mi grabadora —contestó Arturo.
—¿Tu grabadora?
—Sí.
—Se te habrá caído del bolsillo.
Arturo negó con la cabeza.
—No, la tenía en mi cartera y no la he sacado desde que llegué. Tuvo que ser Javier.
Se la acercó al oído y presionó el play:

<< Aún no sé por qué lo hice.
Cansancio quizás.
Ganas de aire nuevo.
No sé...
CLACK
Arturo se sorprendió y miró de nuevo la grabadora.
No cabía duda, era la suya. Pero aunque también parecía suya la voz que sonaba en la cinta, él no había grabado ese texto.
—¿Qué pasa? —preguntó Jorge.
Arturo no contestó. Desde luego que no recordaba haber grabado aquellas palabras.
Se levantó y se metió con él en casa.
A lo mejor el ruido de la tormenta y del viento no le habían dejado escuchar bien.

(c) Rafael Heka

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Crónicas Globulares Serial 20: Adunia


—¿Qué es aquello que se divisa a lo lejos? —preguntó Barael agradecido por fin de observar algo distinto.
Alh-par-cheh respondió sin soltar las riendas:
—¡Adunia! La ciudad más importante de Amarilia.
Debía de tener razón porque, a medida que se acercaban,  aquellas benditas dunas se volvían más numerosas y esperanzadoras. Poco tiempo después, numerosos duendes amarillos correteaban ya de un lugar a otro cargados con pesados sacos de arena.
Alh-par-cheh y Barael habían estado cruzando el Desierto de los Cojo (perdón) de la Desorientación[1], durante casi dos interminables días; o al menos, eso le pareció al duende blanco, ya que, como en Amarilia no hay noches, no estaba muy seguro[2].
Antes de cruzar los límites de la villa, Alh-par-cheh le miró y dijo:
—Espera, subiremos antes a la Duna de la Relajación. Desde allí tendrás una mejor vista.
La Duna de la Relajación, como su propio nombre indica,  era un promontorio de arena situado a la entrada de la ciudad cuya peculiaridad, fácil de adivinar, era provocar en el cuerpo duendil un alivio inconmensurable. Algo así como un relajo muscular completo capaz de hacerte perder el final de la digestión. Ya me comprendéis…
Una vez en la cima, si a uno le apetecía algo más que dejarse llevar y recogerse la babilla, se podía otear la ciudad con la más absoluta de las delicias.
Barael y Alh-par-cheh cabalgaron hasta su cumbre y contemplaron.
Adunia, esplendorosa, se reflejó en sus pupilas.
Multitud de pequeños amontonamientos de arena, ensartados de dorados tubos liberadores de sulfuroso vapor, salpicaban la llanura. Eran las famosas casas-duna de Amarilia.
A Barael le asombró ver aquellas chimeneas en un lugar tan cálido; no se explicaba cómo era posible que alguien pudiera pasar frío bajo aquel sol tan abrasador. Por su mente pasaron varias opciones: masoquismo, sadismo, perturbación mental.
Realmente no le hubiera sorprendido ninguna de las tres. De hecho, en aquel momento no le hubiera sorprendido ni las tres a la vez.
Alh-par-cheh le explicó que, en realidad, aquellas chimeneas eran los sumideros de las calefacciones frías.
—Dentro de cada vivienda hay un gran reloj de arena—explicó—. De él brota un tubo que desemboca en el exterior. Al ir echando arena de Amena en la parte superior; Amena es aquella duna tan grande de color amarillo oscuro que ves allí. Fíjate con calma, es de una tonalidad más oscura que el resto de la arena. —Y señaló con la mano.
Barael miró y, efectivamente, allí había una duna más amarilla que todas las demás.
—Pues bien —prosiguió—, esa arena, es arena fría; por eso es más oscura. Con ella se rellena la parte superior de las calefacciones frías. Después, la arena cae por el reloj rellenando el recipiente inferior a la vez que se transforma en arena corriente y moliente.
—Ya pero... —comenzó Barael.
—Espera, que todavía no he terminado. Lo que sucede es que esa pérdida de color es debida a que la frescura de la arena se va perdiendo a la vez que se evapora por los tubos en forma de aire frío. Así se refrescan las casas-duna.
—¡Es fantástico! —exclamó Barael aliviado de no haber llegado a un pueblo de perturbados.
—Lo normal —respondió Alh-par-cheh restándole importancia.
Lo cierto es que con la relajación de la duna, la explicación, y el hecho de saber que habían llegado a un lugar de descanso, ambos se quedaron por un rato contemplando sin más el hipnotizador sarpullido de colinas con chimeneas doradas salpicadas de deambulantes duendes.
Mirando, mirando, Barael se dio cuenta de que además de la gran duna de Amera había otra gran duna con una intensidad menor de lo normal.
También se dio cuenta de que, al igual que los duendes salían a borbotones de Amera, de aquí también lo hacían. Entonces, preguntó:
—Alh, ¿qué duna es ésa?
Alh-par-cheh se volvió y miró hacia donde le indicaba.
—Oh, aquélla es de donde sacamos la arena para crear nuestros relojes mágicos.
—¿Relojes mágicos?
—Sí, verás; aquí en Adunia todos los duendes trabajan en Amera o en Amira, que es la duna de la que ahora estamos hablando. Como puedes comprobar, Amira es menos colorida que el resto de la arena del desierto. Esto es debido a que es arena mágica. Arena, que jamás se acaba. Por mucha que se extraiga, nunca se termina. Con ella fabricamos nuestros relojes.
Barael puso cara de no entender mucho la relación que podía haber entre una duna inagotable y los relojes de arena.
Alh-par-cheh se lo explicó:
Lo que ocurría era que como aquella arena no se terminaba nunca, si la introducías en un reloj, jamás dejaba de caer.
—¿Y qué utilidad tiene eso? —preguntó Barael.
—Mucha —continuó Alh-par-cheh indignado—. Si no fuera así, aquí llegaría un momento en que se haría de noche y, si se hiciese de noche. —Y miró al cielo con temor—. Sería el fin de nuestra civilización[3]. Estos relojes hacen que siempre sea la misma hora durante siempre, ¿lo entiendes?
Barael, que no llegaba muy bien a comprender, asintió con la cabeza.
Ya descansados y relajados, Alh-par-cheh invitó a Barael a comer en su propia duna.
El duende blanco aceptó y, juntos, descendieron tranquilos en dirección a Adunia.

* * *

Lo cierto es que la metrópoli bullía de más actividad duendil de la que parecía desde lo alto. Sería por la relajación.
Multitud de escarabajos dorados brillaban en sus calles cruzándose con gigantescas orugas amarillas cargadas de sacos de arena mientras una miríada de duendes hacían las intenciones de caminar a sus destinos entre el incesante tráfico.
Sin lugar a dudas, Adunia era una próspera ciudad.
Próspera y sorprendente, pues sus casas, las mismas que desde lo alto parecieran simples dunas, ahora se dejaban descubrir rasgando el velo del espejismo en forma de variopintas construcciones.
Algunas seguían siendo míseros montículos, sí; sin embargo, en el centro, la cosa cambiaba.
Allí, cada duende diseñaba su hogar como quería utilizando (palabras de Alh-par-cheh) un engrudo a base de arena y nah-tih-llas[4].
Después, se le daba la forma deseada.
Ambos duendes se habían bajado del escarabajo y caminaban por las calles contemplando los edificios.
Dos de ellos semejaban perfectamente una taza de té. Otro se parecía a un queso con agujeros. Otro, a un limón. Otro, a una caja de galletas. Así todos.
Según le contó Alh-par-cheh, aquella era una tradición muy antigua y poco conocida, y es que, para que una casa no se cayera, había que mezclar las nah-tih-llas con la arena de una manera exacta; de lo contrario ésta se hundía, convirtiéndose en una simple duna.
Tras un pequeño paseo, llegaron a una casa-duna con la forma de una porción de pastel. Un pastel de limón y nata.
—Bueno, aquí es —dijo Alh-par-cheh.
—¿Aquí? —preguntó Barael.
—Sí, ésta es mi casa —respondió mientras ataba las riendas del escarabajo a un tenedor gigantesco clavado en la arena—. Adelante.
Entraron por una puerta de cristal amarillo.
Dentro, todo era sorprendente.
Las mesas, las sillas, los aparadores, todo, se había manufacturado en gelatina de limón con consistencia pétrea; Las paredes y el techo, de engrudo arenoso.
—Ten, siéntate —le  dijo el tratante acercándole una silla en forma de magdalena.
Barael contempló todo, reparando principalmente en la chimenea fría a la que había aludido Alh-par-cheh.
—Así que es ésa la...
Alh-par-cheh le miró y asintió mientras preparaba una jarra de limonada.
Barael se levantó de la silla y contempló el ingenio.
La arena, a medida que caía, cambiaba de color mientras un fresco vapor salía por un tubo conectado a la pared.
Alh-par-cheh sirvió la limonada en unos grandes vasos de cristal y le preguntó:
—Bueno, ya estás en la capital. Ahora qué.
Barael se acercó a la mesa y se tomó pensativo el vaso de limonada. Estaba fría y fresca. Al término, exclamó sin miramientos:
—Pues no lo sé, creo que, por lo pronto, he de visitar a Amaronte.
—¡¿Amaronte?! —preguntó sorprendido Alh-par-cheh mirándole receloso.
—Sí, Amaronte —respondió Barael sosteniendo su mirada.
El duende amarillo se levantó y dejó los vasos en la alacena mientras decía:
—Nadie va nunca a visitar a ese brujo. Se fue de Adunia hace muchísimos años. Se rumoreaba que tenía pactos con el Gran Maligno Amarillo.
—¿Y quién es ése? —preguntó Barael desconcertado.
—Es un despiadado ser que habita en las arenas de Amarilia. Su tamaño es inimaginable y navega por las profundidades arenosas devorando lo que encuentra a su paso. Vive bajo tierra porque allí las temperaturas no son tan fuertes. Una vez, hace ya muchos siglos, el frescor de la ciudad le hizo emerger a la superficie provocando el caos y la destrucción. Entonces, la única persona que tenía los conocimientos y el poder suficiente para derrotarlo era un enigmático duende de origen desconocido llamado Amaronte. Sin embargo, cuando las fuerzas vivas le pidieron ayuda, éste se negó y huyó de la ciudad recluyéndose en los confines del país. Pasado el tiempo se dijo que había construido una torre de arena y que habitaba en ella. En cuanto al Gran Maligno, destruyó parcialmente la ciudad, mató a los duendes que quiso, y luego se marchó por donde había venido. Desde entonces no se le ha vuelto a ver. Gracias a Dindorx.
—¿Y Amaronte? —preguntó Barael de nuevo.
—Como te dije antes, vive confinado en su torre de arena pétrea. Dedicado por entero a la práctica de las artes oscuras. Lejos de todos, al menos.
>>Lo que está claro —continuó, tratando de restañar su resentimiento—, es que no hay nadie que me pueda causar mayor asco y repugnancia. No sé para qué necesitas verle, pero mi consejo es que no te acerques por su torre. Es un lugar peligroso. Además, he oído que allí no brilla el sol. El brujo, con sus malignas artes arcanas, ha creado una permanente y densa nube de algodón amarillo permitiendo que la torre esté refrigerada sin necesidad de ninguna calefacción fría.
>>Nadie que no sea el propio Amaronte puede entrar o salir de esa torre. Su acceso, protegido mágicamente, no es visible a no ser que uno lo conozca de antemano.
>>Si aun así lo deseas, lo vas a llevar, difícil no, lo siguiente…
De repente, como una advertencia del averno, el suelo tembló, el techo se resquebrajó y comenzaron a caer esquirlas.
Seguidamente, las paredes se abrieron y toda la casa se convulsionó amenazando con reventar hecha escombros.
Alh-par-cheh y Barael saltaron por la ventana más cercana, rompiendo los cristales.
En la calle reinaba el caos.
Los duendes corrían despavoridos evitando los cascotes. Las casas multiformes se derrumbaban hechas pedazos mientras los escarabajos volaban y las orugas se hundían en la tierra presas del pánico.
Toda la calma que hasta el momento parecía imperar en la ciudad se había desvanecido.
A trompicones, pues el suelo temblaba fuertemente, Alh-par-cheh desató a su enloquecido escarabajo y ambos se montaron en él cabalgando velozmente hacia el epicentro del terremoto.
En su tortuoso camino, varias veces estuvieron a punto de perder la vida a causa de los derribos, los desesperados o las zanjas del terreno.
Una vez en el centro de la ciudad, Alh-par-cheh exclamó:
—¡Dindorx!
—¡Santo Dindorx! —apostilló Barael.
Usurpando el lugar en donde antes estuvieran las casas de los duendes pudientes, una gigantesca cavidad se lo había tragado todo.
Se lo había tragado y se lo seguía tragando.
En aquella oquedad no se distinguía el fondo, sólo se contemplaba el caer frenético de millares de duendes junto a cientos de casas.
Las víctimas aullaban y gritaban histéricamente implorando ayuda.
—¿Es ése el Maligno, Alh?
—En efecto, ESO es el Maligno. —Y espoleó fuertemente al escarabajo.
Los dos duendes salieron de allí súbitamente, cabalgando entre las ruinas de la ciudad en dirección a la Duna de la Relajación.
Desde allí contemplaron la tremenda desolación. La monstruosa oquedad crecía a cada víctima que ingería.
—¿Qué podemos hacer? —preguntó Barael.
—Me temo muchacho —escupió resignado el tratante—, que tu deseo se va a cumplir. Al igual que antaño, sólo un duende puede detener esto.
—¿Te refieres a...?
—Me refiero a Amaronte. Vamos, no tenemos tiempo que perder.
Alh-par-cheh fustigó de nuevo al escarabajo y éste puso rumbo norte dejando tras de sí una tremenda polvareda.

(c) Rafael Heka
(c) 33 Ediciones


[1] Bueno, lo cierto es que la mayoría de los lugareños conocen coloquialmente al desierto como el Desierto de los Cojones. Por lo de tener que estar castrado para cruzarlo y todo eso. También circula la leyenda de que en alguna parte hay un tesoro enterrado compuesto de testículos dorados…
[2] Otra putada para los fabricantes de lámparas y bombillas. El que se forró fue Ar-Net-tte, un humilde duende que comercializó la idea de ponerse unos cristales ahumados en los ojos para evitar la radiación solar y ver mejor. 
[3] Supersticiones baratas. Lo único que ocurriría es que se quedarían más cegarrutos que un topo en la costa del sol. Sus ojos, adaptados a la permanente luminosidad, carecen de dilatación pupilar, con lo que de noche, lo dicho, no verían ni pum. Aquello parecería “El día de los trífidos”, pero sin trífidos. Ya sabéis, la novela de John Wyndham. Bueno, ocurriría eso y la generación del consiguiente papeleo burocrático para hacerles evolucionar más deprisa, etc, etc, etc. Vamos, un lío. Por eso Dindorx no deja que se agote la duna de marras.
[4] Las nah-tih-llas se elaboran principalmente con leche y huevos. Bien, se da el caso de que dicho compuesto resulta una de las sustancias más duras del universo una vez se ha secado al sol de Adunia durante dos días, o lo ha hecho bajo una incandescencia artificial de 3.000 quematrones. ¿Por qué? Por la leche de hormiga y los huevos de oruga.
Aunque hay expertos que afirman que realmente la dureza es por la leche de hormiga (sustancia a extraer de las gigantescas zánganas de Ang-gosth, con gran desagrado para las mismas), no se tiene claro del todo. Aun así, se dice que sólo la leche ordeñada es la buena, porque las zánganas, a mala hostia, le inoculan una sustancia para que no se pueda ingerir. Ah sí, las nah-tih-llas no son comestibles. Las comestibles son las natih-llas, que se cocinan con lo mismo, pero con leche de zángana sin ordeñar, de la que dejan en las cámaras para que sus crías se alimenten. ¿Cómo se ordeña a una hormiga? No queráis saberlo. Requiere de un baile ceremonial y varias posturas denigrantes a fin de que la hormiga se ponga tierna. Además, no siempre se consigue, normalmente acabas violado, decapitado, o ambas cosas en orden aleatorio. Es algo sólo para expertos que luego cobran una pasta en la comercialización. Por eso al final sube la vivienda, etc, etc, etc.

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domingo, 11 de septiembre de 2016

Lineal C Serial 10: Alfa


Viernes


—¡Déjame, hijo de puta! —gritaba la muchacha mientras corría por el bosque totalmente enloquecida en medio de una tormenta espantosa.
No se daba mucha cuenta de lo que hacía. El ácido tiene esa particularidad.
Javier la perseguía desde hacía tiempo. Venía detrás resbalando y quejándose bajo las mismas condiciones que ella. Afortunadamente, él lo soportaba mejor. Con el tiempo había llegado a poder distinguir la realidad de la ficción concentrándose en ese extraño hueco que dejan los pliegues del velo lisérgico.
Tan sólo un poco antes, terminada ya la cena, los dos estaban muy contentos en el dormitorio, entre copas, divirtiéndose con cerezas y nata. Jugaron, se tocaron, se excitaron, se pusieron un par de papelinas de Lsi bajo los párpados y empezaron a follar de una forma a la cual la muchacha no estaba muy acostumbrada.
Cuando Javier se la quiso meter por detrás y empezó a doler, ella se quejó y él, creyéndola ya una puta en su delirio, le apretó el cuello contra la almohada y empezó a forzarla.
Ella le dio una patada en los riñones que lo dobló de golpe y se precipitó escaleras abajo con la poca ropa que llevaba.
Javier hizo lo mismo. Estaba muy cabreado y albergaba la intención de violarla de verdad. Pero, con el frío, el agua y la caminata, el ardor se disipó camino de una psicodelia fosforescente y deforme.
Desde entonces corrían así uno tras otro presa de los efectos de sus excesos cuando algo recio y firme apresó a Susana por la cintura deteniéndola de golpe.
Javier se detuvo en seco también. La vista, borrosa por la lluvia, sólo atinaba a distinguir una mancha alta y oscura que sujetaba a Susana con un brazo mientras que con el otro parecía encañonarle con una especie de revolver.
—¿Quién cojones eres, tío? —preguntó Javier entre asustado y confuso. No desechaba la idea de que aquella escena fuera producto de un brote psicótico.
Como respuesta, El Pistolero apretó sin más el gatillo y le descerrajó un tiro en los huevos que le reventó la entrepierna como quien mete un barreno en una bolsa de fruta. Javier cayó al suelo gritando y retorciéndose a la vez que profería unos agudos chillidos propios de un porcino.
La chica, al contemplar la escena, empezó a gritar también presa del pánico.
El Pistolero no tenía tiempo para gilipolleces: le sacudió un golpe con las cachas de su revólver y la dejó inconsciente tendida en el suelo.
Después, se acercó a Javier.
Éste, al verle, se quedó mudo.
Sus ojos reflejaban incredulidad.
—¡Art —empezó a decir.
No terminó su alocución.
El Pistolero rodeó su cuello con una gruesa soga y le arrastró asfixiándole hasta la luz de la Craenaria que acababa de aparecer a sus espaldas.
Sin miramientos, sin remordimientos, sin respuesta emocional, le condujo hasta la boca de la Craenaria y lo tiro dentro.
Javier se retorció enloquecido hasta que dejó de hacerlo y la cuerda dejó de tensarse.
El Pistolero dejó caer la soga y volvió al bosque.
La luz de la Craenaria continuaba brillando tras él con aspecto triunfante.
Pero esa noche, para su desgracia, la presa no saldría por su conducto excretor y arrasaría un planeta rico en nutrientes.
Esa noche, su presa, sería su verdugo y la de todas las Craenarias. Cuando el cuerpo de Javier eclosionara dentro de ella, el portal estaría ya cerrado y un nuevo enjambre enfermo de HEV recorrería su mundo infectándolos a todos.
Sin más, recogió a la muchacha poniéndosela sobre los hombros y caminó hasta la cabaña.

* * *

La armónica sonaba suave, melodiosa.
El Pistolero, sentado en el suelo, la tocaba tranquilo.
El alba no tardaría mucho en despuntar y podría irse por el portar Craenita al viejo granero. De allí, partiría a su viejo hogar: El refugio que antaño orbitaba escondido en un perdido asteroide alrededor de una secreta enana blanca.
Su recuerdo se mezclaba con la visión de la luz de la planta mientras ésta empezaba a apagarse.
Era el momento de partir.
El Pistolero se levantó.
Una grave voz a su espalda le interrumpió inesperadamente:
—¿ADÓNDE crees que vas?
El Pistolero se volvió.
Un enorme perro negro le miraba con las fauces entreabiertas. Sus ojos eran rojos y estaban encendidos con toda la fuerza del infierno.
Tranquilamente, comenzó a rodearle:
—¿Quién eres tú, para cruzarte en mis planes?
El Pistolero desenfundó sus revólveres y lo encañonó.
—Para ti, una estrella. La LUZ que te hará retroceder.
El perro rio con sorna.
—Ohhh, muy valiente.
>>Muuuuy, valiente.
>>Pero..., no servirá de nada tu sacrificio.
>>Como Javier hay muchos; muchos que ME pertenecen. Muchos, que FORMAN parte de mí.
Esta vez el que rio fue El Pistolero.
—Sí, pero también hay ESTRELLAS en el oscuro firmamento. ESTRELLAS capaces de hacer retroceder la negrura.
—¿Y qué? YO soy más poderoso. YO siempre gano.
El Pistolero rio a carcajadas.
—Nadie puede vencer a La Luz. NADIE. Aunque ganes, jamás podrás doblegar el espíritu. No te pertenece y lo sabes. Sólo juegas con la ignorancia de los incautos. Claro, que para eso, ya hay otros capaces de rellenar el cuenco de la ignorancia.
El perro abrió sus fauces y profirió un rugido capaz de rendir legiones enteras.
Como respuesta, El Pistolero hizo su cometido disparando certeros proyectiles sónicos que penetraban el cuerpo de la bestia sin parecer hacerle el más mínimo daño.
El perro se abalanzó sobre El Pistolero y lo devoró con toda la rabia y frustración de lo que conocía cierto.

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viernes, 9 de septiembre de 2016

Crónicas Globulares Serial 19: A-maj-ara


Un resplandor blanquecino cegó los ojos de Barael.
Cubriéndose con las manos, se acercó al portón azul y salió de Azulindia.
Allí permanecían incólumes Azurín y Azurón montando guardia.
—Hola de nuevo —dijo Azurín.
—Hola de nuevo —dijo Azurón.
>>¡Qué!, ¿cómo fue por ahí dentro, amigo? —preguntaron al unísono.
—Bueno... —respondió Barael mientras se quitaba las ropas azules y se investía de nuevo con sus blancos harapos.
—Entonces..., ¿no resolviste el acertijo? —dijeron mirándose el uno al otro con maliciosa complicidad.
Barael les miró de reojo malhumorado y terminó de cambiarse. El duende bajo y gordo accionó la espita que rellenaba el globo de cristal en el circuito y el portón de doble hoja se cerró.
Barael recogió raudo sus cosas y se despidió de los duendes azules. No había tiempo que perder.
Estos se colocaron de nuevo uno a cada lado del gran portón azul y se quedaron inmóviles.   Nunca más volvería a verles.
* * *
Caminó un rato hacia el sur, lo suficiente para salir del radio de acción de los porteros, y metió la mano en el bolsillo sacando el dado de colores.
Mirando al inmenso muro azulado, tiró el dado al suelo.
Éste botó tres veces quedándose quieto en el color amarillo.
Barael lo recogió, lo guardó en el bolsillo de su camisa, y sacó el mapa mágico.
Asombrado, contempló cómo ahora, al igual que sucediese con Blancualín, los lugares de Azulindia por los que había pasado se reflejaban con la mayor exactitud en el viejo pergamino.
Lo observó absorto durante un rato y buscó el país de los duendes amarillos.
Estaba situado al sudeste. Desde su actual ubicación el camino más cercano era aquel que transcurría pasando por delante del país de los duendes verdes; si caminaba hacia el oeste, debería sortear el país de los duendes negros y el país de los duendes rojos.
Guardó el mapa en el atillo y puso rumbo a Amarilia.
* * *
A su llegada el muro se le mostró en un amarillo intenso confinando un dorado portón de dos hojas con la representación de un bello reloj de arena en el centro.
En lo alto del marco, tallado también en oro, un hermoso escarabajo parecía coronar una multitudinaria procesión de bichos que subían y bajaban por él.
Aquel bello y rico portón lo custodiaba una duende.
En su cabeza, sobre un suave rostro de tez amarillenta, un caperuzo se le ajustaba al cráneo. Un caperuzo de oro macizo grabado con extraños caracteres.
Su excesiva ligereza de ropa sorprendió al duende blanco.
Sólo una túnica de seda amarilla cubría su escultural cuerpo, ceñida por el efecto de un dorado cinturón a base eslabones dorados.
Sus delgados y finos pies descansaban en unas sandalias de cordón cruzado, el cual ascendía por sus torneadas piernas hasta perderse de vista en la vaporosa túnica.
La duende, cansada de ser observada, le miró con extrañeza:
—Buenas, caminante —espetó.
—¿Perdón? —respondió Barael en Blanco, al no comprender.
La duende preguntó:
—¿Qué ha guiado tus pasos hasta aquí?
Barael respondió esta vez en Azul:
—¿Quieres que te hable así? 
La duende lo observó con cuidado y en silencio.
Después, se le acercó, extrajo un anillo de arena pétrea de una de las generosas cacerolas doradas que le hacían las veces de sujetador y, colocárselo en el dedo corazón, le palmeó el pescuezo informalmente diciendo en un intenso Amarillo:
—A ver si ahora me entiendes: ¿Hola?
—¿Hola? —contestó tímidamente Barael, ahora también en Amarillo.
La duende bramó efusivamente al son de expresiones como <<¡Bieeeeeennnnnn!>>, <<¡Yupiiiiii!>>, <<¡Genial!>>, <<¡El chico sabe hablar!>>, <<¡Bravo!>>, mientras habría de par en par los ojos, daba palmadas y saltaba de un lugar a otro. Luego, de pronto, se paró en seco y dijo muy seria en tono ceremonial y con los ojos muy abiertos:
—El anillo que te acabo de dar es mágico.
Acercándose hasta él, le susurró al oído una y otra vez la palabra “mágico”, dio dos vueltas a su alrededor y se paró frente a su cara.
Circunspecta y así como cansada, habló de nuevo en plan pasota:
—Su magia hace que hables el Amarillo. Mientras lo lleves puesto, podrás utilizar nuestro idioma. Considéralo un regalo. —Y, desdeñosamente, comenzó a morderse las uñas.
Barael observó el anillo, la miró y dijo temeroso:
—Ya sé que no..., pero..., ¿tú no sabrás por qué el Blanco es el más importante de todos los colores, no?
La duende dejó de comerse las uñas para mirarlo muy fijamente. Después, mientras éste se arrugaba, se acercó sigilosamente sin quitarle ojo.
—¿Cómo...?
—Que si sabes por qué el Blanco...
—¡Ya! —interrumpió— He oído la pregunta ¡Pitusín! —Y le golpeó con una de sus doradas uñas el lóbulo de la oreja izquierda.
>>¿Cómo te atreves a venir aquí y decirme que...? ¡Fuera!
—¿Fuera? —preguntó Barael mirando hacia los lados—. ¿Fuera de dónde?
—De mi vista, enano.
—Soy un duende, no se confunda...
—¡¿Encima con cachondeo?! —La duende inclinó su cabeza en señal de decepción y le dijo:
—Has de visitar al brujo Amaronte.
—¿Amaronte? —preguntó Barael extrañado—. ¿Quién es ése?
—¿Que quién es ése... ¿Que quién es ése? —exclamó la duende dando botes de indignación.
>>¿No conoces a Amaronte? —preguntó.
—Pues, no —respondió Barael.
—Amaronte es el duende más sabio de todo el Continente Estrellado. —Y empezó a bailar moviendo el velo alrededor de Barael—. Es un ser siniestro y oscuro. Un duende que vive alejado de toda la civilización y que habita en su propia torre. Una torre hecha de arena petrificada.
De un salto, se paró frente a los ojos de Barael.
El duende, desconcertado y animado ante la revelación, preguntó:
—¿Y cómo puedo ver a ese gran brujo?
La duende se rascó el caperuzo y le miró con cara de niña tonta:
—No lo sé. —respondió.
>>Lo único que puedo hacer es abrirte la puerta y dejar que lo busques tú mismo.
—De acuerdo pues. Déjame entrar —rogó el duende blanco.
—Todavía no puedo hacerlo.
—¿Por qué? —preguntó Barael.
—Porque no vas bien vestido. Dentro de Amarilia te morirías de calor.
—¿Y qué es lo que necesito?
La duende se acercó al muro, corrió uno de los ladrillos y extrajo del interior un ovillo de ropa.
—Toma —dijo acercándoselo.
Barael lo deshizo. Contenía una túnica de seda amarilla, un casco como el de la duende, unas sandalias gruesas de oro, un pantalón muy corto y un cinturón de metal.
—¿Y me tengo que poner todo esto? —preguntó.
—Sí. Como comprobarás más tarde —le aleccionó—, Amarilia es un desierto en toda su vasta extensión. Allí brilla el sol durante el día y durante todo el tiempo correspondiente a lo que tú conoces como noche. Una broma de Dindorx, que es un cachondo... Esto hace que la arena adquiera unas temperaturas tan altas, que sólo se pueden soportar con las ropas y adminículos que te acabo de prestar, o vender, por un módico precio, si tú aceptas.
—Verás, no llevo nada encima que te pueda interesar, y mucho menos, dinero.
La duende le miró de arriba a abajo sopesando una lasciva idea. Después, se acercó a su oído y le dijo estridentemente:
—Me lo i-ma-gi-na-ba. Era ¡broma! Ja, ja, ja —y continuó átona y monótonamente, adoptando la pose y maneras de una azafata de vuelo a punto de jubilarse—. Devuélvamelo a la salida, por favor. El copete de metal protegerá tu cuerpo contra los rayos solares (posee una magia que cataliza el calor convirtiéndolo en una corriente de aire fresco, refrigerando así tu cuerpo). En cuanto a los chanclos, has de saber que están hechos de un metal que te hará caminar al doble de velocidad, soportando las altas temperaturas de la arena. Por último, y no por ello menos importante, tenemos el cinturón: Éste hace que no te deshidrates. Cuando sudes, el agua que desprendas será recogida por él y devuelta a tu organismo por los poros cutáneos. —Y dicho esto último, la joven se acercó al muro y empujó un ladrillo que sobresalía.
A la izquierda del gran portón giró sobre sí misma una falsa sección del muro dejando al descubierto una tienda de campaña a rayas amarillas y blancas.
—Muchachote: ¡cámbiate!
Barael entró en la tienda, saliendo poco después vestido como un amarilio cualquiera haciendo ruboroso caso omiso a los comentarios de la joven sobre la perfección de sus posaderas:
—Bueno, ya estás.
—Creo que sí —respondió Barael ajustándose el casco—. Por cierto, ¿cómo te llamas?
—A-maj-ara.
—No me extraña —comentó suavemente el duende blanco mientras se ajustaba el cinturón.
—¿Cómo? —preguntó la duenda.
—Nada, nada. ¿Me puedo ir ya? —respondió evasivamente.
A-maj-ara respondió muy contenta con el tono de una niña de diez años:
—Sí, ven. —Y presionó otro ladrillo.
La sección del muro que se giró antes regresó a su posición inicial; después, empujó dos ladrillos contiguos, y el portón se abrió desprendiendo un intenso resplandor, una fuerte bocanada de calor y una irritante lengua de arenisca.
—¡Ale, chaval! Todo tuyo.
Barael la miró como hacen los corderos ante una moto deportiva y, sin saber por qué, le plantó un repentino beso en todos los morros.
La duende aceptó el reto y le succionó apasionadamente la laringe a la vez que clavaba sus maravillosas uñas doradas en las nalgas de un asustado Barael.
Acto seguido, le soltó bruscamente y le lanzó contra el desierto.
Con los ojos en blanco, el duende se internó en las arenas semejando un pato borracho que intentase sujetarse un puntiagudo casco.
Atrás quedaba la escultural A-maj-ara recortada bajo los pliegues de su evocador vestido mientras le repasaba las carnes mordiéndose lascivamente el pulgar.
Dios, y luego me llaman loca.
No sabe dónde se mete.

(c) Rafael Heka
(c) 33 Ediciones

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