domingo, 20 de marzo de 2016

Perseidas 02: Anónimo




anónimo

Año 3245 después de Cristo
Museo de Antropología Primario.
Esperanza, Capital Terrestre.

La cola daba vueltas al edificio.
Miles de seres autóctonos y foráneos procesionaban impacientes mientras serpenteaban por una infinita cola contemplando multitud de vestigios. Todos esperaban llegar hasta un pequeño trozo de papel. Un diminuto manuscrito sin autor ni procedencia. “El inicio de la Lucidez”, rezaba en la brillante placa digital.
El muchacho, al llegar, lo miró mientras su padre contemplaba expectante sus reacciones.
   “Hoy he descubierto quién soy... comenzaba.
    Hoy sé qué soy.
Y he llegado a esa conclusión pensando algo muy sencillo.
He imaginado el mundo, ese lugar plagado de galimatías legales, atiborrado de normas, de ciegos, de manipuladores, de destructores de la Naturaleza... SOLO.
    VACIO.
    Sin más alma humana en él que YO.
Y, entonces, todo cobró sentido. Vi con claridad la Tierra.
    Y mire al cielo, y vi las estrellas.
Y descubrí el paraíso. Un lugar en el que vivir libre de la contaminación del hombre. Allí, con la ayuda de algún que otro animal y la maña de la agricultura, uno puede sentirse libre de verdad. Libre y capaz de subsistir de la forma más sencilla, llegando a esa paz del alma que sólo se conquista con la auténtica independencia que otorga la autosuficiencia. Porque la realidad de todo esto es muy sencilla: Tan sólo somos unos seres que necesitan un poco de agua y algo de alimento para el cuerpo y el espíritu. Todo lo que añadamos después son complicaciones, manipulaciones, intentos de ingresar al individuo en estructuras mentales alejadas de su autentica naturaleza simple.
El mundo y yo sólo...
Ahora sí sé quién soy...”       
Los ojos del muchacho habían cambiado de expresión.
Entró siendo un niño, se marchó como hombre.
(c) 33 Ediciones
(c) Rafael Heka




Crónicas Globulares Serial 13: Descensores al baño María


Frente a ellos se extendía la más vasta extensión de agua que jamás un duende divisara.
Barael, profano en mares, playas, y con los pies desnudos, disfrutaba dibujando huellas azuladas en la finísima arena mientras Azí hacía lo propio brincando y cabrioleando.
—¡Mira! —dijo el pequeño señalando hacia el mar—. Ézoz zon loz dezcenzorez de concha. Con elloz ze baja a Azuria.
Barael caminó unos pasos en la dirección indicada y, efectivamente, la playa terminaba bruscamente allí, sobre unas estructuras de madera azul en forma de grúa: los descensores.
De las cabezas de estas grúas pendían, adheridos a gruesas cadenas, unos habitáculos muy particulares divididos en tres partes:
Un techo superior, construido con una gran concha marina agujereada; una gran y trasparente esfera en todo el centro con una puerta de acceso; y una base inferior, también de concha, de la que colgaba una férrea cadena con una gran perla celeste haciendo las labores de contrapeso.
Los descensores, en su mayoría, subían y bajaban incesantemente ofreciendo una machacante sinfonía de cadenas agitándose. Como maestros de ceremonias y fuerza bruta laboral, unos fornidos y semidesnudos duendes azules se bronceaban a la fuerza del trabajo, mostrando sudorosos sus tatuados torsos, cabezas y pies. Solamente unas ajadas bermudas de algas marinas cubrían lo que laboralmente no había de mostrarse por respeto a los clientes[1].
Azí miró a Barael y, viendo su cara de asombro, le dijo con los ojos desorbitados:
—Venga ¡Vamoz a montar!
—Un momento, un momento… —exclamó Barael un poco acojonado tras contemplar la sencillez con la que bajaban los duendes en los descensores y se sumergían en las oscuras profundidades—. Aquí hay algo que no cuadra. Yo no sé vosotros, pero en lo que a mí respecta, aún no respiro bajo el agua.
—No te haz de preocupar por ezo. Eztoz dezcenzorez zon mágicoz; en zu caída, hacen que tu cuerpo ze acoztumbre a la rezpiración acuática. Venga, vámoz. —Y el alegre y risueño Azí echó a correr por la playa en dirección al descensor libre más cercano.
Bueno, pensó Barael, eso de que no me he de preocupar, ¡unos cojones! Que mi padre murió en la bañera de una mierda de estornudo. Menudo hostión se dio contra el grifo. Luego al agua y muertecico ahogado. No, no, cuidadito; que en aquella bañera no habría dos palmos de agua y aquí abajo vive hasta gente y todo.
Adosado a la grúa a la que se acercó Azí había dos manivelas con las que se subía y bajaba el descensor. Agarrando estas manivelas, unos estirados duendes vestidos de mayordomo les aguardaban.
Uno de ellos les explicó que la magia del descensor estribaba en capacitar adaptativamente al pasajero a la respiración marina mediante un sencillo proceso de inundación progresivo de la cabina. Según el habitáculo descendiera y ésta se fuera llenando, el duende iría progresivamente adaptándose a respirar mar. Una vez el descensor inundado por completo, el individuo respiraría agua con tanta normalidad como un pezón[2].
Cuando se sube de Azuria a Azpiñón, el proceso se invierte y el duende puede respirar el aire como antes.
—¿Y no falla nunca? —preguntó Barael a título informativo.
—Muy rara vez —contestó el otro descensorista—. Bueno, miento, el otro día cascó uno de la impresión; porque respirar, respiras, pero la altura acojona de narices, ja, ja, ja. Con decirle que yo bajo sin mirar.
Claro, explicadas las cosas así, huelgan las desconfianzas. Así que mientras que el primer descensorista y Azí arrastraban a un enajenado y pataleante Barael al interior del descensor, el otro habría la portezuela con una sonrisa de oreja a oreja deseándoles buen viaje.
Una vez dentro, y mientras Barael se dejaba las uñas contra el cristal implorando clemencia, los descensoristas comenzaron a bajarles accionando pausadamente las manivelas con un semblante agradable, un silbar consolador y la concisa y correcta recomendación gestual de que no miraran hacia abajo si no querían cagarse de miedo.

* * *

Como le fue explicado, el agua penetró gradualmente por los orificios inferiores hasta cubrir por completo el descensor.
A principio, la sensación para ambos duendes fue extraña y, por unos instantes, no pudieron respirar. Tras un breve lapso de tiempo, sus pulmones recobraron la normalidad.
Ya más calmado, y desoyendo la asustadiza recomendación de no mirar (broma típica, por cierto, de descensoristas a turistas novatos), Barael se acercó al cristal.
Totalmente asombrado, y entre impresionantes arrecifes de coral, pudo ver cómo infinidad de coloridas formas de vida le mostraban su esplendor otorgando de imborrables impresiones sus inexpertas retinas. Al fondo, majestuosa, aguardaba misteriosa la iluminada ciudad de Azuria.
Qué de leyendas se decían de ella.
Qué de maravillas.
Innumerables conchas provenientes de diversas variedades de moluscos y otros seres marinos gigantes hacían las labores de vivienda, apuntalando así la identidad arquitectónica de sus muros. Los artesanos duendes azules, como aporte individual y artístico, tallaban sus respectivos hogares con bellos motivos tribales en un acto cultural de aportación comunitaria capaz de generar una entidad artística individualizada y definida.
De sus puertas y ventanas brotaban luces brillantes que bailaban al compás de las mareas con los tenues fuegos mortecinos que salpicaban la urbe en su particular lluvia de estrellas.
Todas esas viviendas, todas esas pequeñas maravillas labradas, fruto del esfuerzo y la imaginación, se agrupaban alrededor de una suave colina al amparo de un enorme y deslumbrante coral azul.
—¿Qué es aquello? —preguntó Barael al dar cuenta de él.
—Aquello ez el majeztuozo Palacio de Coral. La morada de Azión. Míralo: ¡Qué ezpectáculo!
—¿Por qué brilla tanto?
—Porque en zu zuperficie, entre la inmenzidad de zuz recovecoz coralinoz, viven cientoz de luciérnagaz marinaz.
Barael se apoyó en la pared del descensor y siguió mirando la fantástica ciudad. Se notaba la vida, aunque no se apreciara bien.
Fijando la vista a lo lejos, muy apartado del núcleo urbano, le pareció distinguir un riachuelo de duendes encaminándose a un solitario promontorio.
Sin darle tiempo a exhalar su siguiente pregunta, una sacudida le sobresaltó: habían llegado al fondo.
El descensorista de turno les abrió la puerta y salieron.
Desde allí, la perspectiva visual al mirar hacia arriba era la de encontrarse bajo un precipicio muy alto del que colgaban muchos sedales gigantes de pesca.
Una visión tan cautivadora como realmente escalofriante si hubiera especies lo suficientemente grandes como para aceptar esos cebos[3].
—Bien, ¿y ahora? —preguntó Barael.
—Ahora ezpérame aquí. Aunque el Caztillo de Coral parezca eztar cerca, no ez azí; necezitaremoz ayuda.
—¿Ayuda?
—Ajá, ezpérame. —Y se marchó ufano a unas concurridas cuevas excavadas en la ladera del precipicio.
Barael decidió distraerse contemplando a un personal bien variopinto y pintoresco.
Tenías desde el pobre comerciante de Azpiñón con problemas para controlar sus garrafas de vino, hasta la bella duende de sugerente bikini que se marchaba nadando como si tal cosa.
También había ejecutivos, nietos de ciclistas disfrazados de toreros, ediles socialistas, putones verbeneros, peluqueros de esos que se llaman estilistas. Musculitos. Posturitas. Cronistas carroñeros. Ja, ja.
Vamos que como diría un gran autor de vuestro pueblo:
—Carajo, estaban todos menos tú[4].
También había muchos puestos en donde los vendedores lanzaban a voz en grito el precio de sus mercancías:
—¡Llévese una buena réplica del Castillo de Coral! —decía uno desde la concha de un cangrejo ermitaño.
—¡Jamón de atún!, ¡Ahumado!, ¡Espina negra! —profería otro entre las valvas de una gigantesca almeja.
—¡Algas dulces! —chillaba un tercero desde un coral verde fosforescente, rebosante de niños golosos.
—¡Paté de calamar! —aclaraba alguien subido en una estrella de mar.
—¡Prffffffff… —explotó estridentemente el relincho en la oreja izquierda de Barael.
El duende se dio la vuelta con los puños preparados para el combate, descubriendo a su diminuto compañero a horcajadas sobre un extraño animal marino. Traía otro para él.
—Lo ziento, amigo; ¡zube! — le cortó Azí en una de aquellas espontáneas intervenciones que incitaban al asesinato con ensañamiento.
—¡¿Qué son estos bichos?! —preguntó Barael.
—Hipocampoz[5] —respondió Azí —. ¡Y no loz inzultes! Pobrecitoz…
—¡¿Hipocampoz?!
—No, hipocampoz. ¿Zabez?, ya me eztáz empezando a tocar los huevoz. Como zigaz azí me veré obligado a decidte un pad de cozaz.
Barael se aguantó el descojono y dejó que el muchacho se explicase.
—Penzé que, como el camino va a zer algo largo, y tienez priza, lo mejor era alquilar eztoz caballoz de mar.
Barael asintió no sin dejar de reafirmase en la opinión de que eran unos seres extraños; sobre todo, después de estar un buen rato intentando montar en el suyo.
Ya en sus cabalgaduras y con las bridas bien agarradas, pusieron rumbo a la ciudad.

* * *

En unas horas llegaron a Azuria. El terreno era difícil pero los hipocampos se portaron muy bien. Lo único que sufrió allí fueron los riñones de Barael.
De cerca, la metrópoli era mucho más bella. Los trabajos de talla en las conchas eran magníficos. Se diría que databan de centurias a juzgar por la minuciosidad de motivos y cenefas.
A los lados del camino flotaban unas esferas de cristal, en cuyo interior ufanas luciérnagas realizaban su trabajo.
Barael, de vez en cuando, preguntaba a los duendes que encontraba la respuesta al acertijo. Estos no le contestaban. Algunos incluso le miraban de mala gana.
Cabalgando, cabalgando, terminaron la ciudad topando con una bifurcación.
Los hipocampos encogieron sus colas y se pararon.
Barael tiró de las bridas diciendo:
—Y ahora ¿por dónde?
—Por la deredcha —respondió Azí—. Zi cogiéramoz el camino de la izquierda noz dirigiríamoz a laz Minaz de Perla.
—¿Minas de Perla?
Azí le miró amenazante:
—Zí, allí ez en donde ze cultiva y ze eztraen laz perlaz azulez. Venga, vamoz. Ahora noz ezpera lo máz duro.
Los duendes trotaron duramente por la escarpada ladera de la montaña camino del Castillo de Coral.
A medida que ascendían, la vegetación y la fauna marina se fueron haciendo más abundantes mientras que los peces y crustáceos que les salían al paso asombraban por su extrañeza. Muchos de ellos emitían luz. Luz que solía brotar de largas protuberancias verrugosas.
Las viviendas dejaron de hacerse frecuentes hasta que llegados a un punto, desaparecieron por completo.
Ya cerca de la cumbre, la presencia del castillo era imposible de ocultar. Su fulgor lo precedía como un maravilloso heraldo.
Arriba ya, tras recomponerse los doloridos bajos, lo observaron en todo su esplendor.
Sorprendentemente para Barael, no tenía nada que envidiar al Castillo de Harina.

(c) Rafael Heka
(c) 33 Ediciones
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[1] Bueno, aquí, la verdad, es que si hacemos caso a la leyenda, sentiríamos congoja y desazón al contemplar las dimensiones de los monstruosos miembros viriles de los duendes azules. Dados los desmayos y las múltiples confusiones con las gruesas maromas de trabajo se acordó tapar semejantes aberraciones en pos de la cordura general y la seguridad laboral. Y todo por una puñetera gracia de Dindorx, que quiso dotarles de un timón de proa para nadar. Ya sabéis el chiste: está un duende amarillo y un duende azul meando en un río y dice el duende amarillo: —Pues sí que está fría el agua sí. y responde el duende azul: —Y profunda… En fin, que pueden plantar nabos sin agacharse, los pavos.
De todas formas, sabed que nos adentramos en un territorio peligroso: Pepinos de mar, tiburones, almejas… ya me entendéis.
[2] Pez enorme muy apreciado en Azuria, sobre todo por los duendes masculinos.
[3] Hombre, y claro que en esos mares hay especies capaces de merendarse apetitosos duendes crudos, pero si pensáramos todos los días en semejantes trivialidades no cogeríamos ni un autobús, ni un metro, ni una bicicleta, ni…
[4] Título de la canción parafraseada en el párrafo de arriba, del cantautor y poeta Joaquín Sabina.
[5] Vamos, caballos de mar.