Hubo una vez hace ya muchos años, en época
de carros y carretas, un árido pueblo castellano del centro-norte español en
donde había una vieja casona habitada por la mujer más horrenda que nunca pisó
tierra alguna.
Era desagradable con todos y cada uno de los vecinos con los que se encontraba, no contando con ninguna amistad desde hacía décadas: tantas, como las que llevaba viuda.
Estaba prácticamente sola en la vida. Una única persona trataba con ella y por obligación: su joven y humilde sirvienta, Margarita.
Era desagradable con todos y cada uno de los vecinos con los que se encontraba, no contando con ninguna amistad desde hacía décadas: tantas, como las que llevaba viuda.
Estaba prácticamente sola en la vida. Una única persona trataba con ella y por obligación: su joven y humilde sirvienta, Margarita.
Los días los agotaba leyendo prohibidos
manuscritos en su vasta biblioteca: miles de libros heredados de su queridísimo
marido, un hombre muy apreciado en el pueblo y del que también heredó aquel
caserío y una inmensa fortuna que nunca nadie vio ni física, ni en disfrute de
tan espantosa viuda.
De “Don Tomás”, como era conocido en el pueblo el “pobre”, obtuvo cuanto quiso menos descendencia; se decía que aquello fue la causa de su muerte...
Aunque si ya de por sí todo en ella era sorprendente e incomprensible, el hecho más extraño acaecido en torno a su persona sucedió una aciaga e inesperada noche —siendo ella ya muy mayor—, al ponerse milagrosamente de parto.
La gente intentó ayudarla pero ella, utilizando su particular carácter, los desanimó con cajas destempladas.
Aquel episodio resultó sorprendente. Y más sorprendente resultó, con el paso del tiempo, no llegar a tener la certeza de que aquella noche hubiese nacido nada. Nunca un niño salió de entre los muros de aquella casona, ni pareció existir como tal nada digno de ser nombrado de tal forma; lo que sí empezaron a suceder en el pueblo desde entonces, fueron acontecimientos extraños tales como ciertas desapariciones de cabezas de ganado o el brote inexplicable de voces susurrantes en las solitarias calles al caer la noche; En definitiva, sucesos inquietantes que sumieron al pueblo en un profundo sentimiento de temor.
Margarita nunca desveló nada de lo sucedido la noche en cuestión; ni siquiera tras la muerte de su señora. Algunos decían que era por el miedo que le infería; otros, por miedo a algo mucho peor.
De “Don Tomás”, como era conocido en el pueblo el “pobre”, obtuvo cuanto quiso menos descendencia; se decía que aquello fue la causa de su muerte...
Aunque si ya de por sí todo en ella era sorprendente e incomprensible, el hecho más extraño acaecido en torno a su persona sucedió una aciaga e inesperada noche —siendo ella ya muy mayor—, al ponerse milagrosamente de parto.
La gente intentó ayudarla pero ella, utilizando su particular carácter, los desanimó con cajas destempladas.
Aquel episodio resultó sorprendente. Y más sorprendente resultó, con el paso del tiempo, no llegar a tener la certeza de que aquella noche hubiese nacido nada. Nunca un niño salió de entre los muros de aquella casona, ni pareció existir como tal nada digno de ser nombrado de tal forma; lo que sí empezaron a suceder en el pueblo desde entonces, fueron acontecimientos extraños tales como ciertas desapariciones de cabezas de ganado o el brote inexplicable de voces susurrantes en las solitarias calles al caer la noche; En definitiva, sucesos inquietantes que sumieron al pueblo en un profundo sentimiento de temor.
Margarita nunca desveló nada de lo sucedido la noche en cuestión; ni siquiera tras la muerte de su señora. Algunos decían que era por el miedo que le infería; otros, por miedo a algo mucho peor.
El caso fue que, tras la muerte de la vieja,
nunca se encontró ni la más mínima evidencia de criatura, ni de nada parecido.
El caserío fue bendecido, precintado, y Margarita regresó mudamente a sus natales
tierras gallegas.
* * *
Sentados en torno a una rústica mesa de
madera y a la luz de unos finos candelabros de plata, cenaban acelerados engullendo
la humeante sopa mientras observaban las riquezas que durante tantos años había
atesorado la difunta.
Eran tres: un matrimonio de mediana edad y
un niño de unos siete años.
Tenían la cara sucia al igual que sus
escuálidas extremidades y vestían raídos harapos propios de épocas pasadas.
Aquellas tres solitarias figuras constituían
la única y repudiada familia que aquella vieja poseía: él, hijo de su único
hermano, cargaba consigo una pierna tullida y una vida difícil; Una vida de
esplendor que se truncó inesperadamente con el saqueo de la posada familiar y
la ruina posterior a manos de unos ricachones con influencias a los que cayó en
desgracia debido a su minusvalía. Desde entonces, vagaban sin éxito por el país
buscando auxilio. Ella tampoco los cobijó.
Mientras hacían una representación ambulante
en un pueblo vecino, el pasante del notario que gestionaba la herencia de su
difunta tía los encontró: la casa y todo
cuanto ella albergaba pasó a su poder. La fortuna los sonreía de nuevo.
* * *
—¡Idos!, ¡no sois bien recibidos aquí!
—gritó el pequeño ser de orejas puntiagudas y finos ropajes ocres nada más materializarse
frente a ellos.
Del susto, los tres se abrazaron de golpe
formando una piña en el medio del salón.
El trasgo desapareció de improviso y
apareció de nuevo sobre la mesa. Su faz era horrorosamente grotesca y estaba plagada
de prominentes verrugas sobresaliendo por entre los gruesos pliegues de su
piel.
—¿No me habéis oído?, ¡marchaos! —insistió
furioso tirando al suelo uno de los candelabros.
El padre, sacando fuerzas de flaqueza,
gritó:
—¡No nos iremos, duende del demonio! ¡Esta
casa nos pertenece por derecho! ¡Vuelve con Satanás!
El trasgo desapareció súbitamente con un
malévolo mohín.
El silencio que dejó permitía escuchar con
claridad hasta el más leve crepitar de las velas. De fondo, el repiqueteo del agua
sobre el tejado y los truenos estallando en el aire les inquietaban casi tanto
como el extraño olor sulfuroso que acompañaba las desapariciones de la
criatura.
De repente y ante su estupor, comenzaron a
llover pequeñas piedras en el interior del caserón.
El hombre, asustado, solicitó a su familia
que se metiera debajo de la mesa para protegerse.
Sacando una Biblia que siempre guardaba en
el hatillo, recitó unos pasajes.
Con un agudo grito surgido de las entrañas
más cercanas del más allá, la lluvia de piedras cesó.
* * *
El suceso de aquella noche se repitió
durante muchas noches más desesperando los nervios y la paciencia del matrimonio.
Y es que, día tras día, habían de recoger las malditas piedras con una gruesa
pala, para ver cómo el suelo de su hogar era regado de ellas nuevamente,
escasas horas después.
Pero además, lo curioso del caso era que el
mágico ser no sólo no se conformaba con arrojarles piedras, sino que les escondía
las cosas y les ponía trampas para que se hicieran daño.
Una de aquellas ajetreadas noches en las que
la familia luchaba contra el malvado trasgo, llamaron inesperadamente a la
puerta de la calle.
El padre, Biblia en mano y dando la espalda
a un encolerizado duende que no paraba de lanzarle guijarros a manos llenas, preguntó:
—¿Quién va?
Una quebrada voz le contestó:
—Un pobre peregrino en busca de refugio.
El hombre abrió sin más.
Tras la puerta se topó con un desdentado
anciano de luengos bigotes, en muletas y vestido con largos ropajes muy raídos.
—¿Puedo pasar? —preguntó nada afectado de
ver a una mujer y un niño bajo la mesa de un salón, un duende sobre ella y
abundantes piedras lloviendo sobre todos.
El hombre le facilitó la entrada no sabiendo
muy bien cómo resultaría todo, pero sin poder negarse dada su condición piadosa.
El trasgo, al ver al anciano, se estremeció
de tal modo que desapareció. Las piedras, a su vez, dejaron también de caer.
Se sentaron a la mesa.
El peregrino no hizo ningún comentario: se
limitó a nutrirse con las sabrosas viandas que aquella humilde familia ponía a
su disposición y de la que ahora sí podían disfrutar y compartir gracias a la
marcha del duende.
Todos cenaron en silencio a la lumbre de los
candelabros. El menú era a base de embutidos, sopas de ajo y un exquisito cochinillo
asado en su jugo.
Acabada la cena, el anciano se levantó no
muy complacido y refunfuñón. Hablaba decepcionado para sí mismo y no paraba de
negar con la cabeza indicando equivocación.
—Muchas gracias por todo. He de irme —espetó
finalmente.
El padre intentó persuadirlo para que pasara
allí la noche.
El peregrino negó educadamente el
ofrecimiento:
—Gracias, pero he de partir; sólo he venido
a recoger algo que dejé olvidado aquí hace muchos años y que vosotros, muy a mi
pesar, no merecéis. Desgraciadamente, sois gentes de bien…
El padre, desconcertado ante aquellas
extrañas palabras, intentó hablar. El peregrino le cortó enseguida el discurso
levantándole una exigente e inesperada mano en señal de silencio, a la vez que
le mostraba una contenida mirada a la que muy pocos se atreverían a hacer
frente.
Evidentemente, él tampoco fue capaz.
Renqueante y tras considerar resuelto el
tema, el anciano se acercó hasta la puerta con indiferencia.
Desde allí, llamó:
—¡Martín…!
En ese momento, el duende se materializó
frente a él cargando consigo dos pequeñas maletas de cuero.
—No me quiero ir… —imploró cabizbajo y
sumiso.
El anciano ni siquiera le contestó. Hizo un
ademán con la mano y ambos desaparecieron en un fogonazo rojizo y sulfuroso.
Los tres miembros de aquella pequeña familia
rezaron muy juntos al Señor tantas oraciones como supieron en lo que les restó
de noche.
Desde entonces, todo les resultó grato y
placentero. Y prosperaron felizmente, como el resto del pueblo. Por fin, el mal
les había abandonado para siempre.
(c) Rafael Heka
(c) 33 Ediciones
(c) 33 Ediciones
¿Más?: