sábado, 27 de febrero de 2016

Pléyades 02: Martín




Hubo una vez hace ya muchos años, en época de carros y carretas, un árido pueblo castellano del centro-norte español en donde había una vieja casona habitada por la mujer más horrenda que nunca pisó tierra alguna.
Era desagradable con todos y cada uno de los vecinos con los que se encontraba, no contando con ninguna amistad desde hacía décadas: tantas, como las que llevaba viuda.
Estaba prácticamente sola en la vida. Una única persona trataba con ella y por obligación: su joven y humilde sirvienta, Margarita.
Los días los agotaba leyendo prohibidos manuscritos en su vasta biblioteca: miles de libros heredados de su queridísimo marido, un hombre muy apreciado en el pueblo y del que también heredó aquel caserío y una inmensa fortuna que nunca nadie vio ni física, ni en disfrute de tan espantosa viuda.
De “Don Tomás”, como era conocido en el pueblo el “pobre”, obtuvo cuanto quiso menos descendencia; se decía que aquello fue la causa de su muerte...
Aunque si ya de por sí todo en ella era sorprendente e incomprensible, el hecho más extraño acaecido en torno a su persona sucedió una aciaga e inesperada noche —siendo ella ya muy mayor—, al ponerse milagrosamente de parto.
La gente intentó ayudarla pero ella, utilizando su particular carácter, los desanimó con cajas destempladas.
Aquel episodio resultó sorprendente. Y más sorprendente resultó, con el paso del tiempo, no llegar a tener la certeza de que aquella noche hubiese nacido nada. Nunca un niño salió de entre los muros de aquella casona, ni pareció existir como tal nada digno de ser nombrado de tal forma; lo que sí empezaron a suceder en el pueblo desde entonces, fueron acontecimientos extraños tales como ciertas desapariciones de cabezas de ganado o el brote inexplicable de voces susurrantes en las solitarias calles al caer la noche; En definitiva, sucesos inquietantes que sumieron al pueblo en un profundo sentimiento de temor.
Margarita nunca desveló nada de lo sucedido la noche en  cuestión; ni siquiera tras la muerte de su señora. Algunos decían que era por el miedo que le infería; otros, por miedo a algo mucho peor.
El caso fue que, tras la muerte de la vieja, nunca se encontró ni la más mínima evidencia de criatura, ni de nada parecido. El caserío fue bendecido, precintado, y Margarita regresó mudamente a sus natales tierras gallegas.

* * *

Sentados en torno a una rústica mesa de madera y a la luz de unos finos candelabros de plata, cenaban acelerados engullendo la humeante sopa mientras observaban las riquezas que durante tantos años había atesorado la difunta.
Eran tres: un matrimonio de mediana edad y un niño de unos siete años.
Tenían la cara sucia al igual que sus escuálidas extremidades y vestían raídos harapos propios de épocas pasadas.
Aquellas tres solitarias figuras constituían la única y repudiada familia que aquella vieja poseía: él, hijo de su único hermano, cargaba consigo una pierna tullida y una vida difícil; Una vida de esplendor que se truncó inesperadamente con el saqueo de la posada familiar y la ruina posterior a manos de unos ricachones con influencias a los que cayó en desgracia debido a su minusvalía. Desde entonces, vagaban sin éxito por el país buscando auxilio. Ella tampoco los cobijó.
Mientras hacían una representación ambulante en un pueblo vecino, el pasante del notario que gestionaba la herencia de su difunta tía los encontró: la casa y todo cuanto ella albergaba pasó a su poder. La fortuna los sonreía de nuevo.

* * *

—¡Idos!, ¡no sois bien recibidos aquí! —gritó el pequeño ser de orejas puntiagudas y finos ropajes ocres nada más materializarse frente a ellos.
Del susto, los tres se abrazaron de golpe formando una piña en el medio del salón.
El trasgo desapareció de improviso y apareció de nuevo sobre la mesa. Su faz era horrorosamente grotesca y estaba plagada de prominentes verrugas sobresaliendo por entre los gruesos pliegues de su piel.
—¿No me habéis oído?, ¡marchaos! —insistió furioso tirando al suelo uno de los candelabros.
El padre, sacando fuerzas de flaqueza, gritó:
—¡No nos iremos, duende del demonio! ¡Esta casa nos pertenece por derecho! ¡Vuelve con Satanás!
El trasgo desapareció súbitamente con un malévolo mohín.
El silencio que dejó permitía escuchar con claridad hasta el más leve crepitar de las velas. De fondo, el repiqueteo del agua sobre el tejado y los truenos estallando en el aire les inquietaban casi tanto como el extraño olor sulfuroso que acompañaba las desapariciones de la criatura.
De repente y ante su estupor, comenzaron a llover pequeñas piedras en el interior del caserón.
El hombre, asustado, solicitó a su familia que se metiera debajo de la mesa para protegerse.
Sacando una Biblia que siempre guardaba en el hatillo, recitó unos pasajes.
Con un agudo grito surgido de las entrañas más cercanas del más allá, la lluvia de piedras cesó.

* * *

El suceso de aquella noche se repitió durante muchas noches más desesperando los nervios y la paciencia del matrimonio. Y es que, día tras día, habían de recoger las malditas piedras con una gruesa pala, para ver cómo el suelo de su hogar era regado de ellas nuevamente, escasas horas después.
Pero además, lo curioso del caso era que el mágico ser no sólo no se conformaba con arrojarles piedras, sino que les escondía las cosas y les ponía trampas para que se hicieran daño.
Una de aquellas ajetreadas noches en las que la familia luchaba contra el malvado trasgo, llamaron inesperadamente a la puerta de la calle.
El padre, Biblia en mano y dando la espalda a un encolerizado duende que no paraba de lanzarle guijarros a manos llenas, preguntó:
—¿Quién va?
Una quebrada voz le contestó:
—Un pobre peregrino en busca de refugio.
El hombre abrió sin más.
Tras la puerta se topó con un desdentado anciano de luengos bigotes, en muletas y vestido con largos ropajes muy raídos.
—¿Puedo pasar? —preguntó nada afectado de ver a una mujer y un niño bajo la mesa de un salón, un duende sobre ella y abundantes piedras lloviendo sobre todos.
El hombre le facilitó la entrada no sabiendo muy bien cómo resultaría todo, pero sin poder negarse dada su condición piadosa.
El trasgo, al ver al anciano, se estremeció de tal modo que desapareció. Las piedras, a su vez, dejaron también de caer.
Se sentaron a la mesa.
El peregrino no hizo ningún comentario: se limitó a nutrirse con las sabrosas viandas que aquella humilde familia ponía a su disposición y de la que ahora sí podían disfrutar y compartir gracias a la marcha del duende.
Todos cenaron en silencio a la lumbre de los candelabros. El menú era a base de embutidos, sopas de ajo y un exquisito cochinillo asado en su jugo.
Acabada la cena, el anciano se levantó no muy complacido y refunfuñón. Hablaba decepcionado para sí mismo y no paraba de negar con la cabeza indicando equivocación.
—Muchas gracias por todo. He de irme —espetó finalmente.
El padre intentó persuadirlo para que pasara allí la noche.
El peregrino negó educadamente el ofrecimiento:
—Gracias, pero he de partir; sólo he venido a recoger algo que dejé olvidado aquí hace muchos años y que vosotros, muy a mi pesar, no merecéis. Desgraciadamente, sois gentes de bien…
El padre, desconcertado ante aquellas extrañas palabras, intentó hablar. El peregrino le cortó enseguida el discurso levantándole una exigente e inesperada mano en señal de silencio, a la vez que le mostraba una contenida mirada a la que muy pocos se atreverían a hacer frente.
Evidentemente, él tampoco fue capaz.
Renqueante y tras considerar resuelto el tema, el anciano se acercó hasta la puerta con indiferencia.
Desde allí, llamó:
—¡Martín…!
En ese momento, el duende se materializó frente a él cargando consigo dos pequeñas maletas de cuero.
—No me quiero ir… —imploró cabizbajo y sumiso.
El anciano ni siquiera le contestó. Hizo un ademán con la mano y ambos desaparecieron en un fogonazo rojizo y sulfuroso.
Los tres miembros de aquella pequeña familia rezaron muy juntos al Señor tantas oraciones como supieron en lo que les restó de noche.
Desde entonces, todo les resultó grato y placentero. Y prosperaron felizmente, como el resto del pueblo. Por fin, el mal les había abandonado para siempre.


(c) Rafael Heka
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martes, 16 de febrero de 2016

Lineal C Serial 04: Alfa



El chalet estaba muy bien. Sobre todo, para alguien como yo hacinado en un pequeño apartamento de barrio.
Pasamos una cocina con muebles de madera, un ancho pasillo liso y laso con algún que otro cuadro de barcos, un baño; por fin, llegamos a un salón con muebles rústicos y piso de terrazo. Este último, comunicaba con el jardín principal de la casa.
Al fondo, entre árboles, setos y demás vegetación inclasificable para mí, estaban reunidos todos alrededor de una robusta barbacoa de ladrillo cargada de carne hasta los topes. Al menos, todos los que yo esperaba más alguna que otra chica.
A ellos los encontré como siempre. Pedro, a medio camino entre gótico y elegante, vestía ropas largas y oscuras luciendo su clásica larga y negra cabellera ondulada; eso sí, un poco más cana que la última vez que nos vimos.
Javier, en la barbacoa, algo más calvo pero igual a como lo recordaba, llevaba camiseta, vaqueros, y marcaba un bello tatuaje tribal. Tenía el pelo muy corto y se había dejado una perilla oscura que le sentaba bastante bien.
En cuanto a Jorge, le noté más desmejorado de lo normal. Siempre había sido un tipo fuerte y echado para adelante, pero, aquella vez, me lo encontré débil y apagado. Luego me contó que sufría una enfermedad reumática que le estaba retorciendo las articulaciones.
Jorge era el más bajo de todos y vestía algo formal para mi gusto: camisas de cuadros, chalecos y pantalones de loneta a juego con zapatos de esos funcionales. Sí, Jorge era pragmático. Sin embargo, pese a ser el más técnico y sencillo de todos, era con el que más hablaba, haciéndolo incluso después de dejar aquellas tierras. Nos unía un vínculo ligado a la literatura de ciencia-ficción, a la filosofía y a la risa. A veces, nos pasábamos noches enteras hablando de cómo el individuo en particular, con sus acciones, podía mejorar la sociedad en general. De hecho, teníamos un borrador de todas aquellas conversaciones esperando ser trabajado.
En fin, un gran tipo, y un gran amigo.
En cuanto a las chicas, sólo reconocí a Vanesa, la mujer de Marcos. Era delgada, atlética, de rasgos marcados y angulosos; tenía la melena corta, castaña, y un buen polvo según el alcohol que llevaras metido en el cuerpo. Eso sí, de aquella, estaba con barriga. Pero lo cierto es que, incluso así, no había perdido del todo ese atractivo que la caracterizaba; además, le habían crecido las tetas de forma increíble. Vanesa, trabajaba de gerente en un asador a las afueras de la capital. Allí fue donde conoció a Marcos; en una cena que organizamos con motivo del fin de carrera.
Las otras dos me las presentaron en ese momento.
Ya estaban comiendo y eso suele deformar la perspectiva; tienen que soltar la chuleta en el plato para darte dos besos y, a veces, al sonreír, esos pequeños trozos de carne entre los dientes deslucen lo que podría ser una gran primera impresión. En fin, que nos dimos besos y etc, etc. Que si me llamo Sonia, que si me llamo Susana, que si la primera era la nueva novia de Pedro y despachaba ropa en una tienda casual; que si la segunda era la prima de la primera y le volvían locos los escritores. Que si tal, que si cual.
Resumiendo, dos pedazo de mujeres. La primera, una rubia de pelo largo y rizado, estaba de buena que se rompía. Vestía un top rojo ajustado de cojones y una falda blanca muuuuy corta que dejaba apreciar dos muslos de esos torneados y morenos que quitaban las ganas de comer chuletas. Vamos, que era la típica tía buena que suelen atraer cabrones sin alma como Pedro.
En cuanto a la segunda, la prima, era una preciosa morena de melena lisa y muy negra. Vestía un traje de noche oscuro bastante sensual y realmente poco acertado para una barbacoa como aquella, pero que la sentaba estupendamente, realzando la claridad de su piel.
Los chicos, copas en mano, sonrieron al verme y se acercaron. Intercambiamos grandes sonrisas y palmadas de complicidad.
Me sentí muy bien. Parecía como si no hubiera pasado el tiempo; como cuando llegas a un sitio en donde dominas una pequeña parcela y formas parte de algo. Era una vieja sensación que hacía demasiado tiempo que no tenía. Además, estaba anocheciendo y eso me agradaba: la vegetación, la parrilla, la conversación, el olor a humedad... Siempre he sido una persona nocturna. El día lo he preferido para vivir. La noche, para soñar y escribir. Y esa noche, comenzó a ser mágica.
Por lo pronto, me relajé y subí a mi dormitorio en compañía de Jorge para dejar mis cosas.
Mi primera impresión de la segunda planta del chalet fue la de parecer más grande que la primera. Pero no. Tres dormitorios y un baño. Aunque algo no me encajó.
—¿Vamos a dormir tú y yo juntos? —pregunté a Jorge.
—Sip; pero no en la misma cama —respondió en seguida bromeando.
—¡Faltaría más! —exclamé riéndonos ambos a carcajadas.
—¿Y Javi? —pregunté.
—Tranqui: en el sofá de abajo —me dijo.
Menos mal. Con Jorge, aún. Pero con Javier no juntaba culos ni de coña.
En fin, que lo que más sacamos en claro de aquella segunda planta era que el dormitorio principal era cojonudo y tenía una terraza que daba al jardín principal. Nos apoyamos en su baranda y saludamos a los de abajo atareados ya en poner la mesa.
La vista era una pasada. Todo el bosque rodeándonos, las montañas por encima y a lo lejos el cielo estrellado.
—¿Qué guapo, verdad? —dije.
Jorge asintió sin quitarle ojo a Susana. Desde allí arriba su escote desvelaba agradables secretos.
Eso me recordó algo y le pregunté:
—Por cierto: ¿Qué tal con Lorena?
Su semblante cambió completamente.
—Menuda ¡PUTA! —soltó de golpe.
—¿Y eso? —le pregunté sorprendido. Las últimas y lejanas noticias que tenía eran que salían juntos y no les iba muy mal.
Me contesta:
—Pues que una noche de sábado me dice que no sale, que está muy cansada, que para otro día, y yo, salgo con éstos. Un par de cervezas y me la encuentro comiéndoselo todo a uno en el fondo del SOHO. Se montó la de dios. Menuda guarra.
—Pues sí... —le consolé.
Jorge no se lo merecía.
Bueno, realmente nadie se merece eso. Pero es que en los ambientes en los que se movían los fines de semana, lo más decente que podían pillar era una choni de las cuencas, una poligonera o una chigrera de las guarras, guarras. Eso fue también algo que siempre nos separó. Si salíamos por ahí y veíamos un local decente junto a un antrazo, había que meterse por cojones en el antrazo.
En ese momento recordé muchas de nuestras aventuras.
Cuántas odiseas vivimos…
Le pregunté por una en concreto:
—¿Te acuerdas de aquella que salía con Javier y con su novio a la vez y que no dejaba que Javi se la metiese ni con condón mientras su novio la montaba a cuatro patas?
Jorge sonrió.
—Otra puta de cuidado —contestó—. ¿Cómo se llamaba? ¿Verónica, no? —me preguntó.
—Sí —le respondí.
—¡¡¡¡¡¡GUARRAAAAAAAA!!!!!!! —gritamos al unísono partiéndonos de risa.
Pero recordé otra cojonuda:
—Joder —empecé—, ¿y aquellas que conocisteis por el chat?
Jorge volvió a sonreír; anda que no hacía de aquello.
—Qué bueno —seguí haciendo ejercicio de memoria—. ¿Cómo fue? Sí, hablabais con ellas por el ordenador y quedasteis para conocerlas en persona en la escalera 13 del Paseo. Joder, resultaron dos crías. Nos tomamos algo por ahí y tú fuiste a saco a por la tuya. No estaba mal: morenita, delgadita. La recuerdo bien. Llegamos a un bar, entramos y nos ponen a jugar a un juego estúpido de cartas donde había que golpearse con los dedos en el brazo, a modo de castigo, si fallabas al predecir la carta que cogerías en tu turno.
—Es verdad —recordó Jorge con nostalgia.
Yo seguí.
—El caso es que Javi y yo salimos a respirar un poco y tú sales al rato, todo serio, y nos cuentas que cuando te ibas a morrear a saco, llega y te suelta que no puede porque su último novio la había intentado violar y que claro, que está todo muy reciente y no se siente fuerte todavía.
Ahí nos reímos los dos de lo gilipollas que fuimos.
En aquella cita terminó lo de Jorge con la chica. A Javi le duró un par de meses, pero también se acabó pronto. Eran unas niñas y ellos unos salidos que no follaban ni pagando.
Miento, pagando sí. Pero ésa es otra historia.
Pobres chicas.
Abajo nos miraban ya y nos hacían señas. Todo estaba Dispuesto.
Bajamos y ayudamos un poco llevando las bebidas. Había que quedar bien.
La mesa estaba montada a lo largo bajo un recio porche de madera y tenía un bonito mantel blanco con puntillas.
No sé cuantas botellas de vino conté al llegar con los refrescos. Un huevo. Pero bueno, de ahí a la cama, así que...
Marcos y Vane se colocaron junto a Susana, Pedro y Sonia se sentaron de espaldas al jardín y Jorge, Javi y yo nos pusimos enfrente.
La churrascada comenzó su desfile.
Gambones, chuletas de cerdo, salchichas, chilos, ancas de pollo, solomillos, etc, etc, etc.
Con la comida y el vino se soltaron las lenguas y nos echamos unas buenas risas.
Pese a ser tan dispares, aún teníamos muchas cosas en común. Sobre todo, recuerdos. Agradables, salvajes, disparatados. Recuerdos...
Aún ahora, mi memoria se hace eco de ellos con frescor:
Carreras nocturnas por autopistas solitarias con los nuevos coches de Javier y Jorge.
Cuando Javier se metió en una rotonda con su coche y lo partió entero por debajo.
La noche en que lo embarró en un camino y tuvimos que dejarlo allí y volver al día siguiente con una grúa porque fuimos incapaces de sacarlo.
Qué bueno.
Noches locas, playas, bosques, fiestas. Bebedizos, conjuros, amor, vida.
Y todo volvía a brotar allí aquella noche.
Las estrellas brillaban como nunca, la barbacoa ardía exhausta al fondo y la mezcla de alcohol y café venia ardiendo de manos de Javier en una ponchera desde la oscuridad del jardín.
Ya en la mesa, y aún encendida, se recitó el ancestral hechizo. Bebimos.
Todos brindamos.
Vanesa y Marcos comenzaron a besarse; Pedro se lió un canuto y empezó a fumárselo son Sonia mientras Susana me abrazaba en busca de algo que gustosamente podría darle; Jorge, resignado ante el planazo que se le avecinaba, miraba al cielo; y en cuanto a Javier, loco por degollarme, se retiró misterioso a la cocina.
Pasaron un par de minutos tan sólo antes de que desvelara su venganza materializada en una enorme fuente de cerezas con nata.
Susana me soltó en el acto como si nunca me hubiera conocido y se volvió medio loca. Le encantaban las cerezas con nata.
Ja, ja. Menudo cabrón hijo de puta...
Enseguida corrió a besarle mientras éste, hecho jalea, iniciaba un ególatra surtido de anécdotas viajeras a lomos de su compañía de teatro.
A la chica comenzaron a brillarle los ojos.
A mí me pareció bien; no tenía ganas de problemas.
Aquella era una buena muchacha y yo había venido a disfrutar con mis amigos..., aunque, ahora que lo cuento, tengo que reconocer que aquella sensación de que alguien te abrace con calidez y se interese por ti, me descolocó un poco. Y más aún, cuando la vi agarrada a Javier.
Conocía a aquel cabrón y sabía que no valoraba a la muchacha más que en la rapidez con la que se pudiera quitarse las bragas.
Y la chica no lo merecía. Durante la cena me había contado que estudiaba letras y que le gustaría ser una gran escritora. Me preguntó por mis libros y eso. Ahí fue cuando Pedro le recomendó que no me leyera, que era mala literatura.
Yo me mosqueé un poco y aludí que lo que debería de hacer era no leerle a él pues publicaba mierda muy bien adornada.
Una vieja discusión sobre si lo importante es el contenido o la forma que acabó con las sonrisas falsas de siempre.
Está claro que tras un buen contenido, la forma es muy importante pues te lleva a ese otro lado y permite una mejor comunicación de ideas, pero la verdad es que la vida no merece oscuridades y Pedro era un puto agujero negro. Una ponzoña que vomitaba en sus obras los más oscuros pesimismos.
Eso sí, el hijo de puta, escribía mucho mejor que yo.
Por eso él tenía muchos premios y yo un montón de historias en venta.
La verdad es que la muchacha estaba un poco desconcertada y algo embriagada de conocer a dos literatos discutiendo profundidades filosóficas tan grandes. Sinceramente, me agradó la situación. Hacía mucho tiempo que nadie se interesaba por mí de esa manera. La soledad, como escuché una vez, no es más que la ausencia de alguien con quien compartir lo que le es inherente y vital a uno. Por eso mis entrañas se revolvieron cuando Javier jugó con las cerezas en su boca. Era como ver a una serpiente acercándose a un inocente ratoncito incapaz de imaginar lo que le va a suceder.
Aún tengo el recuerdo de su aliento junto al mío y de su mejilla rozándome mi desaseada barba. Y cómo acariciaba mi muslo mientras deslizaba dulcemente su salada lengua entre mis labios.
Vamos, que me levanté y terminé de recoger la mesa. La velada tocaba a su fin.
Mientras metía los cacharros en el lavavajillas, Javier se dejó caer por la cocina.
Conocía perfectamente aquella puta mirada enloquecida ajena al mundo.
—¿Podrías dormir hoy en el sofá del salón? —me preguntó.
Siempre fue un hijo de puta desconsiderado y estaba claro que, entre su polla y mi cuerpo magullado por cuatro horas de coche, iba a elegir su polla, así que…; no me planteé discutir.
—Vale, ¿y Jorge? —le pregunté.
—El sofá es grande. Sólo hoy, por favor, no puedo más... —contestó suplicante mientras se frotaba sus sudorosas manos.
Asentí sin más.
Javi era así; cuando se cegaba, se cegaba. Estaba enfermo y ése fue otro más de los motivos que nos separó.
Demasiadas putas en demasiados países. No podía pasar sin sexo ni un minuto. Una vez nos jodió unas vacaciones de fin de semana haciéndonos buscar locales para él. Otra, nos engañó y nos metió a todos en una historia con unos chulos porque no le quería pagar a una chica de alterne. En fin... 
Que Javi me agradeció mucho el gesto y se marchó de la cocina. Cruzándose con él, apareció Marcos y Susana con el resto de vasos y jarras mientras el resto de las mujeres subían al piso de arriba bostezando, tacones en mano.
—¿Buena cena, eh? —dijo Marcos.
>>Allí donde vives no coméis así ni de coña —apostilló con una gran palmada en la espalda y una nueva sonrisa.
No, qué va —pensé—; allí no comemos, ¡Gilipollas! Pero me callé. Mi puta cortesía de siempre. A veces, me hubiera gustado ser más cabrón y mandar a todo el mundo a la mierda a la primera de cambio, pero no era así. Además, tampoco había ido allí para discutir, así que...
El caso es que Marcos dejó lo que traía y se marchó.
Susana se había quedado tras de mí, mirándome fijamente.
Sin volverme, le dije:
—Cuéntame...
—No, que molas —dijo sin más.
—¿Que molo? —pregunté sonriendo mientras me secaba las manos con un paño de cocina.
—Sí —comenzó—. Antes te vi preparar parte de la cena y se nota que sabes guisar.
Sonreí la cortesía.
—Bueno, me gusta la cocina, sí. ¿Qué otra cosa puede hacer alguien que vive solo si quiere subsistir? De hecho, me gusta hacer un montón de cosas. Es mi manera de expresarme, de enfrentarme a la realidad —le dije—; creo que la autosuficiencia del individuo es el único camino cuerdo hacia la madurez.
Le brillaban los ojos.
—¿Sabes?, eres un partidazo. ¿Tienes novia? —me preguntó a bocajarro.
Me asaltó una abrupta sonrisa. A mi edad, y dedicándome a las letras, determinadas expresiones me hacían gracia. Aquella, además, venía cargada con un bello y pesado baúl de ternura.
—No... —le contesté escuetamente.
La chica, sin apartar su traviesa mirada de mí, dejó suavemente la copa de vino sobre la encimera y se acercó muy lentamente hasta rozar su cuerpo contra el mío.
Acercó unas jovencísimas manos hacia mi rostro y me besó de nuevo en la boca metiéndome la lengua hasta la campanilla.
La verdad es que me quedé tieso. Mi cuerpo vibraba de arriba a abajo y mi pecho ardía como un volcán.
Ella se alejó un poco y me miró sonriendo esperando una reacción. Su mirada, entre anestesiada y burlona, agresiva y del todo vivaz, pese a su aparente ingenuidad, conectaba con mi alma más profunda pidiéndome a gritos que me abalanzara sobre ella.
Me palpitaba mucho el corazón, por no decir otra cosa, y mi respiración me estaba ahogando.
Si no hubiese sido porque apareció Javier y se la llevó haciendo uso de un cimbreante racimo de cerezas, nos lo habríamos montado en mismísimo suelo de la cocina.
Joder, cómo me puso. Sólo de contarlo me entran sudores.
Hasta ese momento no me había dado cuenta de lo bellísima que era.
Tenía un rostro curioso pero que me encendía por dentro. La primera impresión que daba era la de una de esas chicas introvertidas de mirada ensoñadora. Ya sabéis, de esas huérfanas que viven en una casita solitaria en medio del bosque con su abuela y quince gatos. De esas que te invitan a ver una película, que vas, la ves, y al darle la espalda para ponerte la gabardina e irte, te degüellan, hacen un ritual con tu cuerpo y terminan enterrando los restos (que no se coman los gatos) en el jardín junto a sus otros “novios”. Una auténtica diosa de pocas palabras y un bailar inolvidable. Cómo lo hacía; no se movía, serpenteaba. Subía y bajaba; te envolvía con los brazos y te clavaba la mirada disfrutando como si estuviera moldeando barro.
Bufff… qué guapa era.


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