martes, 12 de enero de 2016

Lineal C Serial 03: Alfa


Lo dicho, continuamos...


Hacía mucho tiempo que no cogía el coche y me metía una tralla buena. Eso debió de ser. Me encantaba conducir y perderme. Coger carreteras y quemar gasolina escuchando programas de misterio o historias pregrabadas por parajes inhóspitos y agrestes como aquél por entre el que terminó dibujándose la cabaña de marras objeto de nuestra quedada.
Bueno, cabaña...
Javier a cualquier cosa llamaba cabaña. Como esperaba cuando llegué, aquello no era exactamente lo descrito, sino un moderno chalet individual de un par de plantas. 
Qué raro —pensé. Javier solía ser un cutre de esos que confunde la sencillez con lo chabacano. Alguien que te aboca a un antrazo, y pretende que lo veas como el paradigma del glamour.
Pero esta vez no fue así. Ahí estaba. Un chalet bastante elegante en un paraje muy idílico cargado de vegetación y rodeado de bosques.
Una imagen verdaderamente agradable.
A la entrada, había cuatro coches.
Un utilitario blanco algo deportivillo, un mono-volumen rojo de esos para llevar a toda la familia, una berlina gris metálico grande y un anodino y destartalado “vehículo de transporte urbano”.
Este último, estaba claro que era de Pedro. Ese tipo de coches, en general, siempre me parecieron coches bastante asexuales —coches sin testosterona—, y no podía ser de otro que de alguien como él capaz de definirlos como latas recicladas con ruedas.
La berlina también me resultó fácil de adivinar. Grande, fuerte, con muchas puertas. Deduje que era de Jorge. Para él, un coche había de ser algo con la habilidad suficiente como para pasar a través de un bloque de hormigón sin arañarse siquiera.
Lo que me desconcertó un poco fue lo del mono-volumen y lo del utilitario. El capullo de Marcos siempre estaba babeando con comprarse uno que nos gustaba cuando éramos más jóvenes muy parecido al blanco de fuera: que si tecnología extranjera, que si era la hostia, que si tal, que si cual, ya sabéis. Pero lo que no me imaginaba era a Javier con un mono-volumen, así que debía de ser de Marcos.
Acerté de pleno.
En cuanto al mío, era un cupé azul de importación camino de jubilarse.
Aparqué junto al de ellos y me dispuse a bajar mis cosas.
Enseguida, una vieja y conocida voz me asaltó con uno de sus típicos comentarios:
—Pero bueno, todavía con ese cacharro, ¿cuándo piensas cambiarlo?
Era Marcos. El capullo de Marcos. El tocahuevos de Marcos. Siempre estaba con lo mismo: que si cuándo cambias de coche, que si todavía con la misma chupa de cuero, que si tu casa es pequeña, etc, etc.
Siempre desprecié enormemente a las personas que no saben valorar las cosas por lo que son, tengan el tiempo que tengan.
Pero en fin, ése era el precio a soportar por aquel fin de semana.
—No veo el motivo —le contesté finalmente, luciendo mi sonrisa de medio colmillo—, es un viejo compañero que me trae y me lleva. Yo cuido de él y él de mí.
La oronda cara de Marcos sonrió incrédula. No entendía que se pudiera coger cariño a las cosas. Y saltaba a la vista con sólo verle vestir aquella impoluta ropa de supervivencia que nunca cumplía su fin: Ocres pantalones bombachos con muchos bolsillos, camiseta, chaleco a juego con los pantalones y botas de senderismo. Vamos, un conjunto, completito, y, por supuesto, absolutamente, nuevo. Como su cerebro, que estaba por estrenar.
En cuanto a su físico, los dioses le dieron y le quitaron: ya estaba calvo del todo, de hecho se afeitaba, pero aún seguía teniendo esa figura robusta, alta y fuerte que siempre le caracterizó.
Terminé de recoger mis cosas, le di un abrazo y otra de mis mejores sonrisas falsas. Me sentía algo tenso. Con él siempre estabas tenso. Era el típico que no te mira sino que te radiografía para ver qué llevas puesto intentando con ello hacerse una idea somera de tu situación; ya me entendéis…
—¿Qué pasa hombre?, ¿cómo va todo? —le pregunté rompiendo el hielo camino de las espinas.
—Bien, bien; vamos —me dijo comenzando a contarme sus hazañas como médico; que si tenía una nueva casa; que si  Vanesa, su mujer, estaba esperando al segundo peque, etc, etc.
Aún no era de noche; estábamos en ese momento del día en donde el sol está a punto de irse y todo se tiñe de un fino velo rojizo.
Algo, en ese momento, me asaltó.
Marcos seguía con su verborrea egocéntrica mientras yo examinaba la finca trasera por la que entramos sin encontrar explicación a mi inquietud. Marcos lo notó.
—¿Qué pasa?, ¿no te gusta? —me “preguntó” riéndose —. Si allí donde vives es un secarral... —concluyó tan cortés como siempre.
—Sí, sí —le respondí lo mejor que pude disimulando mi falta de franqueza. Acababa de tener una extraña sensación e intentaba sin éxito averiguar el origen enfocando la mirada más allá de la finca.
—Anda, anda, tira; que estás apijotao de tanto viaje —exclamó entrando en la casa.
Yo en ese momento le creí y le seguí. En algunas ocasiones de mi vida el estrés me había jugado muy malas pasadas y las casualidades las oportunidades adecuadas para cagarme de miedo.

(c) Rafael Heka
(c) 33Ediciones

Crónicas Globulares Serial 11: Esgorcio IV

¡Feliz Año Nuevo!

¿Continuamos...?

;-)



En un sofisticado laboratorio un montón de gnomos vestidos con batas plateadas se movían de un lado a otro entre paneles plagados de luces de colores.
El gubernamental edificio de contención, ubicado en uno de los recintos más seguros y secretos del interior de Pelota Mecánica, albergaba un enjambre de científicos trabajando altamente concentrados en el último experimento de Esgorcio IV, su físico más prestigioso. Al igual que sus predecesores, Esgorcio III, II, y I, éste había dedicado toda su vida a la ciencia y al sagrado precepto de defender la evolución y el desarrollo.
Aguardándole en el centro del laboratorio, sobre el suelo, descansaban dos platos opacos de cristal conectados mediante tubos a un montón de ordenadores.
Tras estos ordenadores los gnomos de cascos plateados martilleaban arácnidamente unos elegantes teclados metálicos haciendo uso de sus finas y largas falanges.
Sin previo aviso, la puerta corrediza del laboratorio se deslizó con un “Zip”. Esgorcio IV, a la postre un corpulento gnomo vestido con una túnica cobre oscuro y casco a juego, la traspasó y se dirigió al centro del laboratorio colocándose entre los dos discos.
Sus duros ojos negros revisaron técnica, rápida y tenazmente las conexiones.
Al término, se acercó a unos controles y le dijo al gnomo que los manejaba:
—¿Glim, glum, glim?
El gnomo respondió:
—Glim.
Entonces, Esgorcio IV se acercó al platillo que tenía más cerca e introdujo su mano en el bolso derecho de la túnica.
De él extrajo un pequeño fruto dorado.
Lo enseñó a todos los gnomos del laboratorio mostrándolo en alto y lo colocó sobre el platillo.
Después, se acercó de nuevo a los controles y le dijo a su operador:
—Glumni.
El gnomo apretó un brillante botón de color verde que parpadeaba frente a sus puntiagudas narices y el disco empezó a brillar.
Esgorcio IV se acercó.
El fruto comenzó a desmaterializarse hasta desaparecer.
A los pocos segundos, frente al incrédulo medio centenar de mudos gnomos allí reunidos, se materializó sobre el otro platillo.
Los presentes aullaron de satisfacción. Todos, menos Esgorcio IV que permanecía muy serio frente a los dos discos.
—¡Glon! —chilló.
Los gnomos callaron, dejaron de tirar papeles al aire y le miraron asombrado.
Esgorcio IV se subió al disco donde antes pusiera el fruto para el experimento y exclamó:
—¡Glumni!
—¡¿Glumni?! —preguntó el gnomo al mando de los controles.
—¡Glumni!, ¡glim! —sentenció Esgorcio IV tras cruzarle la cara sin piedad.
El dolorido operador recogió un par de dientes del suelo y accionó el botoncito de marras ante las miradas atónitas de sus compañeros.
Esgorcio IV comenzó a desmaterializarse.
En ese momento, la diosa Graya, desde su pequeño chalet adosado del Olimpo, sonrió maliciosa. Con su aviesa mirada aún clavada en la gran bola de cristal que flotaba en medio del salón y desde la que nunca dejaba de perderse cuanto sucedía en su mundo, chasqueó un par de sus huesudos dedos no sin poder dejar de sentir el inusitado placer que ascendía por sus corvas.
Esgorcio IV comenzó a materializarse.
Inusitadamente, una fuerte luz cegó sus ojos precipitándole al suelo:
—¡¿Glim, glan… ONES??!!! —se preguntaba mientras cubría su dolorido rostro y una extraña pesadez lo dominaba.
Introduciendo rápidamente una mano en su bata, extrajo unas gruesas gafas oscuras y se las puso.
Cuando el escozor cesó, sus ojos dejaron de lagrimear y sus negros diafragmas se dilataron lo suficiente, Esgorcio IV se dio cuenta de que algo había salido mal.
En aquellos instantes debería de estar sobre un platillo de cristal, en SU laboratorio, y no sobre la FINA Y CALIENTE ARENA BLANCA DE SABE GRAYA DÓNDE. Cuando resolviera aquello, y sus ojos regresaran a su ubicación de nacimiento, se juró reventar a patadas en la nuca al capullo de los controles. Eso, si no lo esterilizaba antes de un único y seco tirón en sus defectuosas partes, haciéndole un favor a toda la raza gnoma. ¡Qué coño! ¡Y al resto del universo!
Pero por si aquel desgraciado espécimen no había experimentado aún suficiente dolor, su piel, únicamente lamida por la fresca luz de azulados fluorescentes y demás luces artificiales, fue lacerada inclemente por las lenguas ardientes de aquel sol inmisericorde.
Presto, buscó un refugio que atenuara la quemazón. No lo encontró: a su alrededor se cernía un puñetero, maldito y vasto desierto en donde, a lo lejos, pero que muy a lo lejos, parecía distinguirse una delgada línea horizontal de un color indefinible.
En ese momento, para mayor desasosiego de Esgorcio IV, un gran trueno reventó a sus espaldas. El gnomo se volvió y la impresión le hizo dar con su trasero en tierra.
Frente a él se elevaba descomunal una recia montaña. Un gigante cuyo alcance era tal, que la cúspide hacía mutis por unas terroríficas nubes generosas de nieve, cerca de lo que para él, creyó ya, sería el inicio de una estratosfera.
Esgorcio IV se había topado con el Monte Brecio.

(c) Rafael Heka
(c) 33 Ediciones