Así es. Cuando creé la siguiente historia ni siquiera sabía el poder de determinados mantras ni la dimensión que esta historia iba a tomar en mi trabajo. Desconocía que aquello en lo que te concentras suele atraer las circunstancias adecuadas para que suceda.
Muchas cosas me han sucedido desde entonces, pero, os puedo asegurar, que todo es posible...
el salvaje
La nieve golpeaba el parabrisas y el viento
azotaba cruelmente la diminuta aeronave de Jhon.
En el reducido calendario digital se podía leer
en verde intenso:
24 - 12 - 2.348
El frío atenazaba su cuerpo, la calefacción
se había estropeado y los motores de la nave no seguirían funcionando por mucho
más; quizás se debiera al poco combustible con el que partió.
Jhon cruzaba la zona septentrional del planeta.
Huía desesperado de su casa, de su demarcación laboral; en su mente una idea
brillaba clara como el calendario en la negra oscuridad de la noche: escapar,
desaparecer, su error había sido irreparable.
Sólo hacía unas horas de todo:
Jhon pensó que aquella noche su mujer y su
hija irían a visitar a unos parientes en la zona Norte del Gran Continente. Ese
era su convencimiento; y no hubiera estado errado si no fuera porque Mary y la
pequeña Liz perdieron el transbordador común.
Sintiéndose seguro, invitó a su secretaria a
pasar la noche en su casa. El matrimonio de Mary y Jhon hacía tiempo que no funcionaba
bien; al menos por su parte; se sentía aburrido.
Mary le quería, le quería mucho, más de lo
que él pudo imaginar jamás, pero estaba roto por dentro. Desde hacía algunos
años en donde sufrió tremendamente para llegar a su estatus laboral actual, una
parte de su alma se quedó por el camino. Lo cierto es que, o no se enteraba de
lo que tenía en casa, o no quería enterarse.
Esta actitud de “huida hacia delante” fue lo
que le llevó a su adicción al Grum, aquel licor alucinógeno tan apreciado en
aquellos tiempos. Luego, a escarceos con mujeres de baja calaña con las que al
final solía salir mal parado.
El nacimiento de la pequeña Liz pareció
cambiar algo las cosas, pero sólo durante un tiempo; al cabo de unos meses todo
volvió a ser lo mismo: su mujer en casa, y él en la oficina rodeado de
financieros jugando a dominar el mundo.
Y nuevamente el Grum y las mujeres fáciles
que se le acercaban sólo por su dinero o
posición, como relleno a ese vacío ponzoñoso que lo abrasaba por dentro.
La noche fatídica, dos botellas de aquel alucinógeno
de color azul iban en los asientos de atrás de la aeronave camino de la cita
con su secretaria. Para cuando llegó, ya se había bebido una.
La fiesta comenzó y ambos cenaron deprisa
deseosos de culminar.
Una vez en la cama y en pleno acto, Mary y
la pequeña entraron por la puerta de la casa muertas de frío y caladas hasta
los huesos.
La escena fue grotesca: Gritos, voces, insultos,
objetos que volaban de un lugar a otro, etc, etc. Y claro, terminó cómo debía
de terminar, con Jhon de patitas en la calle junto con su “secretaria”.
Llorando desconsoladamente y alucinando a
causa del Grum, descargó toda su rabia de la manera que lo suelen hacer los
desquiciados: sobre aquella infeliz que nunca debió meterse en cama ajena.
—¡¡¡Porque toda la culpa es tuya!!!
>>¡¡¡Porque eres una PUTA ZORRA que todo el día está
provocándome!!!
Y mientras gritaba y la chica lloraba, sus manos
se lanzaban cerradas contra su pobre cuerpo, encogido sobre la sucia y húmeda
acera.
Dos horas después, a la intemperie, y bajo el
fin de una suave lluvia que trocó inusitadamente en límpida nieve, los efectos
del Grum remitieron.
Sosegado, miró a su alrededor; la joven
yacía en el suelo medio inconsciente, en salto de cama, llena de moratones,
sucia y con la cara surcada de corrido maquillaje.
Ahí se dio cuenta de lo que había hecho.
Totalmente asustado y avergonzado, no tuvo
el valor de volver a casa a hablar con su mujer; cogió a la chica, la metió en
su vehículo y la llevó a su casa.
Su cobardía le impidió subirla y mostrarla
así a sus asustados padres; la dejó en el umbral de su apartamento, llamó por
el intercomunicador, dio unas vagas y falsas explicaciones, y montando
nuevamente en su nave, desapareció como alma que lleva el diablo.
Debido a su deplorable estado físico y mental,
chocó tres o cuatro veces con diversos hitos de señalización espacial en su
abandono de la zona habitable. Corría todo lo que los motores daban de sí;
“huía hacia delante”. No sabía hacia dónde; no importaba el rumbo; no pensaba
regresar.
Pronto la nave se fue adentrando en la Zona
Salvaje, la zona de los hombres incivilizados; seres que subsistían cazando
animales o recolectando plantas ajenos a los adelantos tecnológicos de la
Orden. La Nueva Orden, como vino a llamarse tras el devastador cataclismo del
2.134.
Dicho fenómeno, producido por el corrimiento
de dos placas tectónicas y fruto de los múltiples y nocivos experimentos
realizados por el hombre, hizo que el mapa terrestre se desdibujara
transformándose en un vasto océano salpicado por un único y solitario continente.
En este nuevo mundo postapocalíptico, los
esforzados supervivientes repoblaron las pocas zonas habitables que quedaron y
se creó la civilizada Nueva Orden. Una tecnocracia evolucionista.
Desgraciadamente, no todos los supervivientes
estaban de acuerdo con esa nueva forma de organización social, por lo que
pasaron a ser repudiados por la Orden y expulsados de las seguras zonas
urbanas.
Con el tiempo, las gentes de la Federación
Unida de Ciudades Civilizadas comenzaron a temer a los denominados Salvajes y a crear toda serie de
mitología maligna en torno a ellos.
Una especie de histeria colectiva se apoderó
de los civilizados abocándolos a la
creación de barreras arquitectónicas en torno a sus ciudades y zonas seguras.
Pasado el tiempo, el adentrarse en la Zona Salvaje, como lo estaba haciendo
Jhon, a un civilizado le parecería un
suicidio.
* * *
La nave, presa del pánico de su piloto, surcaba
veloz los nevados cielos mientras Jhon, en el asiento de atrás, daba cuenta de
dos botellines de Grum que últimamente solían viajar allí escondidos en el
compartimiento de herramientas.
Pensaba acabar así con todo, ¿por qué no? En
poco tiempo no se daría cuenta de nada gracias a la embriaguez. El combustible se
terminaría, la nave descendería y ¡BUM!, adiós.
Y efectivamente, ¡BUM!, adiós…
Algo sin identificar impactó contra la nave
reventando el parabrisas.
En un impulso automático fruto del involuntario
instinto de supervivencia, Jhon se abalanzó contra la parte delantera aferrando
los mandos de la astronave.
No podía ver nada; la ventisca había cegado
sus ojos y un viscoso y espeso líquido impregnaba todo dificultando las
maniobras.
De repente, en un instante de despejada visión,
pudo observar cómo el mar de hielo y rocas se acercaba inclemente.
Era el fin.
* * *
En varias horas no supo más de sí.
Al despertar, comprobó horrorizado que la
nave, lejos de estallar librándole de su insoportable sufrimiento, le había
obsequiado con dos regalos de valor incalculable: una herida mortal en el
estómago y una posible invalidez inferior bajo el amasijo de hierros que
aprisionaba sus piernas.
Desesperado, se abandonó…
* * *
El tiempo había pasado.
¿Cuánto? Sólo Dios sabía.
Solitaria, una encapuchada figura apareció
de la nada y atravesó la ventisca en dirección a la accidentada nave.
El anónimo personaje sacó fácilmente a Jhon
de entre toda la chatarra y lo transportó en brazos hasta una solitaria cabaña
de madera.
Una vez dentro, el hombre tumbó al maltrecho
Jhon en un jergón y se acercó a una mesa al lado del fuego.
Allí cogió una jarra y vertió sobre una pequeña
jofaina un poco de agua que dio a beber a su invitado. Luego, con el mismo
agua, lavó sus heridas y le cubrió con una tupidas pieles.
Ya el moribundo atendido, resolvió retirarse
la capucha y quitarse el abrigo.
La primera impresión era la de estar ante
una persona alta y muy corpulenta con la piel morena. Su pelo, negro como la
poblada barba que surcaba sus mejillas, permanecía recogido en una coleta.
Silenciosamente, sus penetrantes ojos azules
quedaron presos de la estampa con seriedad.
* * *
Al cabo de dos horas Jhon se despertó.
Su primera visión le sobrecogió.
Frente a él había un salvaje.
¡Un
auténtico salvaje!
Y sorprendentemente no experimentaba temor.
La azulada mirada de aquel hombre le tranquilizaba
en su aturdimiento mitigando sus recuerdos sobre el accidente y sus doloridas
piernas…
Instintivamente, se llevó las manos a sus
muslos para comprobar sobrecogido cómo ni en ellos, ni en su maltrecho
estómago, quedaban secuelas del incidente.
Un sudor frío inundó su frente.
¿Estoy muerto?
>>Esto no puede ser…
>>No puede…
—No, no
has muerto, joven —brotó socarrona la voz al fondo de la estancia.
Jhon no podía articular palabra.
El salvaje habló de nuevo:
—¿Qué hace un civilizado como tú en esta
zona?
Jhon frunció el ceño recordando lo ocurrido.
Agachando la mirada, contestó:
—-No es asunto suyo, salvaje. Además,
hubiese sido mejor para todos que me hubiese dejado donde estaba.
El salvaje guardó silencio un instante.
Parecía dudar la respuesta pese a mostrarse de acuerdo con él:
—Quizás. Pero no lo hice —sentenció serio.
Los ojos de Jhon se encontraron nuevamente
con los del salvaje.
Nunca pensó que alguien de su condición
pudiera hablarle de semejante manera. Se suponía que era gente desalmada,
cruel.
—Cuéntame lo ocurrido —solicitó el salvaje
de buen grado mientras se volvía hacia una talla de madera en la que parecía
llevaba mucho tiempo trabajando.
La actitud de aquel hombre ablandó a un Jhon
deseoso de alivio y sus palabras comenzaron a brotar lenitivamente.
Mientras el relato se sucedía, las manos del
salvaje se afanaban laboriosamente en la escultura.
Su rostro, a espaldas de Jhon, parecía
deglutir y digerir sus ponzoñas con tristeza.
Al término, se levantó, cogió un cuenco con
comida que reposaba en una mesa y se lo tendió.
Su rostro expresaba una mezcla entre cansancio
y compasión:
—Come un poco —le dijo.
Jhon hurgó en el cuenco con asco.
—Tu error ha sido grande —comenzó el
salvaje—; casi irreparable. Pero nada está perdido aún.
>>La oscuridad es sólo eso, oscuridad;
una pequeña luz puede disiparla para siempre.
>>Si te arrepientes de corazón,
vuelves a casa y tratas de resolverlo todo poniendo el mayor de tus empeños en
no cometer los mismos errores, te puedo asegurar que tu mujer te perdonará.
—Mi mujer me matará —exclamó enseguida
Jhon—. No pienso volver.
La mirada del salvaje se endureció:
—Entonces es más grave de lo que yo pensaba;
no sólo está el acto, sino también la cobardía de tu alma.
—¡Yo no soy un cobarde! —exclamó enseguida
Jhon.
—Entonces, hazme caso —continuó duramente el
salvaje—; vuelve a casa y pídele perdón a tu mujer.
En ese momento quiso decirle muchas cosas a
aquel hombre.
Quiso hablarle de su vacío, de aquella
barrera que le hacía infravalorarlo todo; de su inseguridad, de sus miedos, de…
El salvaje se acercó a la talla en la que
trabajaba y la trajo hasta el jergón donde reposaba Jhon.
Los ojos del civilizado no podían creer lo
que estaban viendo.
Frente a él había un busto de Mary.
Una escultura en madera que conocía muy
bien.
Haría muchos años, antes de pasar a formar
parte de la oficina financiera en la que actualmente trabajaba, quería ser
escultor.
Y realmente lo fue durante un tiempo; pagaba
las facturas, al menos. Le encantaba trabajar la madera; crear para quien
quisiera o por propia satisfacción personal, le llenaba… Le hacía sentirse
parte del todo. Conectado con su misión individual en una maquinaria universal.
Luego le ofrecieron aquel trabajo administrativo
que le permitía cambiar de casa y de barrio. Aceptó, y aquello fue alejándose.
Recordaba haber comprado aquel tocón enorme
al inaugurar oficialmente su tallercito para representar a toda su familia en
lo que sería su obra maestra; la obra que presidiría su taller de escultura; la
obra que le recordaría, día a día, cuál sería la razón de su existir.
Con qué ilusión se tiró dos meses esculpiendo
a Mary. Aquella misma Mary de mirada bondadosa que ahora le miraba sonriente.
Y recordaba también cómo quedó tirada en el
sótano de su nueva y flamante casa junto con sus herramientas.
Ahora, como si lo estuviera viviendo, recordaba
el frío que desde entonces pareció invadirle por dentro.
Aunque lo que le acongojó casi hasta el desfallecimiento,
fue el acordarse de su promesa; la promesa que nunca cumplió.
Junto al inacabado rostro de Mary había un
trozo de madera informe. Un trozo de madera que llevaría el rostro de la
pequeña Liz y que nunca esculpió porque había cosas más importantes que hacer;
un rostro que ahora le miraba candoroso junto con el de su madre.
Jhon estalló en sollozos comprendiéndolo
todo.
Ése y no otro era el ahogo en su pecho; la
pieza que faltaba.
Y comprendió lo sola que debió de sentirse
su familia ante su apatía, su frialdad, su desapego.
Las manos del salvaje se apoyaron en los
hombros de Jhon tendiéndole su consuelo.
Éste lloró y lloró amargamente durante un
largo rato.
El tiempo se detuvo.
Cuando ya parecía calmarse, el salvaje exclamó:
—Aunque no lo creas, tu mujer y tu hija te
necesitan. En estos momentos deben de estar muy preocupados. Te quieren Jhon…
Jhon asintió abrazándose a la talla:
—Pero no puedo volver…
>>Mi nave…, mi nave está destrozada
—concluyó apesadumbrado llenado de lágrimas la estatua.
Una aviesa sonrisa se esbozó entre la tupida
barba del salvaje mientras señalaba hacia la ventana.
Jhon enmudeció.
La nave estaba intacta. ¡Impecable!
Se volvió boquiabierto.
—Todo es posible… —dijo el salvaje—. Todo es
posible en Navidad.
Tras varios segundos en los que Jhon recobró
la serenidad, preguntó:
—¿Navidad?, ¿qué es Navidad?
El salvaje rió espontáneamente:
—En los tiempos que corren sería inútil explicártelo;
aunque, para resumir, te diré que es una época del año, concretamente en la que
ahora mismo nos encontramos, en donde todos nosotros…, ¿cómo nos llamáis? ¡ah!,
sí: salvajes, ¿verdad?
Jhon asintió avergonzado.
—Bueno pues para los salvajes, la Navidad es la celebración de lo bueno que hay en
nosotros; de la luz que nos guía día a día en nuestro camino hacia un mundo de bien;
un mundo lleno de gente necesitada de amor como Mary, la pequeña Liz y tú mismo
Jhon…
El joven comenzaba a comprender y empezaba a
sentir algo que no podía experimentar solo. Necesitaba estar con su familia,
necesitaba volver.
—Tiene razón; es hora de partir. —Y le tendió
su mano.
El salvaje la aceptó gratamente.
Jhon, sin soltarla, exclamó:
—Pero antes, dígame una cosa: ¿A quién debo
el honor de devolverme la vida?
El curioso personaje contestó:
—A un amigo…
Jhon no dijo más, pues el hombre no le diría
más; simplemente recogió el tocón con ayuda del salvaje, lo colocaron en la
trasera de la nave y partió rumbo a casa.
* * *
<<Todo
es posible en Navidad>>.
<<Todo es posible en
Navidad…>>.
Aquella frase golpeaba
su mente incesantemente.
Y es que no encontraba otra explicación a lo
sucedido aquella noche.
Todo resultó tan sumamente extraño…
Ni una caja de Grum le hubiera hecho alucinar
de aquella manera.
Maldito Grum.
Lo primero que iba a hacer al llegar era
tirar por el desagüe del garaje las dos cajas que compró el año pasado y que
guardaba para ocasiones especiales.
Y así fue.
Llegó, tiró el Grum y buscó de prisa sus viejas
herramientas de carpintero.
Allí estaban, bajo el arcón de congelados.
Las cogió y, sin dilación, se puso a
trabajar.
* * *
Cuando Mary abrió los ojos se asustó.
Se había quedado dormida en el sofá del
salón con la pequeña Liz entre los brazos y aquella visión no la tranquilizaba
en lo más mínimo. Parecían estar siendo asaltados.
Jhon, desaseado, con la ropa hecha jirones y
cubierto de virutas, las miraba sentado en su taburete de trabajo desde hacía
mucho rato. Dos silenciosos regueros brotaban de sus lagrimales.
Hacía unas horas, Mary le hubiese matado. Ahora,
allí, medio recuperada tras la impresión, parecía reconocer al hombre del que
se enamoró hace ya algunos años.
Junto a él la talla de madera las
representaba perfectamente a las dos. La niña, al despertarse, saltó como un
rayo a abrazar a su —papaaaaaá.
Jhon no apartaba la
mirada de su mujer.
Tras sus ojos, la desesperación y el arrepentimiento
parecían decir:
—LO SIENTO. LO SIENTO MUCHÍSIMO Y NO VOLVERÁ
A SUCEDER.
Mary pareció escucharlo pues se levantó y,
sin decir una sola palabra, le abrazó.
Los tres lloraron hasta casi desfallecer.
* * *
El cielo se nubló y la tormenta irrumpió violentamente
cogiendo desprevenidos a Jhon y a su familia.
Estaban en la Campiña Sur; un lugar muy poco
frecuentado por los civilizados dado su parecido y proximidad con la Zona Externa.
Era una de las pocas regiones habitables que aún no habían sido civilizadas.
Tras aquella noche de “Navidad”, todo cambió.
Después del incidente con su secretaria Jhon dimitió de su trabajo y reabrió el
taller de ebanistería.
Con cada proyecto, con cada talla, el vacío
se fue rellenando hasta desaparecer junto a sus malas adicciones.
Y cuando los defectos desaparecen, suelen
aflorar las virtudes.
Virtudes como la de que, de vez en cuando,
Jhon cerrara su taller, reuniera a la familia y todos viajaran a aquel lugar
remoto a disfrutar de un precioso día de campo. Lástima que la lluvia lo
estropeara.
Las noticias continentales habían dicho que
aquella semana haría bueno. Desgraciadamente, se volvieron a equivocar.
Antes de que Mary y la pequeña se
resfriaran, Jhon decidió acercar la nave.
No había hecho ademán de abrir la puerta del
piloto cuando un rayo atraído seguramente por la gran arboleda en la que se
encontraban la hizo volar por los aires.
Jhon
salió despedido como si le hubieran disparado desde un cañón.
Su familia casi se muere del susto.
Afortunadamente, el incidente sólo quedó en
un susto saldado con unas leves magulladuras y un par de quemaduras de menor
grado.
Claro que, un problema mayor les aguardaba:
¿Qué harían sin transporte?
Por lo pronto, aquella noche deberían
pasarla al raso si no encontraban un lugar en donde guarecerse. El lugar
habitado más cercano estaba muy lejos y convenía afrontarlo con un día entero
por delante. Desde que el transporte aéreo se convirtiera en algo superado, las
distancias a pie habían desaparecido y con ellas su habitualidad.
Ante ellos tenían un frondoso bosque o una
desolada llanura salpicada de riscos y montañas.
Optaron por el bosque. La probabilidad de
recibir un rayo era mayor pero también la de encontrar un refugio. Además,
aquel camino los acercaba más a casa.
No habían puesto un pie en el bosque cuando
dejó de llover y se puso a nevar.
Caminaron ateridos por el frío y la humedad
durante horas, lamentando su negra suerte.
Tanto caminaron, que llegó un momento en que
Jhon no pudo más y decidió detenerse. Dada la hora, y puesto que empezaba a
oscurecer, lo más sensato era descansar y afrontar el nuevo día con energías.
Con curiosidad, buscó la forma de construir
un refugio. No hizo falta. La pequeña Liz había descubierto algo en un pequeño
claro.
La nieve había dejado de caer y el despejado
cielo permitía contemplar una brillante luna que iluminaba una vieja y destartalada
iglesia.
Jhon y su familia no podían creerlo: estaban
salvados; ya no tendrían que seguir caminando. En aquel extraño edificio que no
supieron reconocer pasarían la noche.
Alegres, se internaron en las ruinas y buscaron
un lugar seco donde hacer una hoguera.
Nada más entrar, una sensación familiar recorrió
el cuerpo de Jhon. Una sensación reconfortante y tranquilizadora.
De
repente, algo a lo lejos lo sobresaltó. Su rostro palideció y sus manos
comenzaron a temblar.
Mary, que lo miraba asustada, trató de
hablarle pero fue inútil: su mirada no se apartaba de un punto al otro lado de
la pared.
Por entre la destrozada bóveda de la vieja
iglesia la luz de la Luna penetraba incisiva camino de un desgarrado y
descolorido cuadro.
A juzgar por el lugar, se podría decir que dicha
pieza databa de mucho antes del cataclismo; incluso de bastantes siglos atrás.
Jhon se acercó reconociendo en él aquellos
azulados ojos. Aquellos que tan bien recordaba en el rostro piadoso del hombre
que haría escasamente un año le salvó la vida.
Junto al salvaje, en torno a una alargada mesa,
se encontraban doce hombres. En sus manos había una copa de barro y un mendrugo
de pan.
Nuevamente, aquel hombre le salvaba de una
muerte cierta.
Si en algún momento tuvo algún tipo de miedo
o desasosiego se había disipado para siempre.
Su mujer, al ver que su marido recuperaba el
color mientras una leve sonrisa rebosante de paz afloraba en su semblante,
preguntó:
—¿Qué pasa, Jhon?
Él se giró y exclamó con la mirada perdida
en el pasado:
—Que
todo es posible en Navidad, querida. Todo
es posible en Navidad…
(c) Rafael Heka
(c) 33 Ediciones
P. D. El presente relato lo tenéis disponible en los libros:
* Natificción (http://www.33ediciones.com/5.html), editado por 33 Ediciones.
* Caricias y Batallas, publicado por Ágora Editorial.