sábado, 20 de diciembre de 2014

Todo es posible...

Así es. Cuando creé la siguiente historia ni siquiera sabía el poder de determinados mantras ni la dimensión que esta historia iba a tomar en mi trabajo. Desconocía que aquello en lo que te concentras suele atraer las circunstancias adecuadas para que suceda.
Muchas cosas me han sucedido desde entonces, pero, os puedo asegurar, que todo es posible...



el salvaje


La nieve golpeaba el parabrisas y el viento azotaba cruelmente la diminuta aeronave de Jhon.
En el reducido calendario digital se podía leer en verde intenso:
24 - 12 - 2.348
El frío atenazaba su cuerpo, la calefacción se había estropeado y los motores de la nave no seguirían funcionando por mucho más; quizás se debiera al poco combustible con el que partió.
Jhon cruzaba la zona septentrional del planeta. Huía desesperado de su casa, de su demarcación laboral; en su mente una idea brillaba clara como el calendario en la negra oscuridad de la noche: escapar, desaparecer, su error había sido irreparable.
Sólo hacía unas horas de todo:
Jhon pensó que aquella noche su mujer y su hija irían a visitar a unos parientes en la zona Norte del Gran Continente. Ese era su convencimiento; y no hubiera estado errado si no fuera porque Mary y la pequeña Liz perdieron el transbordador común.
Sintiéndose seguro, invitó a su secretaria a pasar la noche en su casa. El matrimonio de Mary y Jhon hacía tiempo que no funcionaba bien; al menos por su parte; se sentía aburrido.
Mary le quería, le quería mucho, más de lo que él pudo imaginar jamás, pero estaba roto por dentro. Desde hacía algunos años en donde sufrió tremendamente para llegar a su estatus laboral actual, una parte de su alma se quedó por el camino. Lo cierto es que, o no se enteraba de lo que tenía en casa, o no quería enterarse.
Esta actitud de “huida hacia delante” fue lo que le llevó a su adicción al Grum, aquel licor alucinógeno tan apreciado en aquellos tiempos. Luego, a escarceos con mujeres de baja calaña con las que al final solía salir mal parado.
El nacimiento de la pequeña Liz pareció cambiar algo las cosas, pero sólo durante un tiempo; al cabo de unos meses todo volvió a ser lo mismo: su mujer en casa, y él en la oficina rodeado de financieros jugando a dominar el mundo.
Y nuevamente el Grum y las mujeres fáciles que se le  acercaban sólo por su dinero o posición, como relleno a ese vacío ponzoñoso que lo abrasaba por dentro.
La noche fatídica, dos botellas de aquel alucinógeno de color azul iban en los asientos de atrás de la aeronave camino de la cita con su secretaria. Para cuando llegó, ya se había bebido una.
La fiesta comenzó y ambos cenaron deprisa deseosos de culminar.
Una vez en la cama y en pleno acto, Mary y la pequeña entraron por la puerta de la casa muertas de frío y caladas hasta los huesos.
La escena fue grotesca: Gritos, voces, insultos, objetos que volaban de un lugar a otro, etc, etc. Y claro, terminó cómo debía de terminar, con Jhon de patitas en la calle junto con su “secretaria”.
Llorando desconsoladamente y alucinando a causa del Grum, descargó toda su rabia de la manera que lo suelen hacer los desquiciados: sobre aquella infeliz que nunca debió meterse en cama ajena.
—¡¡¡Porque toda la culpa es tuya!!!
>>¡¡¡Porque eres una PUTA ZORRA que todo el día está provocándome!!!
Y mientras gritaba y la chica lloraba, sus manos se lanzaban cerradas contra su pobre cuerpo, encogido sobre la sucia y húmeda acera. 
Dos horas después, a la intemperie, y bajo el fin de una suave lluvia que trocó inusitadamente en límpida nieve, los efectos del Grum remitieron.
Sosegado, miró a su alrededor; la joven yacía en el suelo medio inconsciente, en salto de cama, llena de moratones, sucia y con la cara surcada de corrido maquillaje.
Ahí se dio cuenta de lo que había hecho.
Totalmente asustado y avergonzado, no tuvo el valor de volver a casa a hablar con su mujer; cogió a la chica, la metió en su vehículo y la llevó a su casa.
Su cobardía le impidió subirla y mostrarla así a sus asustados padres; la dejó en el umbral de su apartamento, llamó por el intercomunicador, dio unas vagas y falsas explicaciones, y montando nuevamente en su nave, desapareció como alma que lleva el diablo.
Debido a su deplorable estado físico y mental, chocó tres o cuatro veces con diversos hitos de señalización espacial en su abandono de la zona habitable. Corría todo lo que los motores daban de sí; “huía hacia delante”. No sabía hacia dónde; no importaba el rumbo; no pensaba regresar.
Pronto la nave se fue adentrando en la Zona Salvaje, la zona de los hombres incivilizados; seres que subsistían cazando animales o recolectando plantas ajenos a los adelantos tecnológicos de la Orden. La Nueva Orden, como vino a llamarse tras el devastador cataclismo del 2.134.
Dicho fenómeno, producido por el corrimiento de dos placas tectónicas y fruto de los múltiples y nocivos experimentos realizados por el hombre, hizo que el mapa terrestre se desdibujara transformándose en un vasto océano salpicado por un único y solitario continente.
En este nuevo mundo postapocalíptico, los esforzados supervivientes repoblaron las pocas zonas habitables que quedaron y se creó la civilizada Nueva Orden. Una tecnocracia evolucionista.
Desgraciadamente, no todos los supervivientes estaban de acuerdo con esa nueva forma de organización social, por lo que pasaron a ser repudiados por la Orden y expulsados de las seguras zonas urbanas.
Con el tiempo, las gentes de la Federación Unida de Ciudades Civilizadas comenzaron a temer a los denominados Salvajes y a crear toda serie de mitología maligna en torno a ellos.
Una especie de histeria colectiva se apoderó de los civilizados abocándolos a la creación de barreras arquitectónicas en torno a sus ciudades y zonas seguras.
Pasado el tiempo, el adentrarse en la Zona Salvaje, como lo estaba haciendo Jhon, a un civilizado le parecería un suicidio.

* * *

La nave, presa del pánico de su piloto, surcaba veloz los nevados cielos mientras Jhon, en el asiento de atrás, daba cuenta de dos botellines de Grum que últimamente solían viajar allí escondidos en el compartimiento de herramientas.
Pensaba acabar así con todo, ¿por qué no? En poco tiempo no se daría cuenta de nada gracias a la embriaguez. El combustible se terminaría, la nave descendería y ¡BUM!, adiós.
Y efectivamente, ¡BUM!, adiós…
Algo sin identificar impactó contra la nave reventando el parabrisas.
En un impulso automático fruto del involuntario instinto de supervivencia, Jhon se abalanzó contra la parte delantera aferrando los mandos de la astronave.
No podía ver nada; la ventisca había cegado sus ojos y un viscoso y espeso líquido impregnaba todo dificultando las maniobras.
De repente, en un instante de despejada visión, pudo observar cómo el mar de hielo y rocas se acercaba inclemente.
Era el fin.

* * *

En varias horas no supo más de sí.
Al despertar, comprobó horrorizado que la nave, lejos de estallar librándole de su insoportable sufrimiento, le había obsequiado con dos regalos de valor incalculable: una herida mortal en el estómago y una posible invalidez inferior bajo el amasijo de hierros que aprisionaba sus piernas.
Desesperado, se abandonó…

* * *

El tiempo había pasado.
¿Cuánto? Sólo Dios sabía.
Solitaria, una encapuchada figura apareció de la nada y atravesó la ventisca en dirección a la accidentada nave.
El anónimo personaje sacó fácilmente a Jhon de entre toda la chatarra y lo transportó en brazos hasta una solitaria cabaña de madera.
Una vez dentro, el hombre tumbó al maltrecho Jhon en un jergón y se acercó a una mesa al lado del fuego.
Allí cogió una jarra y vertió sobre una pequeña jofaina un poco de agua que dio a beber a su invitado. Luego, con el mismo agua, lavó sus heridas y le cubrió con una tupidas pieles.
Ya el moribundo atendido, resolvió retirarse la capucha y quitarse el abrigo.
La primera impresión era la de estar ante una persona alta y muy corpulenta con la piel morena. Su pelo, negro como la poblada barba que surcaba sus mejillas, permanecía recogido en una coleta.
Silenciosamente, sus penetrantes ojos azules quedaron presos de la estampa con seriedad.

* * *

Al cabo de dos horas Jhon se despertó.
Su primera visión le sobrecogió.
Frente a él había un salvaje.
¡Un auténtico salvaje!
Y sorprendentemente no experimentaba temor.
La azulada mirada de aquel hombre le tranquilizaba en su aturdimiento mitigando sus recuerdos sobre el accidente y sus doloridas piernas…
Instintivamente, se llevó las manos a sus muslos para comprobar sobrecogido cómo ni en ellos, ni en su maltrecho estómago, quedaban secuelas del incidente.
Un sudor frío inundó su frente.
¿Estoy muerto?
>>Esto no puede ser…
>>No puede…
No, no has muerto, joven —brotó socarrona la voz al fondo de la estancia.
Jhon no podía articular palabra.
El salvaje habló de nuevo:
—¿Qué hace un civilizado como tú en esta zona?
Jhon frunció el ceño recordando lo ocurrido. Agachando la mirada, contestó:
—-No es asunto suyo, salvaje. Además, hubiese sido mejor para todos que me hubiese dejado donde estaba.
El salvaje guardó silencio un instante. Parecía dudar la respuesta pese a mostrarse de acuerdo con él:
—Quizás. Pero no lo hice —sentenció serio.
Los ojos de Jhon se encontraron nuevamente con los del salvaje.
Nunca pensó que alguien de su condición pudiera hablarle de semejante manera. Se suponía que era gente desalmada, cruel.
—Cuéntame lo ocurrido —solicitó el salvaje de buen grado mientras se volvía hacia una talla de madera en la que parecía llevaba mucho tiempo trabajando.
La actitud de aquel hombre ablandó a un Jhon deseoso de alivio y sus palabras comenzaron a brotar lenitivamente.
Mientras el relato se sucedía, las manos del salvaje se afanaban laboriosamente en la escultura.
Su rostro, a espaldas de Jhon, parecía deglutir y digerir sus ponzoñas con tristeza.
Al término, se levantó, cogió un cuenco con comida que reposaba en una mesa y se lo tendió.
Su rostro expresaba una mezcla entre cansancio y compasión:
—Come un poco —le dijo.
Jhon hurgó en el cuenco con asco.
—Tu error ha sido grande —comenzó el salvaje—; casi irreparable. Pero nada está perdido aún.
>>La oscuridad es sólo eso, oscuridad; una pequeña luz puede disiparla para siempre.
>>Si te arrepientes de corazón, vuelves a casa y tratas de resolverlo todo poniendo el mayor de tus empeños en no cometer los mismos errores, te puedo asegurar que tu mujer te perdonará.
—Mi mujer me matará —exclamó enseguida Jhon—. No pienso volver.
La mirada del salvaje se endureció:
—Entonces es más grave de lo que yo pensaba; no sólo está el acto, sino también la cobardía de tu alma.
—¡Yo no soy un cobarde! —exclamó enseguida Jhon.
—Entonces, hazme caso —continuó duramente el salvaje—; vuelve a casa y pídele perdón a tu mujer.
En ese momento quiso decirle muchas cosas a aquel hombre.
Quiso hablarle de su vacío, de aquella barrera que le hacía infravalorarlo todo; de su inseguridad, de sus miedos, de…
El salvaje se acercó a la talla en la que trabajaba y la trajo hasta el jergón donde reposaba Jhon.
Los ojos del civilizado no podían creer lo que estaban viendo.
Frente a él había un busto de Mary.
Una escultura en madera que conocía muy bien.
Haría muchos años, antes de pasar a formar parte de la oficina financiera en la que actualmente trabajaba, quería ser escultor.
Y realmente lo fue durante un tiempo; pagaba las facturas, al menos. Le encantaba trabajar la madera; crear para quien quisiera o por propia satisfacción personal, le llenaba… Le hacía sentirse parte del todo. Conectado con su misión individual en una maquinaria universal.
Luego le ofrecieron aquel trabajo administrativo que le permitía cambiar de casa y de barrio. Aceptó, y aquello fue alejándose.
Recordaba haber comprado aquel tocón enorme al inaugurar oficialmente su tallercito para representar a toda su familia en lo que sería su obra maestra; la obra que presidiría su taller de escultura; la obra que le recordaría, día a día, cuál sería la razón de su existir.
Con qué ilusión se tiró dos meses esculpiendo a Mary. Aquella misma Mary de mirada bondadosa que ahora le miraba sonriente.
Y recordaba también cómo quedó tirada en el sótano de su nueva y flamante casa junto con sus herramientas.
Ahora, como si lo estuviera viviendo, recordaba el frío que desde entonces pareció invadirle por dentro.
Aunque lo que le acongojó casi hasta el desfallecimiento, fue el acordarse de su promesa; la promesa que nunca cumplió.
Junto al inacabado rostro de Mary había un trozo de madera informe. Un trozo de madera que llevaría el rostro de la pequeña Liz y que nunca esculpió porque había cosas más importantes que hacer; un rostro que ahora le miraba candoroso junto con el de su madre.
Jhon estalló en sollozos comprendiéndolo todo.
Ése y no otro era el ahogo en su pecho; la pieza que faltaba.
Y comprendió lo sola que debió de sentirse su familia ante su apatía, su frialdad, su desapego.
Las manos del salvaje se apoyaron en los hombros de Jhon tendiéndole su consuelo.
Éste lloró y lloró amargamente durante un largo rato.
El tiempo se detuvo.
Cuando ya parecía calmarse, el salvaje exclamó:
—Aunque no lo creas, tu mujer y tu hija te necesitan. En estos momentos deben de estar muy preocupados. Te quieren Jhon…
Jhon asintió abrazándose a la talla:
—Pero no puedo volver…
>>Mi nave…, mi nave está destrozada —concluyó apesadumbrado llenado de lágrimas la estatua.
Una aviesa sonrisa se esbozó entre la tupida barba del salvaje mientras señalaba hacia la ventana.
Jhon enmudeció.
La nave estaba intacta. ¡Impecable!
Se volvió boquiabierto.
—Todo es posible… —dijo el salvaje—. Todo es posible en Navidad.
Tras varios segundos en los que Jhon recobró la serenidad, preguntó:
—¿Navidad?, ¿qué es Navidad?
El salvaje rió espontáneamente:
—En los tiempos que corren sería inútil explicártelo; aunque, para resumir, te diré que es una época del año, concretamente en la que ahora mismo nos encontramos, en donde todos nosotros…, ¿cómo nos llamáis? ¡ah!, sí: salvajes, ¿verdad?
Jhon asintió avergonzado.
—Bueno pues para los salvajes, la Navidad es la celebración de lo bueno que hay en nosotros; de la luz que nos guía día a día en nuestro camino hacia un mundo de bien; un mundo lleno de gente necesitada de amor como Mary, la pequeña Liz y tú mismo Jhon…
El joven comenzaba a comprender y empezaba a sentir algo que no podía experimentar solo. Necesitaba estar con su familia, necesitaba volver.
—Tiene razón; es hora de partir. —Y le tendió su mano.
El salvaje la aceptó gratamente.
Jhon, sin soltarla, exclamó:
—Pero antes, dígame una cosa: ¿A quién debo el honor de devolverme la vida?
El curioso personaje contestó:
—A un amigo…
Jhon no dijo más, pues el hombre no le diría más; simplemente recogió el tocón con ayuda del salvaje, lo colocaron en la trasera de la nave y partió rumbo a casa.

* * *

<<Todo es posible en Navidad>>.
<<Todo es posible en Navidad…>>.
Aquella frase golpeaba su mente incesantemente.
Y es que no encontraba otra explicación a lo sucedido aquella noche.
Todo resultó tan sumamente extraño…
Ni una caja de Grum le hubiera hecho alucinar de aquella manera.
Maldito Grum.
Lo primero que iba a hacer al llegar era tirar por el desagüe del garaje las dos cajas que compró el año pasado y que guardaba para ocasiones especiales.
Y así fue.
Llegó, tiró el Grum y buscó de prisa sus viejas herramientas de carpintero.
Allí estaban, bajo el arcón de congelados.
Las cogió y, sin dilación, se puso a trabajar.

* * *
  
Cuando Mary abrió los ojos se asustó.
Se había quedado dormida en el sofá del salón con la pequeña Liz entre los brazos y aquella visión no la tranquilizaba en lo más mínimo. Parecían estar siendo asaltados.
Jhon, desaseado, con la ropa hecha jirones y cubierto de virutas, las miraba sentado en su taburete de trabajo desde hacía mucho rato. Dos silenciosos regueros brotaban de sus lagrimales.
Hacía unas horas, Mary le hubiese matado. Ahora, allí, medio recuperada tras la impresión, parecía reconocer al hombre del que se enamoró hace ya algunos años.
Junto a él la talla de madera las representaba perfectamente a las dos. La niña, al despertarse, saltó como un rayo a abrazar a su —papaaaaaá.
Jhon no apartaba la mirada de su mujer.
Tras sus ojos, la desesperación y el arrepentimiento parecían decir:
—LO SIENTO. LO SIENTO MUCHÍSIMO Y NO VOLVERÁ A SUCEDER.
Mary pareció escucharlo pues se levantó y, sin decir una sola palabra, le abrazó.
Los tres lloraron hasta casi desfallecer.

* * *

El cielo se nubló y la tormenta irrumpió violentamente cogiendo desprevenidos a Jhon y a su familia.
Estaban en la Campiña Sur; un lugar muy poco frecuentado por los civilizados dado su parecido y proximidad con la Zona Externa. Era una de las pocas regiones habitables que aún no habían sido civilizadas.
Tras aquella noche de “Navidad”, todo cambió. Después del incidente con su secretaria Jhon dimitió de su trabajo y reabrió el taller de ebanistería.
Con cada proyecto, con cada talla, el vacío se fue rellenando hasta desaparecer junto a sus malas adicciones.
Y cuando los defectos desaparecen, suelen aflorar las virtudes.
Virtudes como la de que, de vez en cuando, Jhon cerrara su taller, reuniera a la familia y todos viajaran a aquel lugar remoto a disfrutar de un precioso día de campo. Lástima que la lluvia lo estropeara.
Las noticias continentales habían dicho que aquella semana haría bueno. Desgraciadamente, se volvieron a equivocar.
Antes de que Mary y la pequeña se resfriaran, Jhon decidió acercar la nave.
No había hecho ademán de abrir la puerta del piloto cuando un rayo atraído seguramente por la gran arboleda en la que se encontraban la hizo volar por los aires.
Jhon salió despedido como si le hubieran disparado desde un cañón.
Su familia casi se muere del susto.
Afortunadamente, el incidente sólo quedó en un susto saldado con unas leves magulladuras y un par de quemaduras de menor grado.
Claro que, un problema mayor les aguardaba:
¿Qué harían sin transporte?
Por lo pronto, aquella noche deberían pasarla al raso si no encontraban un lugar en donde guarecerse. El lugar habitado más cercano estaba muy lejos y convenía afrontarlo con un día entero por delante. Desde que el transporte aéreo se convirtiera en algo superado, las distancias a pie habían desaparecido y con ellas su habitualidad.
Ante ellos tenían un frondoso bosque o una desolada llanura salpicada de riscos y montañas.
Optaron por el bosque. La probabilidad de recibir un rayo era mayor pero también la de encontrar un refugio. Además, aquel camino los acercaba más a casa.
No habían puesto un pie en el bosque cuando dejó de llover y se puso a nevar.
Caminaron ateridos por el frío y la humedad durante horas, lamentando su negra suerte.
Tanto caminaron, que llegó un momento en que Jhon no pudo más y decidió detenerse. Dada la hora, y puesto que empezaba a oscurecer, lo más sensato era descansar y afrontar el nuevo día con energías.
Con curiosidad, buscó la forma de construir un refugio. No hizo falta. La pequeña Liz había descubierto algo en un pequeño claro.
La nieve había dejado de caer y el despejado cielo permitía contemplar una brillante luna que iluminaba una vieja y destartalada iglesia.
Jhon y su familia no podían creerlo: estaban salvados; ya no tendrían que seguir caminando. En aquel extraño edificio que no supieron reconocer pasarían la noche.
Alegres, se internaron en las ruinas y buscaron un lugar seco donde hacer una hoguera.
Nada más entrar, una sensación familiar recorrió el cuerpo de Jhon. Una sensación reconfortante y tranquilizadora.
De repente, algo a lo lejos lo sobresaltó. Su rostro palideció y sus manos comenzaron a temblar.
Mary, que lo miraba asustada, trató de hablarle pero fue inútil: su mirada no se apartaba de un punto al otro lado de la pared.
Por entre la destrozada bóveda de la vieja iglesia la luz de la Luna penetraba incisiva camino de un desgarrado y descolorido cuadro.
A juzgar por el lugar, se podría decir que dicha pieza databa de mucho antes del cataclismo; incluso de bastantes siglos atrás.
Jhon se acercó reconociendo en él aquellos azulados ojos. Aquellos que tan bien recordaba en el rostro piadoso del hombre que haría escasamente un año le salvó la vida.
Junto al salvaje, en torno a una alargada mesa, se encontraban doce hombres. En sus manos había una copa de barro y un mendrugo de pan.
Nuevamente, aquel hombre le salvaba de una muerte cierta.
Si en algún momento tuvo algún tipo de miedo o desasosiego se había disipado para siempre. 
Su mujer, al ver que su marido recuperaba el color mientras una leve sonrisa rebosante de paz afloraba en su semblante, preguntó:
—¿Qué pasa, Jhon?
Él se giró y exclamó con la mirada perdida en el pasado:
—Que todo es posible en Navidad, querida. Todo es posible en Navidad… 
(c) Rafael Heka
(c) 33 Ediciones

P. D. El presente relato lo tenéis disponible en los libros:
Natificción (http://www.33ediciones.com/5.html), editado por 33 Ediciones.
* Caricias y Batallas, publicado por Ágora Editorial.

sábado, 13 de diciembre de 2014

Crónicas Globulares Serial 01: Comienza la aventura...

Hace ya muchos años desde que al enlace hiperdimensional de mi mente llegaron las crónicas de una lejana y amarillenta galaxia globular plagada de dioses caprichosos, aventuras increíbles y seres inolvidables. Desde entonces, su ímpetu, descaro e irreverencia me incitaron a plasmarlas en negro sobre blanco camino de servicios editoriales con mayor o menor éxito y a concentrarme lo mejor que he podido en el infinito trabajo escultórico de reflejarlas con certera fidelidad. 
Pese a ello, no quiero responsabilizarme mucho de lo que en ellas encontréis, pues, como leeréis, es a Érase a quien le atañe tamaño galardón y, por alusiones, a los auténticos protagonistas y a la propia historia en sí.
Tan sólo una cosa. Sed indulgentes. 
Y cachond@s, y aventureros, y osados, y perspicaces, y críticos, y curiosos :-D
Que tengáis un buen viaje:





Soy Érase, el dios de los cuentistas. Abrid bien las orejas…[1]

Prólogo

  

En la inmensidad del oscuro océano espacial brilla una elipsoide, amarillenta y anciana galaxia globular.

No es una galaxia tan grande como la vuestra, no reluce tanto como la vuestra, ni siquiera está cerca de la vuestra. Pese a todo, allí, girando alrededor de una pequeña estrella, existe un planeta muy peculiar.

Un planeta con un único continente en forma de estrella de cinco puntas flanqueado en todas las direcciones por un vasto mar.

En él viven los protagonistas de esta historia: los duendes.

Dicho continente se divide en seis regiones o países: La zona Azul, la zona Amarilla, la zona Verde, la zona Roja, la zona Negra y la zona Blanca. Cinco de ellas abarcan respectivamente cada una de las puntas de la estrella, siendo la zona Blanca la que ocupa el lugar central.

Los duendes de cada una de las regiones no conocían otros colores que no fueran los de su zona. Para ellos el suyo era el más importante. Tanto lo defendían, que un día llegaron a la conclusión de que alguna de las regiones debería ser la capital, representar al continente e incluso, al propio planeta si se daba el caso.

Así fue como sobrevino la guerra: la gran Guerra de los Colores. Una lucha cruenta que duró interminables siglos hasta que el mismísimo dios de los duendes decidió intervenir. Y no por el hecho de que algún color fuera más preponderante respecto a los demás, sino porque así no se podía continuar.

De esta forma, escogiendo un aleatorio motivo que justificara el fin de las hostilidades, los cielos del planeta entero se cubrieron de oscuras nubes y un anciano duende incorpóreo y descomunal de luengos cabellos y pobladas barbas, ataviado con una bella túnica blanca, emergió de ellos con el rostro circunspecto, unas ojeras tremendas y el aspecto de haber pasado demasiadas noches en vela:

—No puedo más. NO PUEDO MÁS. La verdad, es que NADIE podría más: ¡El BLANCO es el más importante de todos los colores, joder! ¡EL BLANCO! ¡PARAD YA DE UNA PUTA VEZ!

En el momento en que los respectivos reyes de cada región iban a abrir la boca para protestar, Dindorx (como todos conocían a su dios) habló de nuevo lanzando una ráfaga de asesinas miradas mientras dejaba caer sobre las nubes al escondido amigo de seis balas que instantes antes acariciara sus sienes:

—Está bien, está bien. Comprendo que queráis una explicación y os la daré; a fin de cuentas, si no lo hago, no me dejaréis descansar con vuestros continuos baños de hostias. Eso sí, ¡Por mi santa madre que a la región que no esté de acuerdo después de mi revelación le arranco las entrañas!

En aquel momento, los reyes de los países desaparecieron durante unos diez minutos de los vuestros —que de los suyos son como unos treinta—, apareciendo después con rostros de consentimiento, asombro y un poco de resignación. Bueno, todos no. El rey de los duendes blancos regresó henchido de orgullo, felicidad y un poquito de satisfacción al haber demostrado que su color era el más importante.

Desde entonces, el país de los duendes blancos se convirtió en la capital del continente, y Blancualín en su centro neurálgico.



* * *



Los duendes de Blancualín vivían en lo alto de una gran montaña permanentemente nevada llamada el Monte Brecio. Su altitud era tal que, para bajar, necesitaban de unos blancos toboganes de hielo. ¿Cómo subían? De manera inversa, pues al igual que muchas de las cosas del Continente Estrellado, estos toboganes eran mágicos: Si te colocabas en la base, ascendías a la misma velocidad y sencillez con la que descendías.

Los duendes blancos no vivían de manera aleatoria en cabañas rústicas o desaliñadas: lo hacían en una gran ciudad amurallada construida con el más puro y blanquecino hielo. Su muralla, edificada con endurecidos bloques de hielo azucarado, los protegía del azote de las tempestades de nieve.

Absolutamente toda la ciudad estaba fabricada con hielo: las casas, las calles, los pavimentos, las farolas, las jardineras, los vehículos; hasta la vegetación era biológicamente de hielo. Lo que no era de escarcha, se componía de azúcar o sal según el efecto que se desease.

Los duendes vestían enteramente de blanco. Su cabeza solían cubrirla con chisteras achaparradas, gorros como los de dormir o boinas de gran tamaño. En cuanto a sus pies, solían enfundarlos en unas peludas y calientes botas de nieve.

Entre medias, el conjunto de su atuendo, debido a su posición preponderante, resultaba elegante y distinguido. Se componía de unos amplios pantalones, unas camisas bordadas con puntillas y floripondios y una levita larga hasta los pies, con la que se resguardaban de gran parte del frío. Todo esto se acompañaba de colgantes, anillos, cinturones anchos con labradas hebillas y desproporcionados relojes de bolsillo.

Unas cejas prominentes y una cuidada barba cana terminaban de otorgar sus característicos rasgos estilísticos.

La ciudad se estructuraba en dos grandes núcleos: Un primer bloque constituido por la ciudad, el pueblo, los trabajadores, los comerciantes, es decir, casi todos los habitantes de Blancualín; y un segundo tan extenso como poco poblado o necesario: El siniestro castillo del solitario y huraño rey de los duendes blancos y, por consiguiente, de todos los demás duendes, Baradir I.

El rey Baradir nunca se casó. En cuanto fue coronado, tras la inevitable y deseada muerte de sus progenitores, abolió las fiestas sociales y se dedicó al noble arte de churrascarse las pestañas en lo que se dice era la biblioteca más grande de todo el continente. Rara vez se le veía por la ciudad y sus criados, temerosos de él, practicaban un mutismo, tan extremo, que rayaba en la más pura y mística de las supersticiones.

El castillo, construido con harina enmasillada en nata, era de una robustez y belleza inigualable. Su forma era la de una perfecta estrella de cinco puntas, en cada una de las cuales se erigía majestuosa una correspondiente torre de altura interminable. Cada una de estas torres cubría la finalidad de servir de alojamiento a las familias de los embajadores de las distintas naciones del continente.

Decía la leyenda que el palacio albergaba tal cantidad de salas, que sus inquilinos solían morir antes de conocerlas todas.

Con todo, lo que más llamaba la atención era su torre central. Tan alta y esbelta lucía, que sobrepasaba las nubes perdiéndose en las alturas. Nunca se podía avistar su cúspide. Ni siquiera en los días más luminosos; aquellos en los que los más avispados podían divisar las escarchadas ventanas del penúltimo piso, objeto, a su vez, de tantas de habladurías.

Sus jardines también eran de una exuberancia y belleza extraordinaria. Había un gran laberinto de brillantes plantas de escarcha, un lago helado de horchata en donde se podía patinar, dos bosques (uno de pinos blancos y otro de secuoyas blancas gigantes) y, por supuesto, salpicando toda la superficie de los jardines, una exquisita colección de estatuas de hielo.

Desafortunadamente, todas estas magnificencias no parecían del agrado del actual rey, el cual mantenía obstinadamente su actitud huraña y eremita así pasaran los años, las décadas o los siglos.

En cuanto a la justicia, cabe decir que brillaba por su sencillez: todo aquél que no acataba la voluntad del rey era investido, para siempre, con el traje incoloro. Aunque esto parezca una estupidez, gilipollez o similar, por aquel entonces, para un duende, resultaba una condena peor que la muerte pues le arrebataba su personalidad, nacionalidad o distintivo, convirtiéndolo en un proscrito, allá donde fuere. 

¿Qué me queda?..., ah, sí, lo de las estaciones: Vosotros contáis con cuatro estaciones: primavera, verano, otoño e invierno. En el planeta de los duendes disfrutan de seis: la blanca, la roja, la azul, la amarilla, la verde y la negra. Eso sí, en cada una de ellas florecen las plantas, llueve, hace calor, caen las hojas de los árboles y nieva.

Acojonante, ¿verdad?

Pues listo: fin del inevitable prólogo. Vayamos al turrón...




[1] O lo que utilicéis para procesar las ondas sonoras. En Sord-eras, el planeta de los cubos-robot, se sirven de unos adminículos enroscables de dilatación manual absolutamente terroríficos, así que…
Bueno, pues eso, que despegamos. Estad muy atentos…  
 (c) Rafael Heka
(c) 33 Ediciones