Como todos los días del año, la nieve y la
ventisca azotaban cruelmente la ciudad de Blancuol.
Los duendes, laboriosos y ufanos, se
aplicaban en sus trabajos limpiando las calles de nieve y escarcha mientras
desde lo alto de las almenas del siniestro Castillo de Harina un curioso
observador espiaba el ir y venir de multitud de carretillas rebosantes de
aperos y utillajes.
Aquel ritual se repetía siempre a primeras
horas de la mañana para que el resto del día las calles quedaran limpias y
transitables.
Pero éste era un día especial en Blancualín.
Uno anhelado por muchos, aunque esperado por pocos:
Baradir, el rey de los duendes blancos, se
moría.
Su edad era incalculable y, a pesar de que
se resistía a morir, debía de hacerlo de una puñetera vez.
Sólo un asunto le quedaba por resolver:
encontrar un sucesor.
Aquella mañana, su arrugado y delgado
cuerpecillo intentó sin éxito levantarse de su rica cama de dosel.
Allí postrado mesó su larguísima barba
blanca, se atusó los pocos pelos que le quedaban en la cabeza, colocó sobre
ella una majestuosa corona de perlas blancas y tiró de un brocado y nacarado
cordel que colgaba de un extremo de la cama.
A los pocos segundos, una bruñida puerta de
mármol blanco se abrió de par en par, entrando por ella un criado de librea
vestido de un blanco radiante:
—¿Qué desea el señor? —preguntó.
—Papel y pluma —respondió Baradir rompiendo
a toser desaforadamente.
El criado golpeó militarmente sus talones y
salió por donde había venido.
Una siniestra sonrisa se esbozó en la cara
del viejo rey mientras oteaba a sus súbditos tras el cristal del inmenso
ventanal situado a la diestra de su lecho.
* * *
Tan sólo habían pasado unas horas.
Los duendes se arremolinaban en la antigua y
clásica plaza mayor de Blancuol.
—¿Qué pasa? —preguntaban unos.
—¿Qué ocurre? —preguntaban otros.
Multitud de cuchicheos sobrevolaban desde
todos los rincones de la plaza.
Finalmente, el sonido de un par de largas
trompetas desde el centro del zoco hizo enmudecer a los curiosos centrando su
atención.
Los dos sirvientes reales dejaron los instrumentos
de pie en el suelo y, con sumo cuidado, uno de ellos sacó de una blanca alforja
un rollo de grueso pergamino.
Los duendes presentes contuvieron el
aliento.
Con enguantadas manos, el portador del
pergamino rompió el blanco sello real, desenrolló el comunicado y leyó:
—Queridos ciudadanos: Sé que a muchos de
vosotros la noticia que voy a comunicaros os alegrará. Sinceramente, a mí no me
hace la más mínima gracia: Me muero.
>>Este hecho sin importancia (para
todos aquéllos que os alegráis) supone un complicado problema. Me explicaré: he
de decidir sucesor y, dada mi disoluta vida social, como sabéis, no he
tenido descendencia. Desgraciadamente, tampoco tengo hermanos. Por estos
motivos, os hago saber que cualquier varón del país de Blancualín que deseé
llegar a convertirse en rey, va a tener su oportunidad. Para ello, tan sólo ha
de presentarse en el Castillo de Harina mañana por la mañana.
Acabada la lectura, y con la misma ceremonia
con la que lo desenrolló, el criado volvió a enrollar el bando, lo metió en el
zurrón del que lo sacó y, al igual que su compañero, montó en su poney poniendo
rumbo al castillo a todo cuanto daban los cascos de su pequeño rocín.
Los murmullos regresaron con estruendo y
excitación.
Rápidamente, los duendes desaparecieron por
las calles en dirección a sus cálidos hogares. Ese día, no continuaron con su
trabajo, no limpiaron más nieve. Sólo soñaron.
* * *
A la mañana siguiente, miles de duendes
aguardaban impacientes en los amplios salones del fastuoso Castillo de Harina.
Habían accedido a ellos por el amplio
vestíbulo principal, al frente de la entrada del cual se podían contemplar dos
amplios portones cerrados a cal y canto. A su derecha e izquierda estaban los
dos accesos a los bellos salones auxiliares.
Aunque parezca extraño, y contra todo
pronóstico, a cada duende que llegaba los sirvientes le obsequiaban con un
sabroso bombón de chocolate blanco y un número bordado en tela.
La magnitud de los salones era descomunal.
Enormes lámparas de hielo de permanente luminiscencia pendían de sus elevados
techos cual racimos de uvas preñadas de vida mientras sus amplísimos
ventanales, decorados con laboriosas vidrieras fabricadas en caramelo
transparente y caramelo blanco, representaban pasajes míticos de La Guerra de
los Colores.
En el centro de cada sala emergían a su vez
exuberantes fuentes de mármol blanco de las que manaban abundantes cascadas de
leche haciendo las delicias de los congregados, los cuales, totalmente
deslumbrados ante tanta riqueza, deambulaban atolondrados de un lado para otro
observando aquellas maravillas mientras degustaban el pequeño bombón con el que
fueron obsequiados.
Transcurrida la mañana, y llenos ya los
salones, los invitados empezaron a impacientarse haciéndose todos la misma
pregunta:
“¿Para qué demonios servirá el número que
nos han dado?”
—Será el número de carretillas de nieve que
tenemos que tirar por los toboganes mágicos antes de convertirnos en rey
—bromeaban algunos.
—O el número de patadas en el culo que
habremos de soportar de este viejo huraño —decían otros.
—No, ya lo tengo —respondía un tercero—:
para mí que son los años que tendremos que esperar antes de ser coronados.
Nadie estaba seguro de su significado. La
idea de un sorteo era la más plausible.
De pronto, por unos cuernos de concha
nacarada que colgaban de las esquinas superiores de los salones, se escuchó una
voz que dijo:
—Por favor: aquel duende que sea portador
del número 1, que se acerque a los portones del salón principal.
Todos los duendes inclinaron la cabeza y
miraron su número. Después, todos menos uno, comenzaron a mirarse entre sí y a
mirar el número de su vecino.
Este uno, con paso decidido y firme, se
acercó hasta donde le habían indicado, gritando:
—¡Lo tengo, lo tengo, abridme paso!
La masa de duendecillos abrió camino
haciendo un corrillo que conducía directamente a los portones.
El duende se adelantó hasta ellos y gritó en
voz alta:
—Yo soy el portador del número y estoy
frente a la puerta.
Acabadas sus palabras, de uno de los dos
portones se abrió una compuerta de la que emergió un barbilampiño y hosco
sirviente.
Tendiéndole una mano, invitó al afortunado a
penetrar por ella.
Los demás duendes se arremolinaron frente a
la puerta con la boca abierta.
Primero entró el duende, luego el sirviente,
luego el aire y, por último, la compuerta se cerró.
Los demás duendes, desilusionados, pensaron
que ahí había terminado todo, que ya podían volver a sus casas. Sus rumores y
murmullos llenaron las paredes del castillo de tal manera que amenazaron con
romperlas.
Estaban sufriendo en vano, pues,
prontamente, los cuernos volvieron a sonar:
—Por
favor, el portador del numero dos puede acercarse al portón de la sala
principal.
Los duendes volvieron a mirar unos para
otros y sonrieron. Comprendieron que aquellos números marcaban el orden de
entrada y que, impepinablemente, todos pasarían por los salones del trono.
¿O no?
Por lo pronto, de uno por uno, poco a poco,
lenta, pero que muy lentamente, fueron entrando por la compuerta de los
portones.
Aunque entraban, no se los veía salir (esto
era porque los candidatos, acabada la entrevista, eran conducidos al exterior
en unas bellas carrozas con forma de cubitos de hielo). De esa manera el rey
mataba dos pájaros de un tiro: por un lado aligeraba los salones, por otro
conseguía que los que se marchaban no consumieran más cosas.
Pero, ¿qué era lo que sucedía en esas
misteriosas entrevistas?
Para ello cogeremos un duende al azar; no
sé..., el ochocientos cincuenta y cuatro. Sí, un duende delgaducho de pelo
blanco y corto, cejas prominentes, perilla y ¿vestido?, a ver si lo veo..., sí,
lleva una camisa blanca con puntillas, una levita corta color blanco oscuro,
leotardos nacarados y unas botas altas de bucanero en piel de elefante blanco
muerto de infarto senil.
Pues bien, este duende tan apuesto se
llamaba Barael y se podría decir que era relativamente joven: tendría unos
doscientos años, más o menos. Lo que se entendería por una incipiente madurez.
Pues bien, el duende cruzó la portezuela y
se internó en la oscuridad.
(c) Rafael Heka