sábado, 25 de febrero de 2017

Crónicas Globulares 39: Mok



Mok es un méketrek. Un méketrek, como casi todos los méketreks, con la salvedad de que su vida y trabajo se circunscriben al vetusto y fascinantemente aburrido Observatorio Astronómico de Mekitón.
Sus hobbies son: Disfrutar mirando las estrellas y espiar de vez en cuando a los duendes del Continente Estrellado mientras ayuda al emérito profesor Makus en sus minuciosos e infinitos trabajos varios.
En el observatorio se estudian, catalogan y observan: Galaxias, estrellas, planetas y todo lo que entre en el radio de acción de aquel supertelescopio.
Tan grande es, que si cogiéramos a la mitad de los méketreks de Meke y los introdujéramos en su tubo de lentes, todavía sobraría sitio para meter a la otra mitad.
Es enorme, inmenso. De hecho, se han realizado estudios afirmando que su ubicación en el polo sur de Meke hace que el eje de la luna mantenga una inclinación idónea para que su orbitaje no la precipite al planeta.
¡Bestial!
Afortunadamente, no fue Mok quien los realizó; ni lo hubiera hecho aquella tarde, pues era su tarde libre y la tenía reservada para disfrutar con su pot.
Sí. Mok tenía un pot. Un pot estupendo: redondo, brillante, azulado… Quizás, el más rápido de Meke.
Desde hacía muchos meses, esperaba que le aceptaran la solicitud en las Carreras Federales de pots en Rumsplot.
Aquellas carreras eran importantes. Pero no por la cuantía pecuniaria —que era más que suculenta—, sino porque el ganador obtenía el derecho a reparar su pot a perpetuidad, cosa que, teniendo en cuenta la pasión de los meks por los pots, y que los meks viven unos ciento cincuenta años méketreks, es decir, unos 300 años duendiles, o sea, 1000 años de los nuestros, resultaba realmente interesante.
Y a ese interés obedecía que Mok pilotara su pot esa tarde a toda velocidad, <<entrenarse para futuras y gloriosas carreras>>.
Los días que libraba solía hacerlo. Se subía a su nave, accionaba el mapa holográfico, elegía un destino plagado de planetas y de lunas con las que practicar sus (cada vez más ajustadas) maniobras de pilotaje y partía zumbando rumbo a la excitación.
Aquella tarde había elegido el sector 4356rfb. (Para los locos de las localizaciones: Tirando de Meke se pasa el planeta de los duendes y se gira a la derecha, desde allí se bordean un par de constelaciones y luego hay que pasar un planeta verde con 25 anillos y dos enanas blancas. ¡Chupado!).
4356rfb es un sector tranquilo. Bueno, todo lo tranquilo que puede resultar un constreñido campo de asteroides, evidentemente.
Pero es que Mok adoraba aquel sector. Era el lugar ideal para aprender, o palmarla. Pocos meks lo conocían y, si lo hacían, rehusaban volver a pasar por semejante experiencia agradeciendo el poder haber escapado con vida.
Sin embargo, la pelotuda criatura disfrutaba de lo lindo en su particular infierno realizando cabriolas imposibles, jugándose su gomosa vida esquivando pedruscos insensibles, adentrándose en meteoritos como aquél a cuya salida, seguramente, nunca esperó encontrar la incognoscible imagen que le hizo parar en seco apelmazando casi la totalidad de sus células grises en su frente interminable.
Incrédulo a lo que su enorme ojo le mostraba[1], ocultó rápidamente la nave tras un feo (pero apropiado[2]) asteroide de traslación lenta.
Dindorx, móvil divino en mano, alerta de intrusos activada, alerta de intrusos proyectada a toda definición, escupió la decimocuarta copa que se estaba tomando en aquella disco de tercera junto con un más que convincente <<Pero, ¿qué cojones…?>>.
La tropa gnoma había irrumpido soberbia en el sector haciéndose hueco entre los asteroides.
Mok intentó inútilmente asociarla a alguna civilización conocida pero le fue imposible. Aún más cuando la gran G3 viró dejando al descubierto una miríada de pacificadores y hambrientos cañones saludando desde la G2.
Mok no lo dudó dos veces. 
Pisó la plancha del acelerador y, agarrando firmemente los controles de su pot, salió como un tiro en dirección a Meke[3].


* * *


El pot azulado de Mok entró en la escotilla a tanta velocidad que partió las redes del freno de seguridad precipitándose después al suelo del hangar en un ejercicio divertidamente mortal amenizado con chispas y esquirlas asesinas multicolores.
Tal fue ímpetu de su embestida, que la nave se arrastró impúdicamente despendolada sin ningún tipo de cortapisa, salvo el del inminente fondo del hangar, el cual terminó toda aquella sinrazón con un sopapo final justo y más que merecido. ¿Qué formas eran esas de penetrar en ningún sitio…?
Mok, azaroso, dio un puñetazo en un gran botón rojo al lado del panel de control haciendo que la semiesférica escotilla se deslizara hacia atrás escamoteándose en la carrocería y saltó velozmente del interior precipitándose sin la más mínima pérdida de tiempo por unos concurridos pasillos gesticulando totalmente poseso con las manos.
Al final de uno de ellos había dos puertas de laboratorio.
Aún corriendo, se apoyó sobre sus manos y, como un mono de circo, hizo uso de sus robustos pies y las abrió de un golpe dejando perplejos a los múltiples operarios del gran telescopio de Mekitón.
Aunque se quedaron más turbados[4] al sufrir sus ademanes camino de una consola concreta en donde introdujo frenético unas coordenadas que no dejaban de golpearle incesantemente toda su enorme mente carente del enorme espacio perdido en la gestión de la necesidad de excretar.
De repente, el ilustre Makus entró en la sala y cogió a Mok por un brazo tratando de refrenar aquellos inapropiados impulsos tan estúpidamente inesperados.
Éste se zafó en seguida haciendo caso omiso a los peligrosos gestos de su mentor, muy consciente de la consiguiente mano de hostias que, muy probablemente, iba a percibir de forma gratuita y eficiente.
En el justo momento en que dos gruesos méketreks le iban a echar a patadas (muy seguramente donde ustedes y yo tenemos los genitales)[5], Mok rogó a Makus que mirara por el monocular.
El Ilustre se acercó con desconfianza y miró por el gran telescopio aún con la palma de la mano hacia arriba a punto de elevar sus falanges. 
No fue el caso. En su lugar, el enorme párpado, que en un principio forzaba postura en su trabajo de permitir una correcta visión por la lente del artefacto, se replegó obscenamente aterrorizado transformando a aquel viejo méketrek en un trasunto de Ojete[6] con pantalones.
Y es que, contra todo retinóstico[7], la circular del telescopio lucía infestada del mayor despliegue armamentístico que jamás los gnomos hubieran soñado formar, incluido en de su bienal y apocalíptico Día de las Fuerzas Armadas[8].
Al frente, violenta y con la escotilla de proa abierta escupiendo naves de batalla, se acercaba la G3 rompiendo el campo de asteroides como el que desliza una tijera por una hoja de papel.
Tras ella, y escoltada por millares de cazas, surgían terroríficamente intratables la G2 y la G1.
Más allá, el resto de la flota (cuatro naves más con sus respectivos despliegues y rémoras), terminaban por exigir a la pupila del Gran Makus el enfoque definitivo que confirmaba el fin de la vida tal como hasta ahora la conocía.
Mok, antes de que alguien se lo dijera, saltó por encima del catártico profesor y rompió con la ¿frente? el cristal de un contenedor de seguridad empotrado al fondo de la sala accionando un gran pulsador negro.
La luna Meke comenzó a temblar.
Los méketreks habían sido avisados.
La guerra acababa de empezar.





[1] Enorme y único; recordad que no cagaban…
[2] Algo así como un ligue de última hora en una disco de tercera tras la decimocuarta copa…
[3] Suerte que no se podía cagar. :-D
[4] Quería decir privados. :-o, :-D
[5] Bueno, yo no. Pero esa es una larga historia. Y dura, ja, ja, ja. 
[6] Sí. Éste era un héroe barbárico de un planeta ya olvidado del sistema Cimerius cuya morfología básica tomaba reflejo de un ojo desnudo erguido sobre unos recios nervios, los cuales le servían de piernas, brazos y asidero para el mastodóntico mandoble con el que reventaba ñhúes y otros irracionales por el estilo llenos de cuernas, pezuñas y lomos hirsutos.
[7] Pronóstico méketrek, mezcla de precognición, clarividencia y un colirio espectacular con capacidades lisérgicas del planeta Vis-pimh-725.
[8] Joder, suelen confundirles con la plaga de termitas estelares que asola cada año el vacío Botchi… 

(c) Rafael Heka ;-)

sábado, 18 de febrero de 2017

Crónicas Globulares 38: ¡Vámonos!



El verde y herrumbroso crucero de batalla G1 salió finalmente del único y bruñido hangar de Goma1 presto para el combate.
Sí, sí.
Por fin. Pandilla de sádicos.
Tras los trescientos cincuenta mil impresos, sellos y firmas de aprobación, la puñetera nave adquirió la capacidad de despegar en un acto que resonó en medio del espacio con un estrépito vergonzantemente similar al de extraer un remache oxidado de dos millones de toneladas.
En su interior, ávidos de miasma intestinal y sacros reventados, cerca de tres mil soldados de infantería afilaban bayonetas, engrasaban subfusiles y ensayaban golpes mortales a caballo entre el desnucamiento y un sin fin de crueles fracturas craneales, mientras entonaban olvidados himnos militares propios de sangrientas campañas.
Ya sabéis, de esos del tipo:
Al soldado Gñora le dolía la mano…
Y es que al que no destripó por la boca lo hizo por el ano…
Bueno, bueno. Unas bestialidades tremendas.
A su vez, serio como un pato en una orgía, Gommo1 vigilaba el trabajo de pilotos e ingenieros en el espacioso puente de mando esperando que con ello todo saliera perfecto.
No había de distraerse. Aquella era la campaña militar más importante del planeta desde que exterminaran a todos los Bobs de Zafia[1].
En fin, que dio dos órdenes más y la metálica esfera verde de Goma1 quedó pronto en lontananza como fruto de un mal sueño, mientras su semblante esbozaba una sonrisa de satisfacción por el trabajo bien hecho y las órdenes cumplidas.
Por describir de alguna manera la aburrida G1, decir que era una nave cuadrada, parca de detalles, llena de ojos de buey y propulsada por un enérgico motor estelar con forma triangular. Vamos, como una caja de zapatos lanzada a mala leche tras hincharse uno a darle puñaladas con un bolígrafo. Y mira que era fea. Como Cthulhu[2] lamiendo un limón en una noche de tormenta. Eso sí, era muy eficaz. Llegado el caso se podía utilizar hasta de ariete y partir planetas como nueces en un mortero[3].
Por lo pronto y esperando no tener que llegar a ese extremo —los soldados empezaban ya a necesitar un rápido desahogo más allá de las drogas—, Gommo1 gañó[4] una orden de mando dirigiendo el crucero rumbo a Goma3.
Mientras pasaba por la armada luna Goma2, contemplaron todo lo solemne que pudieron el pesado despegue de la preñada G2.
El crucero, capitaneado en este caso por el general Garp2, resplandecía majestuoso maravillando a propios y extraños con sus metalizados destellos cobrizos.
Alargado y complejo, algunas de sus luces brillaban a la sombra de Pelota Mecánica mientras su colgante y gran bodega de carga, semejante al buche de un pelícano, ocultaba traicionera que en ella se albergaban cerca de mil carros de asalto, quinientos tanques pesados y doscientas cincuenta tanquetas ligeras.
Además, de toda su superficie brotaban pacificadoras y tranquilizantes torretas armadas con uno, dos y hasta tres cañones.
La G2, haciendo uso de sus dos potentes y cuadrados motores, alcanzó a la G1 y, juntas, navegaron majestuosas hasta Goma3.
Allí esperaba ya el resto de la avanzadilla.
Frente a la agujereada y plateada Goma3 descansaba la espectacular y ostentosa G3.
Aquella sí que era una nave estelar de esas que acongojan…
Todo en ella era cegador: sus suaves formas redondeadas perforadas para facilitar la expulsión de los cazas, corbetas y demás artefactos voladores; el metalizado aluminio de su fuselaje; su mayestática torre de control desde la que Plumbo3 dirigía cada uno de los movimientos de la flota; los tres titánicos motores circulares apostados en triángulo que centellaban en tonos dorados…
Pero esta no era la única nave que aguardaba a aquellos dos mastodontes del espacio.
A los flancos izquierdo y derecho de la G3, impacientes, cuatro corbetas de apoyo se mantenían a la espera.
Una de ellas, la del flanco derecho, era la g3-1 o corbeta de comunicaciones.
Su compañera, al flanco derecho también, era la conocida como g3-2 o corbeta hospital.
En cuanto al flanco izquierdo, tan estáticas como sus otras compañeras, reposaban la g3-3 y la g3-4 respectivamente.
La g3-3 era la corbeta de mantenimiento y la g3-4 la corbeta hotel. En esta última viajaban las autoridades y los que, en su afán masoquista, tenían el suficiente dinero y la poca cordura como para abocarse a una aventura espacial semejante.
Sin más navíos en los que detenernos a criticar, decir que la G1 y la G2 se incorporaron finalmente a la flota cerrando cada una un flanco, a la vez que aflojaban máquinas para que la G3 se adelantase colocándose estratégicamente como punta de flecha.
Las cuatro corbetas menores aprovecharon para atrasarse a retaguardia y aminoraron también para acoplarse a la formación específica con una precisión mayor.
El escuadrón, sin un motivo claro que pronto resultó ser el esperar a que varios cazas rezagados y algún que otro buque menor embarcaran en la G3, se detuvo perfilando una imagen digna de ser fotografiada por todo amante de las desproporciones sádicamente armadas.
La pausa duró poco. 
En cuanto el último buque rezagado hubo entrado por la escotilla de embarque del buque de Plumbo3, la flota, uniforme, sincronizada y muy militar, puso rumbo al espacio exterior ¡cagando centellas![5]


* * *


Tras esos primeros y entrañables momentos de hiperespacio —o velocidad absurda[6]— en donde se lucha osadamente por evitar que la ropa interior de uno no acabe en el interior de uno, Esgorcio IV revisaba unos aburridos datos en su ordenador portátil mientras la mama Filiburcia XII defenestraba inclemente unos aterrorizados bollos servidos de forma desalmada por su fiel consejero Calandro.
Se encontraban en el Salón Dorado de la corbeta hotel g3-4 junto a un más que puñado grupo de nobles de la más alta aristocracia gnoma; a la sazón y mayoritariamente, un montón de vulgares personajes más cursis que una mona con tutú, pero de grandes influencias.
Y es que, a tamaña masacre sin igual de los enemigos más acérrimos de la civilización gnoma, pocos ricos de Pelota Mecánica pudieron resistirse.
El salón, adornado con elegantes cortinas doradas a juego con paredes y alfombras, se iluminaba a base de sencillos racimos de obleas fluorescentes, dejando solapadamente que sus cuatro amplios ventanales triangulares mostraran un dinámico espacio exterior surcado de miríadas de multicolores estelas hiperespaciales de espectro.
Esgorcio IV cerró su ordenador y cogió malhumorado un canapé de una itinerante bandeja flotante.
Cuando lo estaba saboreando, un dorado[7] empleado del hotel anunció que saldrían de hiperespacio para mantenimiento y calibraciones y conminó a todos los invitados a que acudieran a sus aposentos a tomar asiento.
En pocos instantes, los presentes, excitados, abandonaron el salón sujetando fuertemente sus respectivas bragas y calzoncillos. La frenada era mucho peor que el arranque…


* * *


La flota gnoma, ya en las profundidades del universo, apareció en el espacio ordinario deteniéndose tan brusca como despiadadamente.
En menos de lo que se persigna un cura loco, las naves, lejos de lo que prometieron a priori, aceleraron vertiginosamente hasta desaparecer con una nueva explosión a sus espaldas y el destello de un fogonazo incendiario.
Miles de gritos desesperados se ahogaron tras aquel salto inesperado y traicionero del que, algunos, desgraciadamente, jamás podrían informar a sus hijos…



[1] ¿Que no os suenan? Normal, los exterminaron los gnomos. :-D
[2] Buf. Miedo me da mentarlo, pero digamos que era una deidad primigenia de intenciones genocidas, salida de la preclara mente del padre del horror cósmico: Howard Phillips Lovecraft.
[3] Sí, sí. Lo hicieron. Pero no viene al caso.
[4] Todo grito neuronal básico que rima con huevos.
[5] A la puta carrera, vamos.
[6] Velocidad descubierta por Mel Brooks en su magistral “La loca historia de las galaxias” (1987). Una velocidad demencial, enajenante, imposible. Que lo flipas a colores o a cuadros escoceses. ;-) 
[7] Con uniforme dorado. 

(c) Rafael Heka ;-)

sábado, 11 de febrero de 2017

Crónicas Globulares 37: Los Méketreks




Flotando en el espacio, girando alrededor del solitario planeta de los duendes, orbita lo que podría definirse como la mitad de un astro. Ya me entendéis, una cosa así como una media naranja, la mitad de una pelota, el sombrero de un champiñón. ¿Está claro, no?
Bien, pues esta semiesfera es la luna Meke.
La FABULOSA luna Meke.
Se podría decir que fue un experimento fallido.
Cuando Dindorx hacía las prácticas de Creación de Astros en la Universidad de los Dioses, algo salió mal. En lugar de crear un planeta, le salió ese churro. Un canijo medio planeta, ruino y escuchimizado[1].
Como Dindorx era una sentimental, no se atrevía a deshacerse de aquella su primera creación, así que la guardó en una bonita caja de zapatos y la conservó allí hasta el día en que le resultara de utilidad.
Cuando terminó sus estudios en la universidad y creó el planeta de los duendes, pareciéndole que éste le quedaba un poco soso así, tan solitario por esas procelosas vacuidades océano-espaciales, decidió dotarlo de una luna. Una pequeña hermana que le acompañara a todas partes.
Así fue que sacó aquel astro de la caja de zapatos y lo puso a orbitar a su alrededor.
Pero claro, como la medialuna aquella había sido creada varios eones antes que el planeta, resultaba que la vida había ya aflorado en ella, había evolucionado y era de sobra inteligente.
A Dindorx esto le preocupó lo que a Torrente (sí, José Luís Torrente) “El Quijote” (o “La Eneida”, le es lo mismo). Si aquellos pequeñines sin nariz pertenecían a una escala evolutiva superior, quizás podrían enseñar algo a los de abajo. Al fin y al cabo, aunque fueran más pequeños, eran sus hermanos mayores.
Hablando en términos antropológicos, en Meke la vida evolucionó como evolucionan todas las vidas: Poco a poco, muy lentamente y por huevos o porque no les quedó más remedio.
Primero fueron unos despreciables microorganismos en un terreno árido y sin oxígeno. Luego, mutaron a diminutos moluscos que corrían de un lado para otro comiendo bichos. Después, se desarrollaron y se desarrollaron y se desarrollaron, hasta convertirse en lo que son ahora, seres pequeños, de goma gris y redondos en toda su forma. Algo así como pelotas de squash pero en triste. Unas bolas de las que brotan antropomórficas extremidades terminadas en manos y pies descomunales.
Como cualidades distintivas de los oriundos de Meke, decir que su antropomorfismo termina donde empieza pues no tienen boca, ni nariz, ni orejas, y ven gracias a un alargado ojo ovalado bajo una frente interminable que, para rematar ese efectivo aspecto de pelotas con patas, conspira ausentando de pelo y zonas propias toda su corporeidad, incluidas constantes universales como son el sagrado espacio internalgar y genital.
Y carecen de tantas cosas porque su cerebro, al paso de los millones de siglos, ha evolucionado tanto que ha cubierto todo el interior de su organismo, atrofiando y, con el tiempo, extinguiendo, otras funciones menos necesarias.
Claro, que os preguntareis: ¿cómo es posible que sin tener nada de nada se reproduzcan? Pues muy sencillo, porque los méketreks no nacen, ¡brotan!
La luna Meke es rica en una célula vegetal que, si no se dan condiciones muy adversas, germina y se hincha hasta convertirse en lo que es un méketrek.
De hecho, el cerebro de los propios méketreks, al morir éstos y ser enterrados, en su propia descomposición libera una sustancia que se recombina transformándose en esporas que reinician todo el ciclo.
Según dicen algunos de los científicos de Meke, el cambio evolutivo del molusco a la esfera gomosa se pudo provocar por un extraño y repentino suceso que nadie entendió: De una noche para otra (pues dentro de la caja de zapatos no había días), su ubicación en el espacio cambió y hubo hasta luz.
Controversias aparte y centrados en el presente, Meke, tal como la veríamos hoy, es un superpoblado lugar repleto de cilíndricas estructuras gomosas de lo más variado.
Una de las más destacadas es el Observatorio Astronómico de Mekitón. El insigne edificio debe su nombre a un méketrek que construyó su propia nave espacial y se lanzó de forma incomprensible al profundo insondable sin que se volviera a tener más noticias. Los méketreks, entonces, decidieron construir el mayor telescopio posible a ver si lo encontraban. En un principio querían haberlo llamado Gilipollas, pero el buen gusto se impuso y acabaron por bautizarlo con el auténtico nombre del méketrek.
Los habitantes de Meke se desplazan en naves redondas altamente sofisticadas y son muy pacíficos. La verdad es que se piensa que es por su falta genitales, lo que no quiere decir que no conozcan las armas, o que no sepan utilizarlas de forma asesina o despiadada, llegado el momento.
De hecho, una vez, hace ya muchísimos años, tuvieron que defenderse de una invasión de termitas espaciales terroríficas. Molían un porta-aviones en seis minutos igual que langoliers[2] y casi les destrozan la luna. A su encuentro, transmutados en auténticos starship troppers dignos del maestro Robert A. Heinlein[3], el circular ejército de Meketrín, capital de Meke, acabó con ellos aguerridamente desintegrándolos con mortíferos rayos Meke.
Los méketreks, a pesar de vivir tan cerca del planeta de los duendes, rara vez han bajado allí; simple y llanamente, no les gusta meterse en la vida de los demás. Además, están seguros de que aquellos seres que viven en el gigantesco Meketón — como ellos lo llaman— no iban a entender nada de lo que les enseñasen y, con un poco de suerte, a lo peor, se asustaban y les inflaban a hostias.
Por norma general, la mayoría de los méketreks son ingenieros, arquitectos, químicos, físicos o algo similar. Los que no, se reducen a esporas para que lo puedan ser en su próximo advenimiento. Sencillo y eficaz.
Como los bichos estos de goma no comen ni respiran ni lo otro… hubo sectores laborales que se extinguieron. El de los cocineros, por ejemplo.
No hay bares musicales ni discotecas, pues tampoco tienen orejas. ¿Para qué las necesitaban si carecían de boca y no había nada que escuchar? En fin… 
Los méketreks se divierten de muchas maneras —al menos eso dicen ellos—, pero, lo que más les gusta, es batirse en concursos científicos o ver carreras de pots.
Que ¿qué coño son los pots? Pues naves esféricas de carreras como postas del calibre 28.500 con las que corren, o se disparan, qué se yo. Lo cierto es que cuando comienza la temporada es mejor no estar cerca.
Reiterándome en sus interminables carencias, aclarar de forma previa que adolecen de una ordinaria ausencia del sentido del pudor, por lo que no llevan ropa. De vez en cuando algunos se ajustan cinturones para acarrear adminículos operativos, pero son los menos: utensilios de laboratorio, de mecánica, de limpieza, sadomasoquismo, torturas…
Claro que, con lo que os he contado, me diréis: ¿bueno, y cómo se relacionan?
Medido en términos calóricos y aplicándole una altura, de forma infernalmente aburrida: hablan entre ellos gesticulando con sus manos, sus pies y sus escritos. La verdad es que son grandes caligrafistas, su idioma escrito mezcla signos con letras y con representaciones gráficas, y lo aplican en cualquier dirección: de derecha a izquierda, de izquierda a derecha, de abajo a arriba, de arriba a abajo, circularmente; vamos, como les sale de lo que carecen y en función del papel, el cartel o el espacio.
Sus signos lingüísticos son muy variados. Moviendo sus manos, sus pies y guiñando su gran ojo, logran expresar casi todo lo que quieren.
Así son los méketreks: sencillos, pero complicadamente inteligentes. Pequeños, pero grandes. Oscuros, pero claros. Vamos, como todas las civilizaciones.
Ya, ya, ya lo sé. Como casi todas… 































Y no, no cagan.
Mira que sois…



[1] Eufemísticamente hablando. En plata: una mierda como un caballo de grande.
[2] Buscadlos en “Las cuatro después de la medianoche” (1990), de Stephen King.
[3] “Tropas espaciales” (1959). Novelón ganador del premio Hugo en 1960. Lectura indispensable.

(c) Rafael Heka

martes, 7 de febrero de 2017

Crónicas Globulares 36: ¿Despedidas?



Amaronte, de vuelta a su cuerpo, miraba junto a Barael desde una balconada-raíz cómo las abejas abandonaban el refugio sumergido de Vrícuit, cargadas de pertrechos, mercancías y multitud recuerdos. 
Era bello contemplar en paz el devenir de los insectos, así, tranquilamente, con el sabor de la victoria en los labios y la descarga del pesar en los corazones. Una escena, en definitiva, que devolvía la belleza perdida a un paraje, difícilmente igualable[1].
El brujo, sin apartar la mirada, fue el primero en romper el hielo:
—¿Te vas mañana?
—Mañana —asintió enseguida Barael vestido aún con el uniforme del ejército de Verdol.
>>¿Qué vais a hacer con Vesperio?
Amaronte se apoyó en el balcón y respondió serenamente:
—No lo sé, ¿por qué?
—No, bueno, por nada en concreto; sólo que, creo, que puedo conocer un buen lugar para él.
Amaronte le miró sorprendido clavando posteriormente su astuta y amarilla mirada sobre el inexpresivo rostro del duende en un acto de impúdica prospección intelectual.
Conmovido ante la posibilidad de haber descubierto un refrescante atisbo de sadismo, sonrió complacido: 
—Todo tuyo. Te lo mereces, ¡qué cojones! Móntale bien y no te olvides las espuelas.
Antes de que Barael pudiera aclarar <<que no, que no tenía la menor intención de hacerle morder almohada>>, Amaronte le interrumpió:
—Por cierto, gracias.
—¿Gracias?
—Sí, cualquiera en tu situación se habría largado de este pútrido estercolero en guerra. Sin embargo, tú te has comprometido a costa de perder un tiempo que no tienes.
—Bueno, eso sí…, pero…
Amaronte le posó una mano en el hombro y le volvió a interrumpir con unas enigmáticas palabras:
—Nos volveremos a ver, muchacho.
El duende blanco le miró confuso. Cuando iba a replicar, una pareja de soldados entraron en la habitación y exclamaron:
—Amaronte, ¿nos acompaña? 
El brujo asintió con la cabeza, marchándose sin decir nada más.
Barael se quedó solo y, nuevamente, con la palabra en la boca.
Pues qué bien…


* * *



Hay que reconocer que Vesperio bajó los peldaños con gran resignación y mucha obediencia.
Como para no.
Mirando hacia arriba, suplicó una última vez con la mirada.
Barael le devolvió dos toneladas de indiferencia y le conminó duramente a que siguiera bajando sin ningún tipo de piedad.
Vesperio le obedeció finalmente hasta perderse en la oscuridad.
El duende blanco cerró entonces bruscamente las portezuelas, confundiendo de nuevo la entrada con el césped de la explanada.
Luego se volvió a Salvatore y dijo:
—Tu turno.
El dragón arrancó un peñón cercano y lo colocó sobre la entrada. Después, se elevó y cogió con las garras la peña que le había tenido encerrado durante tantos años. Desplazándola, la colocó en su posición original.
—Bueno, esto ya está —dijo—. ¿Hay algo más que pueda hacer por ti? Recuerda que ahora soy el rey de Verdol. —Y se estiró engreído esbozando una cómica sonrisa.
Barael, mirando preocupado al suelo, respondió devolviéndole una amarga mueca disfrazada de cortesía:
—No, gracias. Llévame al Muro de los Colores.
Salvatore, acercándose una uña a uno de sus lacrimales, recogió una lágrima. Después, le dijo al taciturno duende blanco:
—Anda, préstame un segundo tu medallón.
El duende, sorprendido, le miró extrañado.
—Déjamelo, por favor —reiteró el dragón.
Barael se lo sacó de debajo de la camisa y se lo tendió.
Salvatore lo recogió, abrió una casilla, depositó allí la lágrima, la cerró y se lo devolvió al duende.
Éste, lo contempló intrigado. La lágrima, de un verde esmeralda, brillaba con una maravillosa luminiscencia fosforescente.
—¿Cómo…? —comenzó el duende.
Salvatore le aclaró presto:
—Amaronte me lo contó todo. Sabía que necesitabas algo de este país para completar el medallón y pensé que nada mejor que esto. Así te acordarás de mí…
Barael lo miró enternecido. Con toda aquella facha asesina y llena de escamas, en el fondo, lo que tenía delante, no era más que un pobre niño necesitado de cariño, abandonado hacía tiempo en medio de una carretera solitaria.
—Gracias, Salvatore —le dijo con cariño mientras se colocaba de nuevo el medallón en el cuello—. Algún día volveré y te devolveré el favor, te lo prometo. Ahora —concluyó, evitando un perjudicial acceso de sentimentalismo—, me queda mucho camino todavía por recorrer; por favor, vayámonos de una vez. No quiero sufrir más.
—Será lo mejor —respondió el dragón comprendiendo el desgarro de su amigo—. ¡Adiós Oráculo!
La contestación no se hizo esperar:
—Pagaréis lo que habéis hecho. ¡Dindorx os castigará!
—Ya, ya… —dijo indiferente Barael mientras subía a lomos de Salvatore.
—¡Que sí! ¡Dindorx os castigará!
Salvatore batió sus alas y en una exhalación, dragón y duende se perdieron en la espesura.
El Oráculo chilló de nuevo:
—¡Dindorx os castigarááaaaaaaaaaaaaaaaaaa!
>>¡Os va a volver del revés!
>>¡Seréis pasto de su ira salvadora!
Etc.
Etc.
Etc.
En fin. Que se tiró así un buen rato, sin saber, infeliz, que el dios de los duendes lo contemplaba con interés y que, curiosamente, se estaba partiendo de risa junto a su cuenco de palomitas estival.
Pero no creáis que la tortura de Vesperio acabó ahí.
No. Ni mucho menos. El dios de los duendes tenía algo perverso reservado para aquel alevoso engendro.
Enfervorizado por los temas musicales acaecidos a lo largo del devenir de los acontecimientos, el dios de los duendes buscó la música más hilarante, desconcertante y perturbadora de cuanta hubiese en el universo. Una, capaz de destrozar el raciocinio de alguien severamente cuerdo, cuanto si más el de una mente ortodoxa y volcada en la rectitud como era la de Vesperio.
Encontrado el arma, la inyectó en el cerebro de aquel sujeto de forma incesante y repetitiva hasta abocarlo al suicidio sobrevenido por cabezazos continuos, descomunales y estúpidamente inútiles.
Una muerte horrorosa, digna de, efectivamente, y prometido que por última vez, un hijo de puta con pintas (o balcones a la calle), con todos los perdones para las respetables meretrices y sus inocentes criaturas.



Ya.
Que cuál fue la música, ¿verdad?
Os gustaría conocerla…



¡Insensatos!
¡Inconscientes!
¡VOGONES!
¡¿No os he dicho que podría freír el cerebro de un gólem de diamante?!


Bueno. Allá vosotros. Al menos, no podré decir nunca que no tenéis un buen par de gónadas.
Eso sí, no os lo pondré fácil. No me gustan los suicidios. Aquí tenéis:

   

A César, la última persona a quien revelé este peliagudo secreto, le dije esto:
DORNM:
MGBQB ZXIMO
ZXLZFML:
MGBQB ZXIMO


Suerte.   



[1] Porque no quiero derretiros las retinas…