viernes, 17 de junio de 2016

Lineal C Serial 07: Alfa


Vane se asustó y se retiró unos metros agarrando su barriga con aprensión.
El vientre de Javi continuó hinchándose más y más hasta hacerle retorcerse y gritar como en una matanza.
Jorge y yo nos levantamos del suelo y nos separamos un poco. Algo iba a suceder.
Con una convulsión más, el cuerpo de Javi empezó rasgarse de abajo a arriba con la sencillez de una inexistente y macabra cremallera.
Sus gritos nos perforaron la mente.
La sangre se le escapaba por todos lados con un hedor pútrido difícilmente soportable.
En un impulso, me acerqué para ayudarle pero su mano me detuvo.
Al verse de tal forma, nos gritó:
—¡No os acerquéis! ¡No me toquéis!
No entendíamos.
Me miró cómplicemente:
—¡LO TENGO! —gritó finalmente en un estertor que le dejó medio muerto.
Qué hijo de puta.
Claro que ahí entendimos.
Estaba enfermo. Putas de miles de países acabaron por contagiarle la peor de las enfermedades. La más peligrosa. La que podía habernos pegado a todos.
¡Cabrón!
Y me lo dijo a mí porque sabía que habíamos hablado mucho de ese tema, obteniendo por mi parte siempre la misma respuesta: —Polla dura no cree en dios…
Sí; hasta a mí me faltan términos para definirlo.
Os aseguro que si no hubiese estado tan perdido, yo mismo le habría arrancado la cabeza.
Por lo pronto, nos echamos para atrás ante aquella mezcla de incomprensión asco y sorpresa.
Y es que su sangre, lejos de parecer viscosa, brotaba como seca, como arena de playa.
Estábamos flipando. Vanesa salió corriendo del salón, y Jorge casi estuvo a punto de hacerlo también.
—¿Qué hacemos? —me preguntó.
No le supe responder. Yo no era medico, joder; ése era Marcos. Además, Javi ya no parecía seguir vivo. Se había convertido en una masa sanguinolenta y convulsa que se daba a la vuelta a sí misma.
Para responder a nuestras dudas, lo siguiente fue decisivo.
De su interior, por la tremenda abertura, vimos brotar algo que se deslizaba sobre una especie de tentáculos. Algo parecido a un pequeño pulpo. Y tras ése, vino otro. Y luego, cinco más.
Se desplazaban silenciosos en todas las direcciones, subiendo por las paredes en un intento grotescamente sedoso de cubrir los muebles.
No esperamos más.
Salimos.
Cerramos el salón, cogimos a Vane, y nos fuimos de la casa.
No importaba que lloviera. No importaba no ver nada. No importaba el frío. Lo único que importaba era no regresar.
Corrimos desesperados hasta los coches para darnos cuenta de que no teníamos las llaves.
Vane lloraba, yo vomitaba y Jorge trataba de asimilar lo visto.
Ninguno sabía hacer un puente a un coche, y, aunque supiéramos todos eran muy modernos; tenían sistemas electrónicos y esas mierdas que hacen mortales situaciones como aquellas.
De un golpe reventé la ventanilla del mío y cogí mi mochila, una linterna y todo lo que creí útil.
Después, impulsados por el pánico, nos internamos en el bosque.
Estábamos muy asustados. Mucho. De hecho no nos dijimos nada hasta haber recorrido un buen trecho.
La imagen de Javi abriéndose en canal no paraba de venirme a la mente.
Joder, y encima tenía la sangre podrida. Menudo hijo de puta. No sé qué me daba más náuseas, si lo que acabábamos de presenciar o que ese cabrón se callara su enfermedad.
Toda nuestra realidad se desmoronaba de forma extraña y surrealista guiándonos desde la locura a la racionalización más efímera en el mejor de los casos.
Cuando hubimos caminado lo suficiente como para sentirnos a salvo se me ocurrió lo que a cualquiera le hubiera parecido lo más lógico:
—¡Llamemos a la Policía! —exclamé.
El rostro de los tres se iluminó.
Jorge sacó su móvil y me lo enseñó.
Sin cobertura.
Vane y yo sacamos los nuestros, e igual.
Daba lo mismo la compañía: ninguno teníamos cobertura.
Eso significaba, entre otras cosas, que no podríamos llamar absolutamente a nadie.
Nos sentamos en el suelo por un momento.
—¿Qué fue eso? —preguntó Vane entre sollozos—. ¿Qué fue eso que mató a Javi?
Joder, parecía mentira que yo me ganara la vida escribiendo ciencia-ficción y que, en ese momento, no pudiera vocalizar más que aquel estúpido: —No lo sé.
Jorge intervino, mirando hacia mí:
—Parecían unos bichos que le salieron de dentro como en aquella película del espacio.
Yo asentí recordándola, sin poder creer lo que estábamos diciendo.
Los tres nos miramos con cara de gilipollas.
Recordaba la película, claro. Y multitud de ellas más. Como la del alienígena ese de la nieve de los finos tentáculos que se mete en el perro y termina con toda una base de investigación. O la de las vainas que copiaban a la gente. O la del instituto invadido por alienígenas.
¡Buá!, un montón.
Pero es que vivirlas, ¡VIVIRLAS!, era algo muy distinto, joder.
Y lo que ninguno nos atrevíamos a comentar, pero saltaba a la vista en nuestras miradas, era si estaríamos contaminados nosotros también. Todos habíamos compartido habitación y copas. Y la pobre Susana, hasta su saliva y quién sabe qué cosas más.
—Mierda —dije mirándolos—: estamos jodidos.
Los dos asintieron cabizbajos.
Instintivamente, consulté mi reloj.
Ya era casi la hora de cenar.
Mi mente empezó a trabajar con rapidez. No había tiempo que perder.
A nuestro alrededor estaba oscureciendo y seguía lloviendo a cántaros.
Ninguno tenía muy claro qué era lo que teníamos que hacer, pero, desde luego, volver, no se nos pasó por la cabeza a ninguno.
A saber qué podíamos encontrarnos en la casa. Todo se estaría cubriendo ya de bichos y sangre muerta.
Miramos a nuestro alrededor buscando una decisión. El bosque nos parecía inmenso y éramos conscientes de la distancia que nos separaba de las montañas.
Además, no había poblaciones (ni siquiera rurales) en menos de media jornada de buena caminata.
Estábamos jodidos, sí. ¡Pero bien jodidos!
Y por si eso fuera poco, empezaron a caer rayos como martillos, reventando los yunques arbóreos sobre los que golpeaban.
Ahí sí que me acojoné.
Miles de historias hablaban de muertos en el bosque a causa de los rayos. Y lo más triste, es que podía ser nuestra mejor manera de morir.
Sí; tengo que reconocer que, de todas la que habíamos imaginado en nuestra huida, ésa era la mejor: rápida, sencilla, indolora.
En fin...
Que no nos quedaba otra.
Teníamos que encontrar a los demás como fuera, por lo que seguimos caminando y caminando y caminando, durante qué sé yo cuánto tiempo más. Un montón.
Al final, los tobillos de Vanesa nos brindaron la primera parada. La pobre no podía ni con su alma.
Era totalmente de noche y la linterna ya no servía para mucho. Había perdido fuerza y la espesura del bosque se tragaba su debilitada claridad. De hecho, la muy puta acabó sus baterías al poco tiempo de pararnos.
Nos habíamos sentado en el suelo, importándonos muy poco el haberlo hecho sobre el barrizal en el que lo hicimos. Teníamos el cuerpo empapado y no sentíamos.
Una vez quietos, comenzamos a escuchar.
Multitud de sonidos solapados con los golpes de la lluvia se fueron haciendo presentes mientras nuestras miradas perdidas acostumbraban sus pupilas a la oscuridad total.
En muy poco tiempo, nos dimos cuenta de que estábamos muy cerca de la rivera de un río.
No me atrevía a hablar. Ninguno podíamos. ¿Qué hubiéramos dicho?
Sobraban las palabras.
Allí, los tres sentados con las piernas cruzadas y el agua recorriendo nuestros cuerpos, parecíamos santos meditando.
No sé por qué, pero no se me ocurrió nada mejor que cerrar mis ojos y concentrarme en mi vela imaginaria. Aquél era un método de meditación que practicaba muy asiduamente. Me ayudaba a acallar la mente.
La realidad se desintegró a mi alrededor durante un tiempo.
Jorge me hizo volver.
—¡¡¡Mira!!! —exclamó todo excitado.
Vane y yo miramos hacia donde nos indicaba.
A lo lejos, muy metido entre los árboles, brillaba algo.
Jorge me lanzó una mirada de complicidad.
Desde luego, cuando llegamos, no estaba.
Había aparecido de repente.
Una extraña sensación recorrió todo mi cuerpo. Era una mezcla entre miedo y asombro.
—¡Quietos! —les susurré al ver que intentaban levantarse.
>>Esperemos un segundo...
Vanesa preguntó:
—¿Es la luz que contó Javi?
No estaba convencido.
—¿La visteis aparecer? —les pregunté.
—No —contestó Jorge—. Yo acabo de mirar y es cuando me he percatado de ella.
Vanesa dijo exactamente lo mismo.
Era verdad. Apareció de repente.
Su brillo era azulado, tenía el tamaño de una botella y se elevaba a la altura de un hombre.
—¿Qué hacemos? —preguntó Jorge.
—Esperar —les dije—. Quiero ver si se mueve.
Los tres nos quedamos mirándola fijamente.
Al hacerlo, descubrimos las tremendas ganas teníamos de cogerla, de atraparla, de contemplarla en toda su inmensidad.
Acercarse o alejarse no parecía hacerlo, lo que sí daba la impresión era de balancearse.
Entonces, por si aún no estábamos lo suficientemente sorprendidos y asustados, sucedió algo increíble.
Por delante de nosotros, y sin prestarnos atención —quiero creer que porque ya no olíamos ni parecíamos personas—, cruzó un animal enorme interponiéndose entre la luz y nuestra posición.
Previniendo la reacción de Vanesa, le tapé fuerte la boca.
Soltó un grito ahogado entre mis dedos que casi me hace cagarme encima, pero no alertó a la bestia.
Miré a Jorge y le vi temblar sin quitar ojo al animal. Sabía que estaba disfrutando tanto como yo, pese al tremendo temor que nos atenazaba.
El ser levantó una tremenda cabeza peluda y lanzó un gruñido a medio camino entre un maullido y un aullido lastimero.
Vanesa también temblaba de los pies a la cabeza, y, esta vez, no era de frío. Su cuerpo se contraía contra el mío en bruscas convulsiones involuntarias.
No puedo negar que yo tampoco las tenía todas conmigo.
Seguramente la palmaríamos allí y se acabó la película. Después de todo, era lo lógico. Pero había algo —algo—, que me hacía disfrutar —nos hacía disfrutar—, así que permanecimos como estábamos: expectantes.
El animal se sentó sobre sus cuartos traseros a la espera de un nuevo capítulo de aquella loca aventura y esperó también.
En poco tiempo, a nuestra derecha, apareció una nueva luz. Ésta no era como la primera: azulada y tenue. Ésta era verde, brillante, y refulgía como si tuviera vida propia.
A medida que se acercaba, pudimos ver cómo se recortaba ante nosotros una figura encapuchada, y cómo, del cetro que portaba ésta entre sus nudosas manos, brotaba aquella extraña luminaria.
Sin decir nada, acarició al monstruo en la cabeza, mientras éste devolvía agradecido el gesto y se ponía de cuclillas.
Después, sacó algo del interior de su sayo y exclamó:
—Venid.
El corazón me dio un vuelco y mis pupilas, estoy seguro, se dilataron por completo.
¿Nos lo dirá a nosotros? —pensé.
La figura volvió a hablar:
—No temáis: venid...
Jorge se levantó.
Mierda —pensé de nuevo—, ¿qué cojones hace?
Le mire asustado.
El animal giró su cabeza en nuestra dirección y nos miró. Tenía una cara grande y oronda, parecida a la de un felino, en la que destacaban dos grandes colmillos asomando por delante de su barbilla.
De nuevo, la figura, nos habló muy calmadamente:
—No os preocupéis por él, no come... carne.
Jaja —pensé para mí—. Qué gracioso. ¿Y si le da por probar?
El caso fue que Jorge ya estaba casi a su lado y Vanesa hacía ademán de soltarse, así que la dejé, nos levantamos y nos acercamos.
Que el tremendo animal no comiera carne —como se nos dijo—, no me tranquilizaba. Su tamaño era tan enorme, y sus facciones tan extrañas, que lo de menos era su régimen alimenticio.
Además, no estábamos muy seguros de que no nos confundiera con algún alimento que le gustara.
Por describirlo de alguna manera, diría que parecía un cruce entre un felino y un cánido. Su pelaje era corto tanto en el cuerpo como en las patas, y su color, de un increíble verde pardo.
Su compañero no se nos encaró. Parecía muy pendiente de lo que tenía delante.
Sus largos ropajes eran del color del bosque, como el fulgor del bastón con el que nos iluminaba a todos.
—Seguidme —nos dijo sin perder tiempo.
Obedeciéndole, nos aproximamos a la azulada luz del principio, hasta un punto concreto en donde nos obligó a detenernos.
Una vez todos quietos, él se adelantó cautelosamente, otro poco más.
Ahí fue donde nos dimos cuenta de que había dejado de llover.
A nuestro alrededor, el bosque parecía el mismo, pero sin lluvia.
Imitando al animal, nos sacudimos el agua de nuestras ropas mientras contemplábamos al encapuchado sacarse del sayo una pequeña faltriquera de piel.
Con cierta liturgia, le vimos también abrirla y lanzar un puñado al aire de lo que parecía polvo de cristal.
Una vez el polvo en suspensión, éste brilló intensamente con un fogonazo y pudimos verlas.
El misterio se resolvía.
La luz, no era tal luz —o al menos, lo que conocíamos por luz artificial—, sino el brillo de los pedúnculos superiores de una gigantesca planta purpúrea de hojas enormes.
Gracias a la claridad, también pudimos comprobar que no estaba sola: había montones de ellas por todas partes.
Al explotarles encima la luminiscencia, algunas plantas se movieron. Parecía molestarles la luz.
El encapuchado sacó otra pequeña bolsa y extrajo de ella un polvo rojizo que extendió sobre la planta.
Al principio no sucedió nada. Parecía no afectarla. Pero, pasados unos instantes, de su interior, comenzaron a brotar unos chillidos agudos y horribles, acompasados con la transformación de su cuerpo en estatua de ceniza.
El resto de las plantas, asustadas, empezaron a batir sus hojas y a chillar también, adoptando una especie de macabra empatía tildada de cólera.
El encapuchado realizó sin piedad la misma operación con todas ellas. No parecía afectarle ni sus gritos, ni sus trémulos estertores.
Cuando terminó, cogió su cetro, lo clavó frente a sí y le impuso las manos.
En ese momento, la luminiscencia que coronaba el cayado se transformó de un verde intenso a un rojo sangre, con un explosivo pulso de luz.
Cuando nuestros ojos se aclimataron de nuevo, vimos cómo aquellas estatuas grises se deshacían en millares de copos cenicientos.
Habían muerto.
Todas. Sin piedad.
La luminiscencia esparcida en lo alto por el encapuchado se apagó. Su cayado volvió a lucir con un verde maravilloso.
Finalmente, se volvió.
No podría decir ahora mismo si fue por la oscuridad que nos rodeaba o por qué, pero en ese momento no atinamos a apreciar el rostro oculto tras la capucha. Eso no nos tranquilizó.
El animal se le acercó, y su voz volvió a dirigirse a nosotros:
—Acompañadme —dijo.
Los tres seguíamos un poco perturbados y aturdidos, pero no lo suficiente:
—¿Adónde? —le pregunté.
Vaciló en su respuesta:
—Eso dependerá de lo que decidáis —nos dijo—. Por lo pronto, puedo daros cobijo y algo caliente con lo que templar vuestros ateridos cuerpos.
Los tres nos miramos.
No sonaba muy mal, así que le seguimos por el bosque hasta un lugar propio de un cuento de fantasía.
Llegados un árbol en concreto (uno con una corteza enorme); tocó en él con su bastón y éste se abrió descubriendo en su interior un cálido refugio montañés tan grande como toda una cabaña.
Ya dentro, en lo que identificamos como el salón principal, encontramos una buena mesa de madera con seis sillas, un cálido fuego del que colgaba un puchero y un jergón cómodo y apacible propio de un montaraz como él.
Con cierta ceremonia por nuestra parte, mucho respeto y una sedante sensación de estar completamente alucinados, nos quitamos nuestras ropas húmedas y nos calentamos al fuego mientras él dejaba su bastón clavado en un rincón y hacía lo propio, dejando al descubierto unas humildes ropas de labriego.
Al verlo, una grata sensación de paz nos invadió a todos.
Parecía un hombre; y digo parecía, porque pese a ser alguien semejante, su piel lucía con el color de las hojas de los árboles; su pelo, con el del brillo de un espejo; y sus ojos, sin pupilas, con el del reflejo del cristal. Además. Su rostro era sereno, pacífico y de expresión amable.
Mientras le observábamos, cogió tranquilo unos cuencos, los introdujo en el puchero humeante y nos los cedió humildemente para que nos alimentásemos.
No hicimos remilgos. Lo recogimos, y comimos.
No recuerdo cosa más sabrosa.
Ni tampoco, cuándo había sido la última vez que habíamos comido caliente.
No nos importó.
No pensábamos en nada. Al menos yo. Sólo éramos, deleitándonos con aquel brebaje indescriptible cargado de infinidad de sabores y matices.
Cuando terminamos, y sin mediar palabra, nuestro anfitrión recogió su cayado y rozó con él una de las paredes de la estancia.
Inmediatamente, ésta se abrió para nosotros mostrando tres jergones tallados en las paredes.
El hombre nos miró y exclamó sin mover los labios.
—Que descanséis...
Los tres hicimos ademán de réplica. Queríamos respuestas. Necesitábamos saber.
Él, nuevamente, señaló los jergones e imploró:
—Mañana. Necesitáis descansar.
Pese a que hubiéramos dado parte de nosotros mismos con tal de conocer un poco más de lo sucedido, ninguno nos atrevimos a replicarle. Aquel hombre ejercía una extraña capacidad de convencimiento.
En su lugar, los tres caminamos hasta nuestra zona de descanso.
Entonces, Vanesa se lo preguntó:
—¿Quién eres?
Él tan sólo respondió lo siguiente con una benevolente sonrisa:
—Soy El Jardinero.

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Crónicas Globulares Serial 16: Cónclave de esclavos



La concha de nautilo les servía de refugio.
Habría unos doscientos duendes.
En el centro, sentados en corro, deliberaban los cabecillas:
—Deberíamos escabullirnos entre la población y procurar que no nos pesquen más —decía uno de gruesos labios.
—No, lo mejor sería volver a nuestras alejadas casas —contestó otro de ojos saltones.
—Yo creo que lo mejor sería que nos fuéramos directamente a los arrecifes de ese maldito esclavista y le diéramos una lección —sugirió el duende que ayudo a Barael en la pelea.
Los demás duendes le apoyaron enseguida gritando enfervorecidos.
Esta vez fue Barael el que intervino pese a los continuos intentos disuasorios de su compañero Azí. Para el joven duende los sucesos previos ya habían generado suficientes problemas, ¿para qué comprar más? Pues nada:
—¿Y qué ganaríais con eso? —empezó el duende blanco.
—Le daríamos una lección a Azbrón —respondió rápidamente el del pelo rizado.
—Me temo que sí. Podríais; pero, ¿pensáis de verdad que así resolveríais el problema?
Los mineros le miraban con ojos de borrego.
Barael se puso de pie para enfatizar sus palabras:
—Pues yo creo que no. Me temo que así lo único que conseguiríais es empeorar las cosas.
—¿Y qué propones tú, extranjero? —dijo despectivamente el de los ojos saltones.
El resto le miró esperando que dijera una tontería.
—Pienso que deberíais atajar el problema desde su raíz. Tenéis que asaltar el Palacio de Coral y obligar a Azión a que derogue la esclavitud.
Se escuchó un pedo.
Era Azí, se había cagado de la impresión.
El resto de los duendes le miraron incrédulos y comenzaron a abuchearle e insultarle.
—Éste está bobo —fue el comentario más empleado.
Azí se levantó. La verdad había que admitirla, aunque ello significara abrir la puerta hacia el mismísimo apocalipsis:
—Él tiene razón, eztúpidoz. Zi vaiz al randcho de Azbrón y lo arrazáiz, conzeguiréiz que el rezto de loz ezclaviztaz ze unan en una cruzada contra vozotroz y no paren hazta daroz caza. Para elloz, y para laz leyez, no zoiz máz que animalez. Cambiad ezo. Cambiad laz leyez. ¿Qué preferíz: Morir luchando por abolir la ezclabituz o vivir prozcritoz huyendo continuamente de ella? Yo, en vueztro lugar, no lo dudaría: Hay que ir a por Azión.
Barael repitió apoyando a su amigo:
—¡Hay que ir a por Azión!
El minero del pelo rizado se levantó y dijo enérgicamente:
—¡Hay que ir a por Azión!
Los mineros gritaron al unísono:
—¡Iremos a por Azión!
>> ¡Rey Azión!
>> ¡Rey Azión!
>> ¡Romperemos tu romblón[1]!


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[1] Parte por la que amargan los pepinos marinos, ubicada al final del conducto excretor.