domingo, 15 de mayo de 2016

Lineal C Serial 06: Alfa


SÁBADO








La claridad me despertó. Con tanta historia había olvidado bajar la persiana.
Me dolía todo.
Joder, qué mal me encontraba.
En mi mente vagaban confusas las aventuras de la noche anterior mientras ésta se reconstruía poco a poco como un jodido muro de ladrillos.
Estaba solo.
En la habitación había dos camas de madera, un enorme armario de dos cuerpos y una silla bajo una ventana vestida con un par de visillos claros.
La cama de al lado estaba revuelta.
En ese momento sólo se me ocurrió pensar en que Javier había resuelto su movida con Susana y que ambos habían vuelto al dormitorio.
No me preocupaba. Estaba ya hasta los huevos de intentar explicar a la gente cómo no debía de comportarse y con Javi hacía mucho tiempo que había decidido tirar la toalla. Además, estaba seguro de que Sonia y Pedro le iban a decir un par de cosas bien dichas y en un tono que no sería el mío, desde luego. Así que me levanté y me vestí.
Me dolía la hostia la vista.
Cogí mi bote de pastillas y me asomé a la ventana.
El día estaba gris, nublado. A algunos los entristecería; a mí, me encantaban esos días. La habitación daba al sur y desde allí se podían ver  los bosques y las montañas cubiertas de neblina como una espesa espuma que bajaba lentamente por las colinas camino de los frutales.
Un espectáculo.
Abrí un poco para ventilar y una bofetada de fresca humedad me inundó los pulmones cargada con todos esos matices forestales.
Tras un rato disfrutando del paisaje, cerré y bajé a la cocina. Jorge se estaba levantando y en el piso superior comenzaban también a moverse. 
Miré mi reloj.
Era ya pasado el mediodía.
Bastante tarde.
Me hice unas tostadas y me las tomé con mi habitual ración de antioxidantes, vitaminas, tranquilizantes y reconstituyentes varios, junto a un buen vaso de zumo de frutas.
Jorge apareció por allí.
—¿Qué tal?, ¿los encontraste? —le pregunté enseguida.
—¡Qué va! —me contestó—. Dí más vueltas que la hostia, pero nada. Cuando vea a Javi va a flipar. Menuda pingadura cogí.
Y sin más, se acercó a la cafetera y comenzó a hacerse un cortado mientras yo cogía mi zumo y salía al jardín principal.
La vegetación estaba toda cubierta de un brillante y hermoso rocío.
Caminé por el césped hasta la barbacoa mientras contemplaba el cielo.
Lucía muy negro.
Pronto continuaría la tormenta.
La barbacoa estaba inservible y tendríamos que ir al pueblo a por carbón porque el gilipollas de Javi había dejado la bolsa al raso y se había mojado entera. Puto crío.
En ese momento, como si me hubiera oído, apareció por el jardín.
Jorge venía tras él diciéndole de todo.
Yo me acerqué también.
Tenía mala cara. Estaba magullado, lleno de arañazos y con un color ceniza nada bueno.
—¿Qué pasó anoche? —le pregunté apostillando las increpaciones de Jorge.
Javier utilizó su acostumbrada actitud infantil.
—¡A mí qué me contáis! ¡Menuda calientapollas la niña! Primero ji ji, ja ja, y luego, cuando se la vas a meter, monta el número.
—Pero, ¿le hiciste algo? —preguntó Jorge.
Nos contó que no; que la muchacha se dejó meter mano, sobarse y eso, pero que cuando la tuvo debajo, las cosas se torcieron.
El resto era de imaginar. Él la forzó y la chica le golpeó y arañó hasta poder librarse. Luego vendría la huida de la casa a toda pastilla y la carrera por el bosque.
—¿Y después? —pregunté—. Porque no hubo manera de encontraros.
El semblante de Javi cambió por completo.
Lo conocía desde que nos salieron pelos en los huevos y nunca había visto esa expresión tan extraña en su cara.
Esforzándose en recordar, nos contó como salió de la casa y la persiguió hasta estar ambos bien internados en el bosque.
—Ahí —siguió—, intenté pararla. Entre el puto frío, la lluvia e ir descalzo, me estaba costando un huevo. No quería volver a forzarla, os lo juro; sólo que volviera a casa. Ya la había cagado bastante y os aseguro que las ganas las había perdido por completo. Pero la verdad es que no atendió a razones. Siguió corriendo y corriendo como una loca borracha poseída por el pánico. Para cuando pareció cansarse, yo ya estaba cerca y pude atraparla; pero de nuevo le dio el chisplís y me pegó hasta que tuve que volver a soltarla.
>>Entonces —ahí su voz dudó —, ambos vimos una luz. Pero no una luz que estuviera allí antes y la viéramos en ese momento. No; fue una luz que apareció de repente porque sí.
>>Ella —continuó—, se lanzó en su dirección convencida de haberse salvado de mí y yo la seguí.
>>Estaba lejos; tardamos un rato en alcanzarla.
En ese momento le tembló la voz:
—De repente, cuando estábamos ya a poca distancia, dejó de llover de forma desconcertante. El suelo, se volvió seco. Totalmente seco. Yo iba descalzo y puedo recordar claramente esa sensación. Sin embargo, seguíamos en una zona boscosa, eso era seguro. El cielo no se veía por culpa de las ramas de los árboles y todo estaba muy oscuro. La luz que perseguíamos era..., era..., blanca, brillante. Pero, a la vez, no era irritante. Era atractiva y..., y, grande como un foco de un coche.
>>Susana se paró en seco, pareciendo calmarse de una puta vez.
>>Yo lo agradecí. Estaba ahogado del todo. Si hubiera vuelto a echar patas, esa vez sí que no la hubiera alcanzado. Ya sabéis que no he sido nunca un deportista.
Jorge y yo no podíamos dejar de escucharlo.
—Me acerqué —continuó—. Estaba muy oscuro; la luz no alumbraba mucho.
>>Susana se quedó atrás.
>>Al hacerlo, distinguí una enorme silueta con forma de planta acechando tras la luminiscencia. No veía bien, el resplandor deslumbraba lo suficiente como para no dejarte enfocar correctamente lo que tenía detrás, así que me acerqué más y me caí.
Jorge y yo nos miramos.
Javier continuó:
—Me caí, pero no al suelo. Quiero decir: me hundí en una especie de poza llena de algo viscoso.
>>Me asusté e intenté salir como un loco.
>>Bueno, asustarme sería decir poco; lo cierto es que me acojoné de verdad. Gritaba y agitaba los brazos sin parar en un impulso irracional e incontrolable.
>>Todavía ahora no sé cómo lo hice, pero, moviéndome por la viscosidad encontré un hueco en las paredes de la poza y, sin pensármelo, entré por ella. Casi me ahogo. Era algo estrecha y ascendía unos cuantos metros.
>>Al salir por entre una hojas, me tiré en la arena y vomité. Esa mierda sabía como a hierro. ¡Qué puto asco!
>>Cuando me recobré y miré a mi alrededor, todo estaba a oscuras; la luz había desaparecido y Susana no daba señales de vida por ningún sitio.
>>Mientras permanecía así, tirado en el suelo, llagaron de repente a mis oídos unos ruidos muy extraños. No los típicos sonidos de cuando estás en medio del bosque, no. Otros. Y los olores también me resultaban diferentes, como metálicos.
>>Ya recuperado: me incorporé y volví por donde habíamos venido llamando a Susana sin parar.
>>No respondió.
>>Después, caminé bajo la lluvia hasta encontrar la casa; entré, me duche y me acosté en la cama.
Ahí acabó su extraño relato.
—¿Y Susana? —preguntamos intrigados.
—En casa, ¿no? —Interrogó con la mirada deseando que así fuera.
Negamos con la cabeza.
Ahí se asustó. Cómo para no, ¿no te jode?
Y eso que en ese momento tampoco le dimos mucha importancia. Pensábamos que habría regresado y que cuando bajara junto a los demás, todo terminaría en una simple y tremenda bronca que pondría fin allí mismo y de forma inmediata al idílico fin de semana. Lo que sucedió, realmente, fue mucho peor; al bajar Vanesa con Marcos y Sonia con Pedro, descubrimos que no había dormido en ninguna de las otras habitaciones, permaneciendo aún sus cosas sin usar en la habitación de su tía.
Menuda se formó.
La tormenta, inesperadamente, regresó como llamada a los gritos y nos vimos obligados a refugiarnos en el salón.
Se puso todo muy negro y los truenos no pararon de retumbar. Aquella tormenta prometía ser mucho mayor que las anteriores.
Allí en el salón, Javi tuvo que contar la historia de nuevo, detalle por detalle, mientras la cara de Sonia se transformaba en una mueca de terror digna de una película y la de los demás pasaba de la incredulidad a la preocupación.
—¿Y te viniste así, sin más? —le soltó Marcos muy afectado.
—¿Qué querías que hiciera? —le contestó—. No se veía nada; estaba empapado de esa mierda y calado hasta los huesos. Además, la muy gilipollas no me respondía. ¡Anda y que se joda! Si se ha perdido, es cosa suya. Menuda cría —terminó orgulloso.
—¡¿Menuda cría?! —soltó Sonia lanzándole una buena hostia—. ¡Menudo hijo de puta eres tú! ¡Sólo tiene 17 años!
Ahí reconozco que flipamos todos.
Javi se descompuso. No teníamos ni idea.
En lo que a mí me toca, hubiera dicho que tenía 25.
Joder, si casi me la follo yo también...
La verdad es que, con el tiempo, cada vez me costaba más distinguir bien la edad de la gente. Y de las mujeres no digamos; saltaban de forma asombrosa de los 15 a los 25 con tan sólo un sujetador y una barra de labios. La madre que nos parió.
La chica debió de sentirse como en un sueño, claro.
Menudo ejemplo le dimos. Me incluyo, que conste.
Aunque lo de Javi era para cortársela y dar de comer a las alimañas. Me cago en su puta madre.
Nos recompusimos, asumimos cada uno lo nuestro y decidimos.
Por lo pronto, Sonia y Pedro recogieron sus cosas con la intención de salir de allí en cuanto apareciera. Marcos se marchó enseguida camino de su coche a pertrecharlos a todos con linternas, chubasqueros y demás cosas útiles. Javi subió a cambiarse y Jorge y yo hicimos lo propio.
En muy poco tiempo, todos estuvimos preparados y dispuestos para salir a buscarla.
Una vez reunidos en el salón, yo pregunté:
—¿Cómo hacemos? Alguien tiene que quedarse aquí por si vuelve.
Los demás asintieron.
Vanesa, embarazada como estaba, no iba a ir y entendíamos que Javi podría ponerla muy nerviosa, así que, al final, Marcos, Pedro y Sonia se fueron a buscarla mientras que el resto nos quedaríamos en la casa.
También acordamos que llevaran los móviles para avisarlos en el caso de que Susana regresara por su propio pie. La cobertura no era muy buena pero creímos que serviría. Como creímos que la encontraríamos rápido.
El caso es que Vane, Jorge, Javi y yo nos encontramos allí más asustados y preocupados de lo que en un principio nos hubiera gustado reconocer.
Los remordimientos no tardaron en aflorar:
¿Y si hubiera buscado más...
>>¿Y si hubiera sido más exigente conmigo mismo...
¡Qué sé yo! Todo aquello que uno se dice a posteriori y que no sirve para nada sino para socavar más la moral propia y ajena.
Recuerdo bien aquellos minutos tensos marcados por el semblante endurecido de Jorge y la mirada perdida de Vanesa sujetando su barriga hinchada.
Lo cierto es que todos estábamos algo asustados.
Hasta Javi, que tumbado inútilmente allí en el sofá delataba avergonzado su nerviosismo controlando permanentemente su móvil a la espera de la llamada que finalizara todo con una ducha caliente para Susana y una taza de infusión para el resto.
Pero eso no sucedió.
La lluvia continuó golpeando fuerte. Los rayos deslumbraban y los truenos nos sorprendían de vez en cuando con su retumbar en los cristales.
Dado a que la espera podía alargarse —y puesto que, dijera lo que dijera, iba a generar una discusión de cojones—, decidí meterme en la cocina.
Miré en la nevera pero no encontré gran cosa. La noche anterior le habíamos dado un buen meneo a las provisiones y el plan era ir esa mañana a comprar más.
Cogí los restos (a la sazón unas piezas de carne y unos chorizos) y los tiré en una sartén.
La casa era de alquiler y sus despensas, como era de esperar, estaban vacías. Además, se suponía que íbamos a comer de parrilla, por lo que nadie se molestó en proveer aceite ni otro tipo de comida que no se rostizara.
Su inteligencia, para variar, me abrumaba.
Al olor de la comida, Vanesa se acercó a la cocina.
Me abrazó y me acarició la nuca.
—Vaya movida, ¿eh? —le dije.
—Sí —me respondió—. Al menos Jorge y tú intentasteis algo. Los demás, ya ves...
Javi apareció también.
Estaba mucho más pálido que por la mañana y no ocultaba su culpabilidad. De ella, precisamente, se desprendió una forzada sonrisa esperando algo de compresión.
—Tranquilos —dijo intentando convencerse—, aparecerá. Se habrá pillado una buena pulmonía, pero aparecerá. ¿Qué le puede haber pasado? Aquí no hay animales grandes, ni alimañas.
Vane le contestó agriamente:
—Pero puede morderla algún bicho; o caerse en el río; o mancarse.
Yo le miré muy serio coincidiendo con Vanesa.
Nervioso, Javi cogió un par de cervezas de la nevera y se marchó de nuevo al salón.
—¡Qué capullo! —me susurró Vane al oído.
—Estoy de acuerdo —recuerdo que le contesté.
—¿Por eso dejasteis de veros? —me dijo.
Y claro, teniendo en cuenta que su marido había tenido casi más culpa que cualquiera de los demás, afirmé sin más y me dispuse a servir la mesa.
Jorge me ayudó y nos sentamos a comer.
La tormenta seguía; y seguía; y seguía.
Comimos en silencio con la televisión puesta. Era fin de semana de deporte de motor y a todos nos gustaba, así que tuvimos la excusa perfecta para no hablar mucho.
Cuando acabé —ciertamente no tenía mucho apetito— decidí llamar a ver cómo iba la búsqueda mientras Javi y Vane recogían.
Nada. Fuera de cobertura. Era de esperar. Con aquella tormenta lo raro era que aún no se hubiera ido también la luz.
Para qué cojones lo pensaría.
Fue hacerlo y ¡bum!: A tomar por el culo la instalación.
Intentamos recuperarla subiendo los plomos, pero no hubo forma; se debió de ir en toda la zona.
Cogí el teléfono fijo para llamar al servicio de suministro pero tampoco conseguí contactar. La instalación de la casa era de esas que tienen la luz unida a las comunicaciones.
Muy divertido.
Jorge salió al cobertizo de la parte de atrás y regresó con unas velas. Las encendimos con unas cerillas que encontramos en la cocina y las pusimos en el salón.
No daban mucha luz pero al menos sirvieron para hacernos sentir un poco más seguros.
De pequeño me fascinaban aquellas situaciones. Una tormenta fuerte fuera, la luz ocre de las velas, un juego de mesa o unas cartas. No sé. Me parecía divertido. En aquel momento, sólo me recuerdo nervioso, tenso y muy preocupado.
Habían pasado ya varias horas desde que se fueron y no teníamos ninguna noticia. De Pedro podía esperarme una ineptitud completa derivada de su insultante pesimismo; de Marcos no. Sería un gilipollas, un capullo, un bocazas y un impresentable relacional, pero en cuanto a eficiencia profesional, era una máquina.
Eso fue lo que más me inquietó hasta aquel momento; hasta el momento, en que pasó.
Jorge y yo estábamos en la trasera del chalet mirando por los cristales cuando Vanesa nos llamó a gritos.
Corriendo, nos acercamos.
No hicieron falta explicaciones.
Javier, en el suelo, se convulsionaba febrilmente.
Los tres nos miramos.
Su expresión era contraída, de dolor.
—¡Javi, ¿qué te pasa?! —gritó Jorge.
Como pudo, gruñó apretándose las tripas:
—NOO SEEEEÉ; ME DUELEEEEEEE; ME DUELEEEEEEEE.
Me tiré al suelo y le quité la camisa.
Tenía el vientre hinchado y el ombligo para afuera.
En ese momento, Jorge alumbró con una linterna de las que nos había dejado Marcos.
Sin previo aviso, el vientre de Javi comenzó a hacer cosas extrañas: Como cuando metes unas pelotas de tenis en un saco y lo mueves. Parecía tener algo dentro luchando por salir.


(c) Rafael Heka

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Crónicas Globulares Serial 15: Mineros de sangre azul


De nuevo habían llegado a la encrucijada.
Esta vez, dado lo improbable de una nueva visita por parte de Barael, decidieron aventurarse con las famosas[1] Minas de Perla.
Cogieron el camino de la derecha y cabalgaron por una vasta llanura de roca volcánica hasta llegar a una colina a la que le habían perforado una gran entrada[2].
Multitud de duendes la frecuentaban.
La mayoría vestía mono azul y aseguraba su cabeza con un casco de conchas de moluscos.
Todos caminaban lánguidamente cargados con pesados sacos que depositaban en feas carretas de esponja endurecida tiradas por langostas más feas aún.
Barael contempló la expresión de sus rostros. Era aterradoramente vacía. Trabajaban como si la existencia les hubiese sido arrebatada. Deambulaban idos, rítmicamente silenciosos.
—¿Qué pasa aquí? —preguntó el duende blanco.
—¿Qué paza de qué?
—Estos duendes no parecen muy felices.
—Ezo ze debe a que no zon duendez librez.
—¿Cómo que no son libres?
—Puez creo que queda claro. No zon librez, pertenecen al tratante Azbrón.
—Ese "pertenecen", ¿qué significa?
—Puez que trabajan para él. Tienen que obedecerle en todo aquello que diga y no pueden quejarze. Vamoz, que zon zuz prezoz. Puede hacer con elloz lo que quiera; dezde matarloz, a dejarlez marzchar libremente.
Barael exclamó horrorizado:
—No puedo creer lo que estoy oyendo. Qué pasa, ¿qué aquí no tenéis leyes? ¿Qué opina el rey de todo esto?
—Laz leyez dictadaz por Azión favorecen ezte tipo de cozaz. La ezclavitud eztá permitida en Azulindia.
—Y ¿por qué no se escapan de la mina?
—Puez porque al zer propiedad de Azbrón, zi lo hicieran, zerían perzeguidoz, capturadoz y cozidos dezpuéz a latigazoz.
—Pero…, ¿cómo han llegado estos duendes a la calidad de esclavos?
—Puez por no haber pagado deudaz contraídaz con la hacienda pública, por zer indigentez, por zer inzolventez, por zer reducidoz a la fuerza en zuz puebloz de origen allá en la profundidaz del océano…
Barael, horrorizado, acompañó a Azí al interior de la mina.
En la entrada, dos capataces vigilaban a los trabajadores.
Ambos portaban informales vestimentas de algas. Colgando enroscado de sus cinturones apreciaron un amenazante látigo de piel de tiburón.
—¿Qué desean? —preguntó el más fuerte.
—Dezearíamoz vizitar la mina —pidió Azí.
Los capataces les miraron con desconfianza. Sobre todo a Barael.
—Entren —dijeron decepcionados de no encontrar un motivo satisfactorio para impedírselo.
Las acolchadas paredes, para asombro de ambos duendes, parecían lo que eran: carne de almeja.
Los túneles, asfixiantes, estaban apuntalados con recios troncos de coral de los que colgaban pompas cristalinas preñadas de transparentes peces luminiscentes.
Bajo su luz mortecina infinidad de duendes azules trabajaban en la extracción de las perlas.
Barael y Azí comenzaron a deambular de túnel en túnel, de pasillo en pasillo, de nivel en nivel. Tanto vagaron de un lado para otro, que estuvieron a punto de perderse si no hubiera sido por la ayuda de un desinteresado minero.
Y es que en el interior de la mina no había capataces, sólo obreros laboriosos penetrando cansina y constantemente las húmedas y carnosas paredes.
Barael entendió enseguida el porqué.
Su mirada mostraba la vergüenza y la pena que les devoraba el alma. La desolación que les embargaba, la impotencia que los dominaba.
Aquellos mineros jamás hubieran escapado. Estaban derrotados de antemano. Eran víctimas de un trabajo ignominioso.
Barael y Azí decidieron concluir la visita.
Tras lo visto, ninguno quiso decir nada.
—Adiós —les despidieron chulescos los capataces cuando cruzaron la salida, nuevamente decepcionados de no haber podido divertirse con ellos.
Los duendes, mudos, montaron en sus hipocampos y pusieron rumbo a la ciudad.
Barael continuó en silencio por un largo rato.
—¿Qué te paza? —preguntó Azí—. Antez no eraz tan callado.
Barael no respondió.
—Que ¿qué te paza? —preguntó de nuevo el pequeño duende.
Tampoco hubo contestación.
Azí se volvió para hablarle pero ya no le encontró:
—Oh, Dindorz: ¡no puedo creerlo!
Barael había emprendido velozmente el camino de vuelta a la mina perdiendo los ijares de su montura.


* * *



—¿Otra vez aquí? —dijo uno de los capataces.
>>Qué pasa, ¿no contempló bien a los esclavos antes cuando entró? ¿Quiere volver a verlos sudar? Es excitante observar cómo se agotan, ¿verdad?
La elegante respuesta por parte de Barael fue una suculenta e inesperada hostia en todo el cielo de la boca.
Rápidamente, el otro capataz –a partir de ahora capataz número uno– desenroscó su látigo con la intención de agredirle, cuando, de pronto, sintió cómo una mano enorme le retorcía la muñeca. Un esclavo se había unido a la noble causa del duende blanco.
El capataz número uno se volvió para defenderse mientras el otro –obviamente, capataz número dos– tirado todavía cuan largo era en el suelo, hacía lo que podía por zafarse de un encolerizado Barael que había abierto la caja de galletas y estaba repartiendo sus tres pisos de forma inmisericorde.
El fuerte esclavo de pelo corto retorció del todo la muñeca de su opresor –capataz número uno– hasta que se oyó un “crack”. El látigo cayó al suelo.
El capataz número uno hizo ademán de golpear con su mano libre, pero el minero paró el golpe estrellando su frente contra la de éste. Inconsciente, el indeseable cayó al suelo.
A lo lejos, los demás mineros contemplaban la pelea desmoralizados y sin ganas de ayudar. No tenían nada claro.
El capataz número dos se levantó del suelo e intentó coger el látigo del capataz número uno. Barael lo impidió abalanzándose sobre él y reduciéndole con un par de artinatas que aún quedaban en el fondo de la caja.
En ese justo momento fue cuando llegó Azí montado en su hipocampo.
Rápidamente, contempló la situación y entró en la mina a toda velocidad gritando a regañadientes:
—¡Fuera, todoz fuera! ¡Corred, soiz librez!
Los duendes vacilaron. Después, ante el ímpetu de Azí, dejaron prestamente las perlas y huyeron hacia la salida.
El minero que había reducido al capataz número uno ayudó a incorporarse a Barael:
—Gracias —le dijo.
El espécimen era robusto y fuerte. Su descuidad cabellera y sus rizadas barbas estaban cubiertas de conchas, algas y arena, propias de una vida perra e indigna.
Barael le respondió fatigado:
—De nada. Habéis de apresuraros. No hay tiempo que perder.
En ese momento, salió Azí de la mina:
—¡Vámonoz de aquí! —gritaba.
El minero les miró con aprobación, exclamando:
—Id vosotros delante, os seguiremos.
Después, reorganizó a gritos a sus compañeros.
Barael montó de un salto en el hipocampo de Azí y, agarrándose a éste, salieron pitando.
La masa les siguió.
Desaparecieron.
La mina quedó en silencio. Vacía. Palpitante, extrañada, anhelante.
A sus pies, los capataces, doloridos, yacían amordazados en el suelo.
No eran los únicos duendes en aquel solitario escenario: en lo alto de la mina, oculto tras las sombras de un poblado coral, la oscura figura de un encapuchado lo había observado todo.
Con el mismo mudo silencio con el que había llegado allí, se alejó unos pasos y montó en una sigilosa anguila.
Ésta se agitó y nadó vigorosamente internándose en el mar.
En una de las ramas del coral quedó preso un cabello.
Un cabello largo, lacio, viejo, débil, amarillento.
Bajo él, los carnosos túneles de las Minas de Perla llorarían la partida de sus bravos perforadores.
Porque, ¿os he contado con qué extraían las susodichas perlas?  
¡Exacto![3]


(c) Rafael Heka
(c) 33 Ediciones
¿Más?: 

















[1] Desde tiempo inmemorial, aquellas minas eran el destino más apreciado y elogiado de las duendes de Azulindia. Hay quien dice, con escaso crédito, que es por las perlas.
[2] Realmente no era una colina, era la mayor almeja que jamás pariera madre. Un engendro vomitador de Perlas capaz de enriquecer a mil generaciones de duendes.
[3] Para más información, consúltese el tema: “Tiene nombres mil”, del compositor: Leonardo Dantés.