SÁBADO
La claridad me despertó. Con tanta historia
había olvidado bajar la persiana.
Me dolía todo.
Joder, qué mal me encontraba.
En mi mente vagaban confusas las
aventuras de la noche anterior mientras ésta se reconstruía poco a poco como un
jodido muro de ladrillos.
Estaba solo.
En la habitación había dos camas
de madera, un enorme armario de dos cuerpos y una silla bajo una ventana
vestida con un par de visillos claros.
La cama de al lado estaba
revuelta.
En ese momento sólo se me ocurrió
pensar en que Javier había resuelto su movida con Susana y que ambos habían
vuelto al dormitorio.
No me preocupaba. Estaba ya hasta
los huevos de intentar explicar a la gente cómo no debía de comportarse y con
Javi hacía mucho tiempo que había decidido tirar la toalla. Además, estaba
seguro de que Sonia y Pedro le iban a decir un par de cosas bien dichas y en un
tono que no sería el mío, desde luego. Así que me levanté y me vestí.
Me dolía la hostia la vista.
Cogí mi bote de pastillas y me
asomé a la ventana.
El día estaba gris, nublado. A
algunos los entristecería; a mí, me encantaban esos días. La habitación daba al
sur y desde allí se podían ver los
bosques y las montañas cubiertas de neblina como una espesa espuma que bajaba
lentamente por las colinas camino de los frutales.
Un espectáculo.
Abrí un poco para ventilar y una
bofetada de fresca humedad me inundó los pulmones cargada con todos esos
matices forestales.
Tras un rato disfrutando del paisaje,
cerré y bajé a la cocina. Jorge se estaba levantando y en el piso superior
comenzaban también a moverse.
Miré mi reloj.
Era ya pasado el mediodía.
Bastante tarde.
Me hice unas tostadas y me las
tomé con mi habitual ración de antioxidantes, vitaminas, tranquilizantes y
reconstituyentes varios, junto a un buen vaso de zumo de frutas.
Jorge apareció por allí.
—¿Qué tal?, ¿los encontraste? —le
pregunté enseguida.
—¡Qué va! —me contestó—. Dí más
vueltas que la hostia, pero nada. Cuando vea a Javi va a flipar. Menuda
pingadura cogí.
Y sin más, se acercó a la cafetera
y comenzó a hacerse un cortado mientras yo cogía mi zumo y salía al jardín
principal.
La vegetación estaba toda cubierta
de un brillante y hermoso rocío.
Caminé por el césped hasta la
barbacoa mientras contemplaba el cielo.
Lucía muy negro.
Pronto continuaría la tormenta.
La barbacoa estaba inservible y
tendríamos que ir al pueblo a por carbón porque el gilipollas de Javi había
dejado la bolsa al raso y se había mojado entera. Puto crío.
En ese momento, como si me hubiera
oído, apareció por el jardín.
Jorge venía tras él diciéndole de
todo.
Yo me acerqué también.
Tenía mala cara. Estaba magullado,
lleno de arañazos y con un color ceniza nada bueno.
—¿Qué pasó anoche? —le pregunté
apostillando las increpaciones de Jorge.
Javier utilizó su acostumbrada
actitud infantil.
—¡A mí qué me contáis! ¡Menuda
calientapollas la niña! Primero ji ji, ja ja, y luego, cuando se la vas a
meter, monta el número.
—Pero, ¿le hiciste algo? —preguntó
Jorge.
Nos contó que no; que la muchacha
se dejó meter mano, sobarse y eso, pero que cuando la tuvo debajo, las cosas se
torcieron.
El resto era de imaginar. Él la
forzó y la chica le golpeó y arañó hasta poder librarse. Luego vendría la huida
de la casa a toda pastilla y la carrera por el bosque.
—¿Y después? —pregunté—. Porque no
hubo manera de encontraros.
El semblante de Javi cambió por
completo.
Lo conocía desde que nos salieron
pelos en los huevos y nunca había visto esa expresión tan extraña en su cara.
Esforzándose en recordar, nos
contó como salió de la casa y la persiguió hasta estar ambos bien internados en
el bosque.
—Ahí —siguió—, intenté pararla.
Entre el puto frío, la lluvia e ir descalzo, me estaba costando un huevo. No
quería volver a forzarla, os lo juro; sólo que volviera a casa. Ya la había
cagado bastante y os aseguro que las ganas las había perdido por completo. Pero
la verdad es que no atendió a razones. Siguió corriendo y corriendo como una
loca borracha poseída por el pánico. Para cuando pareció cansarse, yo ya estaba
cerca y pude atraparla; pero de nuevo le dio el chisplís y me pegó hasta que
tuve que volver a soltarla.
>>Entonces —ahí su voz dudó
—, ambos vimos una luz. Pero no una luz que estuviera allí antes y la viéramos
en ese momento. No; fue una luz que apareció de repente porque sí.
>>Ella —continuó—, se lanzó
en su dirección convencida de haberse salvado de mí y yo la seguí.
>>Estaba lejos; tardamos un
rato en alcanzarla.
En ese momento le tembló la voz:
—De repente, cuando estábamos ya a
poca distancia, dejó de llover de forma desconcertante. El suelo, se volvió
seco. Totalmente seco. Yo iba descalzo y puedo
recordar claramente esa sensación. Sin embargo, seguíamos en una zona
boscosa, eso era seguro. El cielo no se veía por culpa de las ramas de los
árboles y todo estaba muy oscuro. La luz que perseguíamos era..., era...,
blanca, brillante. Pero, a la vez, no era irritante. Era atractiva y..., y,
grande como un foco de un coche.
>>Susana se paró en seco,
pareciendo calmarse de una puta vez.
>>Yo lo agradecí. Estaba
ahogado del todo. Si hubiera vuelto a echar patas, esa vez sí que no la hubiera
alcanzado. Ya sabéis que no he sido nunca un deportista.
Jorge y yo no podíamos dejar de
escucharlo.
—Me acerqué —continuó—. Estaba muy
oscuro; la luz no alumbraba mucho.
>>Susana se quedó atrás.
>>Al hacerlo, distinguí una
enorme silueta con forma de planta acechando tras la luminiscencia. No veía
bien, el resplandor deslumbraba lo suficiente como para no dejarte enfocar
correctamente lo que tenía detrás, así que me acerqué más y me caí.
Jorge y yo nos miramos.
Javier continuó:
—Me caí, pero no al suelo. Quiero
decir: me hundí en una especie de poza llena de algo viscoso.
>>Me asusté e intenté salir
como un loco.
>>Bueno, asustarme sería
decir poco; lo cierto es que me acojoné de verdad. Gritaba y agitaba los brazos
sin parar en un impulso irracional e incontrolable.
>>Todavía ahora no sé cómo
lo hice, pero, moviéndome por la viscosidad encontré un hueco en las paredes de
la poza y, sin pensármelo, entré por ella. Casi me ahogo. Era algo estrecha y
ascendía unos cuantos metros.
>>Al salir por entre una
hojas, me tiré en la arena y vomité. Esa mierda sabía como a hierro. ¡Qué puto
asco!
>>Cuando me recobré y miré a
mi alrededor, todo estaba a oscuras; la luz había desaparecido y Susana no daba
señales de vida por ningún sitio.
>>Mientras permanecía así,
tirado en el suelo, llagaron de repente a mis oídos unos ruidos muy extraños.
No los típicos sonidos de cuando estás en medio del bosque, no. Otros. Y los
olores también me resultaban diferentes, como metálicos.
>>Ya recuperado: me
incorporé y volví por donde habíamos venido llamando a Susana sin parar.
>>No respondió.
>>Después, caminé bajo la
lluvia hasta encontrar la casa; entré, me duche y me acosté en la cama.
Ahí acabó su extraño relato.
—¿Y Susana? —preguntamos
intrigados.
—En casa, ¿no? —Interrogó con la
mirada deseando que así fuera.
Negamos con la cabeza.
Ahí se asustó. Cómo para no, ¿no
te jode?
Y eso que en ese momento tampoco
le dimos mucha importancia. Pensábamos que habría regresado y que cuando bajara
junto a los demás, todo terminaría en una simple y tremenda bronca que pondría
fin allí mismo y de forma inmediata al idílico fin de semana. Lo que sucedió,
realmente, fue mucho peor; al bajar Vanesa con Marcos y Sonia con Pedro,
descubrimos que no había dormido en ninguna de las otras habitaciones,
permaneciendo aún sus cosas sin usar en la habitación de su tía.
Menuda se formó.
La tormenta, inesperadamente,
regresó como llamada a los gritos y nos vimos obligados a refugiarnos en el
salón.
Se puso todo muy negro y los
truenos no pararon de retumbar. Aquella tormenta prometía ser mucho mayor que
las anteriores.
Allí en el salón, Javi tuvo que
contar la historia de nuevo, detalle por detalle, mientras la cara de Sonia se
transformaba en una mueca de terror digna de una película y la de los demás
pasaba de la incredulidad a la preocupación.
—¿Y te viniste así, sin más? —le
soltó Marcos muy afectado.
—¿Qué querías que hiciera? —le
contestó—. No se veía nada; estaba empapado de esa mierda y calado hasta los
huesos. Además, la muy gilipollas no me respondía. ¡Anda y que se joda! Si se
ha perdido, es cosa suya. Menuda cría —terminó orgulloso.
—¡¿Menuda cría?! —soltó Sonia
lanzándole una buena hostia—. ¡Menudo hijo de puta eres tú! ¡Sólo tiene 17
años!
Ahí reconozco que flipamos todos.
Javi se descompuso. No teníamos ni
idea.
En lo que a mí me toca, hubiera dicho
que tenía 25.
Joder, si casi me la follo yo
también...
La verdad es que, con el tiempo,
cada vez me costaba más distinguir bien la edad de la gente. Y de las mujeres
no digamos; saltaban de forma asombrosa de los 15 a los 25 con tan sólo un sujetador
y una barra de labios. La madre que nos parió.
La chica debió de sentirse como en
un sueño, claro.
Menudo ejemplo le dimos. Me
incluyo, que conste.
Aunque lo de Javi era para
cortársela y dar de comer a las alimañas. Me cago en su puta madre.
Nos recompusimos, asumimos cada
uno lo nuestro y decidimos.
Por lo pronto, Sonia y Pedro
recogieron sus cosas con la intención de salir de allí en cuanto apareciera.
Marcos se marchó enseguida camino de su coche a pertrecharlos a todos con linternas,
chubasqueros y demás cosas útiles. Javi subió a cambiarse y Jorge y yo hicimos
lo propio.
En muy poco tiempo, todos
estuvimos preparados y dispuestos para salir a buscarla.
Una vez reunidos en el salón, yo
pregunté:
—¿Cómo hacemos? Alguien tiene que
quedarse aquí por si vuelve.
Los demás asintieron.
Vanesa, embarazada como estaba, no
iba a ir y entendíamos que Javi podría ponerla muy nerviosa, así que, al final,
Marcos, Pedro y Sonia se fueron a buscarla mientras que el resto nos quedaríamos
en la casa.
También acordamos que llevaran los
móviles para avisarlos en el caso de que Susana regresara por su propio pie. La
cobertura no era muy buena pero creímos que serviría. Como creímos que la
encontraríamos rápido.
El caso es que Vane, Jorge, Javi y
yo nos encontramos allí más asustados y preocupados de lo que en un principio
nos hubiera gustado reconocer.
Los remordimientos no tardaron en
aflorar:
¿Y si hubiera buscado más...
>>¿Y si hubiera sido más
exigente conmigo mismo...
¡Qué sé yo! Todo aquello que uno
se dice a posteriori y que no sirve para nada sino para socavar más la moral
propia y ajena.
Recuerdo bien aquellos minutos
tensos marcados por el semblante endurecido de Jorge y la mirada perdida de
Vanesa sujetando su barriga hinchada.
Lo cierto es que todos estábamos
algo asustados.
Hasta Javi, que tumbado
inútilmente allí en el sofá delataba avergonzado su nerviosismo controlando
permanentemente su móvil a la espera de la llamada que finalizara todo con una
ducha caliente para Susana y una taza de infusión para el resto.
Pero eso no sucedió.
La lluvia continuó golpeando
fuerte. Los rayos deslumbraban y los truenos nos sorprendían de vez en cuando
con su retumbar en los cristales.
Dado a que la espera podía
alargarse —y puesto que, dijera lo que dijera, iba a generar una discusión de
cojones—, decidí meterme en la cocina.
Miré en la nevera pero no encontré
gran cosa. La noche anterior le habíamos dado un buen meneo a las provisiones y
el plan era ir esa mañana a comprar más.
Cogí los restos (a la sazón unas
piezas de carne y unos chorizos) y los tiré en una sartén.
La casa era de alquiler y sus
despensas, como era de esperar, estaban vacías. Además, se suponía que íbamos a
comer de parrilla, por lo que nadie se molestó en proveer aceite ni otro tipo
de comida que no se rostizara.
Su inteligencia, para variar, me
abrumaba.
Al olor de la comida, Vanesa se
acercó a la cocina.
Me abrazó y me acarició la nuca.
—Vaya movida, ¿eh? —le dije.
—Sí —me respondió—. Al menos Jorge
y tú intentasteis algo. Los demás, ya ves...
Javi apareció también.
Estaba mucho más pálido que por la
mañana y no ocultaba su culpabilidad. De ella, precisamente, se desprendió una
forzada sonrisa esperando algo de compresión.
—Tranquilos —dijo intentando
convencerse—, aparecerá. Se habrá pillado una buena pulmonía, pero aparecerá.
¿Qué le puede haber pasado? Aquí no hay animales grandes, ni alimañas.
Vane le contestó agriamente:
—Pero puede morderla algún bicho;
o caerse en el río; o mancarse.
Yo le miré muy serio coincidiendo
con Vanesa.
Nervioso, Javi cogió un par de
cervezas de la nevera y se marchó de nuevo al salón.
—¡Qué capullo! —me susurró Vane al
oído.
—Estoy de acuerdo —recuerdo que le
contesté.
—¿Por eso dejasteis de veros? —me
dijo.
Y claro, teniendo en cuenta que su
marido había tenido casi más culpa que cualquiera de los demás, afirmé sin más
y me dispuse a servir la mesa.
Jorge me ayudó y nos sentamos a
comer.
La tormenta seguía; y seguía; y
seguía.
Comimos en silencio con la
televisión puesta. Era fin de semana de deporte de motor y a todos nos gustaba,
así que tuvimos la excusa perfecta para no hablar mucho.
Cuando acabé —ciertamente no tenía
mucho apetito— decidí llamar a ver cómo iba la búsqueda mientras Javi y Vane
recogían.
Nada. Fuera de cobertura. Era de
esperar. Con aquella tormenta lo raro era que aún no se hubiera ido también la
luz.
Para qué cojones lo pensaría.
Fue hacerlo y ¡bum!: A tomar por
el culo la instalación.
Intentamos recuperarla subiendo
los plomos, pero no hubo forma; se debió de ir en toda la zona.
Cogí el teléfono
fijo para llamar al servicio de suministro pero tampoco conseguí contactar. La
instalación de la casa era de esas que tienen la luz unida a las
comunicaciones.
Muy divertido.
Jorge salió al
cobertizo de la parte de atrás y regresó con unas velas. Las encendimos con
unas cerillas que encontramos en la cocina y las pusimos en el salón.
No daban mucha luz pero al menos
sirvieron para hacernos sentir un poco más seguros.
De pequeño me fascinaban aquellas
situaciones. Una tormenta fuerte fuera, la luz ocre de las velas, un juego de
mesa o unas cartas. No sé. Me parecía divertido. En aquel momento, sólo me
recuerdo nervioso, tenso y muy preocupado.
Habían pasado ya varias horas
desde que se fueron y no teníamos ninguna noticia. De Pedro podía esperarme una
ineptitud completa derivada de su insultante pesimismo; de Marcos no. Sería un
gilipollas, un capullo, un bocazas y un impresentable relacional, pero en
cuanto a eficiencia profesional, era una máquina.
Eso fue lo que más me inquietó
hasta aquel momento; hasta el momento, en que pasó.
Jorge y yo estábamos en la trasera
del chalet mirando por los cristales cuando Vanesa nos llamó a gritos.
Corriendo, nos acercamos.
No hicieron falta explicaciones.
Javier, en el suelo, se
convulsionaba febrilmente.
Los tres nos miramos.
Su expresión era contraída, de
dolor.
—¡Javi, ¿qué te pasa?! —gritó
Jorge.
Como pudo, gruñó apretándose las
tripas:
—NOO SEEEEÉ; ME DUELEEEEEEE; ME
DUELEEEEEEEE.
Me tiré al suelo y le quité la
camisa.
Tenía el vientre hinchado y el
ombligo para afuera.
En ese momento, Jorge alumbró con
una linterna de las que nos había dejado Marcos.
Sin previo aviso, el vientre de
Javi comenzó a hacer cosas extrañas: Como cuando metes unas pelotas de tenis en
un saco y lo mueves. Parecía tener algo dentro luchando por salir.
(c) Rafael Heka
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