sábado, 19 de septiembre de 2015

Crónicas Globulares Serial 10: Pelota Mecánica


En los confines de la misma galaxia globular donde se encuentra el mundo de los duendes, a muchos años luz de éste, flota un planeta revestido en chapa.
Bueno, lo cierto no es que esté cubierto de metal, sino que es de metal. Realmente es una pequeña esfera de Dyson[1] (sin un sol que lo abastezca) cuyos habitantes prosperan sobre el interior de su corteza tal y como podrían haberlo hecho en vuestro conocido Rama[2].  
Gracias a la enana blanca alrededor de la cual orbita, el peculiar planeta se muestra rutilante en forma de fulgurante bola metálica. En otras ocasiones, cuando dicho astro queda eclipsado, son su infinidad de motas de luz las que revelan la existencia de un mundo avanzado.
Bien, pues allí, en ese lugar lleno de contrastes, viven los evolucionados gnomos.
Los gnomos de Pelota Mecánica son seres parecidos a los humanos, más pequeños, y de formas concentradas y comprimidas. De pie no superan la barriga de un duende, carecen totalmente de pelo, ostentan orgullosos una pequeña cabeza que cubren con unos finos y ajustados cascos de brillante y reluciente metal (normalmente oro, plata o cobre) por los que emergen sus características y enormes orejas puntiagudas y, como atuendo, en su gran mayoría, gustan de lucir sofisticados trajes de ejecutivo en colores chillones o metálicos.
El planeta entero es prácticamente una gran ciudad, un gran hormiguero, con un skyline plagado de escarpados rascainfiernos tecnológicos dignos de las mejores civilizaciones avanzadas.
Como especie están muy evolucionados, aunque sólo en lo concerniente a las materias científicas.
Desgraciadamente, por ello, en Pelota Mecánica no se conocen las artes. Nunca nadie jamás ha pintado un cuadro ni escrito una novela. Los únicos libros que existen son tratados eruditos sobre Química, Física, etc.
Eso sí, cualquier gnomo, al poco de nacer, ya sabe resolver integrales tiples y derivadas de todo tipo.




[1] Una esfera de Dyson es una megaestructura hipotética propuesta en 1960 por el físico Freeman Dyson en un artículo de la revista Science llamado «Search for artificial stellar sources of infra-red radiation». Tal esfera de Dyson es básicamente una cubierta esférica de talla astronómica (es decir, con un radio equivalente al de una órbita planetaria) alrededor de una estrella, la cual permitiría a una civilización avanzada aprovechar al máximo la energía lumínica y térmica del astro.
[2] “Cita con Rama” es una novela de ciencia-ficción escrita por Arthur C. Clarke en 1972. Es una de las obras más premiadas del género pues, entre otros, recibió en 1973 el premio Nébula y en 1974 el Hugo, Locus y John W. Campbell Memorial.

(c) Rafael Heka
(c) 33 Ediciones

Lineal C Serial 02: Alfa


VIERNES











Aún no sé por qué lo hice.
Cansancio quizás.
Ganas de aire nuevo.
No sé.
Quizás estuviera hasta los cojones.
Lo que está claro es que lo hice.
Cogí mi viejo coche y me lancé un centenar de kilómetros a un lugar desconocido camino de un grupo de tipos con los que no compartía ya nada, y a los que consideraba, en el mejor de los casos, unos gilipollas.
Necesitaba una bocanada de aire.
Conmigo llevaba pocas cosas: un par de libros de sabiduría, algo de música, el botiquín de vitaminas y ansiolíticos y mi grabadora de notas.
Me dedicaba a la literatura. Escribía.
Subsistía, más bien.
Contar cosas divertidas en aquel país por entonces era complicado.
La gente quiere cosas serias, neuras, depresión, que ganen los malos, todas esas mierdas que le hacen a uno sentir como el culo, y, sinceramente, yo no puedo con eso.
Historias juveniles, divertidas, de ciencia-ficción; ésa fue mi elección tras entender que cada escritor ha de escribir, lo que ha de escribir, y no otra cosa.
Exacto. Escogí el camino más duro.
Pero con un par de cojones, mucha paciencia, amigos perdidos por el camino y montones de trabajos mal pagados, conseguí publicar algunas cosas en editoriales de mierda llenas de frikis, más preocupados de jugar al rol que de profesionalizarse. Luego, cansado de mamoneos y hostias, fundé mi propio sello.
Así fue cómo me estabilicé de una puta vez y comencé a disfrutar. Y así fue, como una tarde, Javier me llamó.
—Hombre, ¿qué tal? —le dije falsamente agradecido.
—Ya ves... (Bla, bla, bla)... he alquilado una cabaña para el fin de semana... (Bla, bla, bla), a ver si así nos vemos todosque hace la de dios que... (Bla, bla, bla)
—No estaría mal —contesté—, (etc, etc, etc).
Bueno, ya sabéis, el rollo de siempre.
Javier era el típico imbécil sin ningún tipo de personalidad que hoy dice una cosa, mañana otra, y que cuando se junta con un par de personas, no sabes nunca por dónde va a salir.
Sus últimas aventuras consistían en viajar por todo el globo con una compañía de teatro ambulante interpretando textos clásicos a nivel diurno, para, pasando al nocturno, follarse todo aquello que se dejara, fuera gratis o pagando.
Últimamente estaba de gira por el país y bla, bla, bla.
—Lo pensaré —le dije. Pero enseguida, incontroladamente, solté:
>>No, espera, cuenta conmigo. ¿Quiénes vamos?
—Marcos, Jorge, Pedro, tú y yo.
Por la cabeza se me pasó no ir, pero acepté.
Joder: el capullo de Marcos, el negativo de Pedro, Javier y Jorge.
Marcos era insoportable. Un cateto cuyos padres pudieron meter en la universidad, de pocas luces a pesar de haber llegado a convertirse en Médico y el típico con aires de superioridad que habla dando lecciones, confundiendo su perspectiva con la realidad.
En cuanto a Pedro, era mi perfecta antítesis. Un tipo dedicado a la literatura, pero a la OTRA literatura. A aquella que explora todo lo oscuro del ser humano. Huelga decir que era un pesimista redomado, un hedonista, un egocéntrico y un drogadicto en potencia, víctima de la insufrible frase: <<Yo controlo>>.
De Javier, ya he dicho bastante y no perderé más tiempo con él. En lo referente a Jorge... Jorge quizás fuera el más agradable de todos. Ingeniero de profesión, abierto de mente, amable de formas y maneras. Sí, era un buen tipo. Quizás un poco inflexible y algo serio. Pero un buen tipo.
Como se ve, no es difícil adivinar el porqué de nuestro distanciamiento.
Yo, particularmente, me cansé de aguantar a la mayoría.
Las discusiones se sucedían, las quedadas disminuyeron y dejamos de compartir cosas. Nuestros particulares caminos terminaron por poner tierra de por medio y todos acabamos donde cada uno debía estar. Y estuvo bien.

Por eso, aún ahora, después de todo, me pregunto reiteradamente por qué fui.

(c) Rafael Heka

(c) 33 Ediciones

lunes, 24 de agosto de 2015

Crónicas Globulares Serial 09: Graya


Allá por los orígenes de todo, cuando los dioses jugaban al billar con las estrellas en formación y al pin-ball con las galaxias, coincidió que un joven Dindorx tenía por novia a una diosa no muy fea llamada Graya.
En aquellos tiernos comienzos donde los adolescentes e imberbes dioses llenaban las cafeterías, bailaban al ritmo de la música celestial, aspiraban granizados de ambrosía y estudiaban para llegar a ser dioses de esto, dioses de lo otro, dioses de lo de más allá especializados en lo de acullá, Dindorx y Graya eran felices.
Cuando se iniciaron en el divertido mundo universitario, la cosa cambió. Ambos fueron a la facultad para la creación y conservación de seres menudos. Dindorx se especializó en “Duendes”, Graya en “Gnomos”.
La cosa, así contada, no tiene más misterio ni parece motivo suficiente para romper una relación. El problema vino cuando, en el último curso, Dindorx y la bella Fliquis coincidieron en la clase de “Encanijamiento en caso de que tu raza menuda tienda a crecer demasiado”. Fliquis era tierna, agradable, inteligente, guapa e iba para diosa de ninfas acuáticas, mientras que Graya, algo así como tirando a fea, era poco esbelta, con una mala hostia capaz de encanecer a un orangután y unos modales dignos de un dragón con priapismo.
Como es de entender, Dindorx y Fliquis congeniaron enseguida. A Dindorx le apasionaban los estudios sobre las ninfas pero, por culpa de su nota en los estudios primarios, se tuvo que fastidiar y tirar por la rama de duendes. A pesar de ello, la afición por las ninfas nunca le desapareció.
Se hicieron rápidamente buenos amigos y comenzaron a estudiar juntos; luego, a salir por ahí en pandilla; después, a salir, pero no en pandilla; y terminaron... donde terminaron, en el apartamento de Dindorx tomándose una copa y lo que no era una copa.
Graya enloqueció y, para empezar, después de enterarse de lo sucedido en el apartamento, rompió su relación con Dindorx.
Eso sí, a los dos les puso a caldo. Los insultos y las voces cruzaron galaxias, universos, y alguna que otra dimensión paralela.
Finalmente, juró venganza.
Dindorx y Fliquis continuaron con su relación, se graduaron y se fueron a vivir juntos. Claro, que las letras del apartamento había que pagarlas y hubieron de ponerse a trabajar los dos. Ahí fue donde se hizo presente la venganza de Graya. El padre de ésta era un ejecutivo muy influyente en la asignación de destinos laborales para dioses primerizos e hizo que, para que su pequeña niña no llorara, que estaba feo, destinaran a Dindorx y a Fliquis lo más lejos posible. Pero no de Graya. Entre sí.
De esta forma Dindorx se convirtió en el dios de los duendes de la galaxia globular que nos ocupa y Fliquis en la diosa de las ninfas marinas en una monísima galaxia espiral, a muchísimos miles de millones de años luz.
Las faenas que Graya le hizo a Fliquis y las palizas que le dio a Dindorx para que éste volviera a su lado sólo ellos las saben. Pero el hecho es que las conjuras, a veces, salen a la luz y el pobre de Dindorx, que bastante tenía con tener que verse con su amada Fliquis tan sólo los domingos y muy poco, acabó por descubrir los entresijos de aquella que le estaba llevando por la calle de la amargura, de la farmacia y del sicólogo.
Al enterarse de que su situación actual se la debía a la pérfida Graya, montó en cólera, rompió absolutamente todo tipo de relación con ella y le metió una bronca que generó incluso disrupciones espaciales cerca de Gallifrey[1].
Graya, acojonada, se marchó disuadida ante la irrefrenable cólera de su amor platónico pero juró venganza. No en ése momento, no poco después, en el momento preciso, en un momento tan remoto en el tiempo que, nadie, absolutamente nadie, la tacharía de culpable. 
Mientras las décadas, los siglos, los milenios pasaron, Graya hizo evolucionar a sus ahijados, los gnomos, hasta un extremo casi divino.
Durante todos aquellos años los educó religiosamente, identificando a los duendes como los apocalípticos demonios que un día podrían acabar con toda su civilización. Alimentó el odio de sus criaturas hacia los vástagos de Dindorx de tal manera, que consiguió incluso llegar a ver cómo estos erigían su religión primaria bajo la máxima de apoyar a su diosa en la defensa y lucha diaria contra los duendes-demonio. Las gnomas, contaban cuentos a sus hijos en donde los malos siempre acababan siendo los duendes. Cuando un niño gnomo no se portaba bien, su padre le decía que iba a venir el duende del saco y se lo llevaría. Total, que con los eones, el plan de Graya fue surtiendo el efecto esperado engendrando toneladas y toneladas de ira refinada, visceral y eminentemente hambrienta. Su venganza tomaba forma divisándose cada vez más próxima en un marco de cruel destrucción y machaque de higadillos. La despechada diosa había conseguido finalmente lo que ansiaba camino de su ominosa venganza: un mundo bajo sus pies, repleto de ciegos fanáticos que no dudarían ni un instante en escabechar a todo aquel duende que encontraran en su camino.
Dindorx podía ir preparándose.



[1] Gallifrey es un planeta de la serie británica “Doctor Who”, siendo el mundo natal del Doctor y de los Señores del Tiempo. Está localizado en la constelación de Kasterborous y se encuentra a 250 millones de años luz de distancia de la Tierra. Esto la coloca en el exterior de la Vía Láctea, la cual cuenta con un diámetro de unos cien mil años luz. Un emisario de los Señores del Tiempo indicó que había viajado 29.000 años luz, lo que lleva a pensar que ésa era la distancia hasta el mundo natal de éstos, aunque se toma como canon la cifra determinada en la película de 1996.

(c) Rafael Heka
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sábado, 18 de julio de 2015

Crónicas Globulares Serial 08: El Muro de los Colores






Cuando Barael se despertó se descubrió tumbado sobre fina arena blanca bajo la ladera del Monte Brecio. Asombrado, se levantó de golpe y miró a su alrededor.

¿Qué demonios…? pensó aturdido mesándose la frente. A estas horas tendría que estar “trabajando”. Y de repente le asaltó el recuerdo del sueño con Dindorx y su providencial intervención.

Redescubriendo gratamente la situación en que se encontraba, miró tranquilamente hacia el lugar en donde había despertado. A su lado, también calmo, descansaba un pequeño zurrón de color blanco.

Desperezándose a placer, se quedó mirando al Monte Brecio. No era un espectáculo que se pudiera ver todos los días. Recibirlo así, impresionante, le hizo reflexionar en lo insignificante que podía llegar a ser un simple duende. Y es que la gigantesca montaña, de dura caliza blanca, se erigía vasta y majestuosa perdiéndose en una bruma neblinosa como un inexpugnable coloso intratable y esquivo.

En aquel arenoso lugar, a diferencia de como ocurriera en Blancuol todos los días del año, no nevaba. Una situación que le resultaba extraña incitándole a mirarse constantemente las manos vacías bajo el límpido sol que lo deslumbraba.

Terminó de estirarse y se acercó al bolso sentándose en la arena junto a él.

Al abrirlo y mirar en su interior descubrió dichoso diversos alimentos: Frutas, panecillos, cecinas. Acelerado, cogió un bollo y comenzó a engullirlo ansiosamente. Después se comió un par de plátanos, otro bollo, un trozo de queso, medio chorizo, qué sé yo. Lo cierto es que aquel pobre desgraciado hacía demasiado tiempo que no recordaba un placer tan grande como el que estaba experimentando en ese momento.

Mientras devorayunaba, contemplaba sin mucho interés el horizonte. Al fondo, muy al fondo, barriéndolo todo de oeste a este, pareció llegarle la difusa visión de una delgada línea oscura.

Aquello debe de ser el Muro de los Colores, pensó.

Terminó el mendrugo de pan, cerró la bolsa y, desabrochándose la camisa, dejó al descubierto el medallón.

Lo miró fijamente unos instantes como si nunca antes lo hubiera visto. Ahora sí que parecía un objeto digno de una epopeya: brillaba espléndido a la luz directa de los rayos del sol dejando distinguir perfectamente toda su bella complejidad marcada por compartimentos, runas, labrados y complejos estríes de maestra orfebrería realizados en su elegante y aterciopelado metal acerado.

Cogió un puñado de arena del suelo, abrió la compuerta de cristal de uno de sus huecos y la introdujo dentro.

Cerró posteriormente la pestaña de cristal y devolvió la arena que sobró a tierra.

—Bueno, ya sólo quedan cinco —dijo risueño mientras metía la mano en el bolso de su raída levita topándose con el dado.

Al sacarlo, descubrió que no era como todos los demás; sus caras, en lugar de mostrar números, lucían tintadas de colores: rojo, azul, amarillo, negro, verde y, por supuesto, blanco.

Lo miró y dijo:

—Amigo, creo que me serás de mucha utilidad.

Dindorx dejó sobre la mesilla de noche la monstruosa guía titulada: “Mujeres: ¿cómo y por qué?”, miró hacia abajo de soslayo retirando un par de centímetros sus diminutas gafas de lectura y esbozó una sonrisa.

El duende, ajeno por supuesto a todo esto, se metió de nuevo el dado en el bolsillo, se cargó encantado el zurrón de los placeres y las capacidades insondables, y puso rumbo en dirección a esa fina línea oscura que le lanzaba ojitos desde el horizonte.



* * *



Barael caminó toda la mañana y parte de la noche hasta llegar ante un recio y oscuro muro de piedra políticamente[1] interminable y de color indefinible.

Como estaba cansado, se sentó en un suelo pedregoso e incómodo y se dispuso a cenar.

Abrió el morral y, de entre el montón de hipnóticas viandas, por fin atinó a descubrir que había también un ajado pergamino junto a dos bocadillos enormes de mortadela con mermelada de frambuesa[2].

Cuidadosamente, lo desplegó.

Era un mapa del Continente Estrellado.

Dindorx puso atención. La verdad es que el interminable e incomprensible capítulo “Cómo hacer feliz a especímenes galácticos del género femenino” se le estaba atragantando un poco. Con lo corto que había sido el del género masculino. Una línea tenía[3] nada más.

Volviendo al mapa, en él decir que se podían distinguir claramente las cinco regiones de color (ocupando las cinco puntas del Continente Estrellado) circundando a un Blancualín separado de ellas por una gruesa muralla circular.

Aquella muralla en la que ahora se encontraba Barael, era ya, sin lugar a dudas y como rezaba el mapa, El Muro de los Colores.

Había un hecho curioso: Las fronteras de los países de color estaban bien marcadas, mientras que su geografía, tanto física como política, no. Esto no sucedía en Blancualín, en donde se podía diferenciar todos los lugares conocidos por Barael: El Monte Brecio, la ciudad de Blancuol, las minas de azúcar de Bernia, los recintos del Castillo de Harina, el Bosque Gris, etc.

Aunque no lo sabía, el mapa que tenía entre sus manos lo había dejado Dindorx en su macuto y era mágico. Sólo mostraría aquello que fuera conociendo Barael o aquello que le interesara a Dindorx que apareciese.

Un poco desconcertado, lo guardó y se comió tan pancho los dos bocadillos de mortadela con mantequilla.

Cuando terminó, se acurrucó en el muro. Al poco rato se quedó dormido.

Dindorx, decepcionado, volvió a su aburrido mamotreto: apartado 3758 - ¿Por qué hagas lo que hagas para una mujer, no es suficiente o no está bien hecho? Punto 1 de 10.354. 



* * *



El cálido sol de la mañana lo despertó.

Se levantó, se desperezó y se dio cuenta de que el muro en el que había permanecido recostado toda la noche era de una tonalidad verdosa.

—Este debe ser el muro de país de los duendes verdes. Me pregunto por dónde se entrará.

Dindorx no podía creer lo melón que estaba resultando este muchacho:

—Por la puerta, hijo… —le susurró al subconsciente de Barael intentando conseguir la distracción adecuada capaz de hacerle cerrar el puñetero librito de autoayuda matrimonial.

El duende escuchó el comentario, lo racionalizó como mensaje de su conciencia, lo archivó, miró embobado un largo rato al muro y, por lo pronto, se puso a desayunar.

Cuando terminó, aún con la cara manchada de crema pastelera y chocolate, tomó consciencia de una puñetera vez de que su aventura debía de comenzar cuanto antes aunque no supiera por dónde y se preguntó de nuevo: ¿Cuál será el país que me revelará el secreto primero?

Por primera vez, Dindorx se lo pensó también.

El muchacho sacó el dado de colores del bolso de su raída levita y, batiéndolo entre las manos, lo sopló y lo lanzó al suelo.

Dindorx chasqueó los dedos.

El dado giró, trotó y botó, hasta quedar parado con su cara azulada en todo lo alto.

El duende lo recogió, se lo guardó de nuevo en el bolso y sacó el mapa.

El país de los duendes azules se encontraba al norte del país de los duendes verdes.

Allí se dirigió.



* * *



El muro que previamente luciera de un color verde intenso, casi sin darse uno cuenta, fue tornándose azul.   

Cuando ya no pudo ser de un azul más bello y penetrante, Barael llegó a un gran portón de madera también azul, flanqueado por dos duendes de azulada, tosca y ligera vestimenta compuesta por chaleco, pantalones pirata con cinturón-cuerda, gruesas botas azuladas y unos divertidos gorros de marinero a rayas azules.

Uno era alto y delgado. El otro, bajito y regordete.

Su abundante pelo, tanto en el descubierto pecho, como en la cabeza, como en sus cortas barbas, era de un azul electrizante.

El portón tenía tallado un montón de motivos relacionados con el mar. El arco que servía de marco semejaba, tal cual, dos potentes olas que en todo lo alto se encontraban acunando en la espuma de su rompiente una bonita concha de almeja gigante.

También en el centro del portón, y a modo de sello, se había tallado una concha como la que coronaba el arco, aunque más grande. Alrededor de ella, terminando de dar así un aspecto majestuoso a todo el pórtico, fluían infinidad de animales acuáticos que Barael no supo distinguir. Había graciosos y briosos caballos de mar, peces globo, estrellas marinas, moluscos, corales. Uno podía sentarse allí y pasarse una tarde admirando la belleza de aquellos interminables grabados, descubriendo asombrado cómo, al volver la mirada en su despedida, aún le quedan bellezas con las que maravillarse.

Los duendes azules, al verle llegar, le interrumpieron el paso.

—Hola —les dijo Barael.

—Hola —respondieron al unísono en su idioma natal.

—¿Cómo decís? —preguntó extrañado el duende blanco.

—Hemos dicho: Hola —contestaron nuevamente los duendes azules.

—Sigo sin entenderos —repitió Barael.

Los dos duendes lo miraron bien, se miraron el uno al otro y dijeron:

—Lo que tú quieres decir es: Hola.

—Eso es —respondió contento Barael tras ser por fin recibido con palabras de su propio idioma—. ¿En qué idioma me hablasteis antes?

Los dos duendes se acercaron y le explicaron que hablaban en el idioma Azul y que todos los duendes de Azulindia, a excepción de ellos dos que sabían algún idioma más por trabajar en la frontera, hablaban el Azul.

A Barael le pareció muy extraño que no todo el mundo hablara como él. Al fin y al cabo, ellos, los duendes blancos, habían sido los que habían marcado las normas en el Continente Estrellado.

Recordando triste y fugazmente en lo que se había convertido su desolado país, dijo en su idioma natal:

—Necesito visitar vuestro país.

—¡¿Un duende blanco visitando Azulindia?! —exclamaron ambos duendes en un Azul intenso.

—Lo siento, pero no os entiendo...

—Sí, disculpa —dijeron—, pero es que después de lo que ha sucedido en Blancualín, y tras lo que ha llegado a nuestros oídos que le ha sucedido a “vuestro rey”, no me parece que llegues a ser muy bien recibido aquí dentro.

—Lo sé, pero para poder restaurar el orden en mi pueblo he de ver a la persona más sabia de Azulindia. Vengo en una misión secreta y de mí depende el destino de todos los duendes del Continente Estrellado.

—MAL, MAL —exclamó Dindorx para sí—. Así vas a llevar hostias hasta en el carnet de identidad.

Los dos duendes se volvieron a mirar y le dijeron:

—Está bien, puedes entrar, pero no así vestido: Hay normas, y después de lo que ha pasado, más. Espera.

El duende alto y delgado se acercó al muro y, haciendo algo que Barael no apreció, consiguió que se abriera una pequeña oquedad.

La traspasó, saliendo al poco rato con unos trapos en las manos.

—Toma —le dijo—: Cámbiate de ropa.

Barael recogió el presente y se quedó mirándolos con cara de tonto.

—¡Ah, ya! —comprendió el bajo y gordo—. Date la vuelta —le dijo a su compañero.

Los dos duendes azules se volvieron. Barael se quitó sus raídas ropas grises, las metió en su bolsa y se puso unas calzas azules, un jersey a rayas azules y un gorro de rayas también azules. En sus pies se puso unas bellas botas, también de color azul...

Cuando terminó, dijo:

—Muy bien, ya estoy.

—De acuerdo —dijeron los duendes mientras le juzgaban con la mirada—. La verdad es que estás muy bien, si no fuera por el pelo, claro.

—¿Mi pelo? ¿Qué le pasa a mi pelo?

—No, nada, que es un poco blanco.

Barael prefirió no contestar, menuda gilipollez; la verdad es que pensaba que para pelos blancos…, vamos, que no contestó.

—Bueno, no te preocupes. No pasa nada —dijeron.

—Bien. Entonces, ¿ya puedo entrar?

—No —respondió el duende bajo y gordo.

—¿Por qué? —preguntó impaciente el duende blanco.

—Porque no puedes entrar en Azulindia hablando en Blanco. No entenderías a nadie y, peor aún, nadie te entendería.

El regordete duende metió uno de sus rechonchos dedos en un diminuto bolsillo que tenía a un lado del chaleco y sacó un minúsculo saco de tela azul claro. Lo abrió, extrajo de él una ínfima bola azul y se la dio a Barael.

—Ten, mastícalo —le dijo.

Barael cogió la bola, se la introdujo en la boca y masticó. Era un chicle. Un chicle con un sabor como a ciruelas.

—A ver —comenzó el duende más alto— ¿Cómo te llamas?

—Barael —respondió éste en un Azul muy pálido.

Los duendes movieron la cabeza en signo de desaprobación y le dijeron:

—Sigue masticando.

Barael, sin saber muy bien en qué consistía aquello, les hizo caso.

Al cabo de un rato, los dos duendes le repitieron:

—A ver, ¿cómo te llamas?

—Barael. Ya os lo he dicho.

—Bien —se dijeron el uno al otro—, ahora puedes pasar.

—Oh —contestó Barael dándose cuenta—. Estoy hablando Azul, ¿verdad?

—Sí, estás hablando Azul, amigo —le respondieron.

—¿Cómo es posible? —preguntó Barael.

El delgado le respondió encantado. Hacía tanto que no lo explicaba, que le resultaba placentero poder demostrar a alguien su exquisita erudición en temas azules:

—Porque la saliva segregada al masticar el chicle ha teñido tus cuerdas bocales de color azul a la vez que el vapor desprendido por tu garganta ha realizado el mismo trabajo con tus tímpanos. De ahora en adelante, siempre podrás hablar Azul y escucharlo perfectamente.

—Entonces, ¿no necesitaré ningún chicle más?

Los dos duendes se echaron a reír ante su ignorante ingenuidad y le contestaron:

—No, no has de preocuparte. A partir de ahora podrás hablar Azul todas las veces que quieras. Ya nunca se te olvidará.

—Muchas gracias. ¿Cómo podré pagaros?

—De ninguna forma, amigo. Conque no te metas en muchos líos por ahí dentro nos es suficiente.

El duende regordete se acercó a un curioso artilugio enclavado en el muro que había pasado desapercibido a los ojos de Barael. Estaba formado por un gran balón de cristal relleno de un líquido azul, al que llegaba (en su cénit superior) y del que partía (en su polo inferior) un curioso serpentín.

La sección superior del serpentín, llena también de líquido azul, ascendía y ascendía hasta llegar a lo alto del muro, perdiéndose posteriormente en el interior de Azulindia.

La sección inferior, vacía, hacía lo propio hasta enterrarse en el suelo.

Ambas secciones estaban sujetas y conectadas al globo de cristal por unas gruesas espitas o llaves de paso mientras que el balón, a su vez, estaba adherido al muro mediante un grueso tubo de cristal.

—Un momento, una última cosa —pidió Barael.

—¿Sí? —preguntaron los dos duendes.

—¿Cómo os llamáis?

—Yo, Azurín —dijo el alto y delgado.

—Yo, Azurón —contestó el bajo y gordo.

—Gracias amigos, ya podéis abrir. —Y se acercó al portón.

Azurín se colocó a un lado de Barael mientras Azurón accionaba la espita que vaciaba el globo de cristal.

El líquido azulado comenzó su carrera por el tortuoso serpentín en dirección al suelo mientras unos sonidos como rugir de tripas emergían desde el interior del muro.

El sonido se hizo más fuerte hasta que se oyó un “crack” y el portón se abrió desprendiendo una azulada luz, cegando momentáneamente los ojos del duende.

El globo se quedó vacío del todo cuando las dos alas del portón terminaron su apertura.

Barael dio un paso al frente a la vez Dindorx, que aún intentaba terminar con su particular libro de las pesadillas levitando sobre las yemas de sus dedos, parpadeaba haciéndolo cenizas. Sus últimas frases le habían cabreado de verdad. 25.568 páginas para acabar con un:

<<Todo lo que acabas de leer posiblemente no sirva para nada. Cualquier ser del género femenino es un misterio en sí mismo capaz de enloquecer a aquel incauto que se adentra en el inacabable trabajo de intentar comprender sus razonamientos existenciales. Para ampliar este tema puede leer nuestros siguiente éxitos: “Doctor, ¿qué me pasa?: comprendo a mi esposa”, “No me entiendo: ¿seré mujer?” o el best-seller del momento: “¿Por qué no hay gatos machos de tres colores?>>.

Que los dioses nos asistan…      


[1] Tanto de izquierdas a derechas como de derechas a izquierdas, ja, ja, ja. Bueno, es malo ¿y qué? Cuenta tú la historia, no te…
[2] Asquerosos, totalmente de acuerdo; pero los designios insondables de la psique de los zurrones de alimentación continua es uno de los 13 misterios irresolubles del multiverso cordal omniconclusivo. Las quejas, al maestro armero. 
[3] Copulando. Esa era la escueta palabra que contenía la inmensa página en blanco. Contenía también una sentencia secundaria tan escueta como la primera por si fallaba ésta: Comiendo.

(c) Rafael Heka
(c) 33 Ediciones