Ahora deambulaba sorteando pedruscos.
Habían pasado ya tres días desde el
incidente en el castillo y el paisaje no quería dar tregua alguna a la
imaginación: rocas, rocas y más puñeteras por todos los lados. Algún que otro
cactus bermellón, sí, bichejos despistados de mil patas, pájaros, pero poco
más. Tan sólo el permanente y lejano Muro de la Discordia como un
sinuoso compañero de mudos consejos.
Durante el camino Barael no había podido
dejar ni un momento de preguntarse qué podía ser lo que había sucedido en el
palacio. ¿Por qué aquel deporte surtiría un efecto tan adictivo? ¿Quién pudo
haberme hechizado?
¿El propio rey Rojnald?
No creo…
¿Entonces?
Ni puta idea, pero igual
Y en ese punto de la reflexión no le fue
difícil deducir lo fácil que una relación de pareja se puede ir al traste
cuando una de las partes se encuentra en el estado en el que encontró él al rey
Rojnald.
Una verdadera pena.
¿Pero si tiene un culpable…?
Pues es un hijo de mala madre.
Ya, pero mira que si la leche esta del
deporte es la discordia de marras…
Humm, podría se
Algo a lo lejos le sacó enseguida de sus
cavilaciones.
La noche comenzaba a caer y no se veía un
carajo, pero, aquello no eran rocas ni cactus ¡ni el muro!
Parecían estructuras: CASAS.
Observó con atención.
Al cabo de un rato se descubrió danzando
como un chamán en pleno éxtasis, celebrando el haber llegado a un poblado
repleto, seguro, de zapatos para él.
* * *
Las viviendas, construidas con bloques de
piedra roja, parecían abandonadas al paso del tiempo. Parquedad de detalles,
techos de paja medio hundidos. Un rústico espectáculo teñido de un rojo sin
lustre fruto de las múltiples inclemencias.
Las había muy dispares: Desde la pequeña
cabaña unifamiliar a la casa de varios pisos con boardilla, pasando por las
achaparradas de una sola e inmensa planta, o por a las torres altas y
estiradas, aunque, eso sí, todas igual de abandonadas y tristes, todas sin
recuerdos ya de seres a los que arropar.
La falta de cuidados también había afectado
al adoquinado de las calles las cuales se veían afectadas de alta maleza y de
las deformaciones propias de las raíces de los árboles que pronto
reconquistarían el lugar.
Pero eso, y lo que fuera que afectara al
suelo desde entonces, a Barael ya le importaría una mierda. Tan pronto como
llegó al poblado lo primero que hizo (más allá de encontrar o no todo en
ruinas) fue entrar en la primera casa que encontró y no parar hasta hacerse con
un par de zapatos de su talla y un par de calzas para sus muslazos.
¡Qué gusto!
Y luego PLIN, a caminar gustoso, disfrutando
de todo y camino al interior de aquel pueblo fantasma en el que no parecía
haber ni Dios, mientras la noche estampaba todo de sombras. Sombras que le
hacían a uno echar demasiado en falta las típicas luces que a esas horas
iluminarían cualquier sitio con un mínimo de decencia y que evitarían (de paso)
el tener que tomar conciencia de un silencio demasiado ubicuo.
Abrigándose un poco, caminó hasta llegar a
una plaza.
Miro a un lado, miró a otro. Todo estaba a
oscuras y desierto. Ni el más mínimo signo de vida. Montones de ventanas que
permanecían oscuras a la espera de que alguien las vivificara.
Sintió más frío. Y no porque lo hiciera,
sino porque aquel lugar parecía infundirlo poco a poco.
Un lejano ruido sonó inesperadamente a su
espalda.
Se volvió con rapidez descubriendo huidiza
la figura de alguien desapareciendo por un callejón.
—¡Eh, oiga…! —gritó.
La figura ya había desaparecido.
Corrió hacia el callejón.
Allí tampoco halló a nadie.
Caminó hasta el fondo, había una salida a la
derecha.
Entró por ella desembocando a una calle más
estrecha.
Al final, distinguió el destello de unos
ojos que lo espiaban.
Corrió hacia allí.
Los destellos desaparecieron.
Esta vez le tocó girar a la izquierda.
Allí estaban los destellos de nuevo.
—¿Quién eres? —preguntó cansado.
—¿Y quién se supone que eres tú? —le
respondió una voz mucho más calmada y pausada.
—¿Dónde está todo el mundo? ¿Qué le ha
pasado a este poblado? —contestó esquivando la pregunta.
—Vete, aléjate de aquí. Huye mientras tengas
la oportunidad.
—¿Por qué? —preguntó Barael.
Un viento helado pasó a su lado.
De repente, sintió que algo le atenazaba los
brazos.
Intentó zafarse, pero no pudo.
Miró a un lado y a otro. No había nadie
sujetándole.
La presión en sus muñecas aumentó y algo
invisible le empujó hacia atrás.
Sintió una garra pasar cerca de su rostro.
Un imposible zarpazo le dejó el pecho al
descubierto descubriendo su brillante medallón.
Por un momento, las fuerzas invisibles
parecieron detenerse. Después, continuaron empujando. Le sacaban de la calle.
Luchaba con todas sus fuerzas para desembarazarse.
No podía.
De repente, del fondo del callejón salió un
bulto cubierto de lo que parecían harapos.
—Ahhhhhhhhhhhhhhhhhh —gritaba enloquecido.
Las fuerzas invisibles le soltaron.
Barael miró al bulto.
Era un duende. Un duende pequeño.
Parecía enarbolar algún tipo de arma.
El bulto llegó al centro del callejón y
empezó a entablar una lucha contra algo que no se podía ver.
Barael miraba atónito la batalla.
El duende cayó al suelo varias veces sin ser
abatido.
Al cabo de un ajetreado rato dando golpes al
aire, patadas, y demás piruetas propias de una lucha, se volvió proclamando a
los cuatro vientos:
—¡Y no volváis por aquí u os destruiré!
Barael le miraba como quien mira a un
perturbado.
El duende dejó su discusión con el vacío y
se aproximó.
Asustado, Barael retrocedió un par de pasos.
Era un duende, sí. Pero no como él: sus deformaciones hacían difícil ubicar
algunas de sus facciones y su estatura no superaba la mitad de la del duende
blanco, en parte porque era más pequeño, en parte porque su chepa le obligaba a
encorvarse. De su robusto pecho le salían dos poderosos brazos, uno más alto
que otro, mientras que pelo de la cabeza nacía anárquico por donde le venía en
gana y las orejas le caían una más arriba que la otra. Sus ojos, sin embargo,
estaban cubiertos con unas gafas de aviador de color rojo y su atuendo podía
resumirse en unos humildes harapos cubiertos de un burdo mandil de herrero.
—Vamos —dijo rápidamente—, no tenemos
tiempo que perder.
Barael le siguió, caminando veloz por entre
calles y callejas.
Finalmente, tras girar en un recodo de casas
muy altas, llegaron a una torre.
El jorobado indicó a Barael que se apoyara
en la pared. Después, miró de un lado
para otro comprobando que no venía nadie e hizo lo mismo desplazándose hasta la
puerta. Allí sacó una enorme llave y la introdujo en la cerradura.
Con un “click”, la puerta se abrió y los dos
se precipitaron a una estancia totalmente a oscuras
Otro “click”, dos “clanch” y un “boingggggg”
indicaron que estaban a salvo, aunque Barael lo dudara profundamente…
* * *
Aquel era el lugar más alto de la torre.
Barael agradeció ver por fin una habitación
como Dindorx manda: repleta de cachivaches, libros y maquetas de modelos
incomprensible; limpia; sin suciedad; sin mal olor; sin podredumbre.
El duende hizo ademán de posar algo sobre
una mesita mientras Barael acababa de subir los últimos escalones.
Después, se acercó a un candil que colgaba
de la pared. Lo encendió tenuemente.
La habitación se iluminó con una suave luz
rojiza.
Volvió a Barael y le dijo mientras cerraba
la trampilla que ocultaba las escaleras aplicando un candado desproporcionado:
—Te has salvado por los pelos, caminante.
Barael, extrañado, preguntó:
—¿De qué?
—De los espectros, amigo.
—¿Espectros? ¡¿Qué espectros?!
Otro que va ciego de peyote…
El jorobado le miró de arriba abajo sin
hacer mucho caso a lo que había dicho:
—¿Pero…, tú de dónde has salido?
Joder, pues estamos para hablar. Aunque
verás ahora el descojono.
—Soy un duende blanco, busco la respuesta a
un acertijo.
—Ya —le respondió sin mucha importancia—. Al
de “por qué el Blanco es el más importante de todos los colores”.
¡Anda, jódete!
—¿Cómo…? —exclamó Barael.
El jorobado señaló su pecho mientras
acercaba dos toscos taburetes de madera.
Barael se miró. El desgarro dejaba al
descubierto claramente el medallón.
—¿Conoces esto? —preguntó Barael mientras lo
cogía y se lo enseñaba.
—Sí —respondió el jorobado—. Forma parte de
una leyenda muy antigua. Casi tan antigua como el propio Continente Estrellado.
Si tú lo portas contigo es que las fuerzas del bien te acompañan.
Barael le miró ahora con admiración.
Los dos se sentaron. Al principio no se
había dado mucha cuenta de la cantidad y cantidad de volúmenes que reposaban en
las estanterías de las paredes.
—No sabrás la respuesta, ¿verdad? —le
preguntó.
—Me temo que no. Y que yo sepa, sólo Dindorx
la sabía hasta que se la rebeló al rey de los duendes blancos para finalizar la Guerra de los Colores.
Barael iba a abrir la boca para explicarle
los últimos acontecimientos de Blancualín, cuando el jorobado continuó así:
—Pero claro, teniendo en cuenta que el
último rey de los duendes blancos la ha olvidado, temo amigo, que ya nadie la
sepa.
Barael se quedó boquiabierto.
—¿Me dejas ver el medallón un momento?
—preguntó el cheposo.
Barael se lo tendió.
El jorobado lo miró con detenimiento. De
repente, pareció sorprenderse al contemplar uno de los huecos que permanecían
sin rellenar. Hurgó con el dedo en esa cavidad y caviló mentalmente. Luego,
asintió algo para sí, cayendo, por un pequeño instante, en la más absoluta de
las sorpresas.
Devolvió el colgante a Barael y le miró de
nuevo a través de sus gruesas y ajustadas gafas de aviador:
—Te preguntarás por qué sé tantas cosas.
Barael asintió.
—Te diré la respuesta: porque, a diferencia
del resto de los duendes de este puñetero país, yo he dedicado mi vida al
estudio. Ojalá más gente lo hubiera hecho… —Y se levantó pareciendo perderse en
profundas memorias.
Barael se arropó ocultando el medallón entre
sus pieles:
—A propósito, ¿Qué ha ocurrido aquí?
—Eso te lo diré mañana, ahora no hay
suficiente luz.
—¿Suficiente luz?
—Sí. Para que comprendas todo has de ver
algo y ahora no te lo puedo enseñar. Sígueme.
Barael le acompañó hasta un cuarto, al fondo
de la habitación. Allí había un espartano catrecillo.
—Lo sé, no parece muy confortable.
Lamentablemente no tengo otra cosa que ofrecerte. Recibo pocas visitas
—concluyó amargo.
—Gracias… —respondió Barael, esperando
conocer su nombre.
El jorobado se despidió con una inclinación
dejándolo con las ganas.
Después, corrió la cortinilla que separaba
los dos habitáculos y Barael se quedó solo.
Cansinamente, se tiró en el catre.
No era muy cómodo, pero sí mejor que las
rocas en las que durmiera las noches pasadas.
Allí tirado, en la cama, se preguntó algo:
—¿Realmente aquel duende era un tipo de
fiar, o sólo veía fantasmas por estar trastornado? Lo cierto es que cuando algo
lo retuvo en la calle con la intención de llevarle a quién sabe qué lugar,
aquel deforme excéntrico de gafas tan raras le salvó, así que…
Acurrucándose en el camastro, dejó finalmente
que el sueño le venciese.
—Pero… —le asaltó entonces la pregunta—.
¿Por qué lleva puestas esas gafas tan raras? [1]
(c) Rafael Heka ;-)
[1] Para verte mejor, Caperucita, ja, ja, ja.