domingo, 28 de mayo de 2017

Crónicas Globulares 46: En las entrañas del monstruo


  
Rjrrr zarandeó fuertemente a Barael. No podía creer lo que estaba viendo.
El duende blanco tampoco podía (llevaba inconsciente al menos media jornada) así que, “cariñosamente”, un nuevo zarandeo de su compañera le puso sobre el reino de los vivos con el típico sobresalto estúpido.
En cuanto echó una ojeada a su alrededor, el duende blanco descubrió que la inquietud de su compañera —por una vez— estaba justificada: parecían encerrados en una inquietante habitación de metal repleta de hipnóticas lucecillas de colores. Lucecitas que se encendían y que se apagaban, que se encendían y que se apagaban, que se encendían y que se apagaban.
Rjrrr exclamó:
—Brel. Sitio raro. ¡Sitio malo! Tripas de monstruo extrañas.
Barael, que realmente no estaba muy convencido de permanecer aún con vida, se acercó a una de las paredes en la que había dibujada una puerta repleta de lucecitas que se encienden y se apagan, que se encienden y se apagan, que se encienden y se apagan.
Perdón…
Ésta se escamoteó enseguida en la pared asustándolos de verdad. Rjrrr, de la impresión, dio con sus hermosas posaderas en el frío suelo de metal mientras Barael (ahora fijo que sí) asumía aquello como la antesala a lo que hubiera más allá de la vida. Eso sí, le hubiera quitado alguna que otra lucecita de esas que se encienden y se apagan, que se encienden y se apagan, que se enciende, aghghghgh.

Tras unos segundos de zozobra, se asomó.
Sentado a una consola de mandos con luc/ holgaba un pequeño duende de piel negra.
Era calvo, muy calvo, como una bombilla de esas de las/ y vestía un raro traje de piel negra brillante.
Barael se acercó estupefacto.
Frente al maquinista había una superficie grande de cristal por la que, gracias a unos potentes focos, se apreciaba cómo un enorme taladro penetraba en la tierra seccionando cuanto encontraba a su paso a la vez que impulsaba al artefacto con un movimiento vibratorio muy agradable. Por unos redondos ventanucos ubicados a ambos lados del habitáculo se podía ver la tierra pasar a toda velocidad, fruto del desalojo de la materia taladrada.
Barael se acercó más.
El duende, advirtiéndolo, giró su negro sillón. Muy sonriente, mostrando una majestuosa e impecable dentadura que brillaba como/, exclamó:
—Bienvenidos.
Barael contestó suavemente mirando en todas las direcciones:
—¿Hola?
El pequeño duende se levantó solícito invitándole amablemente a que se sentara junto a él, pero no pudo ser: Rjrrr acababa de irrumpir en la estancia comenzando a chillar horrorizada presa del espectáculo incomprensible de aquella sofisticada cabina de control.
Barael se acercó rápidamente hasta ella:
—Tranquila, amiga. Tranquila. No estamos muertos, estamos dentro del monstruo. Esto es el monstruo. —Y miró al duende negro buscando apoyo.
—No ha de preocuparse —continuó éste recogiendo la misiva—, no existe tal ser fantástico. Esto no es más que una máquina. —Después, viendo la expresión bobina de la duende, se quedó pensando y continuó—: Un gato de metal que camina por la tierra en lugar de por las praderas.
Rjrrr (para nada convencida) se sentó algo más tranquila en un sofá de la sala mullido, negro y sin pelos. Algo extraño para ella.
El duende negro invitó a que Barael hiciera lo propio al lado de su compañera mientras él se sentaba de nuevo al mando de los controles.
Apretando varios botones, hizo que las luces que iluminaban el túnel/ aumentaran de intensidad.
—Me llamo Néjrix —exclamó en voz alta mientras parecía tratar dificultosamente de mantener controlado el volante de dirección—. ¿Vosotros?
—Yo me llamo Barael. Ella es Rjrrr —respondió el duende con presteza—. ¿Qué hacemos aquí?
El duende negro apretó un botón y los mandos comenzaron a moverse solos.
Insatisfecho, se levantó:
—Bueno, pues ya está —exclamó tratando de ocultar parte de su frustración—. En control automático. Bien. —Y frotó sus manos sentándose en otro sillón que había frente a ellos.
Con miles de lu/ reflejándose es su brillante calva, habló de nuevo centrando toda atención sobre sus “nuevos invitados”:
—Pues bien, queridos amigos y sobresaltadas víctimas, para vuestra información, estáis dentro del aterrador monstruo de la Llanura de los Gatos. ¿Qué os parece? —concluyó indicando con satisfacción cuanto les albergaba.
Barael contestó simplón:
—Hombre, no es fea…, la verdad. Pero nos hemos cagado de miedo.
—Ja, ja. Gracias, gracias. A eso iremos después. Lo cierto es que estaría muy orgulloso de ella si no fuera porque no es capaz de hacerme volver a casa.
Barael, aturdido y pensando en lo suyo, preguntó sin hacerle mucho caso:
—Pero, vamos a ver, entonces…, ¿todo lo que ha sucedido arriba lo ocasionó usted?
El duende les miró con tristeza:
—En primer lugar te agradecería que no me llamases de usted; llámame ¡CUQUI! Ja, ja, ja, ja. No, es broma. Y NO, yo no he hecho nada. Esas piradas de ahí arriba son las que se han montado la película. Yo, hace ya algunos años, cuando construí esta máquina, ehmm, pues… No, veréis, mejor empezaré por el principio principio: yo, en Negrontia, el país de los duendes negros, era ingeniero de máquinas —ambos duendes le asintieron ceñudos sin pajolera idea de lo que era aquello pero con la firme intención de que aquel colgado les aclarara de una vez si les iba a ayudar o sólo trataba de divertirse antes de hacerles trastrás por detrás (obviaremos su supuesta capacidad a tenor de su color de piel y el hecho de que ya pasara su vida taladrando cosas)—. En mi trabajo, diseñaba aparatos que permitieran ampliar los conocimientos de la raza duende. Uno de estos aparatos, era esta taladradora —la balanza se inclina hacia el infortunio—. Cuando la construí, pensaba poder explorar y descubrir los secretos que escondía el planeta: sus minerales, sus cuevas, sus mantos; escribir sobre sus leyes, sus más recónditos paisajes. Vamos, hacer todo lo que se pudiera en pos del beneficio común —¡Na!, falsa alarma, guardad las palomitas. :-D
>>Desgraciadamente, el día en que decidí sacarla a pasear, algo salió mal. Como más tarde descubrí, su sistema de orientación (que no había revisado porque, burro de mí, me creía infalible) (Más me hubiese valido desnucarme contra un yunque) no estaba en perfecto estado haciendo que me saliera del país y cruzara erróneamente distancias desproporcionadas. Claro, para cuando me di cuenta, ya estaba a hacer puñetas de poder solucionarlo. Concretamente aquí, en Rojeria.
—¿Y los gatos desaparecidos…? —instigó Barael.
El duende continuó:
—En mis viajes, de vez en cuando (sólo de vez en cuando), atropellaba sin querer a algún gato y, claro, como yo no vivo del aire, y la comida que fabrica la máquina es así como digamos, un mojón con tropezones, pues… recogía los restos y me hacía unos guisos que te daban la vuelta a los dedos de los pies —al ver que le miraban con repugnancia, desvió el tema—. Bueno, pues eso, que como estaba tan perdido, llegó un momento en que me di cuenta de que estaba perjudicando a la población de Rojeria, la cual, curiosamente (y dicho sea de paso), siempre me pareció estar compuesta, en su mayoría, por mujeres medio en pelotas. No veas qué gusto me ha dado ver un duende —exclamó francamente agradecido en dirección a un Barael que no hizo mucho caso, por si acaso—. Pero sigo, que me desvío. —Miradita con reflejo adverso por parte de Rjrrr y constricción de ojete para Barael—. Dándome cuenta del daño que hacía, intenté tomar contacto con algún duende pero, cada vez que detectaba alguno (de churro, claro, porque con el desorientador averiado no sé nunca adónde voy), éste salía corriendo. Nunca conseguí encontrar a alguien que me ayudara o, por lo menos, me escuchara contar esta historia. Así que estoy que lo peto… —Nueva miradita.
Barael no entendía mucho aquella jerigonza subversiva pero le preguntó preocupado tratando de no desconcentrarse:
—¿Y ahora? ¿Adónde nos dirigimos?
El duende negro se levantó del sillón, marchándose a la consola de mandos:
—Exactamente, no lo sé. Desde hace tiempo vago por los abismos insondables a la espera de encontrar algo que me sirva de orientación.
Barael pensó con rapidez:
—¿Y ese sistema de orientador, no tiene arreglo?
—Sí —respondió.
—Joder, ¿Y por qué no lo reparas?
—Porque las piezas que necesito están en mi laboratorio.
—¿Y sin esas piezas no hay posibilidad de arreglo? —preguntó ya desesperado.
—Me temo que no —respondió Néjrix con una cara de resignación que a Barael le hubiese encantado recolocar a martillazos.
—¿Y cómo piensas regresar a tu país? —volvió. Se negaba a creer que alguien tan inteligente adoptara una postura tan propia de un representante público.
—No lo sé, este aparato tiene unos sensores que pueden detectar cualquier material que yo le introduzca en la memoria. Una vez localizado, él sólo se pone en automático, dirigiéndose hasta allí. Sólo tiene una pega, y es que su radio de acción no es muy grande. En Negrontia hay un mineral calcáreo muy específico que sería ideal. Si consiguiera aproximarme lo suficiente a mi país, aunque fuera de manera casual, la taladradora reconocería el metal llevándome de vuelta a casa.
Barael se quedó pensativo:
—Oye, ¿por casualidad…, vamos, porque sería la pera claro…
—Dime.
—¿Tú no sabrás por qué el Blanco es el más importante de los colores?
El duende rio a carcajadas:
—No…, no. Me temo que no.
Se hizo el silencio:
—¿Eres de Blancuol, verdad? —preguntó Néjrix.
—Sí —respondió Barael—. ¿Por qué lo preguntas?
—Porque he oído cosas. Rumores, ya sabes. Tengo entendido que no os van muy bien las cosas por allí.
Barael asintió agradeciendo el eufemismo.
De repente, la taladradora frenó bruscamente precipitando al suelo el cuerpo de Rjrrr y Barael, a la vez que Néjrix se empotraba contra la consola de mandos.
—¿Qué ha pasado? —preguntó el duende blanco mientras se levantaba.
Néjrix maldecía su suerte:
—…dita sea. Hemos encallado en rubí. ¿Cómo es posible?
Barael miró al exterior: Efectivamente, habían topado con un enorme rubí. Uno proporcionalmente obsceno.
Palancas abajo y giro los controles, la nave tembló pero salió triunfante del atolladero.
El duende negro enjugó su sudor. Estaban relativamente salvados.
—¿Esta taladradora no perfora el rubí? —preguntó Barael.
—Me temo que no, muchacho.
Aquello le sugirió algo a Barael:
—Néjrix, he de pedirte un favor.
Néjrix giró el sillón de control para verle bien la cara:
—¿De qué se trata?
—Necesito tu máquina.
—¿Para qué?
—Para llegar a un lugar.
—Pero si no funciona su orientador. A ver si te crees tú que, funcionando, iba a estar yo aquí.
—Ya, pero a donde yo me dirijo, sí que me puede llevar.
—¿Seguro, duendote?
—Seguro, J —y se quedó maravillando, contemplando la belleza del rubí y el de la multitud de lucecitas multicolores que se encienden y se apagan, que se encienden y se apagan que se encienden y se apagan, que se encienden y se apagan, que se encienden y se apagan que se encienden y se apagan, que se encienden y se apagan, que se encienden y se apagan que se encienden y se apagan, que se encienden y se apagan, que se encienden y se apagan que se encienden y se apagan, que se encienden y se apagan, que se encienden y se apagan que se encienden y se apagan, que se encienden y se apagan…

(c) Rafael Heka ;-)

sábado, 20 de mayo de 2017

Crónicas Globulares 45: Sitio Malo


Aquel era el Risco de las Amapolas.
Se llamaba así porque en él nacían las amapolas más rojas, más grandes y más bellas de todo el Continente Estrellado.
Atrás quedaba el Risco de las Rosas, el de los Claveles Rojos, el de las Fresas, el de las Manzanas, el de las Cerezas. Un sin fin.
Y lo sabían porque el gato salvaje de Rjrrr los había afrontado todos combinando magistralmente elegancia y presteza, y porque el estado de sus posaderas hacía tiempo que les mantenía en un permanente estado superior de conciencia enfocado hacia la constelación de Flabón[1].
Ahora, sin embargo, el pobre animal descendía con dificultad tratando de no perder a sus pasajeros, confundidos como un atributo natural de su propio cuerpo a causa del montón de pieles que vestían.
A Barael le había crecido tanto el pelo que lo llevaba recogido en una gran coleta en la que había ido intercalando primitivos abalorios tribales propios de la región. En cuanto a su rostro, antes robusto y con una bella perilla perfilando sus facciones, había menguado hacia una nervuda eficiencia invadida por una incontrolable barba salvaje.
Hasta su cuerpo se había endurecido, envejeciendo ligeramente.
No es que se estuviera consumiendo o, peor aún, abandonando. Simplemente estaba siendo víctima de algo muy difícil para la mayoría de los seres sintientes de cualquier universo conocido: una alimentación correcta, paz completa y sexo sin límites.
Una prebenda divina que estaba a punto de terminar con su repentina llegada a aquella extensa llanura de césped carmesí y la Baraeliana estúpida pregunta de siempre, típica de cuando uno no tiene ni pajolera idea de la cama en la que se despiert, perdón, quiero decir del sitio en el que se encuentra, :-{:
—¿Dónde estamos, Rjrrr?
La duende respondió sin dejar de mirar inquieta de un lado para otro:
—Sitio malo.
Barael, que llevaba meses enseñándola idiomas muy parecidos a vuestro francés, griego y el suyo propio (obviamente) a cambio de arduas explicaciones de cómo dominar la lengua autóctona y la montura, consideró acertada la frase pese a no haber intercambiado más qua un par de frases al mes.
—¿Sitio malo? —preguntó no entendiendo qué de malo podía haber en aquella llanura.
La duende se agachó abrazando al felino y rudamente obligó a Barael a hacer lo mismo.
Éste obedeció sin rechistar. Su distorsionada mente barruntaba de forma lascivamente errónea si aquello no sería una postura nueva…
El gato también se agachó caminando sigilosamente entre los tallos del elevado césped.
El sol inició su marcha, unos sonidos extraños comenzaron a llegar y la vegetación se fue haciendo cada vez más espesa y más alta engullendo por completo a las tres figuras a la primera de cambio.
Fue suficiente. Barael, cansado ya de cabalgar durante todo el día, le espetó a Rjrrr:
—Tenemos que dormir.
—No dormir, no dormir. ¡SITIO MALO!
Barael alargó una mano hasta el trasero de la duende:
—Pero si te va a gustar, tonta…
Lo siguiente que sintió el infortunado fue el frío acero de su compañera rozándole las partes y una gélida expresión, aún más preocupante, muy pendiente del entorno.
Barael, ahora sí intranquilo —nunca antes había visto a Rjrrr tan tensa—, hizo caso y aguzó sus sentidos también. Ni que decir tiene que lo que antes amenazaba duramente a su compañera, ahora blandía lacio cual ropa tendida al socaire.
El felino, en consonancia también, caminó más despacio olfateando siempre antes de adelantarse.
En segundos, Barael comprendió los temores de Rjrrr.
Al principio no eran de gran tamaño ni tan abundantes. Sin embargo, en cuanto los tachonados reflejos de la luna penetraban hasta suelo, resultaba difícil hasta para el duende blanco no apreciar la multitud de huesos de gato diseminados por el terreno.
Había cráneos, espinas dorsales, costillas…
Y luego más, y más, y más.
Barael exclamó:
—¿Es esto lo malo?
Rjrrr negó con la cabeza y le hizo callar.
Barael hizo ademán de responder pero de nuevo el frío en forma de afilada hoja visitó sus partes nobles.
Antes siquiera de que al duende blanco le diera tiempo a reaccionar, la tierra tembló petrificándolos a los tres.
Rjrrr miró en todas direcciones pero no vio nada; la cerrada oscuridad y el denso césped lo hacían casi imposible.
Barael miró hacia atrás encontrando supuestamente, POR FIN, “lo malo” de las pelotas. Algo que se acercaba hacia ellos corriendo bajo tierra. Y ya podía serlo, porque acojonaba de verdad de una manera que, si no resultaba ser el objeto de toda aquella desazón, ¡maldita la gracia que tenía!
Avisó corriendo a Rjrrr golpeándola en la espalda, y de nuevo el acero.
—¡Que no! Mira —concluyó girándole la cabeza.
La duende clavó entonces los talones en las costillas del gato y éste accionó sus patas tan velozmente que Barael casi acaba en tierra de no ser por su innata capacidad refleja de aferrarse a las caderas de una mujer en los momentos difíciles.
Ajena al gustazo de su compañero, Rjrrr espoleó al gato tratando de mantener a distancia la cosa, y lo que venía bajo tierra.
Pero resultó que aquellas malditas hojas de hierba no ha-cían más que abofetearles machaconamente el rostro, obligándoles a cerrar incómodos los ojos y la boca en una carrera frenética hacia lo desconocido.
Para su “consuelo”, el suelo tembló intensamente.
Rjrrr estaba frenética, el gato volaba, Barael se aferraba a sus lomos, el monstruo se acercaba y…, de repente, el camino se acabó: Toparon de bruces con una enorme empalizada.
El felino, presa del pánico, arañó histérico los rojos troncos maullando a más no poder.
Como escuchando sus plegarias, y antes de que el monstruo diera buena cuenta de ellos, una sección de la empalizada se abrió ofreciéndoles una entrada a la que no hicieron ascos.
Con el sonido de maderos recolocándose tras ella, Rjrrr reconquistó finalmente la tranquilidad perdida por un exiguo espacio de dos segundos pues, frente a ellos, un ejército de semidesnudas y formidables mujeres-duende los amenazaba ahora a lomos de una feroz manada de extraordinarias monturas-gato.
La pobre duende expelió sorprendida un grito aterrador.
No era para menos, Barael acababa de irse


* * *


—¿Quiénes sois? —les preguntó iracunda una duende cuyo único atributo diferenciador era la larga trenza que le serpenteaba entre unas prietas y semidesnudas carnes, cubriendo lo que a Barael más le hubiese gustado contemplar.
De hecho, tan enfadada estaba, que cuando éste le iba a contestar con una de sus mejores sonrisas tontas —esas que todos los especímenes básicos ponen ante un despelote tan confusamente desproporcionado— la duende le empujó despreciativa tirándole a un extremo de la tienda. Sólo quería la voz de ella.
Rjrrr se enfrentó enseguida:
—¡No golpear, ser amigo!
La duende exclamó soberbia esbozando una sonrisa:
—No hay duende amigo en Roja…
Barael se levantó:
—¡No le tolero que me hable en ese tono! Mi
—Sepa usted, “caballero” —interrumpió sibilinamente dogmática la de la coleta, marcando el rango—, que está prohibida la entrada de los duendes en Roja.
Barael, comprendiendo su complicada situación, respondió tratando de mediar:
—Entiendo su postura. Y le alegrará saber —pobrecico—, que no pretendo quedarme en su país. Ni en el país de Rojo tampoco: estoy de paso. Necesito ver a la reina Rojina. Ella ha de responderme una pregunta crucial para el destino del Continente Estrellado.
La duende parecía cabrearse a cada sílaba pronunciada.
Barael concluyó solícito:
—Necesito esa respuesta…
La duende le preguntó intrigadísima:
—¿Y se puede saber cuál es esa pregunta tan importante?
Barael, no muy convencido de contestar, exclamó:
—Necesito saber por qué el color blanco es el más importante de los colores.
A la duende se le encendió la mirada. Irguiéndose como una serpiente en posición de ataque, cruzó los brazos y vociferó:
—Es increíble. ¡Es, increíble! Te salvamos la vida (claro, que si sabemos que eras un duende no lo hubiéramos hecho); no te expulsamos en el acto de aquí; aún no te hemos destripado como la alimaña que eres y, te atreves, ¡INSOLENTE!, a cruzar el país con el propósito de insultar a nuestra reina en su propia cara. Debería CASTRATE aquí AHORA mismo.
Barael no hizo ningún comentario, sabía que nadie lo entendería hasta que no estuviera todo resuelto. Evidentemente aquella duende no iba a ser la excepción:
—Me gustaría marcharme cuanto antes —trató de resolver despidiéndose, en un acto estúpido e instintivo—. Les doy las gracias por haberme salvado pero, ahora, mi compañera y yo tenemos que partir. —Y buscó una salida. 
Rjrrr, por alusiones, les observaba embobada: nunca había visto tal cantidad de verborrea junta en toda su vida.
La amazona rio para sí apreciado la cómica representación. Más relajada, exclamó:
—En primer lugar: no sé cómo habéis podido llegar hasta aquí y, en segundo: si os dejara marchar, como queréis (que en realidad, era lo que debería de hacer), no llegaríais ni a mitad de la llanura: el monstruo os devoraría en cuanto salierais de la empalizada.
Rjrrr afirmó mirando a Barael:
—Monstruo malo. Monstruo malo. Yo decir.
Barael le preguntó a la guerrillera:
—¿El monstruo es lo que nos persiguió hasta aquí?
La duende asintió. Después, se acercó a su trono de pieles como si estuviera cansada, deprimida:
—Hace muchos años esta era una llanura por la que cabalgaban libres los gatos, procreando y desarrollándose. Llenaban todo de retoños que luego nosotras, las amazonas de Roja, criábamos convirtiendo en cabalgaduras del ejército más poderoso del continente. Un día —un fatídico día—, este maldito monstruo apareció y las gatas dejaron misteriosamente de parir. Al principio no le dimos mucha importancia, pero cuando nuestras gatas comenzaron a desaparecer sin ningún tipo de explicación, nos asustamos. Luego, cuando nos encontramos los restos, nos echamos a temblar. Con el tiempo, los ataques se fueron haciendo tan frecuentes e indiscriminados, que tuvimos que refugiarnos en esta empalizada. Y así hasta ahora.
Barael se acercó a la amazona:
—Pero, ¿qué es ese monstruo?
La guerrillera respondió:
—Ni idea.
Barael volvió a sus cavilaciones:
—¿Qué hay de nosotros?
La duende les miró, sonriendo sardónicamente.


* * *

—Bueno Rjrrr, ya lo he conseguido —lamentó Barael atado de espaldas a la duende con un tronco de por medio.
El estacón en cuestión estaba clavado a poca distancia de la empalizada. Fuera de ella, evidentemente.
Rjrrr apostilló:
—Tú razón. Tú ser gafe.
En lo alto de la empalizada, la guerrillera que horas antes les hablara “amablemente” y que después —al término de sus compañeras— (hay que ser solidaria) se pasara por la piedra a un exhausto Barael, se erguía triunfal saboreando los últimos aromas de aquella noche.
Sin preámbulos, gritó dispuesta a la llanura:
—Oh, monstruo que asolas nuestro campo. Oh, ser de las tinieblas que matas a nuestros gatos. Aquí te ofrecemos un sacrificio. Con él, esperamos aplacar tu ira e implorar tu misericordia.
Barael y Rjrrr miraban asustados el pedregoso suelo. Se sentían decepcionados, sobre todo Rjrrr. Ella no era duende-hombre. Ella no merecer castigo. A Barael, sin embargo, le temblaban las piernas. Desde luego su paso por Roja no lo olvidaría jamás. Claro que, a lo mejor, ese jamás iban a ser unos segundos, porque estaba, de nuevo y por enésima vez: EFECTIVAMENTE <<ding>>, <<¡Premio y una botella de lejía!>> más que jodido…
Las amazonas se encaramaron alrededor de la empalizada buscando sádicamente con la mirada la monstruosa aparición. De pronto, a lo lejos, sonó la estúpida vocecilla:
—Por allí viene, al este.
Todas las duendes y Barael miraron en la dirección indicada.
Efectivamente, por el este, algo se acercaba rasgando la tierra.
Barael agarró a Rjrrr. Ésta, repitió histérica:
—¡Brel, tú gafe! ¡Tú, gafísimo!
—¡YO SABER! ¡YO SABER! ¡CAGARLA MUCHO! ¡SER GILIPOLL
Nadie oyó nada más. Con un inexplicable crujido, la voz de Barael desapareció ahogándose en una tremenda caída hacia las profundidades del mundo de los duendes. El monstruo les había alcanzado dando cuenta de cuanto pusieron en su ofrenda. Cuerpos, tronco, terreno.
Menos mal, de no ser así, seguramente Barael no hubiera resistido otra noche más dentro de la empalizada.
Las duendes gritaron jubilosas.




[1] Viendo las estrellas, en términos coloquiales.   



(c) Rafael Heka ;-)

sábado, 13 de mayo de 2017

Crónicas Globulares 44: Las reinas también lloran..., aunque ellas tienen quien les suenen los mocos




Aquella pasarela era soberbia.
Soberbia y tan enorme que se permitía el lujo de insultar altanera a las leyes naturales internándose en el mar más allá de lo que la vista podía discernir.
En ella, sentadas sobre una alfombra de plegables sillas de rubí que celosamente lamían un exiguo pasillo central frecuentado por modelos, millares de sofisticadas duendas vestidas de alta costura permanecían atentas. ¿El motivo? No perderse ni un detalle de las nuevas colecciones de las diseñadoras más reputadas del país, enfundadas en las duendes más escuálidas y estresadas con las que también contara el reino. El típico ramillete de desfiles de esos en escuadrones intermitentes de a dos con muchachas que caminan tratando de no desmontarse imitando a los caballos, la mirada perdida, un pecho fuera y la peluquería y maquillaje propios de un internado de salud mental. Un placer propio para los sentidos estéticos más exquisitos que partía del Salón de la Moda del Palacio de Rubí y debía de morir en algún lugar indeterminado a medio camino entre ni puta idea y a tomar por el culo. Menos mal que era recta, si no más de una se hubiera perdido en lontananza o hubiera sufrido el injusto chamusque de su inhabitada y tierna CPU. Toda una faena, pues la gracia del evento y la satisfacción personal de aquellas muchachas (así como la capacidad de los diseñadores por conservar la cabeza sobre los hombros) se supeditaba a la sutil expresión en la mirada de una concentradísima reina Rojina a la que parecía hubiesen clavado en aquel bello trono de rubíes del ya indicado salón de partida.
Por lo que fuera —y apostaría algunas de mis historias a que el hecho de haber sido también una de esas muchachas tiene mucho que ver—, la reina atesoraba aún un potente atractivo escondido tras aquella longevidad inconfesable y ese arrebatador vestido de terciopelo rojo que tanto realzaba su exuberante figura. Ni aquella corona tallada en rubí con cuarzos y mármoles ocultando el recogido de sus rosáceos cabellos, ni sus brillantes pendientes de estrella de mar, podían igualar la viveza de una mirada que ya empezaba a acusar un tremendo cansancio a juzgar por las sombras rosáceas que afloraban bajo sus adormecidos párpados.
Desde muy temprano, en lo que parecía una cinta transportadora sin fin, las modelos repetían la misma peregrinación machacante en el aburrido juego de pasar frente a ella, recorrer pasarela y regresar despareciendo por las cortinillas de mutis. Una y otra vez, una y otra vez…
También hay que decir que aquél era un desfile especial[1]: se pasaban modelos postmodernistas de Rignia Roch (a base de algas granas con abalorios) y complementos de otra gran diseñadora, Rana Rold, en motivos carmesí simulando hojas bermellonas[2]. En condiciones normales los eventos similares resultaban más cortos o más amenos.
Claro que, en condiciones normales, la reina tampoco observaba el desfile con la particular tristeza que la estaba destrozando en aquellos instantes. Su afilada atención hubiese oscilado inteligente entre las escuálidas perchas rotatorias y los comentarios superfluos de las damas allí congregadas, tratando de extraer un equilibrio entre belleza e interés digno de ser aprovechado posteriormente en confección.
Desgraciadamente no estaba resultando así. Y lo que era aún peor: le estaba importando todo una mierda.
Sin miramientos, se levantó del trono y abandonó resoluta el Salón de la Moda dejando tras de sí un centenar de miradas de asombro.
Su criada personal, asustada, corrió tras ella:
—¡Majestad, Majestad!
La reina, muda, subió a sus fastuosos aposentos y se tiró melancólica sobre su gran cama de doseles rojos.
La ayuda de cámara entró rauda en la habitación.
—¿Qué os pasa, mi señora? —preguntó mientras se arrodillaba humildemente ante ella.
La reina Rojina se levantó pesadamente y se acercó a un enorme balcón desde el que se podía divisar el desfile, el mar y prácticamente todo el reino de Roja. Las espectadoras (en o sea) murmuraban mirándola de reojo, incrédulas a lo que habían presenciado.
Qué desfachatez. Qué despropósito. Qué cojonazos…
En esto último tenían razón. De hecho es posible que se los estuviera pisando porque no había forma de que contestara a la preocupada mujer.
La ayuda de cámara se le acercó de nuevo y se arrodilló otra vez para perjuicio de sus doloridas tabas:
—Mi reina, ¿qué coño[3] le sucede?
La reina miraba con repugnancia la pasarela.
—Contésteme, Majestad: ¿se encuentra bien, hija de la
Sin ningún tipo de explicación, la interpelada rompió a llorar.
La doncella se levantó entonces solicita y la abrazó apenada.
La reina, entre sollozos, balbuceó finalmente:
—Estoy harta. Me siento sola.
—Pero Majestad, si tiene todo un país a sus pies hasta los mismísimos de sus gilipolleces. 
La reina la miró con impotencia. Sollozando, continuó:
—Lo sé. Y todas sois muy buenas conmigo, pero yo…, yo…, le echo tanto de menos…, tanto…
¡Su puta madre!, acabáramos…
La asistenta, cogiéndola de sus enguantadas manos, la acompañó a la cama.
Allí la recostó, le quitó la corona, acercó un taburete que descansaba en el tocador y se sentó junto a ella tratando por enésima vez de reprimir aquellas ansias homicidas que últimamente buscaban reventarle la cabeza a candelabrazos.
Ranuja llevaba siendo la confidente, la amiga, la compañera, la ayuda de cámara y la chica para todo de la reina Rojina, desde que ésta y el rey Rojnald se separaran dividiendo el país en dos —parafraseándome, como entre desde hace la hostia y ni te acuerdas—. Y pese a que no era tan mayor como ella, tenía un buen pico de traicioneros años aguardando delatarla a cada soplapollez de su monarca, cosa que, como se ve, ocurría bastante a menudo. Por lo demás no destacaba demasiado por nada en concreto: una rojiza pelambrera en tres moños, un austero vestido de seda roja colgando de una esquelética constitución y una avinagrada cara ausente de pinturas u otros complementos de reclamo sexual.
Vamos, un pobre ser hasta las tetas de todo, pero capaz de poner cara de seta y repetir:
—Echa usted de menos al rey Rojnald, ¿verdad? Pedazo de perra.
La reina asintió sollozando.
Claro…
—Pero mi señora, ¿quién necesita a los duendes… Ahora de jodes y te rascas con los mástiles de tus puñeteros pendones, como todas. Mira que echar a los hombres. Ya hemos discutido esto cientos de veces.
La reina puso pucheros y respondió:
—Yo, yo…, le necesito.
—Pero…, ¿para qué, mi Reina? Bastante bien lo sé ¿Para que la ignore como lo hacía? ¿Para que desprecie todo aquello que usted realice? Su Majestad, usted no le necesita. Aquí tiene todo lo que la pueda hace falta ja, ja, ja, y una polla; bueno, eso no, ja, ja, ja: amigas, criadas, desfiles de moda todos los días. ¿No le agrada ver tantos vestidos bellos, día sí, día también? ¿Zorra?
La reina se puso boca abajo en la cama ofreciendo inconscientemente su culito respingón sin dejar de llorar desconsoladamente:
—¿Y para qué sirve tener amigas si no tienes un compañero al que contar lo que te han dicho?, ¿para qué sirven las criadas, cuando puedes tener a alguien que te serviría con amor, sin pedirte nada a cambio?, ¿para qué sirven tantos vestidos relucientes, si no tienes a nadie a quien seducir o enamorar con ellos?
¿Para qué me sirve este conejo si no ve las zanahorias? ¡Venga, va! Tú quieres que te apuñalen el buñuelo y punto.
—Mi Reina, aunque el rey Rojnald estuviese aquí tampoco la escucharía. Ni la serviría con amor. Ni le diría que le sienta bien la ropa. ¿No se da usted cuenta de que no sirve de nada llorar?
La reina se volvió y le dijo sujetándose unos doloridos pechos:
—Ya sé que no sirve de nada, pero me siento triste y tengo ganas de hacerlo. ¡¿PUEDO, O NO PUEDO?!
—Sí, mi señora HIJA DE LA GRAN PUTA. Sí puede.
—No, porque si no puedo, me lo dices y ya está: Con sustituirte, lo tengo arreglado.
—No se preocupe, Su Majestad: puede llorar, si quiere, de aquí a que se sequen las aguas del mar. Yo estaré siempre a su lado, ja, ja, ja, una mierda como el sombrero de un picador y… ¿sabe por qué?
—¿Por qué, mi querida Ranuja?
—Por lo agradable y magnánima que es usted a veces.
—Mira Ranuja…, no empieces con cachondeo que…
—Sí, ya lo sé. Que me sustituye. Pero ¿sabe usted una cosa? Esta noche, sí, sí, esta misma noche, en cuanto salga de aquí perdiendo como loca las bragas, la que suscribe follará con su novia y entre ambas se limarán un nuevo juego de dieciséis intruders infernales a veinte uñas mientras USTED se retuerce “toa sesy” sin nadie que se la clave. ¿Por qué cree que estoy tan delgada y tan pálida? De lo bien que me lo paso. ¡Destrozaita estoy…!



[1] Por favor, a partir de aquí, y en lo que queda de párrafo, me gustaría que imaginasen en un tono pijo, pijo, pero PIJO. O sea, o sea, ya me entienden. Así como de Borjamari o Pocholo. Moviendo la lengua pero sin mover los labios porque tenemos mucho botoxxx inyectado, ju, ju, ju, ju. 
[2] Ya pueden volver a la normalidad cerebral.
[3] Pensó, obviamente, sin pronunciarlo en público. 



(c) Rafael Heka ;-)

sábado, 6 de mayo de 2017

Crónicas Globulares 43: Rjrrr

Si os perdéis este tráiler os arrepentiréis@,
si no leéis los libros de Stephen King, os condenaréis...

A lo nuestro (la semana que viene hablaremos de American Gods). Música, música, ¡MÚSICA!, Maestro ;-)




El duende blanco caminaba con dificultad por la estrecha vereda que discurría en torno a aquel peligroso desfiladero. El terreno accidentado, pedregoso e incómodamente lindado a las izquierdas por un recio muro de piedra roja no hacía más que acrecentar su ansiedad con sus soterradas incitaciones al descalabramiento.
Según le contara el portero en el corto rato que decidió acompañarle (más por sonsacarle que por instruirle, y justo hasta la irrupción del acantilado), aquel era el famoso Muro de la Discordia. Cuando ya muchísimos años atrás el reino de Rojeria se dividió en dos (el Reino de los Duendes Rojos o Reino de Rojo y el Reino de las Duendes Rojas o Reino de Roja), ambas partes se pusieron de acuerdo para edificar un muro que dividiera el país en dos partes exactamente iguales y simétricas. Una obra faraónica que tardó muchos años en ser construida. Por un lado las duendes levantaron su gruesa empalizada de rubíes mientras por el otro los duendes alzaron rocas y rocas hasta conseguir quedar aislados por completo. La discordia que había hecho dividir el país ya nadie la recordaba pero la hostilidad, desgraciadamente, aumentaba con el paso del tiempo y nadie parecía tener ya el más mínimo interés por solventarla. Quizás él lo hiciera. Todo era posible: llegar a la corte de Rojo, escoñarse grotescamente allá abajo, que aquel carroñero graznante le arrancase los ojos.
¿Carroñero graznante? ¿Arrancar? ¿Ojos?
El enorme bicho, como si en aquel justo momento le hubiera leído el pensamiento, descendió desafiante con ojitos de sincera amistad teniendo muy claro su necesidad imperiosa de inflarlo a caricias.
Barael aceleró entonces la marcha a pesar del enorme peligro que esto representaba para su propia integridad física. Una integrad física investida hortera e indignamente de unos pantalonzucos de cuero rojo y una camiseta (obsequio de su nuevo admirador, a la orden de <<ropa de macho>>) a juego con el mefistofélico entorno. No sabía qué le iba a dar más rabia, si que se lo merendara el bicho o que lo hiciera vestido de chulo de playa.
El carroñero hizo caso omiso a la disyuntiva siguiéndole a corta distancia. No era racista. Para él todo lo que se movía por ahí abajo era comida con la que apaciguar esa sensación criminal que le brotaba a veces desde el estómago.
Barael se intranquilizó (por no decir otra cosa con pelos), cogió su zurrón, sacó un trozo de carne seca de abeja y la lanzó en dirección al carroñero. Quizás aquello lo contuviera.
Éste la cazó al vuelo, la engulló y graznó agradecido por la tapa mientras se tiraba en picado a por su benefactor, deseoso ya de carne magra y palpitante. ¡A buenas horas con fruslerías!
Todo estaba perdido. Iba de culo, cuesta abajo y sin frenos, por lo que emprendió a la desesperada una carrera totalmente irracional, convencido de estar viendo ya al de la guadaña tamaño familiar sonriendo cruelmente de oreja a oreja.
El carroñero, en respuesta también, abrió sus fauces y le tiró un buen mordisco. Ya sabéis, uno de esos que defenestran búfalas calvas de tropecientos kilos y de paso siegan el monte. El pobrecico dio un instintivo salto para esquivarlo y… lo esquivó. De lo que no se dio cuenta fue de que su salto le precipitaba de lleno al abismo que tanto había intentado evitar.
Como el Coyote en una de los Looney Tunes su cuerpo cayó y cayó y cayó, hasta que las rápidas garras del bicho se le clavaron salvajemente en la espalda detonando un par de tremendas deflagraciones sanguíneas. Antes de haber podido abrir otro nuevo cráter en el Valle de los Hoyos, Barael se desmayó.
Un poco de inercia, músculos, batir esforzado de alas y listo. El carroñero levantó triunfante el vuelo más contento que Jason[1] en una guardería y se cruzó en apenas un pestañeo el Muro de la Discordia camino de Roja. Una corta travesía desgraciadamente delatada por la verde sangre del duende pues, de repente (ahí lo de corta), una saeta rasgó el aire sentenciando un último verso de esa justicia que apellidan poética.
El carroñero buscó estúpidamente pero no captó la visual hasta ser demasiado tarde. El asta de acero impactó en su pecho lanzándolo hacia atrás como si se hubiera empotrado contra un obstáculo invisible o Harry Callahan hubiese apretado el acerado gatillo de su 44 Magnum. Las pupilas se le dilataron, un dolor insoportable lo laceró, sus garras se abrieron y el cuerpo inerte de Barael cayó al vacío, terminando entre las rocas tras cientos de metros de vueltas y trompicones. Molesto, el animal se retorció en el aire tensando su musculatura precipitándose también al vacío más muerto que vivo pocos instantes después.
Allí se retorcía agitando las alas y borboteando sangre por el pico, cuando a los pocos instantes un felino enorme con la piel jaspeada de rojo y rosa se abalanzó sobre él y le arrancó la cabeza de un mordisco. Tras él ascendió de entre las rocas una duende. Una duende de gran melena y coletas, cubierta pobremente con pieles desgreñadas.
Acercándose al cadáver del carroñero posó su arco en las rocas, colocó uno de sus robustos pies en el pecho del ave y le arrancó enérgicamente la flecha ante la mirada inquietante de su gigantesco gato.
Después limpió la flecha, la guardó en su carcaj y le arrugó la nariz señalando una peña distante.
Sin más, el animal desapareció raudo y sigiloso.
La duende hincó entonces una rodilla en los pectorales del carroñero y comenzó a despellejarle ayudándose de un tremendo cuchillo que le hacía las veces espada, amedrentadragones y mondadientes. Por lo visto era un regalo de un tal Dundee, o algo así…
Pero bueno, vamos, que para cuando ya estaba terminando, el gato regresó con el cuerpo de Barael entre sus fauces, lo posó junto a ella y se recostó panchamente como sólo pueden hacer los gatos que parece que te perdonan la vida. (Aunque en este caso fuera literal. No quisierais imaginar lo imponente de este bicho y la mala leche que se gastaba).
Y sin embargo en sus lomos terminó todo. Las pieles, el cuerpo del duende y el trasero de su compañera. Una carga que humildemente transportó peñas arriba una vez que su compañera aferró sus tupidas crines y lo espoleó cariñosamente con sus desnudos talones.


* * *



Some time after



Like a victim of a black saturday[2]@ Barael entreabrió sus párpados.
Estaba todo oscuro, muy oscuro.
Pese a que no podría distinguir un dolor focalizado, los costados le ardían algo más que el resto. Creía recordar algo, pero no lo tenía claro.
Tampoco recordaba quién era. Ni qué significaba aquel borrón que le pasó cerca.
Notó una calidez en su espalda, luego un nuevo dolor y se volvió a desmayar.



Time…



* * *



More time



Se despertó sobresaltado. No veía nada. ¿Will he be in a  panic station[3]@? ·%%$&/
—Agua, agua —gritó.
Una claridad se le acercó y sus labios sintieron humedad.
Bebió con ansia y se volvió a dormir.



Much longer



* * *



But much longer...



Estaba boca abajo. Lullaby[4]@. ¡”·$%&/()=?
Le costaba abrir y cerrar las manos. Sobre todo la izquierda.
Giró la cabeza para mirársela pero el dolor le hizo perder de nuevo la consciencia.



An awful lot of time



* * *



Insane amount of time…



Se asustó. Una duende con la cara muy sucia le miraba fijamente. ¿A personal Jesus? [5]@ Maybe…RRRRRRRRRRRR.
Se encontraba cansado pero con la sensación de que todo lo peor había pasado.
La duende le sonrió con cariño posándole una de sus manos en la frente.
Barael se miró agradeciendo el gesto sin poder ver mucho, su cuerpo permanecía aprisionado bajo una tupida piel que pesaba como mil demonios.
—Gracias —exclamó fatigado.
La duende le puso enseguida un dedo sobre sus labios haciéndole callar.
Quiso levantarse, pero al incorporarse un tremendo mareo se apoderó de él. ¿Fade to grey[6]@? ajjaj.



Time after time[7]@



* * *



A T.A.R.D.I.S. time



Al despertarse se encontraba solo. This is beginning to feel like the dog wants a bone, say: la, la, laaaa, la la lalala…DLZ[8]@.
Todavía le dolía la espalda, pero se sentía bien (In fact felt hyperactive[9]@) así que se incorporó lentamente tratando de que el mareo y los accesos de vómito no lo dominaran.
Lo primero que descubrió es que vestía un montón de pieles; unas cálidas y tupidas pieles rojas. Después, que se encontraba en una cueva.
Caminando torpe y dolorido fue hacia la salida.
Descorrió una piel que cubría la entrada, salió al exterior y, como buen capullo, se comió unos cuantos kilos de solitrones. (Es decir, que se le iluminó la almendra como una de esas calaveras de cristal vuestras frente a los faros de un camión).
Cuando sus ojos se acostumbraron a la claridad y, temerosos, retomaron su posición habitual, contempló un rojo paisaje muy agradecido de no haberse matado pues, contra todo pronóstico, se balanceaba afortunado en la cornisa de lo alto de un gran risco, un risco de roca roja. Un risco igual al de cientos de riscos rojos que se apiñaban majestuosamente cubriéndolo todo mientras el cálido fulgor de un rojizo sol bañaba sus cumbres peladas.
Un sonido de agua corriente lo hizo volverse comprobando que cerca de allí fluía un arroyo de aguas encarnadas.
Se acercó con cuidado, colocó sus manos en forma de cuenco y, agachándose, sació su sed.
Sabía bien, estaba fresca.
Cogió un poco más y se lavó.
En ese momento una mano se posó suavemente en su espalda.
Sobresaltado, se volvió.
Era su salvadora.
Tenía la cara sucia y le miraba cariñosamente.
El duende se levantó aprovechando para secarse.
—Hola —le dijo.
La duende no contestó. Le cogió del brazo e hizo ademán de llevárselo a la cueva.
Barael se soltó diciéndole cordialmente:
—Estoy bien. No quiero acostarme.
La duende, sin hacerle caso, gruñó y le cogió otra vez.
Barael no se resistió y la acompañó. Igual comía algo, porque la verdad es que tenía un hambre de mil pares.
Una vez en la cueva, la duende, bruscamente, le tiró al camastro y se le puso encima.
Barael se quejó por las heridas sin obtener clemencia.
Asustado, exclamó:
—¿Qué…?
Y no pudo decir más. Es verdad que la duende estaba encima y que le dolía mucho todo el cuerpo, pero no parecía que ella quisiese hacerle daño. Sobre todo por cómo movía su pelvis tratando suavemente de colocarla en el lugar adecuado sin producirle más que una agradable sensación.
Repentina e impulsivamente le besó en los labios cortándole la respiración.
Al principio intentó resistirse, pero eso duró poco.
Tras el beso, la duende le miró contenta a los ojos.
Barael la apartó, la cogió amablemente del brazo y la llevó al arroyo. Allí le lavó la cara y la miró otra vez[10].
Era bella, muy bella.
La duende se tocaba la cara sorprendida por la sensación.
—¿Quién eres? —le preguntó.
La duende, sin dejar de tocarse el rostro, no contestó.
—¿Cómo te llamas? Yo me llamo Barael.
La duende lo miró incrédula: no comprendía.
Barael se llevó la mano al pecho diciendo:
—Yo me llamo Barael. —Después llevó la mano al pecho de la duende y dijo:
>>¿Tú…?
La duende abrió tímidamente sus labios y exclamó:
—Rjrrr.
—¿Rjrrr?
La duende asintió humildemente.
—Bueno. Es un comienzo —continuó el duende blanco.
Entonces sus tripas rugieron explícitamente.
—¡Oh! —exclamó mientras las miraba—. Creo que necesito comer.
La duende lo miraba imbécil.
Barael hizo el gesto apropiado llevándose una mano a la boca:
—Tengo hambre.
La duende emitió un sonido gutural de aprobación y le pidió amablemente que entrara de nuevo en la cueva. Allí le sentó en la cama depositando a su lado unos extraños frutos de color rojo con forma triangular y bulbosa.
Barael cogió uno con ansia para llevárselo a la boca cuando la duende se lo arrebató reprendiéndolo con la mirada.
Después, peló un extremo y se lo mostró a Barael.
Éste, comprendiendo, lo termino de pelar y comió.
La duende le besó en una mejilla y salió al exterior[11].
Las frutas estaban ricas; eran sabrosas; sabían muy bien.
Claro, que aunque no hubiera sido así, las habría devorado con igual ansia, seguro.



One eternity, three million of tablets and subsequent brain surgery



Virus neuronal electro-musical depurado



Buff, por fin. Quién me mandaría escuchar la puñetera Baby Blue[12]@.
Ah sí, Heisenberg :-P
Sorry…
“·$”·$
Qué coño, y ésta de regalo @

  


[1] Por favor, no confundir con el argonauta. Éste al que nos referimos es el trastornado de la máscara de hockey de las películas de terror de los años 80.    
[2] Mando Diao.
[3] Muse.
[4] The Cure.
[5] Depeche Mode.
[6] Visage.
[7] Cindy Lauper.
[8] TV on the Radio.
[9] Thomas Dolby.
[10] Ja, ja, ja, ja. Sí, claro, pero tras el pedazo de polvazo que se echaron bajo aquellas amorosas mantas. Le dolería todo, pero cuando la muchacha se arrancó las pieles de arriba, el refrán de polla dura no cree en Dios se hizo carne. Ángelicos… Sí que tenían hambre, sí.
[11] Remitirse, por favor, a la nota 118. :-D
[12] Badfinger. ¿Queda claro que deberíais ver Breaking Bad...? :-D