Rjrrr zarandeó fuertemente a Barael. No
podía creer lo que estaba viendo.
El duende blanco tampoco podía (llevaba
inconsciente al menos media jornada) así que, “cariñosamente”, un nuevo
zarandeo de su compañera le puso sobre el reino de los vivos con el típico
sobresalto estúpido.
En cuanto echó una ojeada a su alrededor, el
duende blanco descubrió que la inquietud de su compañera —por una vez— estaba
justificada: parecían encerrados en una inquietante habitación de metal repleta
de hipnóticas lucecillas de colores. Lucecitas que se encendían y que se
apagaban, que se encendían y que se apagaban, que se encendían y que se
apagaban.
Rjrrr exclamó:
—Brel. Sitio raro. ¡Sitio malo! Tripas de
monstruo extrañas.
Barael, que realmente no estaba muy
convencido de permanecer aún con vida, se acercó a una de las paredes en la que
había dibujada una puerta repleta de lucecitas que se encienden y se apagan,
que se encienden y se apagan, que se encienden y se apagan.
Perdón…
Ésta se escamoteó enseguida en la pared
asustándolos de verdad. Rjrrr, de la impresión, dio con sus hermosas posaderas
en el frío suelo de metal mientras Barael (ahora fijo que sí) asumía aquello
como la antesala a lo que hubiera más allá de la vida. Eso sí, le hubiera
quitado alguna que otra lucecita de esas que se encienden y se apagan, que se
encienden y se apagan, que se enciende, aghghghgh.
Tras unos segundos de zozobra, se asomó.
Sentado a una consola de mandos con luc/
holgaba un pequeño duende de piel negra.
Era calvo, muy calvo, como una bombilla de
esas de las/ y vestía un raro traje de piel negra brillante.
Barael se acercó estupefacto.
Frente al maquinista había una superficie
grande de cristal por la que, gracias a unos potentes focos, se apreciaba cómo
un enorme taladro penetraba en la tierra seccionando cuanto encontraba a su
paso a la vez que impulsaba al artefacto con un movimiento vibratorio muy
agradable. Por unos redondos ventanucos ubicados a ambos lados del habitáculo
se podía ver la tierra pasar a toda velocidad, fruto del desalojo de la materia
taladrada.
Barael se acercó más.
El duende, advirtiéndolo, giró su negro
sillón. Muy sonriente, mostrando una majestuosa e impecable dentadura que
brillaba como/, exclamó:
—Bienvenidos.
Barael contestó suavemente mirando en todas
las direcciones:
—¿Hola?
El pequeño duende se levantó solícito
invitándole amablemente a que se sentara junto a él, pero no pudo ser: Rjrrr
acababa de irrumpir en la estancia comenzando a chillar horrorizada presa del
espectáculo incomprensible de aquella sofisticada cabina de control.
Barael se acercó rápidamente hasta ella:
—Tranquila, amiga. Tranquila. No estamos
muertos, estamos dentro del monstruo. Esto es el monstruo. —Y miró al duende
negro buscando apoyo.
—No ha de preocuparse —continuó éste
recogiendo la misiva—, no existe tal ser fantástico. Esto no es más que una
máquina. —Después, viendo la expresión bobina de la duende, se quedó pensando y
continuó—: Un gato de metal que camina por la tierra en lugar de por las
praderas.
Rjrrr (para nada convencida) se sentó algo
más tranquila en un sofá de la sala mullido, negro y sin pelos. Algo extraño
para ella.
El duende negro invitó a que Barael hiciera
lo propio al lado de su compañera mientras él se sentaba de nuevo al mando de
los controles.
Apretando varios botones, hizo que las luces
que iluminaban el túnel/ aumentaran de intensidad.
—Me llamo Néjrix —exclamó en voz alta
mientras parecía tratar dificultosamente de mantener controlado el volante de
dirección—. ¿Vosotros?
—Yo me llamo Barael. Ella es Rjrrr
—respondió el duende con presteza—. ¿Qué hacemos aquí?
El duende negro apretó un botón y los mandos
comenzaron a moverse solos.
Insatisfecho, se levantó:
—Bueno, pues ya está —exclamó tratando de
ocultar parte de su frustración—. En control automático. Bien. —Y frotó sus
manos sentándose en otro sillón que había frente a ellos.
Con miles de lu/ reflejándose es su
brillante calva, habló de nuevo centrando toda atención sobre sus “nuevos
invitados”:
—Pues bien, queridos amigos y sobresaltadas
víctimas, para vuestra información, estáis dentro del aterrador monstruo de la
Llanura de los Gatos. ¿Qué os parece? —concluyó indicando con satisfacción
cuanto les albergaba.
Barael contestó simplón:
—Hombre, no es fea…, la verdad. Pero nos
hemos cagado de miedo.
—Ja, ja. Gracias, gracias. A eso iremos
después. Lo cierto es que estaría muy orgulloso de ella si no fuera porque no
es capaz de hacerme volver a casa.
Barael, aturdido y pensando en lo suyo,
preguntó sin hacerle mucho caso:
—Pero, vamos a ver, entonces…, ¿todo lo que
ha sucedido arriba lo ocasionó usted?
El duende les miró con tristeza:
—En primer lugar te agradecería que no me
llamases de usted; llámame ¡CUQUI! Ja, ja, ja, ja. No, es broma. Y NO, yo no he
hecho nada. Esas piradas de ahí arriba son las que se han montado la película.
Yo, hace ya algunos años, cuando construí esta máquina, ehmm, pues… No, veréis,
mejor empezaré por el principio principio: yo, en Negrontia, el país de los
duendes negros, era ingeniero de máquinas —ambos duendes le asintieron ceñudos
sin pajolera idea de lo que era aquello pero con la firme intención de que
aquel colgado les aclarara de una vez si les iba a ayudar o sólo trataba de
divertirse antes de hacerles trastrás
por detrás (obviaremos su supuesta capacidad a tenor de su color de piel y el
hecho de que ya pasara su vida taladrando cosas)—. En mi trabajo, diseñaba
aparatos que permitieran ampliar los conocimientos de la raza duende. Uno de
estos aparatos, era esta taladradora —la balanza se inclina hacia el
infortunio—. Cuando la construí, pensaba poder explorar y descubrir los
secretos que escondía el planeta: sus minerales, sus cuevas, sus mantos;
escribir sobre sus leyes, sus más recónditos paisajes. Vamos, hacer todo lo que
se pudiera en pos del beneficio común —¡Na!, falsa alarma, guardad las
palomitas. :-D
>>Desgraciadamente, el día en que
decidí sacarla a pasear, algo salió mal. Como más tarde descubrí, su sistema de
orientación (que no había revisado porque, burro de mí, me creía infalible)
(Más me hubiese valido desnucarme contra un yunque) no estaba en perfecto
estado haciendo que me saliera del país y cruzara erróneamente distancias desproporcionadas.
Claro, para cuando me di cuenta, ya estaba a hacer puñetas de poder
solucionarlo. Concretamente aquí, en Rojeria.
—¿Y los gatos desaparecidos…? —instigó
Barael.
El duende continuó:
—En mis viajes, de vez en cuando (sólo de
vez en cuando), atropellaba sin querer a algún gato y, claro, como yo no vivo
del aire, y la comida que fabrica la máquina es así como digamos, un mojón con
tropezones, pues… recogía los restos y me hacía unos guisos que te daban la
vuelta a los dedos de los pies —al ver que le miraban con repugnancia, desvió
el tema—. Bueno, pues eso, que como estaba tan perdido, llegó un momento en que
me di cuenta de que estaba perjudicando a la población de Rojeria, la cual,
curiosamente (y dicho sea de paso), siempre me pareció estar compuesta, en su
mayoría, por mujeres medio en pelotas. No veas qué gusto me ha dado ver un
duende —exclamó francamente agradecido en dirección a un Barael que no hizo
mucho caso, por si acaso—. Pero sigo, que me desvío. —Miradita
con reflejo adverso por parte de Rjrrr y constricción de ojete para Barael—.
Dándome cuenta del daño que hacía, intenté tomar contacto con algún duende
pero, cada vez que detectaba alguno (de churro, claro, porque con el
desorientador averiado no sé nunca adónde voy), éste salía corriendo. Nunca
conseguí encontrar a alguien que me ayudara o, por lo menos, me escuchara
contar esta historia. Así que estoy que lo peto… —Nueva miradita.
Barael no entendía mucho aquella jerigonza
subversiva pero le preguntó preocupado tratando de no desconcentrarse:
—¿Y ahora? ¿Adónde nos dirigimos?
El duende negro se levantó del sillón,
marchándose a la consola de mandos:
—Exactamente, no lo sé. Desde hace tiempo
vago por los abismos insondables a la espera de encontrar algo que me sirva de
orientación.
Barael pensó con rapidez:
—¿Y ese sistema de orientador, no tiene
arreglo?
—Sí —respondió.
—Joder, ¿Y por qué no lo reparas?
—Porque las piezas que necesito están en mi
laboratorio.
—¿Y sin esas piezas no hay posibilidad de
arreglo? —preguntó ya desesperado.
—Me temo que no —respondió Néjrix con una
cara de resignación que a Barael le hubiese encantado recolocar a martillazos.
—¿Y cómo piensas regresar a tu país?
—volvió. Se negaba a creer que alguien tan inteligente adoptara una postura tan
propia de un representante público.
—No lo sé, este aparato tiene unos sensores
que pueden detectar cualquier material que yo le introduzca en la memoria. Una
vez localizado, él sólo se pone en automático, dirigiéndose hasta allí. Sólo
tiene una pega, y es que su radio de acción no es muy grande. En Negrontia hay
un mineral calcáreo muy específico que sería ideal. Si consiguiera aproximarme
lo suficiente a mi país, aunque fuera de manera casual, la taladradora
reconocería el metal llevándome de vuelta a casa.
Barael se quedó pensativo:
—Oye, ¿por casualidad…, vamos, porque sería
la pera claro…
—Dime.
—¿Tú
no sabrás por qué el Blanco es el más importante de los colores?
El duende rio a carcajadas:
—No…, no. Me temo que no.
Se hizo el silencio:
—¿Eres de Blancuol, verdad? —preguntó
Néjrix.
—Sí —respondió Barael—. ¿Por qué lo
preguntas?
—Porque he oído cosas. Rumores, ya sabes. Tengo entendido que no os van
muy bien las cosas por allí.
Barael asintió agradeciendo el eufemismo.
De repente, la taladradora frenó bruscamente
precipitando al suelo el cuerpo de Rjrrr y Barael, a la vez que Néjrix se
empotraba contra la consola de mandos.
—¿Qué ha pasado? —preguntó el duende blanco
mientras se levantaba.
Néjrix maldecía su suerte:
—…dita sea. Hemos encallado en rubí. ¿Cómo
es posible?
Barael miró al exterior: Efectivamente,
habían topado con un enorme rubí. Uno proporcionalmente obsceno.
Palancas abajo y giro los controles, la nave
tembló pero salió triunfante del atolladero.
El duende negro enjugó su sudor. Estaban
relativamente salvados.
—¿Esta taladradora no perfora el rubí?
—preguntó Barael.
—Me temo que no, muchacho.
Aquello le sugirió algo a Barael:
—Néjrix, he de pedirte un favor.
Néjrix giró el sillón de control para verle bien
la cara:
—¿De qué se trata?
—Necesito tu máquina.
—¿Para qué?
—Para llegar a un lugar.
—Pero si no funciona su orientador. A ver si
te crees tú que, funcionando, iba a estar yo aquí.
—Ya, pero a donde yo me dirijo, sí que me
puede llevar.
—¿Seguro, duendote?
—Seguro, J —y se quedó maravillando,
contemplando la belleza del rubí y el de la multitud de lucecitas multicolores
que se encienden y se apagan, que se encienden y se apagan que se encienden y
se apagan, que se encienden y se apagan, que se encienden y se apagan que se
encienden y se apagan, que se encienden y se apagan, que se encienden y se
apagan que se encienden y se apagan, que se encienden y se apagan, que se
encienden y se apagan que se encienden y se apagan, que se encienden y se apagan,
que se encienden y se apagan que se encienden y se apagan, que se encienden y
se apagan…
(c) Rafael Heka ;-)