jueves, 28 de julio de 2016

Lineal C Serial 08: Alfa


DOMINGO











Un cariñoso sonido nos despertó. Bueno, despertar tampoco sería la palabra, digamos que nos fue sacando de nuestras ensoñaciones como lo hace un barquero adentrándose en la costa: poco a poco, suave, disfrutando de ello.
Era un sonido precioso. Un canto alegre y tranquilo con el que empezar una mañana.
Nos vestimos y salimos a la sala principal.
Allí le vimos con una flauta muy larga y fina entonando unas bellas notas.
Al vernos, sonrió y siguió tocando.
De la boca de su flauta brotaban nubes de colores que se transformaban en escenas de lugares maravillosos repletos de montañas frondosas y praderas idílicas. Un espectáculo increíble que nos hizo recordar los sucesos pasados y nuestro tremendo dolor de cabeza.
Bueno, de cabeza y del resto del cuerpo. Además, nos sentíamos algo acatarrados y enfermos.
El Jardinero dejó su flauta y nos invitó a desayunar.
Nos había preparado unos bollos.
A primera vista nos parecieron algo bastos e insípidos pero, ¡oh, en cuanto los probamos!; en cuanto clavamos nuestros hambrientos dientes sobre ellos tuvimos que cambiar radicalmente de parecer.
Estaban cojonudos. Hombre, tengo que reconocer que teníamos mucha hambre, lo sé; pero, intentando ser objetivo, puedo asegurar que (para nada) existía correspondía entre aspecto y sabor. Tanto fue así, que no nos limitamos a comerlos: los devoramos sin piedad, sin hablar, sin mirarlos. Sólo, los devoramos. Y mientras lo hacíamos, El Jardinero acariciaba a su mascota y nos miraba complacido. Por lo menos a ellos; en mi caso lo hacía como si me conociese. Era algo extraño.
No me gustó.
Me inquietó mucho; sobre todo porque parecía su puñetero centro de atención.
Cuando acabamos, los tres nos miramos e hicimos balance de lo sucedido. Teníamos que encontrar a los demás y volver a la cabaña lo antes posible. Eso era lo más prioritario.
El Jardinero se acercó a una pared y tocó en ella con el bastón aprovechando nuestro debate.
Al igual que hiciera la noche anterior, el tronco del árbol en el que nos cobijábamos se abrió de par en par dejando entrar una extraña claridad purpúrea.
Los tres nos callamos y le seguimos afuera.
Jo, jo.
Esa sí que fue buena.
Menuda flipada. Todavía me ahogo al recordarlo.
Estábamos en un bosque, sí; pero ¡qué bosque!
Los árboles eran morados y sus copas reventaban en un azul intenso y brillante cerrándonos totalmente.
Nos quedamos con la boca abierta.
Era acojonante.
El Jardinero sonrió y comenzó a caminar esperando que le siguiéramos.
Vanesa se puso histérica otra vez:
—¡Estamos muertos, fijo! Esto no es posible. No. No puede ser.
Jorge miraba todo con escrupulosa curiosidad.
—Mira —me decía en algunos momentos.
>>¿Qué será aquello? —me preguntaba otras veces.
La verdad es que yo estaba tan sorprendido como todos. Sobre todo, cuando de vez en cuando algún que otro bicho extraño se nos cruzaba o se nos quedaba mirado desde lo alto de alguno de aquellos increíbles árboles.
Todo era para volverse gilipollas. Todo parecía real, sí, pero nuestros sentidos nos lo hacían ver como a través de un par de pastillas alucinógenas.
Su puta madre.
Tras una larga caminata que casi nos llevó media mañana llegamos a un claro. El bosque parecía definitivamente tocar a su fin y, finalmente, comprendimos.
Al salir a aquel claro El Jardinero nos pidió que miráramos al cielo.
Pufff...
Fue de locura. Lo más impresionante que jamás ninguno hubiéramos visto jamás.
Frente a nosotros e inyectándonos en el cerebro una tremenda sensación de vértigo contemplamos un cielo púrpura en el que brillaban dos azulados soles y tres tremendas lunas que amenazaban con caérsenos encima.
—¿Entendéis ahora? —nos preguntó El Jardinero.
Los tres teníamos las manos en la cabeza.
—¿Dónde estamos? —preguntó Jorge enseguida.
—Digamos..., —empezó a decir—, que en lo que vosotros entendéis como otro mundo. En otra galaxia distinta a la vuestra.
Me descojoné. Tengo que reconocerlo y ser sincero. No pude evitarlo.
Toda mi puta vida escribiendo historias del espacio y ahora, una, me escribía a mí.
—¿Y cómo hemos llegado hasta aquí? —pregunté aún riéndome.
—Las plantas os trajeron —fue su respuesta.
—¿Pero cómo? —preguntó nuevamente Vanesa ansiando una explicación más concreta.
El Jardinero asintió y se explicó:
—Con su ciclo vital: Esas enormes depredadoras que visteis anoche y que desequé son el organismo reproductor de la colectividad Craenarium. Cuando los Craenarium consideran que han de expandirse, algunos de sus individuos afianzan sus raíces en tierra y se transforman en Craenarias —una versión femenina de los Craenarium—. Estas Craenarias tienen varias particularidades. Una de ellas es la de generar un portal espacio-temporal con el mundo que les es revelado mediante esos pedúnculos brillantes que observasteis anoche en vuestro mundo. De esa forma (y en el momento preciso) abren agujeros a mundos ricos en sus nutrientes. Luego, a oscuras y al amparo de la lluvia, atraen seres con su irresistible luz para hacerles víctimas de la peor de las trampas: una matriz rebosante de flujo reproductor rico esporas Craenarium.
>>Antes de que el individuo muera, la Craenaria le libera por su conducto excretor dejándole volver a su mundo de origen.
>>A menos de un ciclo solar el infectado explota y los Craenarium quedan libres para empezar de nuevo en un mundo rico y sabroso.
Cuando terminó de contarnos esto, los tres no podíamos dar crédito.
Al final, todo lo que Javi nos contó era cierto.
Una pregunta me asaltó:
—¿Has dicho que a los Cranaron..
—Craenarium —me corrigió.
—Que a los Craenarium —proseguí— les es revelado el destino de reproducción.
El Jardinero asintió mirándome fijamente a los ojos.
—¿Quién es el encargado de hacerlo? —terminé por pregunté.
—El Mal, La Oscuridad —me respondió secamente esperando de mí una reacción.
Me quedé pensativo; algo me impulsaba pero no sabía qué era.
—¿Y cómo lo hace? —le pregunté de nuevo.
—De igual forma a como a mí me es revelado el sitio al que tengo que ir cada noche: En el sueño —respondió.
Vanesa intervino.
—Entonces, ¿nuestro mundo...
—Está a salvo —respondió El Jardinero—. Yo cerré el ciclo de las Craenarias anoche. No tenéis nada que temer.
Los tres nos miramos con cierta sombra de culpabilidad.
Jorge se lo dijo:
—Verá, un amigo nuestro cayó en una de esas cosas y ayer por la tarde le sucedió lo que nos ha contado.
El rostro del Jardinero, por primera vez desde que le conociéramos, se desencajó.
—¿Cómo? —preguntó clavando sus ojos espejados en nosotros.
Asentimos.
—¡Sag!, ¡Crañ! —gritó enseguida llamando a su mascota.
Entre los tres se lo explicamos pero no parecía entender bien.
Entonces, recordó algo:
—No debí entretenerme —comenzó a decir—. No debí entretenerme. El Mal lo hizo, no...
Y sin más, se internó de nuevo en el bosque.
Le seguimos pero fue inútil.
Lo perdimos.
Luego, sobrevino todo lo demás.
...
...
Había pasado poco rato cuando retornó a nuestra posición. Venía muy preocupado y visiblemente cansado.
Enseguida le preguntamos:
—¿Qué ha ocurrido?
Él sólo podía darnos disculpas.
—Veréis —comenzó acelerado—: hace tres ciclos soñé con este lugar y cómo llegar a él. Bien, esto me sucede desde que soy Jardinero con los sitios que me son encomendados a cuidar y proteger. De igual forma, como siempre al despertar, entoné las imágenes de mi sueño a Sag para que también él supiera el sitio y ambos nos pusimos enseguida en camino.
>>Estábamos en un mundo árido y desolado cerca del Cinturón de Rojas de Gaiba; un lugar agreste que nos iba a costar recorrer. Entonces, nos sucedió algo que nunca antes nos había pasado: Mientras cruzábamos aquel desierto azotado de fuertes vientos y calores extremos, un animal negro semejante a un cánido de vuestro mundo se cruzó en nuestro camino. La primera norma de un Luz es no demorarse jamás cuando se le es encomendada una misión; pero aquel animal, sangrando por uno de sus costados y arrastrándose delante de nosotros implorando ayuda con agudos y lastimeros aullidos, me partió el alma.
>>¿Cómo alguien con un mínimo de bondad hubiera seguido?
>>Sag me advirtió receloso —conoce las normas— pero yo no pude irme sin más. Recogí al animal y le curé. Era grande, oscuro y tenía unos ojos tan negros como el mismísimo espacio. Luego, limpié sus heridas, le apliqué un apósito y le di algo de mis plantas secas para que se alimentase.
>>El agradecido animal lamió mi mano y se marchó por donde había venido con una gran sonrisa en el rostro y un brillo especial en los ojos.
>>Ahí acabó nuestra aventura con él.
>>Después, llegamos al lugar donde invocar el portal pero mi bastón no pudo hacerlo. Habíamos llegado tarde. Demasiado tarde.
>>Sag gruñía sin que yo supiera qué hacer. Nunca antes habíamos experimentado una situación así.
>>Tampoco había adónde ir, por lo que nos quedamos allí y nos dormimos.
>>Esa misma noche volví a soñar exactamente lo mismo. No ha pasado nada, pensé, el bien no dejará que nada malo ocurra por haber ayudado a un animal malherido, pero... —E hizo una mueca de desacuerdo—. Ahora entiendo al can y el retraso —continuó—. La oscuridad consiguió retrasarme de la misma manera que hizo adelantarse a vuestro amigo. El Mal ha jugado sus cartas consiguiendo engañarme. Vosotros habéis pagado por vuestros pecados y yo pagaré por los míos— y con aquellas palabras, concluyó su explicación sentándose en el suelo muy consternado.
Nos temimos lo peor.
—Y entonces..., ¿nuestro mundo? —le preguntamos.
El Jardinero cogió su flauta y entonó la balada más triste que jamás se hubiera escuchado haciendo brotar de ella unas muy explícitas y aterradoras imágenes.
Aquélla fue la respuesta a nuestra pregunta.
Tierras cubiertas de Craenariums; ciudades desiertas y plagadas de vegetación; plantas caminando por todos los lados sobre cadáveres reventados con los ojos vacíos y el alma perpleja.
Todo horror y todo muerte.
Luego de la revelación las cosas mejoraron.
Vanesa rompió a llorar explotando en un ataque de histeria que nos obligó a retenerla contra el suelo.
Jorge, sin razón aparente, soltó a Vanesa y empezó a proferir insultos y vejaciones para con El Jardinero de una forma violenta e inusual.
Todo se volvió muy extraño.
El ambiente se estaba oscureciendo, enrareciendo quizá, y El Jardinero, que permanecía mirando al suelo con resignación aceptando los lamidos de su mascota, parecía brillar más que nunca aceptando un destino que él sólo sabía; un destino en el que la oscuridad tenía mucho protagonismo.
Lo descubrí al mirar el rostro de Vanesa. No me había fijado antes.
Sus ojos, como los de Jorge, se habían cubierto de negrura.
Una no dejaba de convulsionarse mientras el otro gritaba e insultaba.
Se resolvió todo muy rápidamente.
El último insulto de Jorge (un enorme HIJO DE PUTA) llegó gutural y borboteante revelándose después en infernal emisario del vómito sanguíneo y la convulsión. Su mirada, perdida y negra, me aterró hasta el extremo de temer por la vida de nuestro salvador.
Intenté acercarme, pero El Jardinero me lo impidió enseguida: tras Jorge, cercándole, había unas sombras enormes.
El tiempo se detuvo por un instante.
—¡Jorge! —grité.
Mi amigo giró su mirada haciéndome partícipe de su atención y abrió la boca para decir algo que nunca pronunció.
Y es que su boca, lejos de emitir alguna respuesta, continuó abriéndose y abriéndose de una forma cómica, para después seguir haciéndolo interminablemente debido a la intención tenaz de un repugnante y peludo tentáculo decidido a salir por ella.
Ante mis ojos aterrados, el tentáculo continuó su trabajo hasta reventar a Jorge en una lluvia sanguinolenta y miasmática que nos bañó a todos de forma inevitable.
Las sombras se hicieron perceptibles.
Un grupo de lo que entendí eran Craenariums nos habían descubierto tomando como primera víctima a mi desafortunado amigo.
Eran unos seres terroríficos de color violáceo parecidos a pulpos, pero de origen vegetal. Unas auténticas aberraciones abismales y primigenias que se movían deslizándose gracias a unos poderosos pedúnculos mientras escrutaban celosamente todos nuestros movimientos con unos inquietantes ojos rosados multipupilares incrustados a cada lado de sus oblongas y gigantescas cabezas.
Vanesa, en el suelo, seguía histérica gritando y gritando, fuera de sí misma.
Sag se adelantó poniéndose frente a los Craenarium y nosotros.
Uno de ellos, el que había matado a Jorge, se acercó hasta sus restos y con una grotesca e insultante parsimonia, colocó sus tentáculos sobre él y absorbió por sus vellosidades toda la sangre y demás fluidos corporales.
Sin que éste terminara, tres más se le acercaron y empezaron a dar cuenta de la carne y vísceras de mi amigo con una enorme boca llena de afilados dientes que prácticamente separaba su cabeza en dos partes iguales.
Me sentí asqueado. Asqueado e impulsado de una puta vez a terminar con aquellos jodidos seres.
Adelanté un pie y crispé los puños como nunca.
El Jardinero me agarró entonces por la cintura y me echó para atrás:
—¡No...! —me gritó—. ¡Estate quieto!


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Crónicas Globulares Serial 17: Regreso al Palacio de Coral



La masa de duendes ascendía el monte semejando una interminable serpiente.
Al frente, iban los cabecillas mineros.
Junto a ellos caminaban decididos Barael y Azí.
No portaban armas. No portaban cascos. Sólo sus monos azules y unas callosas manos víctimas del excesivo uso de sus taladradoras.
Ya en lo alto de la montaña, se agruparon ante el portón del Palacio de Coral.
Barael salió de entre la multitud diciendo:
—Ahora, dejadme a mí.
—No —exclamaron rápidamente los cabecillas—. No podemos permitir poner en peligro vidas inocentes. Es un asunto nuestro. —Y se adelantaron.
—Yo ya he hablado con vuestro rey. A mí seguro que me atenderá. Dejadme que interceda por vosotros —atajó.
Los cabecillas se miraron y cuchichearon algo entre ellos. Al término, el de los ojos saltones exclamó:
—De acuerdo. Te daremos la oportunidad de resolver esto diplomáticamente. Si no lo consigues, lo haremos a nuestra manera. ¡Taladraremos a ese cabrón!
Los mineros, escupiéndose en las manos, asintieron libidinosos.
Barael tragó saliva. Igual la cosa se estaba complicando. Un par de centenares de mineros cabreados, ávidos de engrasar sus herramientas pesadas, a lo mejor resultaban peligrosos. Sobre todo, si no conseguía lo prometido. Lejanos recuerdos de noches pasadas en viejas minas emergieron amenazantes en el consciente de Barael.   
Llamando a Azí, empujaron la concha del nautilo sin más dilación; no había tiempo que perder.
El rugido del delfín sonó en todo lo alto.
Los mineros, sorprendidos, se pusieron en guardia.
Barael, haciendo ademán de que no se preocuparan, consiguió apaciguar los ánimos.
A los pocos instantes, el criado de librea salió a recibirles atravesando su pequeña entrada de coral. Su expresión al contemplar semejante estampa está fuera de toda descripción.
De igual forma a como abrió la oquedad, se dispuso a cerrarla para avisar a los guardias.
Barael le gritó:
—¡Espera!
El criado, reconociendo la voz, se volvió:
—Queremos entrar —se explicó Barael con tono autoritario.
El criado le miró tembloroso y preguntó:
—¿Todos?
Barael miró a los mineros y, pensando que podrían ser una buena presión a la hora de que Azión decidiera, contestó:
—Sí, todos, ¿o quieres que les diga a mis amigos que te adelanten algo de lo que le traen a Su Majestad?
El criado no lo dudó. Le iba a caer un paquete de cojones cuando el rey supiera aquello pero, a ver quién tenía huevos a negarse. Además, había un par de duendes mirándole con lascivia y tirándole besitos.
Barael, Azí y demás marabunta, irrumpieron finalmente en el castillo.
Poco a poco fueron llenando el vestíbulo-recibidor.
Ya todos, Barael le dijo al criado:
—¡Llevadme ante el rey!
El criado solicitó le siguiera y, ambos, salieron por una alta puerta de coral azul.
Azí se quedó con los mineros.
El duende blanco cruzó unos pasillos muy largos, saliendo con el criado a un jardín de coral.
Allí, el rey paseaba con la reina y la princesa.
La monarca, vestida con pieles de morena, se le quedó mirando muy sorprendida. La princesa, una niña muy repipi llena de floripondios, exclamó con tono de empollona consentida:
—¡Papá, mira!
Azión se volvió.
—¿Qué demo…? —comenzó dirigiéndose muy enfadado en dirección al criado.
>>¿Cómo osas interrumpir mi paseo, ¡ANORMAL!?
—Hombre, escuchar música clásica y coleccionar sellos tampoco es qu
—¡CÁLLATE!
El criado, muy amedrentado, contestó:
—Verá, Su Majestad: en el hall de entrada hay cerca de doscientos esclavos esperando la respuesta a la pregunta que ahora le va plantear el duende que me acompaña.
Azión apartó de un manotazo al criado y se encaró con Barael.
Inflando tanto su pecho que casi sale volando, el anciano vociferó:
—¿TÚ? —empezó—. ¡Creí haber sido lo suficientemente educado contigo en la última entrevista! ¿Podrías explicarme pues por qué me ensucias con esclavos el hall de mi castillo?
Barael le gritó:
—¡Porque tienen derecho a ser libres como usted o yo!
El rey rio histriónicamente:
—En primer lugar, claro que yo soy libre. Ahora, tú, después de esto, no creo que estés en la situación de afirmarlo.
Barael le miró con chulería.
Azión no comprendía.
El duende blanco chasqueó los dedos.
En ese momento, en medio del jardín, explotó un fogonazo que sentó de culo a la reina y a la princesita repelente.
Era Dindorx.
El dios de los duendes miró a Barael reprobatoriamente.
<<Ya hablaremos tú y yo>>, retumbó una voz en la cabeza del duende.
Luego, Dindorx clavó sus ojos en Azión con una de esas miradas que parten yunques.
Al rey de los duendes azules se le torció la expresión.
Dindorx habló inicialmente calmado:
—Azión, acércate.
El duende obedeció. Caminaba despacio. En parte por miedo, en parte porque le pesaban los huevos[1]. Cuando llegó hasta su Dios, se arrodilló muy humildemente, agachando la cabeza.
El dios de los duendes le guiñó un ojo a Barael y, forzando su voz para que pareciera muy grave y con efectos —digamos así como cavernosa con murciélagos y telarañas— bramó:
—Me has decepcionado, Azión. Fuisteis engendrados para que os defendierais en igualdad, aunque no seáis iguales. Esperaba que os respetarais, pero, aunque no lo hubierais hecho, lo que no esperaba, lo que no podía ni imaginarme por lo más remoto, vamos…, ni por lo más remotísimo, es que os esclavizarais los unos a otros. Lo primero que vas a hacer es decretar abolida la esclavitud. Luego… —Miró de nuevo a Barael sonriente—, les vas a dar, a todos esos a los que tú llamas esclavos y que esperan en tu vestíbulo, una buena cena en el salón más importante que tengas. Después…
Azión hizo ademán de responder.
Dindorx fue tajante:
—O una cena, Azión, o una comida. Tú eliges.
Azión comprendió.
—Después —prosiguió Dindorx—, vas a decretar la minería como el trabajo más prestigioso de Azulindia y vas a subvencionar las extracciones, aumentando la calidad de vida de esos duendes.
Y así fue:
Los mineros dejaron de ser esclavos, y los esclavistas, por decreto real, tuvieron que ceder sus propiedades a la corona y pasar a engrosar el cuerpo municipal de barrenderos de Azulindia. Eso, para que supieran lo que es trabajar a destajo. Total, sólo se les pidió barrer toda la arena que encontrasen. Claro, que en el fondo del mar…, arena hay por arrobas.
Ah, y se decretó que los mangos de las escobas nunca pudieran tocar el suelo.
Cada uno se apañó como pudo.

* * *

Barael, en su aposento del Palacio de Coral, preparaba la maleta.
Mientras lo hacía, un blanco <<Ejem>> sonó a su espalda.
Se volvió. Al ver a Dindorx, se arrodilló enseguida:
—Lo siento...
—¡Calla! —exclamó el dios en tono grave—. Escúchame bien: ni soy tu putita, ni estoy aquí para sacarte las castañas del fuego cada vez que metas la pata o se te ocurra una idea genial como la de cambiar la política interna de un país aboliendo su esclavitud.
—Lo siento de veras…
—No, espera, que todavía no he terminado. Por otro lado, tampoco existo para que tú me llames como si fuera una portera o me hagas aparecer en una especie de truco de ilusionismo. Lo siento mucho, pero, a partir de ahora, te las tendrás que ventilar solo. Que tengas suerte…
Y desapareció de la misma manera que surgió. Sin fogonazo espectacular.
Entre nosotros, el numerito del fogonazo sólo lo hace para impresionar.
¡¿Ehhh?!
Perdón.
Ah, y se acabaron las pollas.
Oído cocina. Se hará lo que se pueda.
Ea, ¡au revoir![2] 

* * *

Tras un corto caminar, Barael y Azí llegaron al portón de acceso a Azulindia en el bosque de Azpiñón.
Barael, cansado, exclamó:
—Azí, tengo que partir a recorrer el resto del Continente Estrellado. Necesito completar el medallón o encontrar la respuesta al acertijo.
Azí le miró tristemente.
—Sí Azí, ya lo sé —continuó Barael—. ¿Quieres acompañarme?
Azí negó mudamente con la cabeza mientras respondía:
—Muchaz graciaz. Zoy un duende azul y loz duendez azulez no deben zalir de Azulindia. Tengo muchíiiizimaz cozaz que hacer aquí.
—Como quieraz —contestó Barael guiñándole un ojo—. Hasta pronto.
Azí le devolvió el cumplido regalándole un amistoso abrazo. Después, desapareció veloz correteando entre las enormes setas de Azpiñón.
Barael le siguió con la mirada hasta perderlo de vizta.


[1] En la familia real de Azulindia era algo habitual. Terminada la pubertad, estos se les desarrollan exageradamente obligándoles a llevar calzas anchas.
[2] ¡Adiós! En vuestro francés original.

(c) Rafael Heka
(c) 33 Ediciones
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