El robusto hombre apareció en un frondoso
paraje rural del norte español.
El bosque
se recortaba a lo lejos bajo un cielo gris plomizo, mientras al fondo de un
estrecho camino, que bajaba hacia un hermoso valle, aguardaba silenciosa y
solitaria una vieja casa solariega con las luces encendidas. El humo de su chimenea
se recortaba en el gris atardecer, otorgando cierta calidez a la aparentemente
fría estampa.
El hombre
respiró hondo de los agrestes vientos, intentando saborear cada uno de sus
aromas, cada uno de sus matices.
Viejas
sensaciones afloraron en un sonriente semblante poblado de una espesa y
descuidada barba castaña, por la que corrieron algunas fugaces y contenidas
lágrimas.
Sin más,
echó a andar en dirección a la casa.
Allí le
abrió la puerta una pequeña niña que al instante se lanzó a sus brazos
llamándole papá, al igual que otros cuatro pequeños, una exuberante y atractiva
mujer, ya entrada en años, y dos perros labradores.
El hombre,
aún con lágrimas en los ojos, derramó su inconmensurable alegría sobre los
rostros de todos y, cariñosamente, cerró la puerta del hogar.
La noche
cayó y la tormenta estalló azotando el lugar, cálidamente.
* * *
La patada
reventó la cerradura de la puerta abriéndola de par en par con gran estruendo.
Entró
tranquilamente con una ligera amargura tildada de resignación aflorando en su
duro y curtido rostro.
El no
encontrarse con el hedor mortal esperado le sorprendió, haciéndole pensar si,
quizás, no se habría equivocado, cosa que rara vez sucedía.
Encendiendo la luz, contempló cómo el polvo y el desorden fruto del
extremo abandono habían imperado en aquel lugar en los últimos tiempos.
Cerró la
puerta y caminó hacia el fondo del descansillo hasta entrar en el salón donde
tan buenos ratos había pasado con su amigo Manuel.
No
encontrarle allí le serenó, pero prefirió cerciorarse.
Posando su
gorra de policía sobre el damero de una mesa baja de juegos, comprobó el resto
de las habitaciones.
El piso
estaba vacío.
De nuevo
en el salón, y mientras meditaba tranquilo en compañía de un Malboro, se sentó
en el sofá profundamente aliviado:
—Manuel…
>>¿Dónde estás cabrón? ¿Dónde te has metido?
>>Aquí, desde luego que no, compañero.
Siempre
había sido un gran hombre, alegre, feliz, crédulo de imposibles: —de la magia que lo domina todo —como él
decía.
El salón
era, al uso, una inmensa biblioteca en donde se podían encontrar manuscritos de
casi todos los campos culturales. Muchos eruditos la hubiesen envidiado.
Se
levantó.
En el
fondo, bajo un amplio ventanal, sobre la mesa de despacho, había multitud de
antiguos y toscos libros abiertos por la mitad.
Jorge los
contempló con la indiferencia que otorga el respetuoso desprecio a lo que se
está examinando.
Por las
páginas deambularon, entre caracteres hebreos, multitud de símbolos arcanos
junto a estampas de rudimentaria imprenta.
Los cerró
como el que cubre los ojos de un cadáver y apagó la tiffany con forma de seta
oblonga que los iluminaba.
Regresando
un instante a sus cavilaciones, recordó cómo aquel fatídico accidente había
convertido la vida de su mejor amigo en una oscura y solitaria subsistencia
permanentemente errante y carente de sentido.
Aunque
siempre mantuvo la idea, la esperanza de, bueno…, era de locos, no quería ni
pensarlo por un segundo más.
Mirando
por aquí y por allá vio la foto que ambos se hicieran en un afortunado concurso
de pesca, allá en La Coruña ,
algún que otro regalo que él le hizo, sus condecoraciones al mérito y al valor
en campaña y periódicos, muchos periódicos, periódicos desparramados mostrando
impúdicas y sangrantes noticias de atentados terroristas, accidentes, catástrofes,
injusticias y demás miserias propias de los humanos, aquellas de las que tanto
intentaba escapar con todas sus fuerzas.
Manuel fue
un gran policía, de los grandes, y amaba esa casa, y su vida, y su familia…
Resignado,
inició, como muchas otras veces, el camino de vuelta al servicio.
Al salir y
pasar sobre un nuevo y brillante caballete de pintura, tropezó con algo en el
suelo.
Lo
recogió, lo contempló y, con indiferencia, lo depositó en el soporte de
pinturas.
Después,
se marchó precintando tras de sí la puerta con el clásico celofán a rayas
azules y blancas, no sin poder dejar de percibir la curiosa y extraña sensación
de que su viejo amigo se encontraba en un lugar, a gusto consigo mismo.
En el
salón, solitario, quedó un cuadro en un caballete.
Una
estampa que, si el policía le hubiera prestado un poco de atención, podría
haberle descubierto un bello paraje rural en un atardecer plomizo donde,
bajando por un pequeño sendero a un precioso valle, seguro, se podría haber
encontrado una casa con las luces encendidas y una chimenea humeante, fruto de
un cálido hogar, alrededor del cual disfrutaba una familia “mágicamente” feliz.
(c) Rafael Heka
(c) 33 Ediciones
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