Barael descabalgó de su peluda y verdosa
abeja en una extensa planicie plagada de césped en cuyo fondo se alzaba una
monolítica peña.
Tranquilamente, se acercó.
Ni a los lados ni al frente se veía un
solo árbol; el limpio césped se extendía en todas las direcciones como una
interminable alfombra.
El cielo estaba cubierto de nubarrones y
hacía un frío espantoso que enseguida le abofeteó la mente aseverando su
imbecilidad evidente: debía haberse abrigado más. Sobre todo, en los bajos,
donde ya empezaba a escuchar un ligero tintineo. Pero, ¿quién podía imaginarse
semejantes condiciones? Tú. <<Claro, yo lo sé todo ahora,
¿no?>> No sé, es a ti a quien le castañetean las pelotillas.
En fin, que mientras que dejaba de
escucharse, aceleró el paso (convencido erróneamente de entrar así en
calor), alcanzando enseguida la base de una peña enorme y más helada que un
Frigopie[1].
La escarcha la cubría, desprendiendo un vaho helado que congelaba el verde de
alrededor de forma totalmente implacable y despiadada.
Acercándose todo lo que le permitían sus
temblorosas piernas, Barael descubrió unas enigmáticas inscripciones.
Tras un breve rato en donde no llegó a ninguna
conclusión racional —salvo la de poder palmarla de frío—, caminó veloz de
extremo en extremo buscando una entrada o, en su defecto, un lugar donde
guarecerse.
Para su desdicha, la peña carecía de
orificios, grietas o entradas.
Barael no se hacía a la idea de cómo alguien
había podido hacer hablar a las piedras, pero, confiando en la palabra de
Amaronte, se puso enfrente de la inscripción y gritó:
—¡¿Es esto el Oráculo?!
La voz quedó congelada por el frío,
cencellando el aire cual copos de escarcha.
Repitió:
—¡¿Hay alguien aquí?!
Tampoco contestó nadie.
Derrotado, dio media vuelta para montar en
su abeja y regresar a climas más cálidos, cuando una cavernosa voz salió del
interior de la peña:
—Sííiiiii…
Barael, tiritando ya a más no poder, abrió
los ojos de par en par quedándose aún más helado.
De la piedra sonó otra vez:
—He dicho: Sííiiiiii…
Las neuronas del duende centellearon
aturdidas.
Con una voz menos formal y engolada, el
Oráculo exclamó:
—¿Ya te has marchado?
>>Venga…, no fastidies.
Barael, con la poca fuerza que le quedaba,
volvió corriendo y gritando:
—¡Estoy aquí, ESTOY AQUÍ, NO ME HE IDO!
—Menos mal —sonó aliviada la voz; después,
carraspeo y volvió a un tono cavernoso y grave—. Soy el Gran Oráculo de
Verdooooool. Pregúntame lo que quierasssssssss.
Barael exclamó tratando de no derrochar
ninguna de sus palabras, podían ser las últimas:
—Gran Oráculo, ¿podría decirme por qué el
color blanco es el más importante de los colores?
—Sííiiiiiiii… —respondió sobria la voz así
de rápido y convencida.
A Barael se le quitó el frío. Dejó hasta de
frotarse las manos. Las únicas palabras que pudo articular fueron:
—Y… ¿por qué?
La voz carraspeó, exclamando señorialmente:
—El Blanco es el más importante de los
colores, porque el Blanco es el más importante. Si el Blanco no fuera el más
importante, entonces no sería el más importante y Dindorx no lo hubiera dicho
así.
Barael se quedó aturdido, no daba crédito a
lo que estaba escuchando.
—¿Cómo? No entiendo…
El oráculo comenzó de nuevo con la misma voz
de… Oráculo:
—El Blanco es el más import…
—Vale, vale, vale —le interrumpió Barael.
El oráculo se cayó.
—¿Ésa es la respuesta? —preguntó de nuevo el
duende.
—Síííiiiii…
—Fantástico —exclamó Barael caminando en
dirección a su abeja.
El Oráculo habló de nuevo, pero esta vez con
voz normal:
—¿Ya te vas?
—Sííiiiii… —respondió sarcástico Barael
imitando la voz del oráculo.
—¿Por
qué?
Barael se paró en seco, se dio la vuelta,
señaló a la peña apretando los labios y dijo:
—Porque, porque… —entonces se dio cuenta que
aquel fraude de oráculo no tenía la culpa y dijo:
>>¡Porque se me están helando los
huevos!
Y siguió su camino.
El Oráculo habló ahora con la voz de un niño
inocente.
—¿Y si dejaras de tener frío, te quedarías
un poco más?
—¡Sí! —contestó tajante éste para dejar de
oírle.
—Vale.
Súbitamente, la escarcha desapareció de la
peña y del césped. La humedad del ambiente se evaporó, y Barael, sorprendido,
entró en calor exclamando:
—¿Qué demonios…?
—Ahora, ¿te quedarás?
Barael no dijo nada, se quedó de pie mirando
a la peña.
—¿Te quedarás? Me siento tan solo…
Barael no podía creer lo que estaba
escuchando, pero le llegó al alma. Después de todo, ser oráculo y vivir dentro
de una puñetera piedra durante siglos debe ser muy, pero que muy jodido y
solemnemente aburrido, así que respondió:
—Está bien, me quedaré. Pero sólo un rato,
he de partir enseguida. Ya me has hecho perder demasiado tiempo.
—Gracias, gracias —exclamó el oráculo.
De repente, frente a la peña, el césped se
abrió en dos portezuelas descubriendo unas estrechas y mohosas escaleras.
—Baja, por favor. No te haré daño.
Por las escaleras subía un calor tan
agradable que Barael decidió aceptar sin dilación. Lástima que su olfato se
encontrara atrofiado por el frío. Hubiese podido apreciar la invisible evasión
de aquel sospechoso olor a almizcle.
Afortunado por ello, descendió un largo
trayecto accediendo finalmente a una gigantesca cámara. En ella, recostado cuan
largo era, le esperaba un monumental dragón verde agradecido de la visita.
De los agujeros de su nariz y la comisura de
sus labios manaban hilillos de humo negruzco.
—Hola —le dijo a Barael levantando una
garra.
—Hola —balbuceó el duende blanco sin poder
apartar la mirada de sus amenazantes ojos amarillo.
La cabeza del dragón rozaba el techo y sus
escamas brillaban como esmeraldas reflejando la luz de la vivaz hoguera que se
consumía en el centro de la cueva.
Barael se acercó lentamente hasta el fuego:
—¿Puedo? —preguntó.
—Estás en tu caverna —respondió el reptil
mostrando una descomunal y
descorazonadora ristra de dientes.
Barael arrimó sus manos a las llamas y se
calentó.
—Gracias —dijo—. ¿Sabes?, arriba hace mucho
frío.
—Lo sé —respondió el dragón—. Aunque daría
lo que fuese por sentirlo.
—¿Por qué? —preguntó ignorante Barael.
—Porque llevo siglos encerrado aquí.
El duende blanco se sorprendió:
—¿No puedes salir de esta cueva?
—No. Bueno, al principio sí podía, pero
crecí, engordé. Me temo que ahora ya no podría.
—Y ¿por qué entraste?
—Es una larga historia.
—Bueno —respondió Barael disfrutando del
calor—. Ya que estamos.
El dragón agradeció el gesto.
—Siéntate, por favor.
Y, arrastrando su cola, se la pasó por
detrás para que Barael pudiera acomodarse y disfrutar del calor que apresaría.
Ya todos cómodos, el dragón ordenó sus
lejanos recuerdos y comenzó melancólico su relato:
—En un tiempo pretérito, en una región
inhóspita y remota de este planeta, eclosioné de un extraño huevo verde.
>>Al principio, no veía nada. Después,
descubrí que no había nada a mi alrededor que mereciera la pena ser
contemplado, lloré mucho y me dormí. Cuando desperté, me hallé en otra cueva
parecida a ésta pero llena de luces. Un montón de dragones adultos, de color
negro, me miraban con incredulidad.
Barael le miró de la misma manera.
El dragón aclaró:
—Sí, ya sé lo que estás pensando: que cómo
es posible que tenga recuerdos de esos momentos tan tempranos. Pues porque los
dragones disponemos de una memoria capaz de retener acontecimientos desde el
mismo momento en que eclosionamos.
Al duende le dio igual la aclaración. Estaba
tan a gusto, que como si le hubiese hablado de su prima Piluca. Zanjó con un
cabeceo y siguió escuchando.
—Bueno, pues uno de esos dragones negros me
levantó por el pescuezo, me revisó sin ningún tipo de contemplación y me lanzo
a un rincón de la cueva igual que a un saco de basura.
>>Afortunadamente, una dragona negra
me cogió al vuelo y le gritó. Imagino que se acordaría de sus padres o algo.
>>Éste, en respuesta, se irguió,
desplegó sus alas y amenazó a la dragona abriendo sus fauces de par en par.
>>La dragona me recogió enseguida del
pescuezo con sus colmillos y me sacó fuera de la caverna, a un espacio abierto
repleto de dragones negros muy serios y circunspectos a los que no prestó la
más mínima atención. Luego, levantó el vuelo y no paró hasta llegar a un lugar
con muchos árboles en donde descendió necesariamente para descansar.
>>Mientras bebía de un riachuelo,
descubrió sorprendida una intrigante
procesión de seres muy parecidos a ti.
>>Yo también los vi. Me hacían mucha
gracia con aquellas ropas y aquellos andares tan graciosos marcándoseles el
culete.
>>La dragona me cogió entonces con
mucho sigilo y mucho cariño, y me dejó en medio del camino con su buen par de
cojones y dos vagones rebosantes de inconsciencia.
>>Luego, se marchó y no la vi más.
>>Yo me revolvía juguetón en el suelo
cuando los duendes me encontraron —al dragón pareció quebrársele de repente la
voz—. Primero, salieron corriendo. Chillaban muy asustados y todo eso, debí
darles un miedo de la hostia. Después, poco a poco, fueron yendo y viniendo,
yendo y viniendo… hasta que —el tono ahora bajó todo lo que lo puede bajar un
dragón, continuando sin el más mínimo rasgo de emoción—, hasta que se dieron
cuenta de lo inofensivo que era, y me rodearon.
>>Hablaron algo entre ellos. Me
miraron, y discutieron. Finalmente, se marcharon.
>>Al poco rato, regresaron con unas
cuerdas.
>>Los muy cabrones me ataron, me
amordazaron, y me llevaron a un sitio muy bonito. Yo, ingenuo y un poco
gilipollas, creía aún en que quizás todo aquello era una fiesta. Cuando me
colocaron en un sitio lleno de gente como ellos y todos comenzaron a tirarme
cosas, descubrí lo equivocado que estaba.
>>Me quejé, pero ellos se rieron de mí
y continuaron apaleándome como unos putos tarados.
>>Entonces, todavía sin saber cómo,
abrí mi boca y escupí una llamarada que carbonizó a la mitad.
>>Por un momento, el mundo se detuvo.
>>Si antes disfrutaban de los efectos
de su endogamia desahogándose conmigo, pronto sus miradas reflejaron una mezcla
entre horror y sed de venganza que enseguida se transformó en un ataque furioso
y descontrolado del que hubieron de joderse pues desplegué mis pequeñas alas,
rompí las ligaduras, y me las piré volando a toda castaña.
El dragón tomó aliento…
—Cuando llegué aquí y vi que en esta peña
había una oquedad, entré y bajé hasta donde estamos ahora. Tenía mucho miedo y
buscaba desesperado donde resguardarme.
>>Desperdigados por el suelo encontré
montones de frutos secos.
>>Hambriento, los probé.
>>De pronto, como si se hubiera
activado señuelo, una multitud de diminutas y oscuras figuras se me acercaron.
>>Eran roedores. Ratoncillos.
>>Me miraron incrédulos mientras
devoraba su alimento sin saber qué decir. Estaban flipando, literalmente.
>>Me acerqué y no huyeron de mí; Para
mi asombro, decidieron darme calor y cobijo. Así que decidí quedarme en su
compañía.
>>Como entenderás, no tenía muchas
ganas de salir. Posteriormente aprendí el lenguaje de los ratones y éstos
comenzaron a relatarme los sucesos del país.
>>Cuando crecí, ya no pude salir por
el agujero, éste terminó por taparse y aquí me quedé, calentando a los ratones
en los duros inviernos como agradecimiento a todo lo que ellos me daban a
diario.
>>Y todo continuó así durante mucho
tiempo, generaciones enteras, hasta que un día, un duende perdido me oyó hablar
con mis pequeños amigos.
>>Al principio le amenacé, pero no
pareció asustarse. Eso me sorprendió mucho, pues no fue ni una ni dos veces. Me
acordé de su familia y le amenacé incluso con eviscerarle[2]
cruelmente en múltiples ocasiones, pero siempre regresaba.
>>Finalmente, me rendí. Cabía la
remota posibilidad de que existieran duendes de un solo padre[3]
y decidí afrontarlo no discutiendo más con él.
>>Sus visitas, una vez dejé de
importunarlo, se tornaron más útiles y asiduas. Me enseñó a hablar en muchas
lenguas, me trajo libros, y aprendí un montón de cosas.
>>También construyó las escaleras por
las que bajaste y las secretas compuertas de apertura interna por las que
accediste. Me las fabricó por seguridad y a fin de proteger sus visitas. La
entrada resultaba así oculta, permitiéndome cerrar o abrir desde dentro, a la
vez que me protegía de visitantes no deseados.
>>Aprendí tanto, que una vez, cuando
un duende se sentó en la peña lamentándose de su mala suerte y yo le di unos
pequeños consejos, me tomó por un oráculo. Desde entonces, de tarde en tarde,
alguien viene y, llamándome así, me pregunta por cosas que a veces sé
contestar, y a veces no. —Ahí miró a Barael juntando sus garras en posición
piadosa—. Hacía mucho que nadie me visitaba —apostilló.
Barael le miró interesado:
—¿Puedo preguntarte algo?
El dragón cabeceó afirmativamente.
—¿Podrías volar?
—Creo que sí —respondió mirándose las alas
sin mucho convencimiento.
—Y ¿podrías escupir fuego?
—Eso sí, lo he hecho antes para calentar la
peña y encender esta hoguera. Así que…
Barael se incorporó y le miró fijamente:
—¿Te gustaría salir de aquí?
El dragón apartó la mirada y contestó:
—Buf; pues no sé, ¿por…?
Barael se acercó y le cogió de una uña:
—Verás, los que te trataron mal ahora lo
están haciendo con gentes que te tratarían bien, te respetarían y agradecerían
mucho tu cooperación.
>>Necesito tu ayuda para poder
ayudarles.
El dragón le miró inexpresivo. Barael
continuó:
—Fuera, hay un montón de duendes que
aguardan su oportunidad de ser libres. Las buenas gentes de Verdol viven
escondidas como tú a la espera de un golpe de suerte que podríamos ser nosotros.
—Pero ellos me maltrataron.
Barael preguntó:
—¿Aquellos que te maltrataron vestían sayos
y llevaban el pelo cortado a bacinilla con la coronilla afeitada?
—Sí — respondió el dragón.
Llegados a este punto, Barael decidió
trasmitirle los últimos acontecimientos de Verdol, tal cual le fueran narrados
Amaronte, y lo que de su persona habían hecho aquellos fanáticos en los últimos
días.
—Como puedes ver, hay que acabar con ellos.
Piensa que en cuanto descubran el escondite de los refugiados lo destrozarán,
los matarán a todos y después, seguramente, te encontrarán y te sacrificarán
también. Lo distinto, les asusta. Lo superior, les hace cagarse de miedo.
Barael se vino arriba:
—¿Realmente prefieres quedarte aquí
esperando a que te encuentren? ¡NO JODAS! ¡Sal ahí fuera y déjalo todo como un
solar!
El
dragón le miró muy serio. Pero serio, serio.
Barael tendió su mano y le dijo:
—¿Cuento contigo, AMIGO?
La palabra amigo le agradó. Bueno, más que
agradarle, digamos que hizo fluir su testosterona de allí de donde deba de
salir, a allí a donde deba de llegar. Así que, asintiendo, sonrió en una madura
mueca, deleitando su adulta mente con las viñetas de un cómic en donde salía de
allí, volaba libre, degollaba duendes cruelmente en un baño de sangre
lamentable y genocida, y ayudaba en una causa justa a una gente que, sin
conocerle, le llamaba AMIGO. ¡Qué más se podía pedir! Sangre, cráneos
despachurrados, compañeros con los que celebrar.
—Sólo tenemos un problema —exclamó Barael
rompiendo su ensoñación.
—¿Cuál? —preguntó enseguida el dragón con gran aire de
autosuficiencia.
—Hay que encontrar una manera de sacarte de
aquí…
El reptil se volvió a poner muy serio:
—No te preocupes.
Acto seguido se irguió, apoyó sus hombros en
el techo de la cueva y bombeó acero [4]con
todas sus fuerzas.
La tierra tembló, las raíces aferradas
durante siglos a la piedra crujieron, y todo cuanto había alrededor se
arrepintió de estar cerca con gran escozor.
El dragón aflojó el embate y respiró hondo.
Apoyó de nuevo sus nervudos hombros en el techo y empujó con más fiereza.
Esta vez sus ojos se cerraron y sus músculos
temblaron pero no descendieron un ápice. La tierra chirrió.
Empujó todavía más fuerte apretando sus
fauces en una muestra de dolor que le hizo sangrar su segundo juego de párpados.
La caverna entera se estremeció y tembló.
Los cascotes se precipitaron y el techo ascendió lentamente desprendiéndose
finalmente con estrépito y un estertor draconiano cercano a la blasfemia.
El dragón bufó. Bufó y respiró. Volvió a
bufar y tomó de nuevo aire justo antes de soltar los hombros, apoyar sus garras
delanteras en la peña, y bombear otra vez levantándola como Atlas en una de
Homero.
Exhausto, la dejó a un lado y se desplomó en
el suelo.
Barael le miró con admiración y un gran sentimiento
orgásmico mientras trataba de aclimatar sus ojos al exceso de claridad que
penetraba por el hueco abierto.
—Sube —le dijo el dragón entre jadeos
ofreciéndole su cabeza.
Barael trepó por las escamas y se acomodó en
su cuello diciendo:
—¿No quieres descansar un poco?
—Ya lo haré más tarde —fue la respuesta— ¡Es
la hora de las tortas![5]
* * *
En el césped, la abeja esperaba a que su
jinete saliera del hueco por el que había entrado.
Que tardara mucho, no le importó. Que la
peña se levantara y se corriera a un lado, la puso nerviosa. Pero, cuando por
ella vio salir a un tremendo lagarto verde, no pudo por menos que huir
despavorida en dirección a la colmena perdiendo hasta el aguijón.
El dragón, ajeno e invariablemente
indiferente a todo esto, terminó con su reptar como un muerto viviente al uso
saliendo de su tumba.
Una vez toda la cola fuera, olisqueó la
hierba y suspiró.
La sensación fue confusa, y los sentimientos
inapropiados, inaceptables e innecesarios.
Antes de que aquel ramillete de pasiones
terminara con sus deberes homicidas, desplegó sus membranosas alas y se elevó
majestuosamente por los aires, desentumeciéndose:
—Parece que no he perdido mucho estilo ahí dentro,
¿verdad?
Barael cabeceó sonriendo.
—Por cierto, ¿cómo te llamas? —preguntó el
dragón mientras se mantenía en el aire.
—¿Barael? Y ¿tú?
—No tengo nombre, ponme uno. El de Oráculo
no me gusta una mierda.
—Déjame pensar…
>>¡Ya lo tengo! Te llamaré Salvatore.
Tu capacidad crematoria será nuestra salvación, seguro.
—¿Cuál? ¿Ésta? —El cuello del reptil se
tensó y sus fauces se abrieron expeliendo una fuerte llamarada.
—Sí, creo que tu fuego nos será muy útil.
El dragón cerró las fauces aún humeantes y
se elevó enérgicamente batiendo las alas.
—Tú mandas —dijo—, ¿adónde vamos?
—Al bosque —respondió Barael.
—Ok, pues tráete los malvaviscos. Que te vas
a hinchar…
[1] Helado estupendo con forma de pie, muy popular en
el planeta Tierra y los confines del sistema Talonus. De hecho, todo empezó en
Pinrrelus III, donde se vendía como rosquillas debido a que los tres soles que
lo abastecen mantienen en permanente verano a los habitantes de sus 15
planetas; Posteriormente, un autóctono de ese planeta se estrelló en Roswell y
sus pertenencias quedaron esparcidas por toda una granja, etc, etc. El Ejército
Americano encontró uno de estos helados, lo probaron, y para salvaguardar la
patente decidieron divulgar que lo estrellado en el rancho de los MacBrazel
había sido un globo sonda. Lamentable…
[2] Extraer las vísceras. Destripar,
vamos. Retirar violentamente intestinos, higadillos y demás partes blandas.
[3] Tic, tac. Tic, tac. Venga, que lo sacáis por
vosotros solos. ¿No? ¿Ayudita? Vale. Un ser normal, es hijo de un padre y de
una madre. Un hijo de estas respetables señoras que alquilan su cuerpo por
fracciones de tiempo es alguien que desciende de una madre y de los mil padres
con los que ésta tiene relaciones. Bueno, salvo en Frígidix, del sistema
Castus; allí se necesitan mil cópulas de varones distintos para fecundar a una
sola mujer.
[4] Del inglés pumping iron. Véase
el docudrama con ese título y realizado en 1975, sobre el campeonato mundial de culturismo Mr. Olympia.
El
rodaje versa en imágenes la épica gesta del deportista Arnold Schwarzenegger, así como del vía crucis de sus pobres
competidores, Lou Ferrigno y Franco Columbu. Entre
bosques de mancuernas y delectables parajes de sudor testosterónico se explicar
cómo se ha de bombear la sangre a los músculos para convertirse en una bestia
parda de similares características.
[5] ¡Qué COSA! Y mira que me suena de algo esta expresión…
gracias
thanks
merci
go raibh maith agat
спасибо
dank
感謝
спасибі
спасибі
(c) Rafael Heka ;-)