sábado, 26 de noviembre de 2016

Crónicas Globulares 29: El Oráculo



Barael descabalgó de su peluda y verdosa abeja en una extensa planicie plagada de césped en cuyo fondo se alzaba una monolítica peña.
Tranquilamente, se acercó.
Ni a los lados ni al frente se veía un solo árbol; el limpio césped se extendía en todas las direcciones como una interminable alfombra.
El cielo estaba cubierto de nubarrones y hacía un frío espantoso que enseguida le abofeteó la mente aseverando su imbecilidad evidente: debía haberse abrigado más. Sobre todo, en los bajos, donde ya empezaba a escuchar un ligero tintineo. Pero, ¿quién podía imaginarse semejantes condiciones? Tú. <<Claro, yo lo sé todo ahora, ¿no?>> No sé, es a ti a quien le castañetean las pelotillas.
En fin, que mientras que dejaba de escucharse, aceleró el paso (convencido erróneamente de entrar así en calor), alcanzando enseguida la base de una peña enorme y más helada que un Frigopie[1]. La escarcha la cubría, desprendiendo un vaho helado que congelaba el verde de alrededor de forma totalmente implacable y despiadada.
Acercándose todo lo que le permitían sus temblorosas piernas, Barael descubrió unas enigmáticas inscripciones.
Tras un breve rato en donde no llegó a ninguna conclusión racional —salvo la de poder palmarla de frío—, caminó veloz de extremo en extremo buscando una entrada o, en su defecto, un lugar donde guarecerse.
Para su desdicha, la peña carecía de orificios, grietas o entradas.
Barael no se hacía a la idea de cómo alguien había podido hacer hablar a las piedras, pero, confiando en la palabra de Amaronte, se puso enfrente de la inscripción y gritó:
—¡¿Es esto el Oráculo?!
La voz quedó congelada por el frío, cencellando el aire cual copos de escarcha.
Repitió:
—¡¿Hay alguien aquí?!
Tampoco contestó nadie.
Derrotado, dio media vuelta para montar en su abeja y regresar a climas más cálidos, cuando una cavernosa voz salió del interior de la peña:
—Sííiiiii…
Barael, tiritando ya a más no poder, abrió los ojos de par en par quedándose aún más helado.
De la piedra sonó otra vez:
—He dicho: Sííiiiiii…

Las neuronas del duende centellearon aturdidas.
Con una voz menos formal y engolada, el Oráculo exclamó:
—¿Ya te has marchado?
>>Venga…, no fastidies.
Barael, con la poca fuerza que le quedaba, volvió corriendo y gritando:
—¡Estoy aquí, ESTOY AQUÍ, NO ME HE IDO!
—Menos mal —sonó aliviada la voz; después, carraspeo y volvió a un tono cavernoso y grave—. Soy el Gran Oráculo de Verdooooool. Pregúntame lo que quierasssssssss.
Barael exclamó tratando de no derrochar ninguna de sus palabras, podían ser las últimas:
—Gran Oráculo, ¿podría decirme por qué el color blanco es el más importante de los colores?
—Sííiiiiiiii… —respondió sobria la voz así de rápido y convencida.
A Barael se le quitó el frío. Dejó hasta de frotarse las manos. Las únicas palabras que pudo articular fueron:
—Y… ¿por qué?
La voz carraspeó, exclamando señorialmente:
—El Blanco es el más importante de los colores, porque el Blanco es el más importante. Si el Blanco no fuera el más importante, entonces no sería el más importante y Dindorx no lo hubiera dicho así.
Barael se quedó aturdido, no daba crédito a lo que estaba escuchando.
—¿Cómo? No entiendo…
El oráculo comenzó de nuevo con la misma voz de… Oráculo:
—El Blanco es el más import…
—Vale, vale, vale —le interrumpió Barael.
El oráculo se cayó.
—¿Ésa es la respuesta? —preguntó de nuevo el duende.
—Síííiiiii…
—Fantástico —exclamó Barael caminando en dirección a su abeja.
El Oráculo habló de nuevo, pero esta vez con voz normal:
—¿Ya te vas?
—Sííiiiii… —respondió sarcástico Barael imitando la voz del oráculo.
—¿Por qué?
Barael se paró en seco, se dio la vuelta, señaló a la peña apretando los labios y dijo:
—Porque, porque… —entonces se dio cuenta que aquel fraude de oráculo no tenía la culpa y dijo:
>>¡Porque se me están helando los huevos!
Y siguió su camino.
El Oráculo habló ahora con la voz de un niño inocente.
—¿Y si dejaras de tener frío, te quedarías un poco más?
—¡Sí! —contestó tajante éste para dejar de oírle.
—Vale.
Súbitamente, la escarcha desapareció de la peña y del césped. La humedad del ambiente se evaporó, y Barael, sorprendido, entró en calor exclamando:
—¿Qué demonios…?
—Ahora, ¿te quedarás?
Barael no dijo nada, se quedó de pie mirando a la peña.
—¿Te quedarás? Me siento tan solo…
Barael no podía creer lo que estaba escuchando, pero le llegó al alma. Después de todo, ser oráculo y vivir dentro de una puñetera piedra durante siglos debe ser muy, pero que muy jodido y solemnemente aburrido, así que respondió:
—Está bien, me quedaré. Pero sólo un rato, he de partir enseguida. Ya me has hecho perder demasiado tiempo.
—Gracias, gracias —exclamó el oráculo.
De repente, frente a la peña, el césped se abrió en dos portezuelas descubriendo unas estrechas y mohosas escaleras.
—Baja, por favor. No te haré daño.
Por las escaleras subía un calor tan agradable que Barael decidió aceptar sin dilación. Lástima que su olfato se encontrara atrofiado por el frío. Hubiese podido apreciar la invisible evasión de aquel sospechoso olor a almizcle.
Afortunado por ello, descendió un largo trayecto accediendo finalmente a una gigantesca cámara. En ella, recostado cuan largo era, le esperaba un monumental dragón verde agradecido de la visita.
De los agujeros de su nariz y la comisura de sus labios manaban hilillos de humo negruzco.
—Hola —le dijo a Barael levantando una garra.
—Hola —balbuceó el duende blanco sin poder apartar la mirada de sus amenazantes ojos amarillo.
La cabeza del dragón rozaba el techo y sus escamas brillaban como esmeraldas reflejando la luz de la vivaz hoguera que se consumía en el centro de la cueva.
Barael se acercó lentamente hasta el fuego:
—¿Puedo? —preguntó.
—Estás en tu caverna —respondió el reptil mostrando una  descomunal y descorazonadora ristra de dientes.
Barael arrimó sus manos a las llamas y se calentó.
—Gracias —dijo—. ¿Sabes?, arriba hace mucho frío.
—Lo sé —respondió el dragón—. Aunque daría lo que fuese por sentirlo.
—¿Por qué? —preguntó ignorante Barael.
—Porque llevo siglos encerrado aquí.
El duende blanco se sorprendió:
—¿No puedes salir de esta cueva?
—No. Bueno, al principio sí podía, pero crecí, engordé. Me temo que ahora ya no podría.
—Y ¿por qué entraste?
—Es una larga historia.
—Bueno —respondió Barael disfrutando del calor—. Ya que estamos.
El dragón agradeció el gesto.
—Siéntate, por favor.
Y, arrastrando su cola, se la pasó por detrás para que Barael pudiera acomodarse y disfrutar del calor que apresaría.
Ya todos cómodos, el dragón ordenó sus lejanos recuerdos y comenzó melancólico su relato:
—En un tiempo pretérito, en una región inhóspita y remota de este planeta, eclosioné de un extraño huevo verde.
>>Al principio, no veía nada. Después, descubrí que no había nada a mi alrededor que mereciera la pena ser contemplado, lloré mucho y me dormí. Cuando desperté, me hallé en otra cueva parecida a ésta pero llena de luces. Un montón de dragones adultos, de color negro, me miraban con incredulidad.
Barael le miró de la misma manera.
El dragón aclaró:
—Sí, ya sé lo que estás pensando: que cómo es posible que tenga recuerdos de esos momentos tan tempranos. Pues porque los dragones disponemos de una memoria capaz de retener acontecimientos desde el mismo momento en que eclosionamos.
Al duende le dio igual la aclaración. Estaba tan a gusto, que como si le hubiese hablado de su prima Piluca. Zanjó con un cabeceo y siguió escuchando.
—Bueno, pues uno de esos dragones negros me levantó por el pescuezo, me revisó sin ningún tipo de contemplación y me lanzo a un rincón de la cueva igual que a un saco de basura.
>>Afortunadamente, una dragona negra me cogió al vuelo y le gritó. Imagino que se acordaría de sus padres o algo.
>>Éste, en respuesta, se irguió, desplegó sus alas y amenazó a la dragona abriendo sus fauces de par en par.
>>La dragona me recogió enseguida del pescuezo con sus colmillos y me sacó fuera de la caverna, a un espacio abierto repleto de dragones negros muy serios y circunspectos a los que no prestó la más mínima atención. Luego, levantó el vuelo y no paró hasta llegar a un lugar con muchos árboles en donde descendió necesariamente para descansar.
>>Mientras bebía de un riachuelo, descubrió sorprendida una intrigante  procesión de seres muy parecidos a ti.
>>Yo también los vi. Me hacían mucha gracia con aquellas ropas y aquellos andares tan graciosos marcándoseles el culete.
>>La dragona me cogió entonces con mucho sigilo y mucho cariño, y me dejó en medio del camino con su buen par de cojones y dos vagones rebosantes de inconsciencia.
>>Luego, se marchó y no la vi más.
>>Yo me revolvía juguetón en el suelo cuando los duendes me encontraron —al dragón pareció quebrársele de repente la voz—. Primero, salieron corriendo. Chillaban muy asustados y todo eso, debí darles un miedo de la hostia. Después, poco a poco, fueron yendo y viniendo, yendo y viniendo… hasta que —el tono ahora bajó todo lo que lo puede bajar un dragón, continuando sin el más mínimo rasgo de emoción—, hasta que se dieron cuenta de lo inofensivo que era, y me rodearon.
>>Hablaron algo entre ellos. Me miraron, y discutieron. Finalmente, se marcharon. 
>>Al poco rato, regresaron con unas cuerdas.
>>Los muy cabrones me ataron, me amordazaron, y me llevaron a un sitio muy bonito. Yo, ingenuo y un poco gilipollas, creía aún en que quizás todo aquello era una fiesta. Cuando me colocaron en un sitio lleno de gente como ellos y todos comenzaron a tirarme cosas, descubrí lo equivocado que estaba. 
>>Me quejé, pero ellos se rieron de mí y continuaron apaleándome como unos putos tarados.
>>Entonces, todavía sin saber cómo, abrí mi boca y escupí una llamarada que carbonizó a la mitad.
>>Por un momento, el mundo se detuvo.
>>Si antes disfrutaban de los efectos de su endogamia desahogándose conmigo, pronto sus miradas reflejaron una mezcla entre horror y sed de venganza que enseguida se transformó en un ataque furioso y descontrolado del que hubieron de joderse pues desplegué mis pequeñas alas, rompí las ligaduras, y me las piré volando a toda castaña.
El dragón tomó aliento…
—Cuando llegué aquí y vi que en esta peña había una oquedad, entré y bajé hasta donde estamos ahora. Tenía mucho miedo y buscaba desesperado donde resguardarme.
>>Desperdigados por el suelo encontré montones de frutos secos.
>>Hambriento, los probé.
>>De pronto, como si se hubiera activado señuelo, una multitud de diminutas y oscuras figuras se me acercaron.
>>Eran roedores. Ratoncillos.
>>Me miraron incrédulos mientras devoraba su alimento sin saber qué decir. Estaban flipando, literalmente.
>>Me acerqué y no huyeron de mí; Para mi asombro, decidieron darme calor y cobijo. Así que decidí quedarme en su compañía.
>>Como entenderás, no tenía muchas ganas de salir. Posteriormente aprendí el lenguaje de los ratones y éstos comenzaron a relatarme los sucesos del país.
>>Cuando crecí, ya no pude salir por el agujero, éste terminó por taparse y aquí me quedé, calentando a los ratones en los duros inviernos como agradecimiento a todo lo que ellos me daban a diario.
>>Y todo continuó así durante mucho tiempo, generaciones enteras, hasta que un día, un duende perdido me oyó hablar con mis pequeños amigos.
>>Al principio le amenacé, pero no pareció asustarse. Eso me sorprendió mucho, pues no fue ni una ni dos veces. Me acordé de su familia y le amenacé incluso con eviscerarle[2] cruelmente en múltiples ocasiones, pero siempre regresaba.
>>Finalmente, me rendí. Cabía la remota posibilidad de que existieran duendes de un solo padre[3] y decidí afrontarlo no discutiendo más con él.
>>Sus visitas, una vez dejé de importunarlo, se tornaron más útiles y asiduas. Me enseñó a hablar en muchas lenguas, me trajo libros, y aprendí un montón de cosas. 
>>También construyó las escaleras por las que bajaste y las secretas compuertas de apertura interna por las que accediste. Me las fabricó por seguridad y a fin de proteger sus visitas. La entrada resultaba así oculta, permitiéndome cerrar o abrir desde dentro, a la vez que me protegía de visitantes no deseados.
>>Aprendí tanto, que una vez, cuando un duende se sentó en la peña lamentándose de su mala suerte y yo le di unos pequeños consejos, me tomó por un oráculo. Desde entonces, de tarde en tarde, alguien viene y, llamándome así, me pregunta por cosas que a veces sé contestar, y a veces no. —Ahí miró a Barael juntando sus garras en posición piadosa—. Hacía mucho que nadie me visitaba —apostilló.
Barael le miró interesado:
—¿Puedo preguntarte algo?
El dragón cabeceó afirmativamente.
—¿Podrías volar?
—Creo que sí —respondió mirándose las alas sin mucho convencimiento.
—Y ¿podrías escupir fuego? 
—Eso sí, lo he hecho antes para calentar la peña y encender esta hoguera. Así que…
Barael se incorporó y le miró fijamente: 
—¿Te gustaría salir de aquí?
El dragón apartó la mirada y contestó:
—Buf; pues no sé, ¿por…?
Barael se acercó y le cogió de una uña:
—Verás, los que te trataron mal ahora lo están haciendo con gentes que te tratarían bien, te respetarían y agradecerían mucho tu cooperación. 
>>Necesito tu ayuda para poder ayudarles.
El dragón le miró inexpresivo. Barael continuó:
—Fuera, hay un montón de duendes que aguardan su oportunidad de ser libres. Las buenas gentes de Verdol viven escondidas como tú a la espera de un golpe de suerte que  podríamos ser nosotros.
—Pero ellos me maltrataron.
Barael preguntó:
—¿Aquellos que te maltrataron vestían sayos y llevaban el pelo cortado a bacinilla con la coronilla afeitada?
—Sí — respondió el dragón.
Llegados a este punto, Barael decidió trasmitirle los últimos acontecimientos de Verdol, tal cual le fueran narrados Amaronte, y lo que de su persona habían hecho aquellos fanáticos en los últimos días.
—Como puedes ver, hay que acabar con ellos. Piensa que en cuanto descubran el escondite de los refugiados lo destrozarán, los matarán a todos y después, seguramente, te encontrarán y te sacrificarán también. Lo distinto, les asusta. Lo superior, les hace cagarse de miedo.
Barael se vino arriba:
—¿Realmente prefieres quedarte aquí esperando a que te encuentren? ¡NO JODAS! ¡Sal ahí fuera y déjalo todo como un solar! 
El dragón le miró muy serio. Pero serio, serio.
Barael tendió su mano y le dijo:
—¿Cuento contigo, AMIGO?
La palabra amigo le agradó. Bueno, más que agradarle, digamos que hizo fluir su testosterona de allí de donde deba de salir, a allí a donde deba de llegar. Así que, asintiendo, sonrió en una madura mueca, deleitando su adulta mente con las viñetas de un cómic en donde salía de allí, volaba libre, degollaba duendes cruelmente en un baño de sangre lamentable y genocida, y ayudaba en una causa justa a una gente que, sin conocerle, le llamaba AMIGO. ¡Qué más se podía pedir! Sangre, cráneos despachurrados, compañeros con los que celebrar.
—Sólo tenemos un problema —exclamó Barael rompiendo su ensoñación.
—¿Cuál? —preguntó  enseguida el dragón con gran aire de autosuficiencia.
—Hay que encontrar una manera de sacarte de aquí…
El reptil se volvió a poner muy serio:
—No te preocupes.
Acto seguido se irguió, apoyó sus hombros en el techo de la cueva y bombeó acero [4]con todas sus fuerzas.
La tierra tembló, las raíces aferradas durante siglos a la piedra crujieron, y todo cuanto había alrededor se arrepintió de estar cerca con gran escozor.
El dragón aflojó el embate y respiró hondo. Apoyó de nuevo sus nervudos hombros en el techo y empujó con más  fiereza.
Esta vez sus ojos se cerraron y sus músculos temblaron pero no descendieron un ápice. La tierra chirrió.
Empujó todavía más fuerte apretando sus fauces en una muestra de dolor que le hizo sangrar su segundo juego de párpados.
La caverna entera se estremeció y tembló. Los cascotes se precipitaron y el techo ascendió lentamente desprendiéndose finalmente con estrépito y un estertor draconiano cercano a la blasfemia.
El dragón bufó. Bufó y respiró. Volvió a bufar y tomó de nuevo aire justo antes de soltar los hombros, apoyar sus garras delanteras en la peña, y bombear otra vez levantándola como Atlas en una de Homero.
Exhausto, la dejó a un lado y se desplomó en el suelo.
Barael le miró con admiración y un gran sentimiento orgásmico mientras trataba de aclimatar sus ojos al exceso de claridad que penetraba por el hueco abierto.
—Sube —le dijo el dragón entre jadeos ofreciéndole su cabeza.
Barael trepó por las escamas y se acomodó en su cuello diciendo:
—¿No quieres descansar un poco?
—Ya lo haré más tarde —fue la respuesta— ¡Es la hora de las tortas![5]



* * *



En el césped, la abeja esperaba a que su jinete saliera del hueco por el que había entrado.
Que tardara mucho, no le importó. Que la peña se levantara y se corriera a un lado, la puso nerviosa. Pero, cuando por ella vio salir a un tremendo lagarto verde, no pudo por menos que huir despavorida en dirección a la colmena perdiendo hasta el aguijón.
El dragón, ajeno e invariablemente indiferente a todo esto, terminó con su reptar como un muerto viviente al uso saliendo de su tumba.
Una vez toda la cola fuera, olisqueó la hierba y suspiró.
La sensación fue confusa, y los sentimientos inapropiados, inaceptables e innecesarios.
Antes de que aquel ramillete de pasiones terminara con sus deberes homicidas, desplegó sus membranosas alas y se elevó majestuosamente por los aires, desentumeciéndose:
—Parece que no he perdido mucho estilo ahí dentro, ¿verdad?
Barael cabeceó sonriendo.
—Por cierto, ¿cómo te llamas? —preguntó el dragón mientras se mantenía en el aire.
—¿Barael? Y ¿tú?
—No tengo nombre, ponme uno. El de Oráculo no me gusta una mierda. 
—Déjame pensar… 
>>¡Ya lo tengo! Te llamaré Salvatore. Tu capacidad crematoria será nuestra salvación, seguro.
—¿Cuál? ¿Ésta? —El cuello del reptil se tensó y sus fauces se abrieron expeliendo una fuerte llamarada.
—Sí, creo que tu fuego nos será muy útil.
El dragón cerró las fauces aún humeantes y se elevó enérgicamente batiendo las alas.
—Tú mandas —dijo—, ¿adónde vamos?
—Al bosque —respondió Barael.
—Ok, pues tráete los malvaviscos. Que te vas a hinchar…



[1] Helado estupendo con forma de pie, muy popular en el planeta Tierra y los confines del sistema Talonus. De hecho, todo empezó en Pinrrelus III, donde se vendía como rosquillas debido a que los tres soles que lo abastecen mantienen en permanente verano a los habitantes de sus 15 planetas; Posteriormente, un autóctono de ese planeta se estrelló en Roswell y sus pertenencias quedaron esparcidas por toda una granja, etc, etc. El Ejército Americano encontró uno de estos helados, lo probaron, y para salvaguardar la patente decidieron divulgar que lo estrellado en el rancho de los MacBrazel había sido un globo sonda. Lamentable…
[2] Extraer las vísceras. Destripar, vamos. Retirar violentamente intestinos, higadillos y demás partes blandas.
[3] Tic, tac. Tic, tac. Venga, que lo sacáis por vosotros solos. ¿No? ¿Ayudita? Vale. Un ser normal, es hijo de un padre y de una madre. Un hijo de estas respetables señoras que alquilan su cuerpo por fracciones de tiempo es alguien que desciende de una madre y de los mil padres con los que ésta tiene relaciones. Bueno, salvo en Frígidix, del sistema Castus; allí se necesitan mil cópulas de varones distintos para fecundar a una sola mujer.
[4] Del inglés pumping iron. Véase el docudrama con ese título y realizado en 1975, sobre el campeonato mundial de culturismo Mr. Olympia.
El rodaje versa en imágenes la épica gesta del deportista Arnold Schwarzenegger, así como del vía crucis de sus pobres competidores, Lou Ferrigno y Franco Columbu. Entre bosques de mancuernas y delectables parajes de sudor testosterónico se explicar cómo se ha de bombear la sangre a los músculos para convertirse en una bestia parda de similares características.
[5] ¡Qué COSA! Y mira que me suena de algo esta expresión…


gracias
thanks
merci
go raibh maith agat
спасибо
dank
感謝
спасибі

(c) Rafael Heka ;-)

sábado, 19 de noviembre de 2016

Crónicas Globulares Serial 28: Refugiados



Una sacudida lo despertó.
La verdad es que últimamente no paraba de dormirse y despertarse, dormirse y despertarse, dormirse y despertarse. Su mente dudaba ya de qué realidad era la que había de tomar como tal. Estaba hasta los mismísimos. Y entiéndase mismísimos como huevos, cojones o cualquier otro apelativo de las gónadas sexuales con capacidad para inflamarse y ascender al infinito.
Abriendo con dificultad su ojo sano, Barael miró hacia abajo.
Montados aún sobre el colibrí, sobrevolaban un lago rodeado de floresta en el que flotaban multitud de gigantescos nenúfares.
En su centro, emergía una isla plagada de vegetación.
—¿Dónde estamos? —preguntó medio bostezando.
Como respuesta, el encapuchado precipitó al pájaro hacia uno de los gigantescos nenúfares.
—¡Agárrate! —le dijo.
Barael, asustado, se aferró a su espalda.
El colibrí entró veloz por la corola de la flor del nenúfar y, sorteando sus pistilos, surcó la estrecha y carnosa oquedad de su verdoso tallo, repleta de venosidades.
Barael no podía sino contemplaba asustado e incrédulo aquellas maravillas esperando que no fuera la entrada a otro infierno particular. No sería la primera vez que algo bello se trueca en dolor y miseria, siendo sus huesos los colateralmente afectados.
Como si Dindorx le hubiera escuchado, las paredes del corredor se fueron oscureciendo hasta hacerse inapreciables.
Contra todo pronóstico, el colibrí continuó seguro su vuelo dirigiéndose aún más rápido hacia un resplandor verde que brillaba al fondo y al que pronto emergieron.
Barael enmudeció.
El pájaro había llegado a una concurrida bóveda tan sorprendente como singular.
De su techo, colgaba una inmensa y aterradora colmena. Una estructura de verdosa luminiscencia, matriz de un formidable ejército de jinetes-abeja, cuya interacción pintaba sobre su pared interior indefinidas viviendas robadas a la tierra pero de fácil acceso para los insectos.
El colibrí ascendió rodeando la colmena hasta llegar a una plataforma de madera habilitada en su cúspide.
Una vez se posó en ella, dos duendes de ropajes verdes ataviados con camisola, falda y boina, le ayudaron a bajarse del pájaro. Bueno, más bien, le bajaron con la firmeza propia que otorga la permanente predisposición a aplicar una correctiva y aleccionadora manita de hostias.
Le sujetaban por los hombros como a un guiñapo, cuando, el encapuchado, aún de espaldas y antes de espolear al colibrí para tirarse de la plataforma, les dijo:
—Llevadle a los santeros, dadle un camastro y, mañana, a primerísima hora, conducidle a mi celda.
Los duendes respondieron ajenos a la mirada de estupidez del duende blanco:
—No se preocupe: está a salvo en Vrícuit. Ahora déjenos a nosotros.
Barael no les entendió, todavía era profano en Verde. En Verde, y a este paso, en cualquier cosa, porque con la de palos que se estaba comiendo era probable que acabara medio subnormal. Aunque aquella vez, por primera vez desde que estuviera en ese país, le pareció barruntar una noche de calma y ropas calientes.
Introduciéndole en un corredor, le ayudaron a bajar unas escaleras, le colocaron en una plataforma sujeta por unos cables y descolgaron ésta vertiginosamente.
Barael se desmayó de nuevo.


* * *


Tenía la cabeza vendada y un parche en su ojo derecho. También le habían lavado. Totalmente.
Había sido ataviado de verdes ropas (al modo común), a saber: una camisola, unas faldas y una boina. Y en los pies le habían colocado unas calientes y flexibles ¿alpargatas?
Esperad que me pongo las gafas de cerca…
Pues sí. Dos mierdas de alpargatas para el señor.
En fin, que lo único que le dejaron fue el pesado medallón de tacto reconfortante y escaques a medio rellenar, en donde se reflejaba la azulada luz de aquel amplio y redondo ventanal abierto al fondo del lago.
Dolorido y muy mareado se acercó más.
La vista era maravillosa. Se contemplaba todo el fondo del gran estanque.
Apoyó la cabeza en el cristal.
Los translúcidos tallos de los nenúfares quedaban por encima desvelando el tráfico de abejas, mientras los peces nadaban a gusto serpenteando algas y demás flora propiamente acuática.
La imagen le tranquilizaba. Era apacible.
—Bonita vista, ¿verdad? —le asaltó entonces una repentina y Blanca voz.
Barael se volvió enseguida: era el encapuchado.
Como la luz de una antorcha iluminaba su espalda no podía verle el rostro.
—Oh —contestó tratando de tranquilizarse—, me ha asustado.
—Estás en Vrícuit —comenzó éste conciliador—, la ciudad de los refugiados —concluyó en un Amarillo familiar.
Barael escudriñó curioso en la oscuridad de su capucha.
El duende se descubrió.
—¿Tú? —exclamó Barael.
>>¡¿TÚ?!
>>¿Qué COJONES hac…?
Amaronte se le acercó al momento que Barael se apartaba con repugnancia y una vena del cuello amenazaba con pintar de blanco las paredes de la habitación.
—¿Cómo HOSTIAS pudiste…? —comenzó a decir totalmente desatado.
Amaronte juntó sus manos en actitud piadosa y exclamó:
—Por favor, escúchame.
Barael le miró profundamente homicida.
—Verás, muchacho —comenzó el brujo—, yo no podía terminar con el Maligno. Sabía cómo se hacía, pero no estaba capacitado para ello. Soy muy viejo ya. Lo que tú hiciste, sólo podía hacerlo alguien con tu juventud y determinación. En cuanto a lo del acertijo…
Barael le clavó la mirada deseando con todas sus fuerzas que en ESO, al menos, no le hubiera mentido.
—…no sé la respuesta.
>>—Conocía la historia, sí, pues fui muy amigo de Baradir. Incluso conocía el medallón, pero no sabía la solución.
—¿Y por qué leñe me mentiste? —preguntó molesto el duende blanco.
—Porque era la única manera que tenía de salvar a mi pueblo del Maligno. Sólo alguien de tu valentía y coraje, respaldado con esa vigorosa juventud que rebosas, podía acabar con aquel endemoniado ser. Joder, y es que ¡Lo has hecho! ¡Cumpliste todas mis expectativas!
—¿Tus expectativas? —exclamó Barael al borde de la embolia—, ¿tus expectativas?, y ¡¿quién cojones cumple las mías?! Mi pueblo se destruye. Todo y todos aquellos que conocí, perecen en un Blancualín de pesadilla. Yo, por más que lo intento, no consigo una mierda. Estoy hasta los huevos. ¡Hasta los mismísimos huevos! Como no saque algo en claro de este país de monjes psicópatas, igual me lío la manta a la cabeza y le prendo fuego a todo…
Amaronte posó una mano consoladora sobre su hombro y le dijo:
—Te debo una, lo sé. Te acabo de salvar la vida pero, bueno, qué más da, lo podía haber hecho cualquiera. —Y se miró las uñas como quitando importancia al hecho.
—Tienes razón —contestó Barael tragando saliva en un gesto de profundo cansancio—. Si no es por ti no lo cuento, vale. Acepto tus disculpas (por esta vez) puesto que si realmente no fueran verdaderas, y yo no te importara una mierda, me hubieras dejado achicharrar a manos de esos… Por cierto: ¿Quiénes eran esos?
Amaronte aceptó raudo sus agradecimientos y le contestó mirando ensombrecido al lago:
—Ese cabrón al que convertí en piedra era el hermano Vesperio —dijo buscando la manera más correcta de explicarse mientras frotaba sus manos perdiendo la mirada en el infinito—. Es una larga historia. Digamos, por empezar de alguna forma, que has llegado en un mal momento a Verdol.
—¿No jodas?
Amaronte inició su relato contándole cómo todo empezó mucho tiempo atrás, siglos incluso, cuando la capital de Verdol aún era Verdiracil, la Ciudad de los Zarcillos[1], un paraje maravilloso plagado de casas construidas en multitud de aretes naturales, los cuales colgaban alegres y despreocupados de las ramas de los árboles rodeando el exuberante y también pendiente Castillo de Hiedra de Verdrom, rey de los duendes verdes.
Pues bien, dentro de la ciudad, en lo alto, muy alto, protegida con un férreo muro de castañas pilongas, y tallada a mano con laboriosos años de esfuerzo en las finas copas de los árboles, descansaba otra ciudad: la ciudad eclesiástica.
Allí, los religiosos hacían una vida dedicada al estudio, la oración y el culto a Dindorx, defendiendo el idioma Verde como el único no pecaminoso, y castigando ya desde entonces a todo aquel que no lo utilizaba con crueles correctivos de carácter sangriento.
Su fanatismo religioso fue en aumento abocándoles a la reclusión total y a un deterioro extremo de sus relaciones con la monarquía de Verdiracil, llegando incluso a la tesitura de que ambas ciudades convivían sin ningún intercambio de ciudadanos mientras los religiosos criaran una colonia de avispas en el interior de sus muros.
Cuando Baradir abolió el gobierno y Verdol pasó a ser subsidiaria de sí misma, un ponzoñoso duende se hizo prior de la ciudad eclesiástica:
El hermano Vesperio.
En un afán de poder exacerbado, y aprovechándose de su gran carisma, convenció a los monjes de derrocar al Estado e instaurar una nueva era en Verdol. Una era, marcada por la Pureza, la Justicia y la Verdad Suprema.
Montando en un ejército de avispas asesinas, y al amparo cobarde de la noche, devastaron cruelmente la Ciudad de los Zarcillos, descolgando finalmente el Castillo de Hiedra en un monarquicidio desproporcionado y estrepitoso.
Desde entonces, los monjes de Vesperio gobernarían Verdiracil a su antojo[2].
—Cuando yo llegué a Verdol —continuó—, me encontré con el grupo de renegados supervivientes refugiados precariamente en el bosque. Entonces, me acordé de un escondite hacía mucho tiempo olvidado —Y le señaló con las manos todo cuanto se veía.
>>Este lugar, llamado Vrícuit en honor a un honroso general de tiempos pretéritos, sirvió de refugio en la mítica Guerra de los Colores. Acabado el conflicto, fue abandonado y ya nunca más se habitó.
>>A los duendes les pareció adecuado, así que lo buscamos y nos instalamos enseguida con los resultados que ya has visto. Incluso estamos estudiando la idoneidad de instaurar nuevamente el orden en el país.
Barael había escuchado con interés:
—Lo siento —dijo guardando el sarcasmo—, no sabía que aquí las cosas también andaban mal. Por lo visto, lo que ya me temía ha empezado: todo se va a la mierda más absoluta.
Amaronte no contestó, aún miraba absorto al estanque.
—¿Si puedo ayudaros en algo? —preguntó Barael.
—No muchacho, muchas gracias —le agradeció magnánimo—. Tu misión es mucho más importante. Debes poner orden, pero no aquí, sino en todo el continente. Resistiremos, nos estamos agrupando. Ha corrido la voz de que se está preparando un ejército que acabará con los esbirros de Vesperio, y cada vez acuden más duendes a engrosar nuestras filas. Dentro de poco estaremos preparados y podremos saltar con nuestro enjambre de abejas sobre la ciudad eclesiástica. No dejaremos uno vivo —concluyó con determinación.
>>Además, tengo una sorpresa para ti.
—¿Para mí? —preguntó Barael.
—Ajá; todo está preparado y dispuesto. Mañana sin dilación partirás hacia el Gran Oráculo.
Barael le miró no comprendiendo. El brujo exclamó:
—¿Que no conoces al Oráculo de Verdol? ¡Pero si es superfamoso! Sabe todo y de cualquiera cosa entiende.
>>Ya desde milenarias generaciones los duendes verdes han acudido en su ayuda. Quizás pueda darte la respuesta al acertijo.
Ante la mirada esperanzadora de Barael aclaró: 
—Iría contigo, pero he de ayudar a esta gente. Necesitan un estratega que les encamine a la gloria. Además, como sabes, mi hechizo de petrificar dura una mierda, así que seguro que el hijoputa ese de Vesperio y sus queridos hermanos están ahora mismo recorriendo los bosques de ahí fuera a lomos de sus puñeteras avispas con la intención de meternos bien sus aguijones.
Barael le miró asombrado, no esperaba ese comportamiento del brujo aquel que hacía tan sólo unos meses petrificara a su amigo Alh-par-cheh.
Los tiempos estaban cambiando, las cosas no resultaban lo que parecían, y el mundo giraba y giraba.
—Bueno —dijo el duende blanco finalmente—, quizás tengas razón. Debo encontrar esa respuesta cuanto antes.
—Una cosa más —intercedió Amaronte sacando un objeto de debajo de su túnica.
Barael le observó con curiosidad.
—Déjame una de tus muñecas.
Barael le cedió la derecha.
Amaronte la cogió y le pinchó en ella con un punzón que brotaba de lo que resultó ser una pequeña ampolla de goma.
Barael se quejó e intentó apartar la mano. Amaronte le sujetó, le tranquilizó y le rogó que se mantuviera quieto.
Con el punzón todavía dentro de su carne, Amaronte estrujó la elástica redoma.
Barael tuvo una extraña sensación cuando el líquido verdoso penetró en su torrente sanguíneo.
El tono amarillento claro que vestía ahora su piel permitía observar claramente cómo sus venas se iban coloreando de verde.
—¿Qué diablos es esto, Amaronte? —preguntó Barael asustado.
—Es ácido fórmico —respondió el brujo mientras retiraba y guardaba la ampolla.
—¿Para qué me lo has inyectado? —preguntó irritado el duende blanco sin darse cuenta de que ya lo hacía en Verde.
—Para que entiendas a las gentes de Verdol —respondió el brujo dejando ya de hablar el Amarillo.
Barael le miró extrañado.
—El veneno de las abejas de Verdol —continuó Amaronte—, aporta las sustancias que necesita tu cerebro para codificar los mensajes propios de estas tierras. Esto último, por cierto, ya lo has escuchado en Verde.
Barael analizó hasta la última palabra y contestó:
—Tienes razón, lo siento. —Se frotó la muñeca—. Llevo demasiado tiempo en tensión. Casi te arreo un sopapo…
Amaronte asintió amistosamente, dejando claro con la mirada cómo él se hubiese comido dos. Cogiéndole por el hombro, le llevó de nuevo hacia el amplio ventanal:
—Parece mentira que entre tanto caos, muerte y desolación, se pueda encontrar un sitio tan maravilloso como este, ¿verdad? —concluyó mientras contemplaba el sinuoso nadar de las anguilas por entre los cimbreantes tallos de nenúfar.
—Ajá —respondió Barael—, rezulta ezpeluznate…



[1] Cada uno de los órganos largos, delgados y volubles que tienen ciertas plantas y que sirven a estas para asirse a tallos u otros objetos próximos. Pueden ser de naturaleza caulinar, como en la vid, o foliácea, como en la calabacera y en el guisante.
[2] Vamos, como los ewoks en Endor o los simios en una de Charlon Heston. Y no me empecéis con que sois de otra galaxia, que desde la última nota referencial al universo Star Wars os ha dado tiempo a ver las seis pelis de Lucas o las cinco de los monos cabrones. Que no podéis leer así, al tun tun. Hay que hacer los deberes, ver Star Trek, el Doctor Who, Plutón BRBNero. Por todos los dioses…



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(c) Rafael Heka ;-)