Amaronte miraba fijamente al hermano
Vesperio.
El monje, amordazado y encadenado con
férreos grilletes de pies y manos, había perdido momentáneamente toda su
soberbia en pos de una serena decepción fruto de su inteligente consciencia.
Estaba jodido.
Sí, muy jodido.
Sabía lo que le esperaba: astillas bajo las
uñas, prensas en los tobillos, hormigas por las orejas. Lo habitual…
Pero, ¿por qué estaba aún vestido?
Eso lo desconcertaba.
¿Podría decirse que estuviera acojonado?
Probablemente.
Y es que Amaronte no estaba solo. A su lado
había un robusto militar vestido con el uniforme del ejército de Verdol: boina,
camisola, falda y bota. Bota, porque le faltaba una pierna; en su lugar apoyaba
el aguijón de la avispa que se la arrebató. Un trofeo arrancado a ésta con sus
propias manos mientras la pérfida aún se comía su trémula extremidad, y con el
que de paso aprovechó para descargarla del indigno peso de sus entrañas.
Pero aquel aguijón no era su única apoyatura
artropódica. También aferraba honorable un aguijón de abeja tallado con seis
hexaedros rodeando su corona superior indicando la graduación de general. Una
especie de cetro que lo superaba en altura dándole un aspecto fiero a la vez
que honorable y mayestático.
En la cara, cuadrada, le crecía una
perfilada barba de color verde intenso reflejando lo imbricado de sus raíces.
Su nombre, cómo no, era el de Vraton.
¿Suficiente para estar jodido? Algunos
dirían que sí.
Vesperio sabía que no. Pero lo estaba.
Por eso siguió silencioso el escrutinio de
aquella singular estancia hexaédrica contenida entre inquietantes paredes de
cera verde.
Desconocía que aquella era la sala de
conferencias del panal de abejas de Vrícuit. Conocía perfectamente la mirada de
Amaronte y el general tras aquella mesa hexaédrica que los separaba.
Un soldado de Verdol uniformado como Vraton,
pero sin graduación, le retiró la mordaza.
El general, que había aguantado su ira
demasiado tiempo, bramó sin poder contener su saliva:
—¡Sucio bastardo, debería destriparte aquí
ahora mismo!
Vesperio no contestó, simplemente alzó el
rostro.
Vraton, levantándose con ayuda de su cetro,
se aproximó al monje. Amaronte permanecía en silencio.
Ya a su lado, el general exclamó:
—La Ciudad de los Zarcillos, el rey, el
ejército, TODO el mundo confiaba en vosotros, ¡¿POR QUÉ?!
Vesperio mantenía su silencio con la cabeza
altiva.
Vraton continuó:
—Mediante la traición devastasteis un pueblo
entero. Matasteis a sangre fría a ciento setenta mil duendes que dormían
tranquilamente en sus casas colgantes. El rey, su mujer y sus pobres hijos
nunca despertaron. Desplomasteis el Castillo de Enredaderas al vacío.
¡¿Tendréis ahora los huevos de revelar finalmente qué enajenó vuestro enfermo
raciocinio?!
Vesperio le miró y gritó inesperadamente
enloquecido:
—¡NOSOTROS NO MATAMOS A NADIE!
>>¡No matamos a nadie…!
Amaronte y Vraton se miraron.
—¡Fueron las huestes del Señor las que lo
hicieron! —continuó mientras recuperaba el aliento con la mirada perdida en el
pasado y en algún que otro podrido pozo mental— ¡Aquellos duendes no encajaban
en el nuevo mundo que nosotros estamos creando! Créeme hermano —concluyó
clavando sus terroríficos ojos en los de Vraton—, yo lo siento tanto como tú.
El general le señaló su prótesis y dijo aún
más encolerizado:
—YA, Y LOS DIOSES ARREBATAN LAS VIDAS DE LOS
DUENDES A LOMOS DE AVISPAS ¡¿VERDAD?!
Vesperio habló de nuevo:
—Dindorx cuidó de nosotros cuando llegó el
Apocalipsis. No dudéis de que no lo vaya a hacer ahora.
Vraton levantó su bastón con la intención de
partirle la cabeza. Amaronte le interrumpió:
—Vraton, ¡quieto!
El general se contuvo.
El brujo, levantándose de la mesa, se
aproximó silenciosamente al monje. Una miraba inexplicable escapaba de sus
ojos.
Acercándose más, el anciano le impuso sus
huesudas manos en la cabeza sin que el desdichado pudiera zafarse de ellas a
causa de sus ligaduras.
Antes de poder exhalar ni el más mínimo
gañido de estupor, el monje quedó sumido en un profundo estado de somnolencia.
Amaronte entró entonces en shock. Sus ojos
se quedaron en blanco y, de su cuerpo, brotó súbitamente un resplandor
multicolor mientras Vesperio comenzaba a agitarse y Vraton, preocupado, se
incorporaba de su silla sin atreverse a acercarse.
Los grilletes de Vesperio se aflojaron y se
abrieron envueltos en un fulgor amarillo.
Después, flotando, se colocaron en las manos
de Amaronte. Acto seguido, se cerraron: El brujo quedó así sorprendentemente
encadenado de pies y manos.
El brillo que emitía su decrépito cuerpo
aumentó de intensidad cegando a todos los presentes en un definitorio fogonazo.
La sala se quedó a oscuras.
Todo se quedó momentáneamente sumido en un
efecto cegador de rápida recuperación.
Vraton no sabía que pensar.
Vesperio permanecía inconsciente en la silla
y Amaronte acababa de desplomarse en el suelo.
Aproximándose al brujo, le zarandeó.
—¡Aparta tus manos de mí, sucio infiel!
—fueron sus incomprensibles e inesperadas palabras.
Para ayudarle a incorporarse, el general le
cogió por un brazo. Éste le apartó de un golpe diciendo:
—No me toques, sucio hereje. Sé levantarme
yo solo.
Vraton respondió:
—¿Amaronte…?, no…
—No me llames así, soy Vesperio —contestó
Amaronte poniéndose de pie bruscamente.
—General Vraton —sonó una voz.
El general se volvió y contempló a Vesperio
de pie a su lado.
Amaronte los miró con una expresión de
horror en el rostro.
—Sé que le resultará difícil de creer
general, pero yo soy Amaronte —exclamó Vesperio sonriendo a la vez que le
guiñaba un ojo.
Vraton, confundido y fascinado ante la
repercusión que tendrían en el futuro los hechos acontecidos aquella noche, le
cogió fuertemente por el brazo y, sonriendo, observaron a un Amaronte que
gritaba horrorizado:
—¡Nooooooooooooooooooooo!
gracias
thanks
merci
go raibh maith agat
спасибо
dank
感謝
спасибі
спасибі
(c) Rafael Heka ;-)