Allá va. Aquí arranca la Tercera Entrega ;-)
La reina caminaba con dificultad a causa de
ciertos picores y del ceñido vestido que le aprisionaba el pedazo de
cuerpo que se estaba perdiendo el gilipollas del rey de los duendes rojos.
En una mano, sostenía nostálgica la
antorcha que iluminaba el pasadizo.
Barael la seguía a corta distancia
recreándose en el pedazo de cuerpo que se estaba perdiendo el gilipollas del
rey de los duendes rojos.
—Por aquí —dijo mientras giraban un recodo.
Sin más vistas para ella que las de
aquél lóbrego pasadizo, caminaron apresuradamente en dirección a una lejana
luz.
Era la salida.
La salida a una bella playa de arena
carmesí.
Anclado a un tocón aguardaba un bote.
La reina le dijo a Barael:
—Bueno, pues ya hemos llegado. Ahí lo
tienes. Tómalo, ve bordeando la costa hasta divisar el gran Muro de la Discordia y continúa
hasta ver el gran Palacio de Roca. Por allí deberías atracar. Después, tu
destino será sólo tuyo. Eso sí, agárrate, porque en Rojo hay mierda para
alicatar un astillero[1].
Barael puso cara de indiferencia.
La reina, de resignación.
Qué esperas, es otro duende.
Sí, pero seguro que con una tranca…
¿Pero cómo puedes pensar esas cosas?, QUE
ERES UNA REINA, JODER.
Rojina obvió su último su último comentario
e hizo una educada reverencia de despedida.
¿Y si me lo calzo aquí, ahora mismo? Mira
que no se enteraría ni Dios.
¡QUE NOOOOO!
El duende devolvió el gesto y caminó hacia
el bote.
—Barael —llamó la reina.
—¿Sí?
—¿Podrías hacerme un favor?
¡Arráncame la ropa y mátame a pol
—Lo que usted diga.
Se acercó y le susurró al oído:
—¿Podrías decirle a ese desalmado que… lo
echo de menos?
Y que venga rápido. Que venga rápido ¡POR
DIOS! O no respondo.
Si es que no veo más que pollas por todas
partes. Si me suben el desayuno con porras: pollas; si me traen las velas:
pollas; a la cocina no puedo bajar: pepinos, zanahorias, rábanos, berenjenas,
pollas, pollas, pollas, pollas, pollas, pol
—¿Al rey Rojnald? —interrumpió sorprendido
el duende.
La reina afirmó con la cabeza comprobando
que no había nadie por allí que la hubiese podido escuchar.
ollas, pollas, pollas, pollas.
—Sin ningún problema, Majestad —le aseguro
Barael guiñándole un ojo con complicidad.
—Gracias. —Y se internó en el túnel, antes
de entrar en fase.
Barael posó su zurrón en la barca, la
desató, se montó en ella y, cogiendo los remos, puso rumbo a Rojo.
Oh, Dios, remos. Pollas, ollas, ollas…
* * *
El firmamento, ubicuo, pronto se reflejó en
un mar sin línea en el horizonte, convirtiendo al pequeño bote en un trasunto
de nave espacial surcando las estrellas. Sólo el titilar del decrépito candil
delataba el hecho de que alguien estuviera navegando.
Argonauta estelar, Barael descansaba
degustando unas viandas preparadas en las cocinas del Palacio de Rubí.
Las gruesas pieles que lo cubrían impedían
que el frío le molestara. Un frío intenso que le devolvió por un instante a su
lejano hogar.
Acariciándolas, recordó también a Rjrrr.
Tenía que haberse marchado sin despedirse de
ella. Ambos se habían tomado demasiado aprecio. Al menos se hubieran
evitado lágrimas y un mal trago que no hizo sino perforarle la mente buscando
el mayor a la mierda jamás expresado junto con el inexorable vamos
que te voy a dar lo tuyo y lo de tu hermana.
Cuando iba a puntualizar lo de lo tuyo y
lo de tu hermana añadiéndole contra la pared, una tremenda explosión
de esas que te colocan las vértebras y te recuerdan lo fácil que resulta palmar
estúpidamente lo sacó de su ensimismamiento.
Era la luna, un aparente impacto la hizo
iluminarse con tanta intensidad que dañaba la vista. Después se apagó y quedó
escondida tras el manto nocturno. Eso, o se había quedado ciego, claro.
Las cosas estaban cambiando. Y no como hacía
unas jornadas, donde casi todo iba de culo. Aquello era algo peor, algo capaz
de infundir un miedo cerval imposible de mitigar por mucho que uno se arropase.
Desde luego, la comedia, la ingenuidad, la locura, los años en donde todo valía
con tal de sacarle al mundo una sonrisa parecían llegar a su fin. Habría
coletazos sí, ramalazos espontáneos como alguna que otra flor entre maleza,
pero no mucho más. La belleza -dicen- reside en los ojos del que mira. La
subjetiva realidad, también. Los ojos de Barael hacía tiempo que tampoco eran
los mismos, y toda su circunstancia igual de lo mismo. ¿Madurez, presciencia?
Seguramente ambas.
Se apresuró. Desde allí observaba
perfectamente la costa y pronto vería el Muro de la Discordia. Soltando
el bocata, cogió los remos y se aplicó con ímpetu.
* * *
Ya en las rocas de la orilla abandonó
rápidamente el bote y escaló por ellas; las explosiones habían continuado
sucediéndose y no parecía una decisión inteligente retrasarse.
En la cima, afortunadamente, lo recibió
enseguida el sobrio Palacio de Roca.
Mirándolo así en escorzo y entre penumbras
intermitentes (igualito a como cuando intentas distinguir si lo que te han
presentado en el bareto de turno un sábado por la noche es un orco o algo
arrimable), no parecía tan horrendo.
De hecho, a pesar de ser tan vasto, desaliñado,
tosco, rudo y masculino (peyorativamente hablando, por supuesto) poseía algo;
una especie de atracción (seguramente propia del género, como los coches, las
herramientas, los pechos femeninos, las nalgas caprinas) que a Barael lo atrapó
del todo. Si ya hubiese tenido testículos, alerones o remaches galvanizados
-hablamos del castillo, a Barael se le presuponen, los tres- se hubiese
enamorado y esta historia tendríamos que haberla dado ya por perdida.
O al menos así pensaba hasta que comenzó a
acercarse, pues el camino de acceso (como no podía ser de otra manera para
nuestro héroe[2])
a la par que tortuoso resultaba incómodo por pedregoso y digno de alguien con
la empatía de un conductor de autobuses de línea urbana en hora punta.
Porque resulta, para los que ya no lo
recuerden, que Barael iba DESCALZO.
Sí, ya lo sé, hay gente inteligente,
votantes de GHVIP333[3]
y este lechón.
Pero claro, aquella calzada no iba a ser
nada como la que le daría él en el fistro al responsable de pasarse por el
jander lo que debería ser más chiquito, ¡aquellas puñeteras piedras[4]!
Así que mientras ascendía en un fatuo
intento de no desollarse los pies bailando el chiquitistaní[5], un
nuevo gran estruendo le cortó el aliento.
Forzó la vista: Parecía venir de algún sitio
cercano al palacio.
Con el indiferente hastío que mostraría un
náufrago ante el hambriento tiburón o la falta de agua, continuó su camino
centrado en no perder el poco carrete que le iba quedando y en respirar en ocho
tiempos con el vientre.
El cielo tampoco le tranquilizaba, las nubes
blandían un extraño color entre gris y rojo más parecido a un tumor que a
cúmulos gaseosos.
Pero la cosa aún podía mejorar. Ya más cerca
del palacio, heraldo prematuro del regüeldo máximo, un ácido olor entre sudor,
comida podrida y calcetines malolientes le bajó dos tonos el rosa de su nuevo
tinte de pelo y le despertó los lagrimales tras matar definitivamente su
pituitaria.
Asqueroso no podría contener jamás las
praderas de aquel país desconocido que ahora se desplegaba magnificente ante
sus empañados ojos: vegetación seca, ausencia de animales de Dios,
indescriptibles cosas no-muertas fruto de la compostación de materias
orgánicas vagando curiosas y atemorizadas, desperdicios de comida, ropas
viejas, vómitos (de Barael y tal que en ese instante). Vamos, que le salen un
par de cerdos dando las buenas noches, y ni se extraña.
Sorteando finalmente aquellas inmundicias,
llegó de una vez al palacio.
De cerca no parecía tan enigmático, más bien
un enorme montón de mierda seca tendida al sol o un jamón serrano puesto de pie
con toda su roña, grasa y pezuña. Por cierto, que a saber qué leñe es
aquella punta negra del
Un nuevo clamor resonó a lo lejos:
—¡Roooooooooooooooooooooooooooc!
Barael buscó con la mirada la procedencia de
aquellos enajenados gritos, descubriendo que provenían de un enorme estadio
situado en el fondo del valle que había más allá del castillo. Una especie de
atolón pétreo repleto de gente hasta los topes.
Por su campo de empedrada superficie rojo
oscura corrían un puñado de duendínidos[6]
jaleados desde el circular graderío por otra multitud de vociferantes
cromañánidos[7]
poseídos al parecer de una extraña inquietud.
Uno de los duendes que corría por la
superficie empedrada colocó algo en un extremo: el estadio pareció explotar
poseído por el júbilo:
—¡Rooooooooooooooooooooooooc! ¡Roc! ¡Roc!
¡Roc!
Los especímenes entonces saltaron, gritaron,
aplaudieron, hicieron la hola quemando solitarias neuronas en gigantescos
planetas metales. En fin, un espectáculo sorprendente para un duende como
Barael. Tan sorprendente tan sorprendente, que a los dos minutos de observación
su inteligencia amenazó con adoptar jornada de servicios mínimos (es decir
destreza 2/d20[8]
en comer y limpiarse el culo).
Como comer le encantaba y no estaba
dispuesto perder su técnica ancestral y secreta[9]capaz de hacerle brillar aquello como la cabeza de un abrebotellas,
volvió camino del palacio.
Pero su inteligencia se equivocaba, o al
menos, igual no todo dependía sólo de ella o de su ausencia; tal como fuere, lo
cierto es que al duende le embargó una sensación extraña[10]:
deseaba volver a ver la superficie empedrada y a los duendes corriendo de un lado
para otro.
Vacilo, titubeó, pero, al final, la
sensación desapareció.
Sorprendido, se acercó a la enorme masa gris
con forma de zurullo.
No fue lo único en sorprenderle, también le
desconcertaba la ausencia de olor y de guardias celadores. (Nada del otro
mundo, su inteligencia estaba buscando explicaciones y por eso tardó un rato en
recordarle que el olfato se atrofia tras una prolongada exposición a fuertes
pestilencias, al igual que no hay trabajador que sea capaz de obrar en
semejante porqueriza).
Bordeando tranquilamente el palacio dio
finalmente con el portón de entrada resultando tal cual a como cabría
esperarse: alto, de dos hojas, comido por la carcoma, medio roto y repleto de
mugre.
Barael lo atravesó accediendo a una estancia
silenciosa y mal iluminada. La causa no era otra que la opacidad pútrida de
unas lujosas vidrieras, antaño seguramente anfitrionas generosas del invitado,
pero hoy invisibles para el transeúnte ocasional y poco avezado.
Sin perder ni un ápice del encanto típico
del resort, el suelo recibía pegajoso y astutamente indescriptible mientras el
polvo y las telarañas se afanaban en dar ese último toque de glamour y
distinción a los finísimos muebles y demás superficies dignas de mención
(lámparas de piedra, espejos, candelabros, percheros).
—¿Hay alguien? —preguntó rápidamente Barael.
El polvo cobró vida levantando una tremenda
nube. El eco contestó bronco:
—Alguien, alguien…, alguien.
Barael lo intentó de nuevo entre tos y tos:
—¿No hay nadie en palacio?
El eco de nuevo repitió, perdiéndose entre
un lejano bosque de bamboleantes telarañas:
—…acio?, acio?, acio?
De repente, y de alguna parte situada en los
pisos superiores, sonó un inesperado:
—¡Roooooooooooooooooooooooooc!
Barael dio un bote. Era consciente de que
aquello era un palacio, que se debía a un protocolo, pero lo cierto es que ya
se le estaban empezando a hinchar las narices, así que gritó:
—¡Rey Rojnald! ¡¿Está usted aquí?!
Nadie respondió. Esta vez ni el eco.
Ya con la vista acostumbrada a la penumbra y
la experiencia suficiente como para no ingerir cuarto kilo de suciedad flotante
a cada paso que daba, espió un poco por allí.
La fortaleza mostraba una dejadez absoluta.
Mierda y mierda y más mierda habían conquistado cada milímetro del palacio en
un ejercicio dictatorial sin parangón cuya única salida quedaba ya en manos de
la bola de demolición o un potente lanzallamas.
Deambuló un poco más hasta que unos ruidos
sospechosos le hicieron poner su atención en los pisos superiores.
Como aquello de allí abajo había dejado ya
de interesarle (casi desde que entró), subió a regañadientes por unas enormes
escaleras de piedra al fondo del hall que lo cubrieron de telarañas hasta por
debajo de las orejas.
En el piso superior, más de lo mismo, todo
mostraba igual aspecto desaseado; sólo había una salvedad: el olor era
"más" penetrante y amenazaba con derretirle las córneas.
Aquella planta también adolecía de ventanas
opacas.
Se acercó e intentó limpiar una,
consiguiendo únicamente deshilar la manga de su camisola.
Lo intentó con más ventanas, pero nada. Lo
dicho, demolición o fuego, no había otro remedio.
Paseó un rato por allí y tampoco encontró a
nadie.
Después de aventurarse por una, dos, quince
habitaciones, encontró otra escalerita llena de mierda.
Esta vez se pertrechó de un atizador y subió
por ella limpiando y despachurrando arañas como centollos.
Esta era muy, pero que muy, larga.
Y claro, peor iluminada ya que el sobaco de
un grillo.
Cansado, fatigado, asqueado, hasta los
mismísimos huevos y más cabreado que una mona, brotó por fin a una iluminada y
pequeña habitación. Al fondo se apreciaba un trono de roca roja orientado a la
única fuente de luz de la estancia: su amplio balcón.
Se acercó cautelosamente, esquivando la
basura.
Sentado al trono parecía haber alguien.
Debía de ser el rey Rojnald.
—¿Rey Rojnald? —preguntó vacilante.
El trono se agitó.
De él salió emergió voz:
—Adelante, adelante, lanza, lanzaaaaaa,
¡lannnnnzaaaaa!, ¡Zafio!
La voz sonaba quebrada, cascada, destrozada,
vamos, hecha un higo.
Era de esas voces que, cuando uno las oye,
dice: <<pobre, debería dejar la cazalla, los porros, el anís de
guindilla. Al menos, para desayunar>>.
Se acercó más.
—¡Idiota, muñón, taraaaaaaaaaaaaaaaao!
—continuaba gritando.
Barael se asomó y le miró.
Indudablemente era el rey Rojnald. Aquella
pesada corona de piedra roja lo confirmaba, pero… ¡madre mía!, ¡cómo se pueden
estropear los cuerpos!
Aquel duende, que parecía tener una edad
indefinida (entre mucha y la de Dios), no podía estar más deteriorado y sucio.
Su lacio y desaliñado pelaje color rojo
cubría, junto con unas espesísimas barbas, un escuálido cuerpo vestido con
harapos rojos que en su día, de la que Dindorx se empezó a dejar el bigote y
depilar las piernas (para hacer ciclismo, eso dice él…), habían debido ser
ropajes exquisitos.
El anciano se revolvía en su trono
agitándose espasmódicamente, mirando histérico al horizonte.
Barael le dijo, postrando su rodilla en el
suelo:
—Rey Rojnald, le presento mis saludos.
—Estúpido idiota… —exclamó el anciano.
Barael levantó la vista ofendido.
El rey ni siquiera le miraba.
—¿Cómo dice? —preguntó Barael.
—¡Tíralo, tíralo, SUBNORMAL! —bramó de
nuevo.
Barael lo miró y comprendió que no le había
escuchado, que ya no escuchaba a nadie. Inquieto, se irguió.
No estando muy seguro de si debía hacer lo
que iba hacer, zarandeó al rey Rojnald.
Este se zafó enseguida con tal fuerza y
habilidad que Barael se sintió incrédulamente abofeteado por una perplejidad
totalmente insospechada y astuta.
Pensó en zarandear al anciano otra vez, pero
le vio tan perdido, tan ensimismado, tan alterado, que posiblemente a lo único
que conduciría aquella actitud sería a la de una impredecible reacción
violenta.
Sin previo aviso y confirmando sus temores,
el rey saltó del trono dándole un buen empujón a la vez que señalaba a lo
lejos:
—Pero míralo, será zoquete. No puede ser,
¡Vendidooooo!
Barael miró estúpido, el dedo del indignado
rey Rojnald señalaba algo que por lo visto era de tremenda importancia allá en
el centro del estadio.
Por su madre que intentó distinguirlo, pero
todo se veía tan pequeño que envidió de veras la vista del jodío
anciano.
El rey Rojnald se sentó entonces en su trono
murmurando incoherencias mientras se mordía las uñas como un colegial al que le
van a entregar las notas de fin de curso.
Barael intentó hablarle de nuevo, pero ya no
pudo.
De repente, aquel estadio que un primer
momento pareciera pequeño y distante comenzó a crecer ante sus atónitos ojos.
La imagen aumentó y aumentó hasta llenar
toda la estancia. Parecía como si la magia obrase o el peyote[11]
actuara de oficio tratando de decirle algo que se le había pasado por alto.
Barael se tambaleó, parpadeó y, tal como lo
hizo por segunda vez, se vio suspendido instantáneamente sobre el estadio cual
araña o divinidad.
Mira que si se había convertido en un dios.
A Dindorx le dio un acceso de sorna que casi
se desorina.
(Inciso)
Yo: Bueno, hombre, tampoco creo que…
Dindorx: Anda tira, si éste se acerca por
asomo a lo que podría ser SEMI, fíjate que digo SEMI DIOS, me hago cartujo y me
pinto los pies de verde.
Yo: Bueno, bueno, sigo. Pero recuerda que en
la esfera de lo divino siempre hay más cosas de las que abarca tu filosofía.
Dindorx: ¿Y esa gilipollez?
Yo: Nada, de un amigo[12],
déjalo.
(Fin del inciso)
Regresamos: Barael, flipada, estadio que
crece, duende colgado como Cruise en Misión Imposible, ensordecimiento general
y…
¡Ahora lo podía ver todo con meridiana
claridad!:
A los lados, las gradas estaban divididas en
dos facciones: La de los duendes vestidos con bufandas de color rojo, y la de
los duendes vestidos con gorros de color muy rojo.
Ambas chillaban y vitoreaban a los
jugadores.
Éstos, a su vez, vestidos con camiseta de
tirantes y pantalones cortos, también se dividían en dos equipos. Los de color
rojo y los de color rojísimo.
El campo resultó una superficie rectangular
empedrada, dividida en su larguero en dos partes iguales mediante una raya de
color rojo muy claro en cuyos fondos se emplazaban sendos pozos de piedras
rojas, uno de color rojo y otro de color rojísimo.
Un jugador vestido con traje de juego color
muy, muy oscuro, ubicado en la intersección de la raya central con un larguero,
lanzó una roca informe al interior del campo.
Los jugadores de cada parte corrieron a
recoger la piedra.
El
primero en cogerla fue un robusto barbilampiño vestido de colores rojísimos.
Su sección de la grada se levantó en vítores
mientras la sección contraria chillaba improperios lanzando papeles al campo.
El duende que cogió la piedra corrió con
ella hacia el pozo del equipo contrario. Allí, tres duendes rojos le aplacaron
tirándole al suelo. Uno de ellos, rapado al cero, le arrebató de un puñetazo la
piedra y salió corriendo con ella.
Los jugadores rojísimos corrieron en su
busca.
Un compañero
de equipo corrió por una banda apartando los duendes.
El portador del pedrusco, que lo vio, se lo
lanzó con todas las fuerzas mientras un duende rojísimo saltaba para cogerlo.
El pedrusco le golpeó la cabeza lanzándolo para atrás, continuando su camino.
La grada de los rojísimos se levantó
entonces encolerizada regalando a propios y extraños una enciclopedia de
insultos y ordinarieces más propias de un hemiciclo que de un lugar de juego
como aquél.
Barael pareció sentir un grito a su espalda,
pero no le hizo el más mínimo caso. Aquel juego le había picado la curiosidad.
Le incitaba a seguir mirando.
La piedra cayó en las manos del duende rojo
que corría por la banda este. Agarrándola fuertemente, corrió hacia el pozo
rojísimo, al norte.
Los defensas saltaron hacia los pies del
portador deseosos de pulverizar tobillos, mordisquear tibias y arranar cuanto
pudieran.
Éste, no quedándole otro remedio, lanzó la
piedra en dirección al pozo.
El movimiento de todo el estadio se
ralentizó mientras los desorbitados ojos de todos los espectadores siguieron
ensangrentados y enloquecidos la trayectoria del proyectil.
La piedra, describiendo una parábola
perfecta, entró por el agujero levantando una tremenda lengua de agua rojísima
mientras emitía un estruendoso y aún ralentizado: “CHOOOFFFF”.
La realidad volvió a su velocidad habitual y
la sección de seguidores de los rojos se puso en pie gritando:
—¡Roooooooooooooooooooooooooooooooooooooc!
La otra sección también se levantó, pero
para chillar, desgañitadamente, cagarse en la madre de toda la alineación del
equipo contrario y de cada uno de sus seguidores.
Un espontáneo tsunami de furor y odio capaz
de reventar cráneos o achuchar bebés con patucos de La Roja[13] que
se disipó de igual manera como la cordialidad tras 25 años de matrimonio.
Los jugadores, seguidamente y tal que
autómatas, regresaron cada uno a su medio campo sin mostrar la más mínima
emoción, volviendo todo a comenzar.
Así se sentenciaron diez, once, doce, quince
puntos.
Cada vez que uno de los duendes colaba un
pedrusco en el pozo del equipo contrario, el duende de oscuro lanzaba otra
piedra al centro.
Y aunque después de mucho mirar aquel juego
un duende normal hubiera dejado de contemplarlo aburrido por la monotonía y la
falta de interés, lo cierto era que Barael no podía.
Algo le impulsaba, cada vez con más avidez,
a disfrutar del espectáculo.
Tanto llegó a esclavizarlo aquel irracional
deseo, que se olvidó de cuanto le rodeaba. Su mente se abrió, se expandió
expulsando a empujones cualquier pensamiento ajeno al juego, y su noción de la
realidad se divorció de él.
Pero el juego continuó:
Un duende de grandes melenas corría por la
banda izquierda, dirección norte, esquivando los robustos cuerpos de sus
contrincantes del equipo rojísimo.
Barael sintió un calor en el pecho: no le
hizo caso.
El duende recogió el pedrusco que un jugador
rojísimo había perdido en un encontronazo.
El calor del pecho aumentó.
El jugador corrió hacia el centro del campo.
El calor se tornó quemazón.
Un duende de larga barba le agarró por los
pelos y le tiró al suelo.
El pedrusco salió volando.
La quemazón se tornó dolor.
Un duende de rojísimo saltó por entre los
duendes y, como una pantera, recogió con los brazos el pedrusco corriendo hacia
su destino.
El dolor se hizo insoportable.
La imagen se retorció.
Olía a quemado.
El estadio comenzó a empequeñecer.
Una
blanca voz resonó en su cabeza.
—Sal de ahí, Barael.
El duende blanco estaba disgustado por tener
que dejar de ver el partido.
El dolor le quemaba las entrañas. La voz
repitió:
—¡Que salgas de ahí, joder!
En ese momento, la imagen del estadio
desapareció.
Barael, de súbito, se encontró totalmente
turbado en la habitación cochambrosa.
Entonces sintió el dolor:
—¡AAAAAAGGGGGGG! —gritó llevándose las manos
al pecho.
El medallón estaba al rojo vivo.
Desgarrando las pieles que le cubrían, se lo
arrancó.
La arena que le diera Amaronte brillaba
intensamente.
En su cabeza sonó de nuevo la voz:
—Sal de ahí ahora mismo. Sal y no preguntes.
Puedes volver a ponerte el medallón, ya no quema. Sólo fue una artimaña para
sacarte del trance. Estabas bajo el embrujo de un hechizo de ira muy poderoso.
—¡¿Amaronte?! —preguntó Barael en Amarillo.
La voz no contestó.
La arena dejó de brillar y el medallón se
enfrió.
Barael se lo colgó y salió zumbando de allí
dejando a su suerte al poseído y desdichado rey Rojnald.
[1] Lugar donde se construyen barcos. En este caso no
confundir con el sitio donde se astilla. Es que la reina anda un poco mal y a
veces las acepciones se le cruzan.
[2] ¿Héroe?
[3] Nada, una versión sobrealimentada de Gran Hermano
en donde dijeron que habría personalidades relevantes y se podía expulsar a
quien quisieran, pero resultó todo una broma. Si sería gracioso que la
productora no tuvo que abastecerse de papel higiénico en años. Creo que aún les
quedan papeletas…
[4] Jander, fistro, chiquito, calzada. Jarlllll. ¡Ole
por usted, maestro!
[5] No puedo, no puedo…
[6] Dícese de todo aquel espécimen antropomorfo que
camina con sus extremidades inferiores mientras que con las superiores es capaz
realiza trabajos complejos. Quien dice complejos, dice, desde segar y labrar,
hasta zurrir mierdas con un látigo, ya me entendéis.
[7] Como los anteriores, pero los trabajos complejos
de estos se reducen a espachurrar cráneos de animales salvajes para la cena,
tocarse los huevos con ardor y masturbarse cual primates tiñosos.
[8] Índice de habilidad utilizado en los juegos de
rol para las capacidades del personaje. En este caso y juego utilizando un d20
-un dado de 20 caras, los dioses preferimos revólveres o taladros percutores y
mucho alcohol- obtendría una capacidad de 2 sobre 20 en las habilidades
indicadas. Vamos, que hasta los Enanos Gullys sacan mejor multiplicador. Y a
éstos ya los buscáis por vuestra cuenta todos aquellos que no hayáis leído la Dragonlance y que
automáticamente tenéis un 1/d20 en Sabiduría. (Por cierto, a esa puntuación se
le llama crítico y os equipara en conocimientos a la ladilla parda de Chochius
6. Un imbécil y anodino ser que tan sólo sabe que cambia de sexo en cada
coito). No, no es un emperador japonés. ¿Veis?
[9] ¿Pero no os he dicho que es secreta? Si os coge
Raistlin os deja el melón sin orejas. ¿Que tampoco es para tanto? Pues a mí me
jodería, me encanta ponerme gafas de sol y escuchar música con los cascos, así
que…
[10] Intuición 2/d10, Presciencia 5/d20. ¡Nada, os
quedáis con las ganas!
[11] Droga enteogénica utilizada por los chamanes de
algunas tribus para el autoconocimiento del iniciado.
[12] Shakespeare. Pero, vamos, como si le hablo de mi
prima Piluca. En fin…
[13] Quería decir rojos. ¡Que no! OEeeé OÉ OÉ OÉ.
Oeeeé Oeeeé.