martes, 17 de marzo de 2015

Crónicas Globulares Serial 04: El abuelo Blinco




La cabaña no difería mucho de las del resto de Blancuol: Era cúbica y pequeña, con paredes en elegante hielo escarchado y techo de tejas azúcar glasé y contaba con un par de ventanas a cada lado y una estupenda chimenea de piedra blanca que desprendía un agradable y cálido humo blanquecino.

Barael se acercó a la puerta y llamó golpeándola con los nudillos.

Al poco rato, un duende muy anciano abrió y le hizo pasar.

Era su abuelo: el abuelo Blinco.

A primera vista, el abuelo Blinco era como todos los abuelos: mayor de edad, con poco pelo, poco humor, ojos vivarachos, zapatillas de felpa… Bueno, ya sabéis cómo son los abuelos; Si tenéis uno al lado, miradlo, ponedle barba corta, cejas grandes, quitadle casi un metro de estatura, apoyadle sobre un bastón de madera blanca con empuñadura de mármol y ya tendréis una aproximación bastante acertada.

Pero eso, era sólo a primera vista; Barael lo sabía y por eso estaba allí, así que penetró en el cálido salón dispuesto a escuchar algo que le fuera de utilidad.

Como siempre, al fondo de la estancia, bajo una recia chimenea de piedra, ardía un reconfortante fuego. Acercó sus manos y se quitó la levita.

Su abuelo la recogió dejándola sobre un peludo sillón y le preguntó sarcástico:

—¿Qué es lo que quieres?

Barael, que ni siquiera había entrado en calor, se sorprendió:

—¿Qué te hace suponer que quiero algo?

El abuelo Blinco se sentó en un estupendo sillón de orejas de cálida pana blanca, encendió su larga pipa y, tras disfrutar de una profunda calada que recorrió su cuerpo de la cabeza a los pies, exclamó clavando sus brillantes ojos en él:

— ...pues que en cincuenta años no has venido a visitarme ni una puñetera vez y ahora te presentas de improviso, en plena noche y totalmente excitado y ansioso. No soy tonto, hijo…

Barael no pudo disimular; aquella forma de hablar solía intimidarle:

—Tienes razón, para qué voy a negarlo —y le contó lo sucedido en el Castillo de Harina: La recepción, la entrevista con Baradir, el acertijo, el tobogán y un montón de cosas más que ya que estaba allí…

El abuelo Blinco se acercó a la chimenea con una cierta sombra en su semblante; echó en ella un par de leños al fuego y exclamó vehemente:

—Lo que mañana dirá el enviado de Baradir es que no se respondió a la pregunta. De hecho, dudo de que nadie más que él la sepa.

—¿Cómo estás tan seguro? —preguntó Barael.

El abuelo Blinco trajo de la cocina dos tazas de leche caliente y le invitó a que le acompañara en el peludo sofá que descansaba frente a la chimenea.

—Empezaré por el principio —dijo avivando su pipa—. Lo que te voy a contar sucedió hace muchísimos años y estoy seguro de que tu padre no te ha dicho nada al respecto. La verdad, es que hasta hoy no tenía gran importancia, pero bueno...

>>Bien —tosió aclarándose la voz mientras afinaba su memoria—, empezaré por informarte de que cuando yo tenía tu edad, y aunque tú no te lo creas, fui compañero de correrías de un joven duende llamado Baradir.

Los ojos de Barael se abrieron de par en par.

—Sí —continuó cómplicemente—, el mismo: el que hoy conocéis como rey; ése era mi amigo —expresó con cierto resentimiento y algo de nostalgia.

>>Pues bien, hace muchos años, antes de que conociera a tu abuela, Baradir y yo hicimos muchas cosas juntos, incluso empezamos en la escuela a la vez y en la misma clase.

—¿No la acabasteis? —interrumpió Barael.

—El no, yo sí. Su padre enfermó y él, muy a pesar suyo, debía convertirse en rey. Esto le cambió el carácter de tal manera que..., bueno, ya sabes...

>>Pero no sólo éramos unos excelentes compañeros, sino también unos contrincantes acérrimos; unos competidores audaces en todo aquello que entramara demostrar una mayor superioridad intelectual, destreza, o incluso fuerza física, aun siendo ambos unos alfeñiques de primera.

>>El caso es que cuando Baradir se convirtió en rey, adquirió el conocimiento más secreto y preciado de todo el continente. Como entenderás, esto no me hizo ninguna gracia.

>>Pues bien, tanto llegó a obsesionarme el acertijo, que decidí no parar hasta dar con la solución. Ello no me convertiría en rey ni en miembro de la casa real, pero me permitiría dormir tranquilo con la satisfacción de poseer el conocimiento que algún día podría tapar la boca a ese pomposo de Baradir. Me pasé meses visitando las bibliotecas de la ciudad; me harté de leer y leer; descubrí incunables que jamás creí que un día llegaría a tocar. Todo esfuerzo fue inútil: Cuanto más indagaba en la materia, más secretismo encontraba. Eso sí... en TODOS los lugares se decía que el BLANCO era el más importante. Este Dindorx, que es un cachondo, se lo podía haber dicho a todos en un acto divino y así nos hubiéramos evitado todo esto, pero bueno...

En ese momento, en lo alto de los cielos, Dindorx rio a grandes carcajadas. (Aquí, mis queridos oyentes, he de hacer un inciso: Dindorx, al igual que la mayoría los dioses, lo puede ver todo y en todo momento; es como un Gran Hermano dopado con esteroides capaz de escudriñar el espacio-tiempo sin ningún tipo de traba o cortapisa; Bien, pues en ese preciso instante, nuestro dios en cuestión estaba viendo a Blinco y a Barael y sonreía por un colmillo. Nada, que me reitero, es un cachondo.)

Blinco continuó:

—En vista de que en los libros no encontraba la solución, decidí visitar a los eruditos de la ciudad.

>>El resultado fue el mismo. Muy a pesar mío, no me quedó otra opción que visitar a la única persona que realmente me podía despejar la duda.

—¿Y quién era? —preguntó Barael totalmente embelesado.

—¿Estás sentado?

—Ajá.

—Pues no era otro más que el mismísimo Brándel Ojos de Lagarto Escamado.

—¿Conociste a Brándel? —preguntó Barael con la boca abierta.

—Bueno... —comenzó Blinco vanidosamente—, ciertamente..., entre tú y yo..., SÍ.

—Pues no sé cómo lo debiste de hacer. De primeras, con un par de huevos, pues lo que yo he leído sobre aquel oscuro duende no incita a acercarse a su casa a tomar una taza de té.

—Realmente no —siguió Blinco—. Ahora ya está bastante mayor. Sólo asesina si es única y estrictamente necesario. Y ha dejado de levitar.  Incluso creo que ya no le sale fuego por los ojos. ¡Joder!, tendrías que haberle conocido cuando era joven y vigoroso: daba miedo. O al menos, eso era lo que decían los que le veían, porque la verdad es que era poco sociable. Solía deambular por las noches cuando nadie lo observaba. Se decía incluso que recorría las zonas más solitarias y apartadas de la ciudad en busca de extraños ingredientes para sus ponzoñosos brebajes. Vamos, una cosa totalmente espeluznante. Si además añadimos que ya por entonces vivía apartado de la civilización de Blancuol en el Bosque de Hielo Pétreo, pues…

—¿Ese bosque que se encuentra alrededor de los grandes muros?

—Sí, ése. En él, en la zona que rodea los muros que protegen el Castillo de Harina, lejos de todo y de todos, casi en la ladera del gran Monte Brecio, hay una zona en la que nunca da el sol. Allí los árboles de hielo petrificado son más sombríos, más amenazantes; los senderos son más estrechos; y el frío es acongojante. Allí, en esa zona, está la casa del siniestro Brándel.

>>Como tú muy bien dices, tuve que echarle muchas narices de duende para escaparme de casa de tu bisabuelo y dirigirme a casa del brujo; pero lo hice. Excusándome diciendo que Baradir me invitaba a pasar un fin de semana en su castillo, comencé el viaje que podría darme la tranquilidad que necesitaba.

>>Una vez llegué a la sombría cabaña tras un viaje que ya te contaré…, llamé a la puerta golpeando un inmenso picaporte con forma de dragón blanco que pendía del almirez. Acto seguido, la puerta se abrió suave y silenciosamente mientras una voz cavernosa salía a mi encuentro diciendo: “Entra, Blinco de Blancuoooool”.

>>Muy asustado, obedecí.

>>En su interior me recibió un pequeño duende vestido con una brillante túnica plateada sujetando una gran trompetilla conectada a una especie de aparato intensificador de la voz.

>>Su cara era peculiar: Tenía los ojos realmente como los de un lagarto; la nariz, aguileña y muy larga; la boca, escueta; la cabeza, como un cacahuete cubierto de una desaliñada y cana pelambrera de la que emergían temerosas dos puntiagudas orejas; ¿y en cuanto a su barba?, qué decir de aquella todavía más desenmarañada mata de pelo grisácea: Era un asco. Mucho Brándel, mucho Brándel, pero a mí me pareció un canijo desaseado y algo pirado. De hecho, yo le hubiera llamado Brándel Ojos de Lagartija Canija y con Orejas Puntiagudas.

>>En fin…, qué se le va a hacer. —Y le dio una profunda calada a la pipa creando unos bellos y aceitosos aros blanquecinos.

>>Pero prosigamos:

>>Tras éste breve momento de frío análisis mutuo, el “gran” Brándel dejó la trompetilla en el suelo e hizo con las manos un ademán brujeril que cerró la puerta de la cabaña.

>>Después, y muy solemnemente, me pidió que le acompañara en un corto paseo a la luz de un amarillento y sediento quinqué por una tenue estancia llena de estanterías rebosantes de libros, cacharros incomprensibles fruto quizá de inventos por aplicar, matraces con sustancias de todos los colores, botes... y qué sé yo cuántos miles de cosas más…

>>Llegados a un punto, dejó el quinqué sobre una labrada mesa de juegos y se subió a una curiosa sillita que nos igualaba en altura. Ya sabes, una de esas sillas que se usan para dar de comer a los bebés. Una trona.

Barael asintió:

>>Pues bien, desde allí, me miró fijamente y me dijo muy serio: —Sé por qué estás aquí, joven Blinco.  

>>Yo, que por aquel entonces era un poco escéptico (y un poco imbécil, la verdad), exclamé enseguida en tono burlón: —Sí, ya…

>>Brándel bramó entonces iracundo: —¡Sí! ¡Cojones! ¡Tú estás aquí para preguntarme por qué el color blanco es el más importante de todos los colores! 

>>Asentí enseguida con cara de estúpido. Me había acojonado.

>>Viendo la facilidad con que me doblegué, Brándel suspiró hondo, cogió aliento y se tiró despatarrado en la tronera diciendo con tono de derrota: —…Pues lo siento mucho, hijo, y agradezco tu visita, pero no tengo ni la más puñetera idea.

>>Sí, sí. Me quedé como te has quedado tú, pero es la pura verdad —aclaró a su asombrado nieto.

>>Claro —continuó—, yo..., ingenuo, joven, algo gilipollas y poco versado en el tratamiento a tamañas excelencias, comenté estúpidamente: —Pues pensaba que usted lo sabía todo.

>>Brándel me observó unos instantes con una mirada que parecía reflejar agradecimiento y algo de tristeza; luego, se levantó de la sillita y desapareció por una pequeña puerta apareciendo poco después con algo en la mano: —Toma —me dijo entregándomelo.

>>Miré el obsequio: Era un medallón grande y pesado con forma circular, dividido frontalmente en seis partes iguales a fin de alojar en ellas sendos compartimientos. De ellos, parte, estaban cubiertos con una tapa de cristal.

>>Su tamaño era como el de una naranja y el metal de su forja, parecido al cobre, mostraba extraños e ilegibles caracteres. Colgando de él, pendía una gruesa cadena también de cobre.

>>Miré a Brándel no acabando de comprender.

>>Devolviéndome la mirada, el brujo me respondió: —¿Ves los compartimientos?

>>—Sí —contesté.

>>—Habrás de rellenar cada uno de ellos con algo que encontrarás en las naciones de color. Una vez completo el acertijo se resolverá por sí solo.

>>—No lo entiendo —le respondí.

>>—Nos ha jodido, ni yo tampoco —contestó—. Pero es lo que dicen las runas que tiene grabadas alrededor. Es duende antiguo, de antes de la guerra.

>>—¿Esto es todo? —pregunté.

>>—Joder, ¿te parece poco? Anda, tira, que todavía pillas —respondió enseñándome la salida.

>>Comprendiendo que mi aventura con el brujo terminaba allí, cogí el medallón, me lo guardé en el zurrón y regresé a casa.

>>Durante muchos días, en mis ratos libres, lo contemplaba. Le daba vueltas sin saber muy bien por qué, soñando con el día en que pudiera recorrer el continente en busca de la respuesta al acertijo; desgraciadamente, la vida se me complicó. Conocí a tu abuela, dejé de darle tanta importancia a esa estúpida pregunta, y me dedique a trabajar y a labrarme un porvenir que me permitiera sacar a tu padre y a tus tíos adelante. Luego, cuando éstos se fueron cada uno a vivir su vida[1] y pude disponer de tiempo y un poco de desahogo, ni me apetecía, ni tenía la edad para ir por ahí trotando de un lado para otro. Además, si tu abuela se entera, coge el medallón y lo aventa por el muro de la ciudad, Monte Brecio abajo.

>>Entre tú y yo: Las mujeres, esta cosa de la rivalidad, no la entienden.

—¿Todavía conservas ese medallón? —preguntó Barael excitado.

—Creo que sí. Vamos a buscarlo.

El abuelo Blinco se acercó al centro del salón, retiró una alfombra de pelo blanco muy tupida y descubrió una trampilla.

—¿Me ayudas? —le preguntó a Barael.

Éste asintió y entre los dos la levantaron tirando de una gruesa argolla.

Una vez abierta, el abuelo cogió un candil de la repisa de la chimenea y ambos descendieron al sótano por unas decrépitas y rudimentarias escaleras de madera.

Tras unos pocos peldaños, llegaron a una estancia húmeda, fría, pequeña y sin ningún tipo de iluminación. La típica bodega.

Allí, mientras el abuelo rebuscaba por entre unas polvorientas cajas del fondo, Barael descubrió un montón de cosas: Embutidos, quesos frescos, botellas de vino, cachivaches inservibles, aperos y un montón de cosas más a las que no quiso acercarse por el volumen de las telarañas.

Un estruendo le hizo volverse. El abuelo Blinco había tropezado con unas cajas.

—¿Estás bien? —preguntó Barael.

—Sí, sí, no te preocupes.

Al cabo de un rato, el abuelo Blinco exclamó victorioso:

—¡Ya lo tengo! Acércate.

Barael obedeció. El abuelo puso el candil a un lado, sobre una pila de cajas, y le mostró un pequeño cofrecillo oscuro y labrado lleno de polvo y telarañas.

—Ya verás… —dijo con los ojos vidriosos.

La abrió y sacó el medallón.

A la trémula luz del candil, la pieza parecía un mísero y burdo trozo de metal herrumbroso. La típica antigualla vieja. Vamos que, realmente, no parecía el épico objeto digno de una historia como ésta.

Barael lo miró decepcionado.

—Vamos arriba. Lo veremos mejor —exclamó Blinco escondiendo rápidamente los afilados puñales que amenazaban con salir por las niñas de sus ojos.

Puñeteros jóvenes…

—Pero antes, espera… —soltó inesperadamente interrumpido ante el olor de un buen manjar.

>>Humm, hummm. —Husmeó.

>>¡Ajá! —exclamó al fin regresando con una exquisita vuelta de chorizos.

>>Para la merienda. Ya verás, ya…   

Barael sonrió y juntos subieron al salón cerrando tras de sí la trampilla sin olvidarse de colocar nuevamente la alfombra. Después, pusieron el candil en la repisa de la chimenea, dejaron los chorizos en la cocina y se sentaron en el sofá del salón para observar detenidamente el metálico y mítico recuerdo.

Ahora, en esta segunda vista, semejaba ya tal y como el abuelo Blinco lo había descrito sólo que un poco más oxidado y algo más envejecido.

—Es tuyo —dijo Blinco levantándose del sofá camino de la cocina.

—Gracias abuelo, pero...

En ese momento llamaron a la puerta.

Mierda…

—Joder, guárdalo, guárdalo. Deprisa —exclamó el anciano duende presa de un inusitado nerviosismo mientras acudía a la puerta de entrada—. ¡Es tu abuela! Viene de jugar su partida de cartas. Como vea el medallón, te lo quita, fijo.

El timbre insistió machacante.

—¡Ya vooooy! —respondió Blinco cogiendo el pomo de la puerta.

Barael se levantó deprisa guardando la pieza rápidamente en un bolsillo de su levita. Cuando la tenía a buen recaudo, le hizo una señal a su abuelo y éste abrió la puerta con una enorme sonrisa.

—Hola querida —dijo dándole dos besos. La bella y anciana duende lucía espléndida ataviada con un bello vestido blanco provenzal a juego con el laborioso recogido de su melena.

>>¿A que no sabes quién ha venido a cenar? —le preguntó.

Cuando la vieja duende se acercó a un zalamero Barael para darle un sonoro beso, el abuelo Blinco le guiñó a su nieto uno de sus pícaros ojos azules.


[1] Los duendes, ya a muy temprana edad, contraen una especie de enfermedad a veces malamente confundida con el escozor de genitales propio de la pubertad, la cual les incita de manera cegadora a abandonar el hogar familiar en pos del propio nido y una cuerda independencia. Raros son los casos en los que esto no se produce. Uno de ellos, es el de los duendes reales o aristocráticos. Éstos, como han de vivir en palacios o castillos y han de heredarlos, no pueden irse a vivir fuera. Primero, porque si se van, los puede heredar otro, y, segundo, porque a ver en dónde vivirían mejor y con más independencia. Debido a esta consecuencia, para consuelo y regocijo de la plebe, su escozor de genitales es mucho más horroroso.


(c) Rafael Heka
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