La cabaña no difería mucho de las del resto
de Blancuol: Era cúbica y pequeña, con paredes en elegante hielo escarchado y
techo de tejas azúcar glasé y contaba con un par de ventanas a cada lado y una
estupenda chimenea de piedra blanca que desprendía un agradable y cálido humo
blanquecino.
Barael se acercó a la puerta y llamó
golpeándola con los nudillos.
Al poco rato, un duende muy anciano abrió y
le hizo pasar.
Era su abuelo: el abuelo Blinco.
A primera vista, el abuelo Blinco era como
todos los abuelos: mayor de edad, con poco pelo, poco humor, ojos vivarachos,
zapatillas de felpa… Bueno, ya sabéis cómo son los abuelos; Si tenéis uno al
lado, miradlo, ponedle barba corta, cejas grandes, quitadle casi un metro de
estatura, apoyadle sobre un bastón de madera blanca con empuñadura de mármol y
ya tendréis una aproximación bastante acertada.
Pero eso, era sólo a primera vista; Barael
lo sabía y por eso estaba allí, así que penetró en el cálido salón dispuesto a
escuchar algo que le fuera de utilidad.
Como siempre, al fondo de la estancia, bajo
una recia chimenea de piedra, ardía un reconfortante fuego. Acercó sus manos y
se quitó la levita.
Su abuelo la recogió dejándola sobre un
peludo sillón y le preguntó sarcástico:
—¿Qué es lo que quieres?
Barael, que ni siquiera había entrado en
calor, se sorprendió:
—¿Qué te hace suponer que quiero algo?
El abuelo Blinco se sentó en un estupendo
sillón de orejas de cálida pana blanca, encendió su larga pipa y, tras
disfrutar de una profunda calada que recorrió su cuerpo de la cabeza a los
pies, exclamó clavando sus brillantes ojos en él:
— ...pues que en cincuenta años no has
venido a visitarme ni una puñetera vez y ahora te presentas de improviso, en
plena noche y totalmente excitado y ansioso. No soy tonto, hijo…
Barael no pudo disimular; aquella forma de
hablar solía intimidarle:
—Tienes razón, para qué voy a negarlo —y le
contó lo sucedido en el Castillo de Harina: La recepción, la entrevista con
Baradir, el acertijo, el tobogán y un montón de cosas más que ya que estaba
allí…
El abuelo Blinco se acercó a la chimenea con
una cierta sombra en su semblante; echó en ella un par de leños al fuego y
exclamó vehemente:
—Lo que mañana dirá el enviado de Baradir es
que no se respondió a la pregunta. De hecho, dudo de que nadie más que él la
sepa.
—¿Cómo estás tan seguro? —preguntó Barael.
El abuelo Blinco trajo de la cocina dos
tazas de leche caliente y le invitó a que le acompañara en el peludo sofá que
descansaba frente a la chimenea.
—Empezaré por el principio —dijo avivando su
pipa—. Lo que te voy a contar sucedió hace muchísimos años y estoy seguro de
que tu padre no te ha dicho nada al respecto. La verdad, es que hasta hoy no
tenía gran importancia, pero bueno...
>>Bien —tosió aclarándose la voz
mientras afinaba su memoria—, empezaré por informarte de que cuando yo tenía tu
edad, y aunque tú no te lo creas, fui compañero de correrías de un joven duende
llamado Baradir.
Los ojos de Barael se abrieron de par en
par.
—Sí —continuó cómplicemente—, el mismo: el
que hoy conocéis como rey; ése era mi amigo —expresó con cierto resentimiento y
algo de nostalgia.
>>Pues bien, hace muchos años, antes
de que conociera a tu abuela, Baradir y yo hicimos muchas cosas juntos, incluso
empezamos en la escuela a la vez y en la misma clase.
—¿No la acabasteis? —interrumpió Barael.
—El no, yo sí. Su padre enfermó y él, muy a
pesar suyo, debía convertirse en rey. Esto le cambió el carácter de tal manera
que..., bueno, ya sabes...
>>Pero no sólo éramos unos excelentes
compañeros, sino también unos contrincantes acérrimos; unos competidores
audaces en todo aquello que entramara demostrar una mayor superioridad
intelectual, destreza, o incluso fuerza física, aun siendo ambos unos
alfeñiques de primera.
>>El caso es que cuando Baradir se
convirtió en rey, adquirió el conocimiento más secreto y preciado de todo el
continente. Como entenderás, esto no me hizo ninguna gracia.
>>Pues bien, tanto llegó a
obsesionarme el acertijo, que decidí no parar hasta dar con la solución. Ello
no me convertiría en rey ni en miembro de la casa real, pero me permitiría
dormir tranquilo con la satisfacción de poseer el conocimiento que algún día
podría tapar la boca a ese pomposo de Baradir. Me pasé meses visitando las
bibliotecas de la ciudad; me harté de leer y leer; descubrí incunables que
jamás creí que un día llegaría a tocar. Todo esfuerzo fue inútil: Cuanto más
indagaba en la materia, más secretismo encontraba. Eso sí... en TODOS los
lugares se decía que el BLANCO era el más importante. Este Dindorx, que es un
cachondo, se lo podía haber dicho a todos en un acto divino y así nos hubiéramos
evitado todo esto, pero bueno...
En ese momento, en lo alto de los cielos,
Dindorx rio a grandes carcajadas. (Aquí, mis queridos oyentes, he de hacer un
inciso: Dindorx, al igual que la mayoría los dioses, lo puede ver todo y en
todo momento; es como un Gran Hermano dopado con esteroides capaz de escudriñar
el espacio-tiempo sin ningún tipo de traba o cortapisa; Bien, pues en ese
preciso instante, nuestro dios en cuestión estaba viendo a Blinco y a Barael y
sonreía por un colmillo. Nada, que me reitero, es un cachondo.)
Blinco continuó:
—En vista de que en los libros no encontraba
la solución, decidí visitar a los eruditos de la ciudad.
>>El resultado fue el mismo. Muy a
pesar mío, no me quedó otra opción que visitar a la única persona que realmente
me podía despejar la duda.
—¿Y quién era? —preguntó Barael totalmente
embelesado.
—¿Estás sentado?
—Ajá.
—Pues no era otro más que el mismísimo
Brándel Ojos de Lagarto Escamado.
—¿Conociste a Brándel? —preguntó Barael con
la boca abierta.
—Bueno... —comenzó Blinco vanidosamente—,
ciertamente..., entre tú y yo..., SÍ.
—Pues no sé cómo lo debiste de hacer. De
primeras, con un par de huevos, pues lo que yo he leído sobre aquel oscuro
duende no incita a acercarse a su casa a tomar una taza de té.
—Realmente no —siguió Blinco—. Ahora ya está
bastante mayor. Sólo asesina si es única y estrictamente necesario. Y ha dejado
de levitar. Incluso creo que ya no le
sale fuego por los ojos. ¡Joder!, tendrías que haberle conocido cuando era
joven y vigoroso: daba miedo. O al menos, eso era lo que decían los que le
veían, porque la verdad es que era poco sociable. Solía deambular por las
noches cuando nadie lo observaba. Se decía incluso que recorría las zonas más
solitarias y apartadas de la ciudad en busca de extraños ingredientes para sus
ponzoñosos brebajes. Vamos, una cosa totalmente espeluznante. Si además
añadimos que ya por entonces vivía apartado de la civilización de Blancuol en
el Bosque de Hielo Pétreo, pues…
—¿Ese bosque que se encuentra alrededor de
los grandes muros?
—Sí, ése. En él, en la zona que rodea los
muros que protegen el Castillo de Harina, lejos de todo y de todos, casi en la
ladera del gran Monte Brecio, hay una zona en la que nunca da el sol. Allí los
árboles de hielo petrificado son más sombríos, más amenazantes; los senderos
son más estrechos; y el frío es acongojante. Allí, en esa zona, está la casa
del siniestro Brándel.
>>Como tú muy bien dices, tuve que
echarle muchas narices de duende para escaparme de casa de tu bisabuelo y
dirigirme a casa del brujo; pero lo hice. Excusándome diciendo que Baradir me
invitaba a pasar un fin de semana en su castillo, comencé el viaje que podría
darme la tranquilidad que necesitaba.
>>Una vez llegué a la sombría cabaña
tras un viaje que ya te contaré…, llamé a la puerta golpeando un inmenso
picaporte con forma de dragón blanco que pendía del almirez. Acto seguido, la
puerta se abrió suave y silenciosamente mientras una voz cavernosa salía a mi
encuentro diciendo: “Entra, Blinco de Blancuoooool”.
>>Muy asustado, obedecí.
>>En su interior me recibió un pequeño
duende vestido con una brillante túnica plateada sujetando una gran trompetilla
conectada a una especie de aparato intensificador de la voz.
>>Su cara era peculiar: Tenía los ojos
realmente como los de un lagarto; la nariz, aguileña y muy larga; la boca,
escueta; la cabeza, como un cacahuete cubierto de una desaliñada y cana
pelambrera de la que emergían temerosas dos puntiagudas orejas; ¿y en cuanto a
su barba?, qué decir de aquella todavía más desenmarañada mata de pelo
grisácea: Era un asco. Mucho Brándel, mucho Brándel, pero a mí me pareció un
canijo desaseado y algo pirado. De hecho, yo le hubiera llamado Brándel Ojos de
Lagartija Canija y con Orejas Puntiagudas.
>>En fin…, qué se le va a hacer. —Y le
dio una profunda calada a la pipa creando unos bellos y aceitosos aros
blanquecinos.
>>Pero prosigamos:
>>Tras éste breve momento de frío
análisis mutuo, el “gran” Brándel dejó la trompetilla en el suelo e hizo con
las manos un ademán brujeril que cerró la puerta de la cabaña.
>>Después, y muy solemnemente, me
pidió que le acompañara en un corto paseo a la luz de un amarillento y sediento
quinqué por una tenue estancia llena de estanterías rebosantes de libros,
cacharros incomprensibles fruto quizá de inventos por aplicar, matraces con
sustancias de todos los colores, botes... y qué sé yo cuántos miles de cosas
más…
>>Llegados a un punto, dejó el quinqué
sobre una labrada mesa de juegos y se subió a una curiosa sillita que nos
igualaba en altura. Ya sabes, una de esas sillas que se usan para dar de comer
a los bebés. Una trona.
Barael asintió:
>>Pues bien, desde allí, me miró
fijamente y me dijo muy serio: —Sé por
qué estás aquí, joven Blinco.
>>Yo, que por aquel entonces era un
poco escéptico (y un poco imbécil, la verdad), exclamé enseguida en tono
burlón: —Sí, ya…
>>Brándel bramó entonces iracundo: —¡Sí! ¡Cojones! ¡Tú estás aquí para
preguntarme por qué el color blanco es el más importante de todos los
colores!
>>Asentí enseguida con cara de
estúpido. Me había acojonado.
>>Viendo la facilidad con que me
doblegué, Brándel suspiró hondo, cogió aliento y se tiró despatarrado en la
tronera diciendo con tono de derrota: —…Pues
lo siento mucho, hijo, y agradezco tu visita, pero no tengo ni la más puñetera
idea.
>>Sí, sí. Me quedé como te has quedado
tú, pero es la pura verdad —aclaró a su asombrado nieto.
>>Claro —continuó—, yo..., ingenuo,
joven, algo gilipollas y poco versado en el tratamiento a tamañas excelencias,
comenté estúpidamente: —Pues pensaba que
usted lo sabía todo.
>>Brándel me observó unos instantes
con una mirada que parecía reflejar agradecimiento y algo de tristeza; luego,
se levantó de la sillita y desapareció por una pequeña puerta apareciendo poco
después con algo en la mano: —Toma
—me dijo entregándomelo.
>>Miré el obsequio: Era un medallón
grande y pesado con forma circular, dividido frontalmente en seis partes
iguales a fin de alojar en ellas sendos compartimientos. De ellos, parte,
estaban cubiertos con una tapa de cristal.
>>Su tamaño era como el de una naranja
y el metal de su forja, parecido al cobre, mostraba extraños e ilegibles
caracteres. Colgando de él, pendía una gruesa cadena también de cobre.
>>Miré a Brándel no acabando de
comprender.
>>Devolviéndome la mirada, el brujo me
respondió: —¿Ves los compartimientos?
>>—Sí
—contesté.
>>—Habrás
de rellenar cada uno de ellos con algo que encontrarás en las naciones de
color. Una vez completo el acertijo se resolverá por sí solo.
>>—No
lo entiendo —le respondí.
>>—Nos
ha jodido, ni yo tampoco —contestó—.
Pero es lo que dicen las runas que tiene grabadas alrededor. Es duende antiguo,
de antes de la guerra.
>>—¿Esto
es todo? —pregunté.
>>—Joder,
¿te parece poco? Anda, tira, que todavía pillas —respondió enseñándome la
salida.
>>Comprendiendo que mi aventura con el
brujo terminaba allí, cogí el medallón, me lo guardé en el zurrón y regresé a
casa.
>>Durante muchos días, en mis ratos
libres, lo contemplaba. Le daba vueltas sin saber muy bien por qué, soñando con
el día en que pudiera recorrer el continente en busca de la respuesta al
acertijo; desgraciadamente, la vida se me complicó. Conocí a tu abuela, dejé de
darle tanta importancia a esa estúpida pregunta, y me dedique a trabajar y a labrarme
un porvenir que me permitiera sacar a tu padre y a tus tíos adelante. Luego,
cuando éstos se fueron cada uno a vivir su vida[1]
y pude disponer de tiempo y un poco de desahogo, ni me apetecía, ni tenía la
edad para ir por ahí trotando de un lado para otro. Además, si tu abuela se
entera, coge el medallón y lo aventa por el muro de la ciudad, Monte Brecio
abajo.
>>Entre tú y yo: Las mujeres, esta
cosa de la rivalidad, no la entienden.
—¿Todavía conservas ese medallón? —preguntó
Barael excitado.
—Creo que sí. Vamos a buscarlo.
El abuelo Blinco se acercó al centro del
salón, retiró una alfombra de pelo blanco muy tupida y descubrió una trampilla.
—¿Me ayudas? —le preguntó a Barael.
Éste asintió y entre los dos la levantaron
tirando de una gruesa argolla.
Una vez abierta, el abuelo cogió un candil
de la repisa de la chimenea y ambos descendieron al sótano por unas decrépitas
y rudimentarias escaleras de madera.
Tras unos pocos peldaños, llegaron a una
estancia húmeda, fría, pequeña y sin ningún tipo de iluminación. La típica
bodega.
Allí, mientras el abuelo rebuscaba por entre
unas polvorientas cajas del fondo, Barael descubrió un montón de cosas:
Embutidos, quesos frescos, botellas de vino, cachivaches inservibles, aperos y
un montón de cosas más a las que no quiso acercarse por el volumen de las
telarañas.
Un estruendo le hizo volverse. El abuelo
Blinco había tropezado con unas cajas.
—¿Estás bien? —preguntó Barael.
—Sí, sí, no te preocupes.
Al cabo de un rato, el abuelo Blinco exclamó
victorioso:
—¡Ya lo tengo! Acércate.
Barael obedeció. El abuelo puso el candil a
un lado, sobre una pila de cajas, y le mostró un pequeño cofrecillo oscuro y
labrado lleno de polvo y telarañas.
—Ya verás… —dijo con los ojos vidriosos.
La abrió y sacó el medallón.
A la trémula luz del candil, la pieza
parecía un mísero y burdo trozo de metal herrumbroso. La típica antigualla
vieja. Vamos que, realmente, no parecía el épico objeto digno de una historia
como ésta.
Barael lo miró decepcionado.
—Vamos arriba. Lo veremos mejor —exclamó
Blinco escondiendo rápidamente los afilados puñales que amenazaban con salir
por las niñas de sus ojos.
Puñeteros
jóvenes…
—Pero antes, espera… —soltó inesperadamente
interrumpido ante el olor de un buen manjar.
>>Humm, hummm. —Husmeó.
>>¡Ajá! —exclamó al fin regresando con
una exquisita vuelta de chorizos.
>>Para la merienda. Ya verás, ya…
Barael sonrió y juntos subieron al salón
cerrando tras de sí la trampilla sin olvidarse de colocar nuevamente la
alfombra. Después, pusieron el candil en la repisa de la chimenea, dejaron los
chorizos en la cocina y se sentaron en el sofá del salón para observar detenidamente
el metálico y mítico recuerdo.
Ahora, en esta segunda vista, semejaba ya
tal y como el abuelo Blinco lo había descrito sólo que un poco más oxidado y
algo más envejecido.
—Es tuyo —dijo Blinco levantándose del sofá
camino de la cocina.
—Gracias abuelo, pero...
En ese momento llamaron a la puerta.
Mierda…
—Joder, guárdalo, guárdalo. Deprisa —exclamó
el anciano duende presa de un inusitado nerviosismo mientras acudía a la puerta
de entrada—. ¡Es tu abuela! Viene de jugar su partida de cartas. Como vea el
medallón, te lo quita, fijo.
El timbre insistió machacante.
—¡Ya vooooy! —respondió Blinco cogiendo el
pomo de la puerta.
Barael se levantó deprisa guardando la pieza
rápidamente en un bolsillo de su levita. Cuando la tenía a buen recaudo, le
hizo una señal a su abuelo y éste abrió la puerta con una enorme sonrisa.
—Hola querida —dijo dándole dos besos. La
bella y anciana duende lucía espléndida ataviada con un bello vestido blanco
provenzal a juego con el laborioso recogido de su melena.
>>¿A que no sabes quién ha venido a
cenar? —le preguntó.
Cuando la vieja duende se acercó a un
zalamero Barael para darle un sonoro beso, el abuelo Blinco le guiñó a su nieto
uno de sus pícaros ojos azules.
[1] Los duendes, ya a muy temprana edad,
contraen una especie de enfermedad a veces malamente confundida con el escozor
de genitales propio de la pubertad, la cual les incita de manera cegadora a
abandonar el hogar familiar en pos del propio nido y una cuerda independencia.
Raros son los casos en los que esto no se produce. Uno de ellos, es el de los
duendes reales o aristocráticos. Éstos, como han de vivir en palacios o
castillos y han de heredarlos, no pueden irse a vivir fuera. Primero, porque si
se van, los puede heredar otro, y, segundo, porque a ver en dónde vivirían
mejor y con más independencia. Debido a esta consecuencia, para consuelo y
regocijo de la plebe, su escozor de genitales es mucho más horroroso.