jueves, 11 de agosto de 2016

Lineal C Serial 09: Alfa


Los Craenarium nos miraron. De hecho, no nos habían quitado ojo de encima mientras disfrutaban del festín.
Mientras Sag gruñía esperando una señal, y Vanesa, ajena a todo, seguía y seguía gritando, fijaron objetivos.
El Jardinero, muy lentamente, se adelantó blandiendo su luminoso bastón.
Los Craenarium se apartaron un poco: les hacía daño la luz.
Mientras lo hacían, el primero, el que mató a Jorge, estiró un tentáculo y cogió a Vanesa por una muñeca.
El Jardinero le cogió rápidamente un tobillo y clavó el bastón entre él y los Craenarium.
Sag y yo permanecíamos expectantes.
El Jardinero nos pidió que nos acercáramos.
Lo hicimos, y aproveché para coger su otro tobillo.
El Craenarium cogió la otra muñeca.
Y lo vimos.
Tras nosotros, a nuestro fatídico encuentro, venían quince o veinte Craenariums más.
El Jardinero susurró algo al oído de Sag y me dijo estas enigmáticas palabras:
—Coge el bastón. Si eres quién creo, podrás escapar. Sag te guiará.
En ese momento, no entendí.
—¡Vamos!, ¡¿Estás sordo?! —me gritó intentando anular mi perplejidad mientras me metía un empujón y cogía el tobillo de Vanesa que yo sujetaba.
Le obedecí.
En un impulso y esquivando un par de tentáculos, desclavé el bastón del suelo.
En cuanto la piel de mis manos rozó su suave madera, un inesperado y electrizante trallazo de corriente recorrió todo mi cuerpo a la vez que éste se empezaba a iluminar con una intensa luz blanca muy diferente a la verde que siempre acompañara a El Jardinero.
Los Craenarium, todos, parecieron asustarse haciendo ademán como de salir corriendo, sin hacerlo. En su lugar, comenzaron a blandir tentáculos y a abrir sus interminables fauces haciendo brillar centenares de babeantes colmillos.
De reojo pude ver cómo El Jardinero me miraba maravillado y cómo Sag se me acercaba raudo, exhortándome a emprender una huidiza carrera a través del bosque.
Lo seguí.
Corrimos y corrimos y corrimos todo lo que piernas y patas pudieron.
Mientras lo hacíamos, el bastón no dejaba de brillar alumbrándonos en nuestro camino.
Eso me agradaba. Al menos alejaría a los Craenarium.
Al cabo de un tiempo, nos detuvimos.
El lugar al que habíamos llegado era un lugar sórdido y oscuro. Nos habíamos adentrado mucho en el bosque y, pese a que apenas sería media tarde, estábamos ya casi a oscuras. De sus cerrados árboles parecían brotar enormes farfollas de una sustancia indefinible.
Pronto, los sonidos indescriptibles de criaturas abominables comenzaron a llamar a la puerta de nuestro quebrado raciocinio.
Sag se puso tras de mí y comenzó a empujarme con su frente.
Ya lo había entendido, ya…: Comenzaba el final del viaje y tenía que seguir.
No había camino, pero el terreno se hundía penetrando en lo que parecía un valle. Un valle más oscuro y aun más demencial.
Mire a Sag y éste clavó sus enormes ojos morados en mí.
Lo siguiente es trabajo tuyo amigo, parecía decirme; y se sentó sobre sus enormes cuartos traseros.
Esa fue la última vez que lo vi.
Grande y noble animal...
...
...
...
Blandiendo el bastón, comencé a descender por el camino.
La verdad es que no tenía ni idea de adónde debía dirigirme, pero descubrí una peculiaridad: el bastón brillaba a intensidad variable en función de mi rumbo.
Instintivamente, deduje que cuanto más alumbrara, más acertado sería mi caminar y seguí aquella premisa.
La espesura se cerraba cada vez más mientras los seres, a veces terroríficos arácnidos del tamaño de un coche otrora insectos tremendos con aguijones imposibles capaces de taladrar una pared, me observaban desde sus guaridas esperando un fallo fatal por mi parte. Un fallo, que me dejara a oscuras. Eso les hubiera encantado.
Algunos, algo más osados, me imagino que crías, se acercaban lo suficiente como para que yo fuera capaz de apreciar bien su monstruosidad informe repleta de patas, ojos y repugnantes vellosidades.
Mi adormecido y recién despertado valor era lo único que me permitía seguir caminando. Mis piernas ya no siempre obedecían como debieran.
Al llegar a un punto concreto, el terreno comenzó a hacerse inquietantemente pegajoso. No me atreví a mirarlo pues, pese a no entender todavía de dónde sacaba aquellos cojones tan enormes capaces de permitirme hacer lo que estaba haciendo, prefería no arriesgarme a quebrar mi valentía. Eso incluida premisas como la de no pararme, no dejar que ninguna bestia me detuviese, no agacharme y, sobre todo, no mirar más allá de donde luciera el bastón.
Madre mía, me temblaban hasta los huevos.
El tiempo que transcurrió mientras recorrí ese último tramo ya no lo recuerdo. De ahí en adelante las cosas están algo confusas.
Por lo menos, hasta que llegué.
Me di cuenta porque el bastón empezó a brillar de forma muy intensa. Pero intensa de verdad. Mucho más que en todo el camino.
Tanto era así, que fui incapaz de seguir sosteniéndolo entre mis manos y lo clavé en el suelo.
Bueno, en lo que yo creía que era el suelo.
A la luz del bastón descubrí que era una pasta grisácea bastante repugnante.
Me alejé un poco y comprobé con horror que el lugar al que había llegado era una especie de granero cubierto de una sustancia pardusca y pegajosa.
El bastón, cumpliendo su premeditado cometido, lanzó un pulso de luz y reventó una parte de aquella cosa dejando al descubierto una entrada.
Estaba claro que lo que fuese que tenía que hacer allí, había de hacerlo dentro de ese granero.
Seguidamente, el bastón comenzó a apagarse. Su misión, definitivamente, había concluido.
Con la pérdida de su destello empezaron a surgir montones de chillidos y siseos propios de las alimañas infernales que se agazapaban en su ponzoñosa oscuridad. Luego, le siguieron los correteos y el babear hambriento de montones de fauces castañeantes ávidas de carne fresca.
Aprovechando los últimos estertores del báculo metí la mano en mi bolsa y saqué una linterna.
La encendí y me lancé a la abertura.
Tras la masa había dos enormes puertas entreabiertas. Lo justo para que pasara un animal pequeño, pero no alguien como yo.
Los sonidos de las monstruosidades perforaban más profundamente en mis oídos haciéndome enloquecer.
Totalmente poseído por la adrenalina que ascendía a caudal por mi nuca, comencé a golpear la hoja de madera con mi cuerpo hasta hacerla ceder lo suficiente como para poder entrar.
La linterna se me cayó y el resto quedó sesgado de destellos en una interminable lucha entre los monstruos y yo por cerrar aquellas puertas.
No podré olvidar nunca aquellas patas luchando por entrar. Ni mis reiterados golpes por cerrar las puertas llevándomelas todas por delante. Ni tampoco sus movimientos involuntarios una vez segadas y esparcidas por el suelo. Ni lo gritos. Esos penetrantes gritos capaces de congelar cualquier alma de bien.
Pero conseguí cerrar.
Lo conseguí, a pesar de todo.
Tapé entonces mis oídos y clavé las rodillas en el suelo.
No podía seguir escuchando o enloquecería.
Los monstruos, incansables, continuaron golpeando las puertas por un tiempo. Luego les escuché corretear arriba y abajo por toda la superficie del granero mientras yo pedía desesperado a Dios con todas mis fuerzas que no hubiera más entradas a aquel puto sitio.
Temblando, recogí la linterna y alumbré frenéticamente todo a mí alrededor.
No. No parecía haber.
Tampoco parecía haber bichos.
Y, por mis huevos, que no iba a entrar ninguno.
Recogí un travesaño y lo coloqué rápidamente.
Era un granero diáfano: no contenía nada más que unos cuantos aperos de labranza y un bulto enorme en un rincón, escondido bajo una lona polvorienta.
Me incorporé y lo descubrí enseguida; pensé que quizás hubiera algo que pudiera servirme.
Sorprendido, me encontré con lo que me pareció una especie de nave espacial.
Sin saber por qué, me resultó familiar.
No tenía una forma definida, más bien parecía la tosca cabina de un camión, pero algo más afilada y golpeada. La herrumbre había hecho mucha mella en ella.
Me acerqué y alumbré con la linterna a través de los sucios cristales que hacían las veces de ventanilla.
Su interior lucía tan deteriorado y ajado como el resto de su fuselaje.
Agarré el asidero de su escotilla para abrirla y sucedió.
De pronto, una fuerte explosión de energía recorrió todo mi cuerpo.
Mi mente, mientras la nave se empezaba a transformar en algo alargado y negro, experimentó una inyección de recuerdos, sucesos e información, que a cada flash iban rellenando una pieza del puzle de mi propia existencia.
Así permanecí pegado a la manilla durante lo que me pareció una infinidad de vidas enteras.
Con otro fogonazo, la energía se disipó y caí al suelo exhausto.
Había recuperado mi memoria.
En un primer momento, me sentí como quien despierta de un prolongado letargo.
Tras incorporarme, todo cobró sentido.
La nave, MI nave, ya no era algo viejo y oxidado aparcado bajo una lona. No. Ahora era una acojonante barquilla descapotable de color negro, y flotaba reluciente junto a mí como aquellos viejos coches extranjeros de los años 70 cargados de cilindros, cubicaje y potencia animal.
Miré mis manos, toqué mi nuevo cuerpo. No estaba mal.
Podía recordar aún con frescura aquel retiro. Y recordé también a mi mujer. Y a mis hijos. Había pasado mucho tiempo…
Me acerqué al maletero y lo abrí.
Allí estaban mis compañeras. Relucientes. Fieles.
Cogí los cintos y ajusté los plateados revólveres a mis firmes caderas.
Luego, recogí mi negro guardapolvos y me lo puse.
Nada más hacerlo, la insignia que siempre luciera en el lado izquierdo de mi pecho comenzó a brillar señal de la justicia y el orden que siempre había impuesto a cada misión encomenda
CLACK


(c) Rafael Heka
(c) 33 Ediciones


Crónicas Globulares Serial 18: Los Demonios


—¿Glim?, ¿glum? —gritó Esgorcio IV a su intercomunicador.
El aparato no respondía.
—¿Glim? ¡Glimn! —increpó de nuevo.
Un único y agudo chisporroteo le dio a entender que el comunicador estándar estaba fuera de su radio de acción. Dos, realmente, hubieran sido impropios, de mal gusto, y tampoco habrían evitado que el malhumorado gnomo acabara con su efímera existencia asfixiándolo en aquel arenoso suelo. Y no era para menos, pues el desafortunado espécimen parecía Nosferatu —en horas bajas— pelándose al sol de un día de playa. Vamos, grotesco. Bueno, grotesco y desagradable, pues la piel se le daba la vuelta y le salían pústulas y llagas[1].
Desabrido, Esgorcio IV desabrochó su bata de laboratorio dejando al descubierto un elegante traje cobre brillante. ¡Qué calor! ¡¿Quién puede vivir aquí?, por Graya! ¡Si se me están cociendo hasta los huevos![2]
Metiendo su huesuda mano en el interior de la chaqueta, sacó otro aparato pequeño, metálico, con dos antenas gruesas y cortas, muchos botones y un montón de luces brillantes de todos los colores.
Lo manipuló varias veces contemplando con impaciencia su pantalla.
Tras comprobar que aquella atmósfera era respirable para su organismo[3] y no contenía ningún microorganismo que le pudiera matar, volvió a manipularlo.
Esta vez lo movió orientándolo en dirección a la montaña, al muro y al cielo.
Cuando vio las lecturas, sus pequeñísimos ojos se abrieron de par en par; NO PODÍA SER POSIBLE. El aparato se le cayó de las manos al llevarse éstas a la cabeza en actitud de incredulidad e impotencia.
El medidor le había mostrado las coordenadas del lugar con respecto a Pelota Mecánica.
Estaba a tantísimos años luz de su planeta que un montón de pensamientos se abalanzaron sobre su raciocinio en décimas de segundo:
¿Cómo había llegado hasta allí? ¿Cómo iba a regresar a su casa? ¿Se salvaría?, ¿moriría?, ¿todo aquello era un sueño?
Se pellizcó para asegurarse de estar despierto.
Sí, sí, lo estaba. El trozo de carne muerta lo atestiguaba.
Totalmente enajenado, cogió el medidor, miró al Monte Brecio, miró al muro en lontananza y se decantó por lo más fácil.
Se encaminó, sin saberlo, hacia el Muro de los Colores. No tenía tiempo que perder.

* * *

No lo podía creer, después de caminar durante una semana a través de un vasto desierto y casi morirse de hambre y degradación celular, su avergonzado cuerpo llegó a un lugar sorprendente.
¿Qué comió? Unas píldoras de colores.
Los gnomos científicos diseñaron dichas píldoras con la finalidad de soportar las largas jornadas de encierro en los laboratorios.[4]
¿Qué bebió?
Mejor no lo sepáis.
¿Qué depuso?
Para eso estaba…[5]

* * *

En cuanto a las lunas de Pelota Mecánica conviene explicar que fueron ingeniadas por los gnomos a fin de satisfacer ciertas necesidades colectivas e individuales.
Su construcción es altamente onerosa, por lo que sólo los más pudientes y serenos del planeta pueden permitírselo.
Gran mayoría de ellas pertenecen a las empresas más influyentes de Pelota Mecánica; otras, al gobierno; otras, al clero; y, por último, las que quedan, a particulares caprichosos dueños de mansiones subterráneas plagadas de minas-bosque altamente confortables.
Las lunas del gobierno: Goma1, Goma2 y Goma3, esconden en sus fornidas entrañas al ejército de Pelota Mecánica.
En Goma1 se atrinchera el cuerpo de Infantería; en Goma2 se parapeta el de Artillería; y, en Goma3, se pasea de gala la Marina o Flota Estelar.
Las lunas del clero son dos:
Graya, en donde viven los altos cargos de la Iglesia Gnoma; y Fliquis, residencia de criados, acólitos y seminaristas varios.
Al igual que en Pelota Metálica, las lunas de la serie Goma están blindadas, perforadas y dotadas de una invertida gravedad artificial sin que por ello se atraigan más de lo normal (ya me entendéis, son lunas del ejército y estaría mal visto).
Realmente, la tasa de homosexualidad planetaria es bastante baja en la galaxia. Hay astros a los que les gustan sus congéneres y desarrollan órbitas de acercamiento pero normalmente no acaban bien. Suelen ser víctimas de colisiones, muerte, y polvos estelares (como todos, vamos). Otro caso es el de las estrellas. Ésas sí que se lo pasan bien. Pueden juntarse, mezclarse, explotar, la leche. Al ser etéreas, pues ea, al desmadre total sin problemas de agujeros.
En cuanto a las lunas Graya y Fliquis, encontramos ciertas divergencias: Para empezar, la luna Graya es el único astro que orbita alrededor de Pelota Mecánica inexplicablemente de forma retrógrada. Además, es redondo, sí, pero de tierra monda y lironda, y no metálico. Tampoco está socavado, luciendo irreverente su exuberante vegetación en tonalidades verdes, rojas y azuladas, mientras insulta abiertamente a los gnomos ortodoxos con su estrecho y circunvalante lago. Aunque, para ser sinceros, si por algo destaca a primera vista, es por su invisible atmósfera, artificial, presa en la gran esfera de cristal que la contiene. (Esta pasada ingenieril es producto de una gravedad impotente y un comercial cojonudo con ciertos problemas de alcoholismo, fugado del planeta Druidia).
Relativo a Fliquis decir que es una luna como todas las demás, salvo porque, de su blindaje, brotan infinidad de cañones metálicos que permiten la continua comunicación de naves entre ella y Graya. Cómo si no iban a estar disponibles las 36 horas del día.
Las lunas de los emporios empresariales son sosas y más feas que un pie[6]. Sus formas son cuadradas, están burdamente blindadas, su gravedad también es invertida, y cuentan con anodinos rascainfiernos en toda su intestina concavidad. Su capacidad lúdica es comparable a una operación de estenosis uretral: inexistente. Unas son almacenes, otras oficinas, y, quizás, las más divertidas, lunas salón-de-actos para aburridas labores administrativas.
Por último, están las lunas de los extra-archi-multimillonarios.
Definición: Co-jo-nu-das.
Pensad en todo lo que queráis. Lo tienen más grande y de mejor calidad.
Éstas sí que no se podrían definir estructuralmente. Las fabrican como les sale de los iron-men. Unas son redondas, otras cuadradas, otras estrelladas, otras semiesféricas. Un verdadero espectáculo.

* * *

Esgorcio IV, agazapado tras una gran roca, frotaba sus ojos totalmente incrédulo[7]:  
Frente a él había un demonio apoyado en un altísimo muro de color negro, guardando con solemnidad una gran puerta de metal oscuro.
Era enorme, aterrador, vestía un guardapolvos de cuero negro cubriéndole enteramente, y, al menos, le doblaba la estatura.
En fin, un mostrenco de ébano con el pelo corto, patillas sesenteras y bigote a juego. Vamos, que no era Shaft, de puto milagro.
¿He dicho milagro?
Un momento…
¡Anda!, pues mira, sí; qué casualidad; resulta que se llama Shaft y está escuchando a Isaac Hayes en su mp3.
<<¿Algún problema?>>. Ja, ja, ja. @
No, si el que se las va a comer a pares es el gnomo de los huevos luminosos.
Que sepáis que Dindorx ha sonreído y os sonríe burlón.
De nada, de nada.
Pues eso, que Esgorcio IV se frotó de nuevo los ojos.
No podía creer aquella visión. Y no podía creerla, porque no creía en demonios. Y no creía en demonios, porque desde su infancia, tanto en el colegio, como luego en la facultad de ciencias, las clases de religión habían sido suficientemente explícitas con respecto ellos. Así fue la forma en que quedó archivado en su almacén de la memoria, como una infantil metáfora. 
Pero pese a que nadie sabía de dónde habían salido los grabados, todos ellos mostraban a los demonios de igual forma a como ahora él estaba viendo al duende negro.
Los sacerdotes explicaban que los demonios vivían en un lejano planeta distinto a Pelota Mecánica y que, cuando actuaban, no eran vistos debido a su exterminador poder de invisibilidad otorgado por el pérfido Dindorx.
En tan acertado razonamiento debían de estribar entonces las respuestas a todas las preguntas de Esgorcio IV. Si se elimina lo imposible, lo que quede, por improbable que parezca, ha de ser la verdad, así que la única explicación plausible había de ser la de un fallo en los cálculos o en la maquinaria del experimento, cuyo resultado tuvo que haber derivado en la teletransportación hasta allí. Bueno, eso y que los demonios existían.
También, según los sacerdotes, estos causaron todas las catástrofes de Pelota Mecánica: El hambre, las enfermedades, la envidia, etc[8].
Había que rendirse a la evidencia: Aquella mala suerte, aquel fallo en la teletransportación, le había llevado al planeta de los demonios. Magnífico, pues cuando volviera a su planeta y contara al gobierno y a la Iglesia el lugar en donde estuvo, no dudarían en botar una flota de naves que, en poco tiempo, se plantaría allí y erradicaría el mal de la galaxia.
Ahora sólo tenía un pequeño y nimio problema: Volver a Pelota Mecánica.
Sacó de nuevo su medidor y lo manipuló. Desgraciadamente emitió un impertinente ¡Beeep!
El duende negro miró hacia la piedra y se acercó.
—¿Quién anda ahí? —preguntó.
Esgorcio IV se encogió apretando su espalda contra la roca.
El comunicador emitió otro pitido.
—¡Tu puta madre! —susurró el gnomo al aparato mientras lo ahogaba entre sus ropas.
—Oh, oh —dijo el duende—, no se nos habrá escapado otro de nuestros artilugios...
En ese momento Esgorcio IV sacó un aparato de su chaqueta, salió de su escondrijo y apuntó al duende con él.
Éste se lo quedó mirando:
—¿Qué demonios eres tú?
El gnomo, que evidentemente no entendía ni torta, exclamó:
—¡Glim, glumn, glum! —Es decir: —¡Atrás, demonio!
El duende retrocedió entre cauto y asqueado.
—¿Qué quieres? —preguntó.
—¡Glum! —repitió el gnomo.
El duende volvió a decir:
—Espera, te daré algo para que nos podamos entender. —Y metiendo la mano en su guardapolvos sacó una especie de avellana metálica.
Se la iba a tender a Esgorcio IV cuando éste accionó el gatillo de su pistola. La ráfaga de luz cobriza pasó rozando una de las mangas del guardapolvos del duende estrellándose en el Muro de los Colores. Tras el impacto, sobrevino una explosión.
El duende, ni corto ni perezoso, dejó caer al suelo el comunicador que pretendía tender a Esgorcio IV y replegó su guardapolvos a la altura de la cintura con el fin de poder desenfundar de su cartuchera negra una especie de pistola.
Esgorcio IV abrió los ojos de par en par al ver un rayo de luz negra precipitarse hacia él.
Con toda la agilidad y destreza que pudo reunir, dio un salto hacia atrás intentando cubrirse con la piedra en la que se escondiera antes.
El haz se le acercó y, en el preciso momento en que le iba a carbonizar, el chasquido de un par de dedos resonó en todo el Continente Estrellado.
Esgorcio IV desapareció y el rayo negro se estrelló contra la piedra reventándola en mil pedazos.
El duende negro se quedó atónito.
La diosa Graya sonrió maléficamente ante su bola de cristal mientras Shaft y Dindorx maldecían.
Con lo que iba a cobrar el gnomo…

* * *

—¡GLIMM! —chilló un gnomo en el laboratorio donde Esgorcio IV había realizado el experimento.
Aunque sólo habían pasado segundos desde su desaparición, estaba claro que algo había salido mal: Esgorcio IV ya tenía que haber hecho acto de presencia en el otro platillo. Confusos, no paraban de preguntarse a dónde podría haber ido a parar la materia desintegrada.
Sudando frío, el gnomo de los chillidos, un tal Florcio III, se abalanzó hacia el ordenador que controlaba la teletransportación.
Con un empujón, tiró por el suelo al gnomo que lo manejaba y, frenéticamente, se puso a manipularlo mientras el resto de los gnomos, nerviosamente, se afanaban por encontrar el fallo que había volatilizado a Esgorcio IV.
De repente, se oyó un chasquido y un fogonazo.
Todos los gnomos se volvieron y contemplaron a un Esgorcio IV que se palpaba el cuerpo asombrado.
Florcio III se aproximó y le palpó también. Tras comprobar que estaba vivo y entero le soltó inconscientemente un montón de disculpas intentando disuadir las ligeras manos de su superior.
El resto de los gnomos dejaron sus aparatos y se arremolinaron junto al platillo para contemplar el milagro. Algún sádico se acercó un poco más.
Esgorcio IV, que continuaba mirando al vacío, levantó los brazos en actitud de silencio y gritó:
—¡Glimsno!
Todos los gnomos se callaron, incluido Florcio III.
Ahí viene; ahí viene la primera, pensaba el pobre operario, Hoy ceno empastes.
Esgorcio IV habló de nuevo:
—¡Graya! —bramó.
Ni Dios entendió nada.
Esgorcio IV no se explicó. No era de ello; prefería repartir hostias. Lo que había de hacer ahora era encaminarse a la luna Graya y hablar con la persona que creería en su visión; la persona a la que debía de confiar los datos recogidos en el planeta de los demonios; el máximo exponente religioso de Pelota Mecánica; el mayor enemigo de los demonios:
La Mama Filiburcia XII.
Eso sí, por lo pronto, abriría la caja de galletas y pillaría hasta el príncipe.
Joder, y vaya si pillaron.
En algunos sectores lejanos aún reverbera el sonido de los bofetones…
(c) Rafael Heka
(c) 33 Ediciones


[1] Esto último no sé si será debido al célebre y notorio hecho de que los gnomos no usen bragas. Ya sabéis, si no usas bragas, todo el cuerpo se hace llagas, como dicen las putas de Gocertis-3.
[2] Bueno, esto tampoco es difícil. Los testículos gnomos son la parte más caliente de todo su diminuto cuerpo; qué decir de los que alojan allí las baterías de sus aparatos electrónicos más queridos. No, no, literalmente; se extirpan los huevines y los sustituyen por minigeneradores nucleares al estilo Iron-Man. Están cerca de todo, dan calor en invierno y luz de noche; un acierto.
[3] Cojones hubiera tenido ya lo contrario.
[4] La realidad es que de gnomos nada, ¡gnomo!, y muy listo. El tío las inventó, registró la patente, las comercializó, y ahora vive forrado en una de las lunas de Pelota Mecánica. B-ayer I, creo que se llama.
[5] Sí, es que entre alguna de las cosas que conseguían las pastillitas de marras estaba la de provocar unos estreñimientos tan brutales, que algunos palmaban de los esfuerzos. Una cosa terrorífica. Se profetizó incluso que tres gnomos con estreñimiento B-ayer a la vez, ejecutando esfuerzos comunes, serían capaces de modificar la órbita planetaria y provocar la debacle más grande a la que jamás se enfrentaría Pelota Mecánica. Gracias a Graya aún no ha sucedido. Aún…  
[6] Salvo para los fetichistas, claro. Pero que feas, de cojones.
[7] Bueno, incrédulo y dolorido. No veas cómo le cascaba el sol. Le salía la luz por el cogote…
[8] La gilipollez no. Es congénita.