Los Craenarium nos miraron. De hecho, no nos habían quitado ojo de encima
mientras disfrutaban del festín.
Mientras Sag gruñía esperando una
señal, y Vanesa, ajena a todo, seguía y seguía gritando, fijaron objetivos.
El Jardinero, muy lentamente, se
adelantó blandiendo su luminoso bastón.
Los Craenarium se apartaron un
poco: les hacía daño la luz.
Mientras lo hacían, el primero, el
que mató a Jorge, estiró un tentáculo y cogió a Vanesa por una muñeca.
El Jardinero le cogió rápidamente
un tobillo y clavó el bastón entre él y los Craenarium.
Sag y yo permanecíamos
expectantes.
El Jardinero nos pidió que nos
acercáramos.
Lo hicimos, y aproveché para coger
su otro tobillo.
El Craenarium cogió la otra
muñeca.
Y lo vimos.
Tras nosotros, a nuestro fatídico
encuentro, venían quince o veinte Craenariums más.
El Jardinero susurró algo al oído
de Sag y me dijo estas enigmáticas palabras:
—Coge el bastón. Si eres quién
creo, podrás escapar. Sag te guiará.
En ese momento, no entendí.
—¡Vamos!, ¡¿Estás sordo?! —me
gritó intentando anular mi perplejidad mientras me metía un empujón y cogía el
tobillo de Vanesa que yo sujetaba.
Le obedecí.
En un impulso y esquivando un par
de tentáculos, desclavé el bastón del suelo.
En cuanto la piel de mis manos
rozó su suave madera, un inesperado y electrizante trallazo de corriente
recorrió todo mi cuerpo a la vez que éste se empezaba a iluminar con una
intensa luz blanca muy diferente a la verde que siempre acompañara a El
Jardinero.
Los Craenarium, todos, parecieron
asustarse haciendo ademán como de salir corriendo, sin hacerlo. En su lugar,
comenzaron a blandir tentáculos y a abrir sus interminables fauces haciendo
brillar centenares de babeantes colmillos.
De reojo pude ver cómo El
Jardinero me miraba maravillado y cómo Sag se me acercaba raudo, exhortándome a
emprender una huidiza carrera a través del bosque.
Lo seguí.
Corrimos y corrimos y corrimos
todo lo que piernas y patas pudieron.
Mientras lo hacíamos, el bastón no
dejaba de brillar alumbrándonos en nuestro camino.
Eso me agradaba. Al menos alejaría
a los Craenarium.
Al cabo de un tiempo, nos
detuvimos.
El lugar al que
habíamos llegado era un lugar sórdido y oscuro. Nos habíamos adentrado mucho en el bosque y,
pese a que apenas sería media tarde, estábamos ya casi a oscuras. De sus
cerrados árboles parecían brotar enormes farfollas de una sustancia
indefinible.
Pronto, los sonidos
indescriptibles de criaturas abominables comenzaron a llamar a la puerta de
nuestro quebrado raciocinio.
Sag se puso tras de mí y comenzó a
empujarme con su frente.
Ya lo había entendido, ya…:
Comenzaba el final del viaje y tenía que seguir.
No había camino, pero el terreno
se hundía penetrando en lo que parecía un valle. Un valle más oscuro y aun más
demencial.
Mire a Sag y éste clavó sus
enormes ojos morados en mí.
Lo siguiente es trabajo tuyo
amigo, parecía
decirme; y se sentó sobre sus enormes cuartos traseros.
Esa fue la última vez que lo vi.
Grande y noble animal...
...
...
...
Blandiendo el bastón, comencé a
descender por el camino.
La verdad es que no tenía ni idea
de adónde debía dirigirme, pero descubrí una peculiaridad: el bastón brillaba a
intensidad variable en función de mi rumbo.
Instintivamente, deduje que cuanto
más alumbrara, más acertado sería mi caminar y seguí aquella premisa.
La espesura se cerraba cada vez
más mientras los seres, a veces terroríficos arácnidos del tamaño de un coche
otrora insectos tremendos con aguijones imposibles capaces de taladrar una
pared, me observaban desde sus guaridas esperando un fallo fatal por mi parte.
Un fallo, que me dejara a oscuras. Eso les hubiera encantado.
Algunos, algo más osados, me
imagino que crías, se acercaban lo suficiente como para que yo fuera capaz de
apreciar bien su monstruosidad informe repleta de patas, ojos y repugnantes
vellosidades.
Mi adormecido y recién despertado
valor era lo único que me permitía seguir caminando. Mis piernas ya no siempre
obedecían como debieran.
Al llegar a un punto concreto, el
terreno comenzó a hacerse inquietantemente pegajoso. No me atreví a mirarlo
pues, pese a no entender todavía de dónde sacaba aquellos cojones tan enormes
capaces de permitirme hacer lo que estaba haciendo, prefería no arriesgarme a
quebrar mi valentía. Eso incluida premisas como la de no pararme, no dejar que
ninguna bestia me detuviese, no agacharme y, sobre todo, no mirar más allá de
donde luciera el bastón.
Madre mía, me temblaban hasta los
huevos.
El tiempo que transcurrió mientras
recorrí ese último tramo ya no lo recuerdo. De ahí en adelante las cosas están
algo confusas.
Por lo menos, hasta que llegué.
Me di cuenta porque el bastón
empezó a brillar de forma muy intensa. Pero intensa de verdad. Mucho más que en
todo el camino.
Tanto era así, que fui incapaz de
seguir sosteniéndolo entre mis manos y lo clavé en el suelo.
Bueno, en lo que yo creía que era
el suelo.
A la luz del bastón descubrí que
era una pasta grisácea bastante repugnante.
Me alejé un poco y comprobé con
horror que el lugar al que había llegado era una especie de granero cubierto de
una sustancia pardusca y pegajosa.
El bastón, cumpliendo su
premeditado cometido, lanzó un pulso de luz y reventó una parte de aquella cosa
dejando al descubierto una entrada.
Estaba claro que lo que fuese que
tenía que hacer allí, había de hacerlo dentro de ese granero.
Seguidamente, el bastón comenzó a
apagarse. Su misión, definitivamente, había concluido.
Con la pérdida de su destello
empezaron a surgir montones de chillidos y siseos propios de las alimañas
infernales que se agazapaban en su ponzoñosa oscuridad. Luego, le siguieron los
correteos y el babear hambriento de montones de fauces castañeantes ávidas de
carne fresca.
Aprovechando los últimos
estertores del báculo metí la mano en mi bolsa y saqué una linterna.
La encendí y me lancé a la
abertura.
Tras la masa había dos enormes
puertas entreabiertas. Lo justo para que pasara un animal pequeño, pero no
alguien como yo.
Los sonidos de las monstruosidades
perforaban más profundamente en mis oídos haciéndome enloquecer.
Totalmente poseído por la
adrenalina que ascendía a caudal por mi nuca, comencé a golpear la hoja de
madera con mi cuerpo hasta hacerla ceder lo suficiente como para poder entrar.
La linterna se me cayó y el resto
quedó sesgado de destellos en una interminable lucha entre los monstruos y yo
por cerrar aquellas puertas.
No podré olvidar nunca aquellas
patas luchando por entrar. Ni mis reiterados golpes por cerrar las puertas
llevándomelas todas por delante. Ni tampoco sus movimientos involuntarios una
vez segadas y esparcidas por el suelo. Ni lo gritos. Esos penetrantes gritos
capaces de congelar cualquier alma de bien.
Pero conseguí cerrar.
Lo conseguí, a pesar de todo.
Tapé entonces mis oídos y clavé
las rodillas en el suelo.
No podía seguir escuchando o
enloquecería.
Los monstruos, incansables,
continuaron golpeando las puertas por un tiempo. Luego les escuché corretear
arriba y abajo por toda la superficie del granero mientras yo pedía desesperado
a Dios con todas mis fuerzas que no hubiera más entradas a aquel puto sitio.
Temblando, recogí la linterna y
alumbré frenéticamente todo a mí alrededor.
No. No parecía haber.
Tampoco parecía haber bichos.
Y, por mis huevos, que no iba a
entrar ninguno.
Recogí un travesaño y lo coloqué
rápidamente.
Era un granero diáfano: no
contenía nada más que unos cuantos aperos de labranza y un bulto enorme en un
rincón, escondido bajo una lona polvorienta.
Me incorporé y lo descubrí
enseguida; pensé que quizás hubiera algo que pudiera servirme.
Sorprendido, me encontré con lo
que me pareció una especie de nave espacial.
Sin saber por qué, me resultó
familiar.
No tenía una forma definida, más
bien parecía la tosca cabina de un camión, pero algo más afilada y golpeada. La
herrumbre había hecho mucha mella en ella.
Me acerqué y alumbré con la
linterna a través de los sucios cristales que hacían las veces de ventanilla.
Su interior lucía tan deteriorado
y ajado como el resto de su fuselaje.
Agarré el asidero de su escotilla
para abrirla y sucedió.
De pronto, una fuerte explosión de
energía recorrió todo mi cuerpo.
Mi mente, mientras la nave se
empezaba a transformar en algo alargado y negro, experimentó una inyección de
recuerdos, sucesos e información, que a cada flash iban rellenando una pieza
del puzle de mi propia existencia.
Así permanecí pegado a la manilla
durante lo que me pareció una infinidad de vidas enteras.
Con otro fogonazo, la energía se
disipó y caí al suelo exhausto.
Había recuperado mi memoria.
En un primer momento, me sentí
como quien despierta de un prolongado letargo.
Tras incorporarme, todo cobró
sentido.
La nave, MI nave, ya no era algo
viejo y oxidado aparcado bajo una lona. No. Ahora era una acojonante barquilla
descapotable de color negro, y flotaba reluciente junto a mí como aquellos
viejos coches extranjeros de los años 70 cargados de cilindros, cubicaje y
potencia animal.
Miré mis manos, toqué mi nuevo
cuerpo. No estaba mal.
Podía recordar aún con frescura
aquel retiro. Y recordé también a mi mujer. Y a mis hijos. Había pasado mucho
tiempo…
Me acerqué al maletero y lo abrí.
Allí estaban mis compañeras.
Relucientes. Fieles.
Cogí los cintos y ajusté los
plateados revólveres a mis firmes caderas.
Luego, recogí mi negro
guardapolvos y me lo puse.
Nada más hacerlo, la insignia que
siempre luciera en el lado izquierdo de mi pecho comenzó a brillar señal de la
justicia y el orden que siempre había impuesto a cada misión encomenda
CLACK
(c) Rafael Heka
(c) 33 Ediciones
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