domingo, 17 de abril de 2016

Lineal C Serial 05: Alfa



Bueno, pues terminé de recoger aquello y salí al porche con una manzana para aclarar ideas.
Mientras me la comía, miré al cielo.
Una enorme oscuridad se acercaba.
Iba a llover.
Y mucho.
Pedro estaba terminando su segundo porro.
Me ofreció pero no quise. ¿Quién quiere mierda habiendo otras cosas?
Jorge apareció.
—¿Te ha dicho Javi...? —me preguntó.
—Sí; qué cabrón —le contesté —; y eso que estoy cansado de cojones.
Pedro intervino:
—Si quieres, puedes dormir con nosotros. A Sonia le has gustado —concluyó con una sonrisa burlona.
—Tu puta madre —le contesté con exactamente la misma actitud y serenidad.
Volvió a sonreír.
Sin apenas haber terminado nuestra broma, un trueno tremendo de esos que hacen temblar los cristales estalló sobre nosotros.
Jorge y yo nos miramos. Iba a ser una noche muuuuuuy larga y muuuuy divertida, así que nos despedimos de Pedro y subimos enseguida al dormitorio a por ropa de cama y nuestras maletas.
Marcos y Vane ya estaban cerrados en su cuarto.
Javier y Susana, en una de las camas de nuestro dormitorio, seguían jugando y riendo con las putas cerezas, la nata y la madre que los parió a los dos. Estaban vestidos y Susana parecía mucho más borracha que hacía diez minutos.
—Venir, venir —nos decía como loca con aquella tierna ausencia de imperativo.
Javi no sabía ni dónde estaba.
Joder.
Me estaban dando asco.
Cogimos nuestras cosas rápidamente y bajamos.
A través de las tres enormes puertas de cristal que separaban el salón del jardín comprobamos que ya empezaba a pintear.
El espectáculo era acojonante.
Las nubes lo habían cubierto todo y se iluminaban intermitentemente con destellos azulados.
Salí fuera mientras Jorge terminaba de colocar las mantas.
Me encantan las tormentas. Son como mágicas. Representan la naturaleza en su estado más salvaje. Me encanta su olor a tierra mojada, a humedad; su viento desafiante, su agua creadora. Todo.
Y aquella prometía.
Jorge me pidió que cerrara; que iba a entrar frío. No tenía ni puta idea de cómo encender la caldera y ya le parecía bastante tocada de huevos el tener que dormir allí abajo.
Me reí.
No le gustó, al igual que a mí el que a él no le gustara. Pero cerré y me recosté en el sofá.
—Me temo que no podré leer un poco, ¿no? —le pregunté medio en coña.
Jorge me miró desafiante.
Me volví a reír y me tapé tratando de conciliar el sueño.
No lo conseguí.
Con los minutos, noté el frío, la tormenta golpeando fuertemente los cristales, los ronquidos de Jorge, los gritos de las hembras de arriba follando sin parar y mi polla más dura que la pata de una mesa bombeando sangre fuertemente recordando mi último encontronazo con Susana.
Su puta madre.
Me levanté y me fui a la cocina.
Cogí un litro de leche y me lo apalanqué con un par de tranquilizantes.
Necesitaba dormir.
Hubo un tiempo en que me hubiera aterrado no poder hacerlo. En ese momento, pese a haberlo superado, me intranquilizaba la idea de pasar toda la noche en vela.
Pero es que las chicas chillaban de cojones. De hecho, parecían gritar demasiado.
Y entonces, escuche la voz de Javi gritando:
—¡¡¡PUTAAAAA!!!
Lo siguiente: silencio, un portazo y alguien bajando las escaleras a toda pastilla.
Dejé el litro y me lancé a su encuentro.
Susana bajaba como poseída; lloraba fuertemente y daba trompicones.
—¡Susi! —le grité —. ¿Qué pasa?
La muchacha me chilló:
—¡Déjame!, ¡DEJARME EN PAZ! —Y se lanzó camino de la calle por la puerta de atrás.
Entonces apreció Javi abrochándose los pantalones.
Me paré frente a la escalera y le increpé:
—¿Qué cojones has hecho, cabrón?
Me empujó tirándome al suelo sin contestar y salió tras ella. Estaba como loco, el hijoputa.
Jorge se levantó enseguida cagándose en Dios.
Se lo expliqué y nos lanzamos afuera sin perder un instante.
Cruzamos la trasera, la carretera y nos internamos en el bosque.
Llovía muchísimo. La tormenta era de esas espesas y fuertes.
Acordamos separarnos e ir uno por cada lado.
Joder, qué paliza. No sé exactamente cuánto tiempo pasó, pero debió ser bastante.
El caso es que no encontramos a ninguno de los dos. De hecho, no nos encontramos ni entre nosotros.
Cuando me cansé, volví a la casa; me sequé y me metí en la cama. Pero en la de verdad, la del dormitorio del piso de arriba. El sofá ¡para su puta madre!
La tormenta siguió y me dormí. No podía con mis cojones.


(c) Rafael Heka
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Crónicas Globulares Serial 14: Lo difícil no es ver al rey, lo difícil es convencer al portero...



La descomunal masa de coral azul brillante se alzaba en forma de armonioso castillo invadido de decenas torres y almenas.
De cerca, su resplandor y belleza cautivaban enormemente el espíritu golpeando las retinas con duros golpes directos enfundados en un elegante diseño de ornamentadas vidrieras y exquisitas incrustaciones cristalinas.
Tal era el deslumbre, que a uno se le achinaban los ojos al acercarse.
A su vez, y dándote un respiro de córnea, el portón del castillo te recibía magnífico, templado orgulloso en una gruesa y opaca plancha de cristal azul oscuro en donde todas las conchas de las especies existentes en el mar de los duendes bailaban una divertida pieza homenaje alrededor de la valva de una enorme almeja.
En definitiva, un espectáculo visual sin parangón, a medio camino entre la arquitectura divina y humana.
Barael ayudó a desmontar a su compañero mientras se masajeaba las doloridas nalgas, y ambos se acercaron al portón.
—¿Cómo llamamos? —preguntó el duende blanco—. No hay almirez.
Azí le miró y sonrió:
—Veráz... —Y, acercándose al portón, presionó sobre la concha de un nautilo.
Se volvió y miró hacia arriba.
De repente, sonó un tremendo aullido de delfín, muy semejante al sonido emitido por un felino sometido a una esterilización manual sin anestesia.
—Ahí lo tienez. Éza ez la zeñal de que zomoz unoz vicitantez con urgencia. Zi fuéramoz de la caza real deberíamoz haber prezionado la concha de abulón[1]. Zi fuéramoz comerciantes tendríamoz que haber pulzado el mejillón[2]. Bueno, ya zabez, zegún el vizitante, azí hay que darle a laz conchaz...
Súbitamente, y a la derecha del portalón, se abrió una oquedad en el coral y salió por ella un criado de librea con un frac de alga azul y un pelucón de seda de gusano de mar.
—¿Sí? ¿Qué desean los señores? —preguntó muy educado.
Barael se acercó y le dijo:
—Necesitamos ver a Azión.
Al criado se le escapó una contenida carcajada.
Después, haciéndose el remolón, les dijo de muy buenas maneras que eso ahora era imposible porque el rey estaba reunido en su cámara y no permitía que nadie le molestase en semejantes eventos.
Barael, conocedor de lo difícil de su petición, le respondió también de muy buenas maneras en el idioma de Blancualín:
—Dígale que venimos de parte de Baradir, rey de todos los duendes.
El criado se le acercó lentamente clavándole su amenazadora mirada. Cuando tuvo su nariz pegada a la de Barael escupió:
Querido duende: en Azulindia no hay más rey que Azión. Según tengo entendido, Baradir ya no es siquiera rey ni de ese pozo de podredumbre en el que se ha convertido Blancualín.
Barael se estiró hasta elevarse unos centímetros por encima del criado y le respondió nuevamente en Blanco:
—Pese a lo que usted opine, que opina bien, he de comunicarle que comparto lo de Baradir y lo del pozo de podredumbre; por eso estoy aquí. Aunque si se piensa que la corrupción de Blancualín sólo le va a afectar a mi pueblo, está muy equivocado. Por otro lado, debería recordar, pues no me parece usted tonto, que la manzana podrida acaba por corromper todo el saco, y que en el saco, estamos todos.
>>Pese a mi convencimiento en su falta de crédito a mis palabras, quisiera que supiese también de mi capacidad para resolver ése problema. Dindorx mismo intercedió en uno de mis sueños y me salvó de una muerte segura para que pusiera orden en el Continente Estrellado.
El criado se quedó perplejo. No podía articular palabra o mover un músculo. Después, inesperadamente, rompió en histriónicas carcajadas.
Rio tanto, que comenzó a retorcerse por el suelo agarrándose el estómago y enjugándose las lágrimas.
Si en ese momento no se hubieran iluminaron las aguas y se hubiera aparecido Dindorx, seguramente se hubiera cagado de la risa.
En vez de ello, ante lo dispuesto, el estómago del duende quedó reducido a la nada.
Dindorx bramó:
—¡Gilipollas!, ¡Lo que mi elegido manifiesta ES CIERTO! Déjale entrar o te convertiré en esturión para que te pases toda tu puta vida poniendo huevos y sepas lo que es el dolor ¡Mamonazo! Y vístete bien, ¡hostias!, que pareces mierda de pavo[3].
Después, la imagen y la luz desaparecieron ante la mirada atónita de los tres duendes.
El criado, sujetándose el trasero y completamente aterrado, entró velozmente en el hueco por el que había salido a recibirles. Una estúpida sonrisa se le había quedado congelada en su semblante de imbécil.
Azí le tiró de la ropa a Barael.
Éste se volvió.
—¿Sí? —dijo boquiabierto.
—¿Cómo lo haz hecho?
—Yo no he hecho nada..., no sé lo que...
En ese momento, un estruendo les sobresaltó y se volvieron.
El gran portón de las conchas se abrió levantando una gran polvareda de plancton, arena y moluscos, digna de miles de años de inactividad.
De entre sus brumas, emergió fantasmal el aterrado criado y les acompañó a un enorme vestíbulo en donde les hizo aguardar unos instantes.
El interior de aquel recibidor era digno de los dioses. Todas sus paredes de coral alojaban pedrería con nombre de aguamarinas, zafiros y perlas azules. Las ornamentadas lámparas, esculpidas en diamante azul, y con luciérnagas en su interior, eran auténticos trabajos de orfebrería muy superiores a las del Castillo de Harina. El suelo —un damero de baldosas en cristal y mármol azul— hacía que uno sintiera elevarse. Hasta la magnífica escalera en hueso de ballena azul y pasamanos de fina porcelana turquesa que les comunicaba con el piso superior le dejaba a uno mudo.
Tan ensimismados se quedaron, que no apreciaron el regreso del criado.
Su voz les asustó:
—El rey de los duendes azules les recibirá en la Sala de los Peces. Acompáñenme, por favor.
Ambos asintieron y le siguieron a través de innumerables salones plagados de infinidad de criados afanados en sus tareas cotidianas.
Llegados a una particular puerta de concha azul, el criado se detuvo, la abrió con presteza y les invitó a entrar.
Aquella era la Sala de los Peces. Se llamada así por la multitud de especies de pescado que nadaban en sus aguas. Perimetrándola, infinidad de estatuas en perla azul mostraban una visión congelada de sus individuos, dotando a la escena de una sensación erudita y casi enciclopédica.
—Acercaos —resonó una voz desde el fondo de la sala.
Ambos obedecieron sorteando algún que otro animalillo acuático; El anciano duende les esperaba solemne sentado en un rico trono de coral azul tachonado de algas.
Su Majestad portaba desnudo el recio y velludo torso, destacando de su agradable y provenzal semblante aquella imponente y rechoncha nariz.
Sobre su cabeza, una hermosa corona de seis puntas en conchas azules. Sobre cada punta, una gran perla azul.
Su trenzada barba azulada caía sobre su cano pecho, decorada con bellos adornos marinos en un claro signo de distinción.
En su mano derecha, un bastón de coral terminado también en una gran perla azul, acababa por definir la figura de su excelencia: Azión.
Los dos duendes se arrodillaron enseguida, descubriéndose la cabeza.
—¿Qué deseáis? —pronunció el anciano indiferente—. Por lo que he oído, uno de vosotros dos viene de Blancualín.
—Así es —contestó presto Barael levantando la vista. Seguidamente, sin reparo alguno y aprovechando hasta el último segundo, le relató diligente los motivos que le traían a palacio y la misión que Dindorx le había encomendado junto con todos los prolegómenos concernientes al medallón y a la leyenda.
A medida que hablaba, el anciano parecía interesarse más, asintiendo con la cabeza.
—..., y bien, Majestad: ¿Conoce usted la respuesta al acertijo? —concluyó Barael tras encasquetarle el paquete completo.
Azión le miró por un rato sin decir nada. Estaba asimilando la historia, los extras y los audio-comentarios.
Después, se levantó cansina y pensativamente de su trono y, ayudado de su bastón, bajó por las escaleras que separaban éste del piso.
Con parsimonia, mesó su barba y exclamó:
—Sé que mi respuesta la habrás obtenido ya. Sé, que te parecerá duro. Sé —y ahí tuvo que hacer un inciso ante la estupidez del discurso que se le avecinaba. Empezó otra vez, ahora más informal—. Mira, como comprenderás, a mí tus problemas me importan un bledo. Pocas cosas ha hecho el reino de Blancualín por nosotros; lo que ahora os suceda, no es de mi incumbencia. Aun así, te contestaré: No conozco la respuesta.
Barael se sintió profundamente derrotado.
—Pero... —continuó Azión haciendo que Barael levantara sorprendido su cabeza—, has de saber que también conocía la historia del medallón y, aunque nunca vi a Brándel, sé que necesitas esto.
Azión acercó su mano a la del duende blanco y depositó algo en ella.
Era una pequeña perla azul.
La cogió y, alegremente, sacó por el cuello del jersey el medallón y la colocó en el lugar correspondiente.
Miró a Azión con agradecimiento. Éste, simplemente, le expresó con frialdad:
—Es lo único que puedo hacer por ti. Ahora, podéis iros.
—Gracias, Majestad —exclamó la compañía al unísono.
Azión se dio la vuelta regresando pesadamente a su trono, como una ballena cansada camino de su morada.
El criado que les condujo hasta allí hizo acto de presencia y les encaminó a la salida.
* * *
Fuera ya del castillo, Barael observó lo bien que encajaba la perla azul en el hueco triangular que tenía reservado para ella el medallón.
—Zí que ez bonita, zí —apostilló Azí mirándola con admiración.
Barael guardó de nuevo el medallón bajo el jersey asintiendo con la cabeza.
Algo es algo, pensó.
No tendría la respuesta, pero si en los otros reinos la cosa iba igual, la obtendría de igual modo, así que soltaron los hipocampos amarrados en una de las farolas a la entrada del castillo, montaron en ellos, los espolearon, e iniciaron sin demora el camino de vuelta restregándose unas apreciadas y marinas nalgas que volverían, seguro, a estar doloridas en breve.  

(c) Rafael Heka
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[1] Que suena elegante y distinguida.
[2] Como una depilación a la cera en zonas erógenas. Algunas culturas ancestrales, como los Junos de Manglar Occidental, confunden la señal con el aullido masculino propio del rito de apareamiento, fruto de recibir éste inmisericordes golpes en los genitales por parte de los demás candidatos a fecundar a la hembra.
[3] Referido al excremento del ave. Blando, flojo. Vamos, sin espíritu, flojeras. Un bluf.