La descomunal masa de coral azul brillante
se alzaba en forma de armonioso castillo invadido de decenas torres y almenas.
De cerca, su resplandor y belleza cautivaban
enormemente el espíritu golpeando las retinas con duros golpes directos
enfundados en un elegante diseño de ornamentadas vidrieras y exquisitas
incrustaciones cristalinas.
Tal era el deslumbre, que a uno se le
achinaban los ojos al acercarse.
A su vez, y dándote un respiro de córnea, el
portón del castillo te recibía magnífico, templado orgulloso en una gruesa y
opaca plancha de cristal azul oscuro en donde todas las conchas de las especies
existentes en el mar de los duendes bailaban una divertida pieza homenaje
alrededor de la valva de una enorme almeja.
En definitiva, un espectáculo visual sin
parangón, a medio camino entre la arquitectura divina y humana.
Barael ayudó a desmontar a su compañero
mientras se masajeaba las doloridas nalgas, y ambos se acercaron al portón.
—¿Cómo llamamos? —preguntó el duende
blanco—. No hay almirez.
Azí le miró y sonrió:
—Veráz... —Y, acercándose al portón,
presionó sobre la concha de un nautilo.
Se volvió y miró hacia arriba.
De repente, sonó un tremendo aullido de
delfín, muy semejante al sonido emitido por un felino sometido a una
esterilización manual sin anestesia.
—Ahí lo tienez. Éza ez la zeñal de que zomoz
unoz vicitantez con urgencia. Zi fuéramoz de la caza real deberíamoz haber
prezionado la concha de abulón[1].
Zi fuéramoz comerciantes tendríamoz que haber pulzado el mejillón[2].
Bueno, ya zabez, zegún el vizitante, azí hay que darle a laz conchaz...
Súbitamente, y a la derecha del portalón, se
abrió una oquedad en el coral y salió por ella un criado de librea con un frac
de alga azul y un pelucón de seda de gusano de mar.
—¿Sí? ¿Qué desean los señores? —preguntó muy educado.
Barael se acercó y le dijo:
—Necesitamos ver a Azión.
Al criado se le escapó una contenida
carcajada.
Después, haciéndose el remolón, les dijo de muy buenas maneras que eso ahora era
imposible porque el rey estaba reunido en su cámara y no permitía que nadie le
molestase en semejantes eventos.
Barael, conocedor de lo difícil de su
petición, le respondió también de muy
buenas maneras en el idioma de Blancualín:
—Dígale que venimos de parte de Baradir, rey
de todos los duendes.
El criado se le acercó lentamente clavándole
su amenazadora mirada. Cuando tuvo su nariz pegada a la de Barael escupió:
—Querido
duende: en Azulindia no hay más rey que Azión. Según tengo entendido, Baradir
ya no es siquiera rey ni de ese pozo de podredumbre en el que se ha convertido
Blancualín.
Barael se estiró hasta elevarse unos
centímetros por encima del criado y le respondió nuevamente en Blanco:
—Pese a lo que usted opine, que opina bien,
he de comunicarle que comparto lo de Baradir y lo del pozo de podredumbre; por
eso estoy aquí. Aunque si se piensa que la corrupción de Blancualín sólo le va
a afectar a mi pueblo, está muy equivocado. Por otro lado, debería recordar,
pues no me parece usted tonto, que la manzana podrida acaba por corromper todo
el saco, y que en el saco, estamos todos.
>>Pese a mi convencimiento en su falta
de crédito a mis palabras, quisiera que supiese también de mi capacidad para
resolver ése problema. Dindorx mismo intercedió en uno de mis sueños y me salvó
de una muerte segura para que pusiera orden en el Continente Estrellado.
El criado se quedó perplejo. No podía
articular palabra o mover un músculo. Después, inesperadamente, rompió en
histriónicas carcajadas.
Rio tanto, que comenzó a retorcerse por el
suelo agarrándose el estómago y enjugándose las lágrimas.
Si en ese momento no se hubieran iluminaron
las aguas y se hubiera aparecido Dindorx, seguramente se hubiera cagado de la
risa.
En vez de ello, ante lo dispuesto, el
estómago del duende quedó reducido a la nada.
Dindorx bramó:
—¡Gilipollas!, ¡Lo que mi elegido manifiesta
ES CIERTO! Déjale entrar o te convertiré en esturión para que te pases toda tu
puta vida poniendo huevos y sepas lo que es el dolor ¡Mamonazo! Y vístete bien,
¡hostias!, que pareces mierda de pavo[3].
Después, la imagen y la luz desaparecieron
ante la mirada atónita de los tres duendes.
El criado, sujetándose el trasero y completamente
aterrado, entró velozmente en el hueco por el que había salido a recibirles.
Una estúpida sonrisa se le había quedado congelada en su semblante de imbécil.
Azí le tiró de la ropa a Barael.
Éste se volvió.
—¿Sí? —dijo boquiabierto.
—¿Cómo lo haz hecho?
—Yo no he hecho nada..., no sé lo que...
En ese momento, un estruendo les sobresaltó
y se volvieron.
El gran portón de las conchas se abrió
levantando una gran polvareda de plancton, arena y moluscos, digna de miles de
años de inactividad.
De entre sus brumas, emergió fantasmal el
aterrado criado y les acompañó a un enorme vestíbulo en donde les hizo aguardar
unos instantes.
El interior de aquel recibidor era digno de
los dioses. Todas sus paredes de coral alojaban pedrería con nombre de
aguamarinas, zafiros y perlas azules. Las ornamentadas lámparas, esculpidas en
diamante azul, y con luciérnagas en su interior, eran auténticos trabajos de
orfebrería muy superiores a las del Castillo de Harina. El suelo —un damero de
baldosas en cristal y mármol azul— hacía que uno sintiera elevarse. Hasta la
magnífica escalera en hueso de ballena azul y pasamanos de fina porcelana
turquesa que les comunicaba con el piso superior le dejaba a uno mudo.
Tan ensimismados se quedaron, que no
apreciaron el regreso del criado.
Su voz les asustó:
—El rey de los duendes azules les recibirá
en la Sala de los Peces. Acompáñenme, por favor.
Ambos asintieron y le siguieron a través de
innumerables salones plagados de infinidad de criados afanados en sus tareas
cotidianas.
Llegados a una particular puerta de concha
azul, el criado se detuvo, la abrió con presteza y les invitó a entrar.
Aquella era la Sala de los Peces. Se llamada
así por la multitud de especies de pescado que nadaban en sus aguas.
Perimetrándola, infinidad de estatuas en perla azul mostraban una visión
congelada de sus individuos, dotando a la escena de una sensación erudita y
casi enciclopédica.
—Acercaos —resonó una voz desde el fondo de
la sala.
Ambos obedecieron sorteando algún que otro
animalillo acuático; El anciano duende
les esperaba solemne sentado en un rico trono de coral azul tachonado de algas.
Su Majestad portaba desnudo el recio y
velludo torso, destacando de su agradable y provenzal semblante aquella
imponente y rechoncha nariz.
Sobre su cabeza, una hermosa corona de seis
puntas en conchas azules. Sobre cada punta, una gran perla azul.
Su trenzada barba azulada caía sobre su cano
pecho, decorada con bellos adornos marinos en un claro signo de distinción.
En su mano derecha, un bastón de coral
terminado también en una gran perla azul, acababa por definir la figura de su
excelencia: Azión.
Los dos duendes se arrodillaron enseguida,
descubriéndose la cabeza.
—¿Qué deseáis? —pronunció el anciano
indiferente—. Por lo que he oído, uno de vosotros dos viene de Blancualín.
—Así es —contestó presto Barael levantando
la vista. Seguidamente, sin reparo alguno y aprovechando hasta el último
segundo, le relató diligente los motivos que le traían a palacio y la misión
que Dindorx le había encomendado junto con todos los prolegómenos concernientes
al medallón y a la leyenda.
A medida que hablaba, el anciano parecía
interesarse más, asintiendo con la cabeza.
—..., y bien, Majestad: ¿Conoce usted la
respuesta al acertijo? —concluyó Barael tras encasquetarle el paquete completo.
Azión le miró por un rato sin decir nada.
Estaba asimilando la historia, los extras y los audio-comentarios.
Después, se levantó cansina y pensativamente
de su trono y, ayudado de su bastón, bajó por las escaleras que separaban éste
del piso.
Con parsimonia, mesó su barba y exclamó:
—Sé que mi respuesta la habrás obtenido ya.
Sé, que te parecerá duro. Sé —y ahí tuvo que hacer un inciso ante la estupidez
del discurso que se le avecinaba. Empezó otra vez, ahora más informal—. Mira,
como comprenderás, a mí tus problemas me importan un bledo. Pocas cosas ha
hecho el reino de Blancualín por nosotros; lo que ahora os suceda, no es de mi
incumbencia. Aun así, te contestaré: No conozco la respuesta.
Barael se sintió profundamente derrotado.
—Pero... —continuó Azión haciendo que Barael
levantara sorprendido su cabeza—, has de saber que también conocía la historia
del medallón y, aunque nunca vi a Brándel, sé que necesitas esto.
Azión acercó su mano a la del duende blanco
y depositó algo en ella.
Era una pequeña perla azul.
La cogió y, alegremente, sacó por el cuello
del jersey el medallón y la colocó en el lugar correspondiente.
Miró a Azión con agradecimiento. Éste,
simplemente, le expresó con frialdad:
—Es lo único que puedo hacer por ti. Ahora,
podéis iros.
—Gracias, Majestad —exclamó la compañía al
unísono.
Azión se dio la vuelta regresando
pesadamente a su trono, como una ballena cansada camino de su morada.
El criado que les condujo hasta allí hizo
acto de presencia y les encaminó a la salida.
* * *
Fuera ya del castillo, Barael observó lo
bien que encajaba la perla azul en el hueco triangular que tenía reservado para
ella el medallón.
—Zí que ez bonita, zí —apostilló Azí
mirándola con admiración.
Barael guardó de nuevo el medallón bajo el
jersey asintiendo con la cabeza.
Algo
es algo, pensó.
No tendría la respuesta, pero si en los
otros reinos la cosa iba igual, la obtendría de igual modo, así que soltaron
los hipocampos amarrados en una de las farolas a la entrada del castillo,
montaron en ellos, los espolearon, e iniciaron sin demora el camino de vuelta
restregándose unas apreciadas y marinas nalgas que volverían, seguro, a estar
doloridas en breve.
(c) Rafael Heka
(c) 33 Ediciones
¿Más?:
[1] Que suena elegante y distinguida.
[2] Como una depilación a la cera en zonas erógenas.
Algunas culturas ancestrales, como los Junos de Manglar Occidental, confunden
la señal con el aullido masculino propio del rito de apareamiento, fruto de
recibir éste inmisericordes golpes en los genitales por parte de los demás
candidatos a fecundar a la hembra.
[3] Referido al excremento del ave. Blando, flojo.
Vamos, sin espíritu, flojeras. Un bluf.