domingo, 28 de mayo de 2017

Crónicas Globulares 46: En las entrañas del monstruo


  
Rjrrr zarandeó fuertemente a Barael. No podía creer lo que estaba viendo.
El duende blanco tampoco podía (llevaba inconsciente al menos media jornada) así que, “cariñosamente”, un nuevo zarandeo de su compañera le puso sobre el reino de los vivos con el típico sobresalto estúpido.
En cuanto echó una ojeada a su alrededor, el duende blanco descubrió que la inquietud de su compañera —por una vez— estaba justificada: parecían encerrados en una inquietante habitación de metal repleta de hipnóticas lucecillas de colores. Lucecitas que se encendían y que se apagaban, que se encendían y que se apagaban, que se encendían y que se apagaban.
Rjrrr exclamó:
—Brel. Sitio raro. ¡Sitio malo! Tripas de monstruo extrañas.
Barael, que realmente no estaba muy convencido de permanecer aún con vida, se acercó a una de las paredes en la que había dibujada una puerta repleta de lucecitas que se encienden y se apagan, que se encienden y se apagan, que se encienden y se apagan.
Perdón…
Ésta se escamoteó enseguida en la pared asustándolos de verdad. Rjrrr, de la impresión, dio con sus hermosas posaderas en el frío suelo de metal mientras Barael (ahora fijo que sí) asumía aquello como la antesala a lo que hubiera más allá de la vida. Eso sí, le hubiera quitado alguna que otra lucecita de esas que se encienden y se apagan, que se encienden y se apagan, que se enciende, aghghghgh.

Tras unos segundos de zozobra, se asomó.
Sentado a una consola de mandos con luc/ holgaba un pequeño duende de piel negra.
Era calvo, muy calvo, como una bombilla de esas de las/ y vestía un raro traje de piel negra brillante.
Barael se acercó estupefacto.
Frente al maquinista había una superficie grande de cristal por la que, gracias a unos potentes focos, se apreciaba cómo un enorme taladro penetraba en la tierra seccionando cuanto encontraba a su paso a la vez que impulsaba al artefacto con un movimiento vibratorio muy agradable. Por unos redondos ventanucos ubicados a ambos lados del habitáculo se podía ver la tierra pasar a toda velocidad, fruto del desalojo de la materia taladrada.
Barael se acercó más.
El duende, advirtiéndolo, giró su negro sillón. Muy sonriente, mostrando una majestuosa e impecable dentadura que brillaba como/, exclamó:
—Bienvenidos.
Barael contestó suavemente mirando en todas las direcciones:
—¿Hola?
El pequeño duende se levantó solícito invitándole amablemente a que se sentara junto a él, pero no pudo ser: Rjrrr acababa de irrumpir en la estancia comenzando a chillar horrorizada presa del espectáculo incomprensible de aquella sofisticada cabina de control.
Barael se acercó rápidamente hasta ella:
—Tranquila, amiga. Tranquila. No estamos muertos, estamos dentro del monstruo. Esto es el monstruo. —Y miró al duende negro buscando apoyo.
—No ha de preocuparse —continuó éste recogiendo la misiva—, no existe tal ser fantástico. Esto no es más que una máquina. —Después, viendo la expresión bobina de la duende, se quedó pensando y continuó—: Un gato de metal que camina por la tierra en lugar de por las praderas.
Rjrrr (para nada convencida) se sentó algo más tranquila en un sofá de la sala mullido, negro y sin pelos. Algo extraño para ella.
El duende negro invitó a que Barael hiciera lo propio al lado de su compañera mientras él se sentaba de nuevo al mando de los controles.
Apretando varios botones, hizo que las luces que iluminaban el túnel/ aumentaran de intensidad.
—Me llamo Néjrix —exclamó en voz alta mientras parecía tratar dificultosamente de mantener controlado el volante de dirección—. ¿Vosotros?
—Yo me llamo Barael. Ella es Rjrrr —respondió el duende con presteza—. ¿Qué hacemos aquí?
El duende negro apretó un botón y los mandos comenzaron a moverse solos.
Insatisfecho, se levantó:
—Bueno, pues ya está —exclamó tratando de ocultar parte de su frustración—. En control automático. Bien. —Y frotó sus manos sentándose en otro sillón que había frente a ellos.
Con miles de lu/ reflejándose es su brillante calva, habló de nuevo centrando toda atención sobre sus “nuevos invitados”:
—Pues bien, queridos amigos y sobresaltadas víctimas, para vuestra información, estáis dentro del aterrador monstruo de la Llanura de los Gatos. ¿Qué os parece? —concluyó indicando con satisfacción cuanto les albergaba.
Barael contestó simplón:
—Hombre, no es fea…, la verdad. Pero nos hemos cagado de miedo.
—Ja, ja. Gracias, gracias. A eso iremos después. Lo cierto es que estaría muy orgulloso de ella si no fuera porque no es capaz de hacerme volver a casa.
Barael, aturdido y pensando en lo suyo, preguntó sin hacerle mucho caso:
—Pero, vamos a ver, entonces…, ¿todo lo que ha sucedido arriba lo ocasionó usted?
El duende les miró con tristeza:
—En primer lugar te agradecería que no me llamases de usted; llámame ¡CUQUI! Ja, ja, ja, ja. No, es broma. Y NO, yo no he hecho nada. Esas piradas de ahí arriba son las que se han montado la película. Yo, hace ya algunos años, cuando construí esta máquina, ehmm, pues… No, veréis, mejor empezaré por el principio principio: yo, en Negrontia, el país de los duendes negros, era ingeniero de máquinas —ambos duendes le asintieron ceñudos sin pajolera idea de lo que era aquello pero con la firme intención de que aquel colgado les aclarara de una vez si les iba a ayudar o sólo trataba de divertirse antes de hacerles trastrás por detrás (obviaremos su supuesta capacidad a tenor de su color de piel y el hecho de que ya pasara su vida taladrando cosas)—. En mi trabajo, diseñaba aparatos que permitieran ampliar los conocimientos de la raza duende. Uno de estos aparatos, era esta taladradora —la balanza se inclina hacia el infortunio—. Cuando la construí, pensaba poder explorar y descubrir los secretos que escondía el planeta: sus minerales, sus cuevas, sus mantos; escribir sobre sus leyes, sus más recónditos paisajes. Vamos, hacer todo lo que se pudiera en pos del beneficio común —¡Na!, falsa alarma, guardad las palomitas. :-D
>>Desgraciadamente, el día en que decidí sacarla a pasear, algo salió mal. Como más tarde descubrí, su sistema de orientación (que no había revisado porque, burro de mí, me creía infalible) (Más me hubiese valido desnucarme contra un yunque) no estaba en perfecto estado haciendo que me saliera del país y cruzara erróneamente distancias desproporcionadas. Claro, para cuando me di cuenta, ya estaba a hacer puñetas de poder solucionarlo. Concretamente aquí, en Rojeria.
—¿Y los gatos desaparecidos…? —instigó Barael.
El duende continuó:
—En mis viajes, de vez en cuando (sólo de vez en cuando), atropellaba sin querer a algún gato y, claro, como yo no vivo del aire, y la comida que fabrica la máquina es así como digamos, un mojón con tropezones, pues… recogía los restos y me hacía unos guisos que te daban la vuelta a los dedos de los pies —al ver que le miraban con repugnancia, desvió el tema—. Bueno, pues eso, que como estaba tan perdido, llegó un momento en que me di cuenta de que estaba perjudicando a la población de Rojeria, la cual, curiosamente (y dicho sea de paso), siempre me pareció estar compuesta, en su mayoría, por mujeres medio en pelotas. No veas qué gusto me ha dado ver un duende —exclamó francamente agradecido en dirección a un Barael que no hizo mucho caso, por si acaso—. Pero sigo, que me desvío. —Miradita con reflejo adverso por parte de Rjrrr y constricción de ojete para Barael—. Dándome cuenta del daño que hacía, intenté tomar contacto con algún duende pero, cada vez que detectaba alguno (de churro, claro, porque con el desorientador averiado no sé nunca adónde voy), éste salía corriendo. Nunca conseguí encontrar a alguien que me ayudara o, por lo menos, me escuchara contar esta historia. Así que estoy que lo peto… —Nueva miradita.
Barael no entendía mucho aquella jerigonza subversiva pero le preguntó preocupado tratando de no desconcentrarse:
—¿Y ahora? ¿Adónde nos dirigimos?
El duende negro se levantó del sillón, marchándose a la consola de mandos:
—Exactamente, no lo sé. Desde hace tiempo vago por los abismos insondables a la espera de encontrar algo que me sirva de orientación.
Barael pensó con rapidez:
—¿Y ese sistema de orientador, no tiene arreglo?
—Sí —respondió.
—Joder, ¿Y por qué no lo reparas?
—Porque las piezas que necesito están en mi laboratorio.
—¿Y sin esas piezas no hay posibilidad de arreglo? —preguntó ya desesperado.
—Me temo que no —respondió Néjrix con una cara de resignación que a Barael le hubiese encantado recolocar a martillazos.
—¿Y cómo piensas regresar a tu país? —volvió. Se negaba a creer que alguien tan inteligente adoptara una postura tan propia de un representante público.
—No lo sé, este aparato tiene unos sensores que pueden detectar cualquier material que yo le introduzca en la memoria. Una vez localizado, él sólo se pone en automático, dirigiéndose hasta allí. Sólo tiene una pega, y es que su radio de acción no es muy grande. En Negrontia hay un mineral calcáreo muy específico que sería ideal. Si consiguiera aproximarme lo suficiente a mi país, aunque fuera de manera casual, la taladradora reconocería el metal llevándome de vuelta a casa.
Barael se quedó pensativo:
—Oye, ¿por casualidad…, vamos, porque sería la pera claro…
—Dime.
—¿Tú no sabrás por qué el Blanco es el más importante de los colores?
El duende rio a carcajadas:
—No…, no. Me temo que no.
Se hizo el silencio:
—¿Eres de Blancuol, verdad? —preguntó Néjrix.
—Sí —respondió Barael—. ¿Por qué lo preguntas?
—Porque he oído cosas. Rumores, ya sabes. Tengo entendido que no os van muy bien las cosas por allí.
Barael asintió agradeciendo el eufemismo.
De repente, la taladradora frenó bruscamente precipitando al suelo el cuerpo de Rjrrr y Barael, a la vez que Néjrix se empotraba contra la consola de mandos.
—¿Qué ha pasado? —preguntó el duende blanco mientras se levantaba.
Néjrix maldecía su suerte:
—…dita sea. Hemos encallado en rubí. ¿Cómo es posible?
Barael miró al exterior: Efectivamente, habían topado con un enorme rubí. Uno proporcionalmente obsceno.
Palancas abajo y giro los controles, la nave tembló pero salió triunfante del atolladero.
El duende negro enjugó su sudor. Estaban relativamente salvados.
—¿Esta taladradora no perfora el rubí? —preguntó Barael.
—Me temo que no, muchacho.
Aquello le sugirió algo a Barael:
—Néjrix, he de pedirte un favor.
Néjrix giró el sillón de control para verle bien la cara:
—¿De qué se trata?
—Necesito tu máquina.
—¿Para qué?
—Para llegar a un lugar.
—Pero si no funciona su orientador. A ver si te crees tú que, funcionando, iba a estar yo aquí.
—Ya, pero a donde yo me dirijo, sí que me puede llevar.
—¿Seguro, duendote?
—Seguro, J —y se quedó maravillando, contemplando la belleza del rubí y el de la multitud de lucecitas multicolores que se encienden y se apagan, que se encienden y se apagan que se encienden y se apagan, que se encienden y se apagan, que se encienden y se apagan que se encienden y se apagan, que se encienden y se apagan, que se encienden y se apagan que se encienden y se apagan, que se encienden y se apagan, que se encienden y se apagan que se encienden y se apagan, que se encienden y se apagan, que se encienden y se apagan que se encienden y se apagan, que se encienden y se apagan…

(c) Rafael Heka ;-)

No hay comentarios:

Publicar un comentario