sábado, 13 de mayo de 2017

Crónicas Globulares 44: Las reinas también lloran..., aunque ellas tienen quien les suenen los mocos




Aquella pasarela era soberbia.
Soberbia y tan enorme que se permitía el lujo de insultar altanera a las leyes naturales internándose en el mar más allá de lo que la vista podía discernir.
En ella, sentadas sobre una alfombra de plegables sillas de rubí que celosamente lamían un exiguo pasillo central frecuentado por modelos, millares de sofisticadas duendas vestidas de alta costura permanecían atentas. ¿El motivo? No perderse ni un detalle de las nuevas colecciones de las diseñadoras más reputadas del país, enfundadas en las duendes más escuálidas y estresadas con las que también contara el reino. El típico ramillete de desfiles de esos en escuadrones intermitentes de a dos con muchachas que caminan tratando de no desmontarse imitando a los caballos, la mirada perdida, un pecho fuera y la peluquería y maquillaje propios de un internado de salud mental. Un placer propio para los sentidos estéticos más exquisitos que partía del Salón de la Moda del Palacio de Rubí y debía de morir en algún lugar indeterminado a medio camino entre ni puta idea y a tomar por el culo. Menos mal que era recta, si no más de una se hubiera perdido en lontananza o hubiera sufrido el injusto chamusque de su inhabitada y tierna CPU. Toda una faena, pues la gracia del evento y la satisfacción personal de aquellas muchachas (así como la capacidad de los diseñadores por conservar la cabeza sobre los hombros) se supeditaba a la sutil expresión en la mirada de una concentradísima reina Rojina a la que parecía hubiesen clavado en aquel bello trono de rubíes del ya indicado salón de partida.
Por lo que fuera —y apostaría algunas de mis historias a que el hecho de haber sido también una de esas muchachas tiene mucho que ver—, la reina atesoraba aún un potente atractivo escondido tras aquella longevidad inconfesable y ese arrebatador vestido de terciopelo rojo que tanto realzaba su exuberante figura. Ni aquella corona tallada en rubí con cuarzos y mármoles ocultando el recogido de sus rosáceos cabellos, ni sus brillantes pendientes de estrella de mar, podían igualar la viveza de una mirada que ya empezaba a acusar un tremendo cansancio a juzgar por las sombras rosáceas que afloraban bajo sus adormecidos párpados.
Desde muy temprano, en lo que parecía una cinta transportadora sin fin, las modelos repetían la misma peregrinación machacante en el aburrido juego de pasar frente a ella, recorrer pasarela y regresar despareciendo por las cortinillas de mutis. Una y otra vez, una y otra vez…
También hay que decir que aquél era un desfile especial[1]: se pasaban modelos postmodernistas de Rignia Roch (a base de algas granas con abalorios) y complementos de otra gran diseñadora, Rana Rold, en motivos carmesí simulando hojas bermellonas[2]. En condiciones normales los eventos similares resultaban más cortos o más amenos.
Claro que, en condiciones normales, la reina tampoco observaba el desfile con la particular tristeza que la estaba destrozando en aquellos instantes. Su afilada atención hubiese oscilado inteligente entre las escuálidas perchas rotatorias y los comentarios superfluos de las damas allí congregadas, tratando de extraer un equilibrio entre belleza e interés digno de ser aprovechado posteriormente en confección.
Desgraciadamente no estaba resultando así. Y lo que era aún peor: le estaba importando todo una mierda.
Sin miramientos, se levantó del trono y abandonó resoluta el Salón de la Moda dejando tras de sí un centenar de miradas de asombro.
Su criada personal, asustada, corrió tras ella:
—¡Majestad, Majestad!
La reina, muda, subió a sus fastuosos aposentos y se tiró melancólica sobre su gran cama de doseles rojos.
La ayuda de cámara entró rauda en la habitación.
—¿Qué os pasa, mi señora? —preguntó mientras se arrodillaba humildemente ante ella.
La reina Rojina se levantó pesadamente y se acercó a un enorme balcón desde el que se podía divisar el desfile, el mar y prácticamente todo el reino de Roja. Las espectadoras (en o sea) murmuraban mirándola de reojo, incrédulas a lo que habían presenciado.
Qué desfachatez. Qué despropósito. Qué cojonazos…
En esto último tenían razón. De hecho es posible que se los estuviera pisando porque no había forma de que contestara a la preocupada mujer.
La ayuda de cámara se le acercó de nuevo y se arrodilló otra vez para perjuicio de sus doloridas tabas:
—Mi reina, ¿qué coño[3] le sucede?
La reina miraba con repugnancia la pasarela.
—Contésteme, Majestad: ¿se encuentra bien, hija de la
Sin ningún tipo de explicación, la interpelada rompió a llorar.
La doncella se levantó entonces solicita y la abrazó apenada.
La reina, entre sollozos, balbuceó finalmente:
—Estoy harta. Me siento sola.
—Pero Majestad, si tiene todo un país a sus pies hasta los mismísimos de sus gilipolleces. 
La reina la miró con impotencia. Sollozando, continuó:
—Lo sé. Y todas sois muy buenas conmigo, pero yo…, yo…, le echo tanto de menos…, tanto…
¡Su puta madre!, acabáramos…
La asistenta, cogiéndola de sus enguantadas manos, la acompañó a la cama.
Allí la recostó, le quitó la corona, acercó un taburete que descansaba en el tocador y se sentó junto a ella tratando por enésima vez de reprimir aquellas ansias homicidas que últimamente buscaban reventarle la cabeza a candelabrazos.
Ranuja llevaba siendo la confidente, la amiga, la compañera, la ayuda de cámara y la chica para todo de la reina Rojina, desde que ésta y el rey Rojnald se separaran dividiendo el país en dos —parafraseándome, como entre desde hace la hostia y ni te acuerdas—. Y pese a que no era tan mayor como ella, tenía un buen pico de traicioneros años aguardando delatarla a cada soplapollez de su monarca, cosa que, como se ve, ocurría bastante a menudo. Por lo demás no destacaba demasiado por nada en concreto: una rojiza pelambrera en tres moños, un austero vestido de seda roja colgando de una esquelética constitución y una avinagrada cara ausente de pinturas u otros complementos de reclamo sexual.
Vamos, un pobre ser hasta las tetas de todo, pero capaz de poner cara de seta y repetir:
—Echa usted de menos al rey Rojnald, ¿verdad? Pedazo de perra.
La reina asintió sollozando.
Claro…
—Pero mi señora, ¿quién necesita a los duendes… Ahora de jodes y te rascas con los mástiles de tus puñeteros pendones, como todas. Mira que echar a los hombres. Ya hemos discutido esto cientos de veces.
La reina puso pucheros y respondió:
—Yo, yo…, le necesito.
—Pero…, ¿para qué, mi Reina? Bastante bien lo sé ¿Para que la ignore como lo hacía? ¿Para que desprecie todo aquello que usted realice? Su Majestad, usted no le necesita. Aquí tiene todo lo que la pueda hace falta ja, ja, ja, y una polla; bueno, eso no, ja, ja, ja: amigas, criadas, desfiles de moda todos los días. ¿No le agrada ver tantos vestidos bellos, día sí, día también? ¿Zorra?
La reina se puso boca abajo en la cama ofreciendo inconscientemente su culito respingón sin dejar de llorar desconsoladamente:
—¿Y para qué sirve tener amigas si no tienes un compañero al que contar lo que te han dicho?, ¿para qué sirven las criadas, cuando puedes tener a alguien que te serviría con amor, sin pedirte nada a cambio?, ¿para qué sirven tantos vestidos relucientes, si no tienes a nadie a quien seducir o enamorar con ellos?
¿Para qué me sirve este conejo si no ve las zanahorias? ¡Venga, va! Tú quieres que te apuñalen el buñuelo y punto.
—Mi Reina, aunque el rey Rojnald estuviese aquí tampoco la escucharía. Ni la serviría con amor. Ni le diría que le sienta bien la ropa. ¿No se da usted cuenta de que no sirve de nada llorar?
La reina se volvió y le dijo sujetándose unos doloridos pechos:
—Ya sé que no sirve de nada, pero me siento triste y tengo ganas de hacerlo. ¡¿PUEDO, O NO PUEDO?!
—Sí, mi señora HIJA DE LA GRAN PUTA. Sí puede.
—No, porque si no puedo, me lo dices y ya está: Con sustituirte, lo tengo arreglado.
—No se preocupe, Su Majestad: puede llorar, si quiere, de aquí a que se sequen las aguas del mar. Yo estaré siempre a su lado, ja, ja, ja, una mierda como el sombrero de un picador y… ¿sabe por qué?
—¿Por qué, mi querida Ranuja?
—Por lo agradable y magnánima que es usted a veces.
—Mira Ranuja…, no empieces con cachondeo que…
—Sí, ya lo sé. Que me sustituye. Pero ¿sabe usted una cosa? Esta noche, sí, sí, esta misma noche, en cuanto salga de aquí perdiendo como loca las bragas, la que suscribe follará con su novia y entre ambas se limarán un nuevo juego de dieciséis intruders infernales a veinte uñas mientras USTED se retuerce “toa sesy” sin nadie que se la clave. ¿Por qué cree que estoy tan delgada y tan pálida? De lo bien que me lo paso. ¡Destrozaita estoy…!



[1] Por favor, a partir de aquí, y en lo que queda de párrafo, me gustaría que imaginasen en un tono pijo, pijo, pero PIJO. O sea, o sea, ya me entienden. Así como de Borjamari o Pocholo. Moviendo la lengua pero sin mover los labios porque tenemos mucho botoxxx inyectado, ju, ju, ju, ju. 
[2] Ya pueden volver a la normalidad cerebral.
[3] Pensó, obviamente, sin pronunciarlo en público. 



(c) Rafael Heka ;-)

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