Aquella pasarela era soberbia.
Soberbia y tan enorme que se permitía el
lujo de insultar altanera a las leyes naturales internándose en el mar más allá
de lo que la vista podía discernir.
En ella, sentadas sobre una alfombra de
plegables sillas de rubí que celosamente lamían un exiguo pasillo central
frecuentado por modelos, millares de sofisticadas duendas vestidas de alta
costura permanecían atentas. ¿El motivo? No perderse ni un detalle de las
nuevas colecciones de las diseñadoras más reputadas del país, enfundadas en las
duendes más escuálidas y estresadas con las que también contara el reino. El
típico ramillete de desfiles de esos en escuadrones intermitentes de a dos con
muchachas que caminan tratando de no desmontarse imitando a los caballos, la
mirada perdida, un pecho fuera y la peluquería y maquillaje propios de un
internado de salud mental. Un placer propio para los sentidos estéticos más
exquisitos que partía del Salón de la Moda del Palacio de Rubí y debía de morir
en algún lugar indeterminado a medio camino entre ni puta idea y a tomar por el
culo. Menos mal que era recta, si no más de una se hubiera perdido en
lontananza o hubiera sufrido el injusto chamusque de su inhabitada y tierna
CPU. Toda una faena, pues la gracia del evento y la satisfacción personal de
aquellas muchachas (así como la capacidad de los diseñadores por conservar la
cabeza sobre los hombros) se supeditaba a la sutil expresión en la mirada de
una concentradísima reina Rojina a la que parecía hubiesen clavado en aquel
bello trono de rubíes del ya indicado salón de partida.
Por lo que fuera —y apostaría algunas de mis
historias a que el hecho de haber sido también una de esas muchachas tiene
mucho que ver—, la reina atesoraba aún un potente atractivo escondido tras
aquella longevidad inconfesable y ese arrebatador vestido de terciopelo rojo
que tanto realzaba su exuberante figura. Ni aquella corona tallada en rubí con
cuarzos y mármoles ocultando el recogido de sus rosáceos cabellos, ni sus
brillantes pendientes de estrella de mar, podían igualar la viveza de una
mirada que ya empezaba a acusar un tremendo cansancio a juzgar por las sombras
rosáceas que afloraban bajo sus adormecidos párpados.
Desde muy temprano, en lo que parecía una
cinta transportadora sin fin, las modelos repetían la misma peregrinación
machacante en el aburrido juego de pasar frente a ella, recorrer pasarela y
regresar despareciendo por las cortinillas de mutis. Una y otra vez, una y otra
vez…
También hay que decir que aquél era un
desfile especial[1]:
se pasaban modelos postmodernistas de Rignia Roch (a base de algas granas con
abalorios) y complementos de otra gran diseñadora, Rana Rold, en motivos
carmesí simulando hojas bermellonas[2].
En condiciones normales los eventos similares resultaban más cortos o más
amenos.
Claro que, en condiciones normales, la reina
tampoco observaba el desfile con la particular tristeza que la estaba
destrozando en aquellos instantes. Su afilada atención hubiese oscilado
inteligente entre las escuálidas perchas rotatorias y los comentarios superfluos
de las damas allí congregadas, tratando de extraer un equilibrio entre belleza
e interés digno de ser aprovechado posteriormente en confección.
Desgraciadamente no estaba resultando así. Y
lo que era aún peor: le estaba importando todo una mierda.
Sin miramientos, se levantó del trono y
abandonó resoluta el Salón de la Moda dejando tras de sí un centenar de miradas
de asombro.
Su criada personal, asustada, corrió tras
ella:
—¡Majestad, Majestad!
La reina, muda, subió a sus fastuosos
aposentos y se tiró melancólica sobre su gran cama de doseles rojos.
La ayuda de cámara entró rauda en la
habitación.
—¿Qué os pasa, mi señora? —preguntó mientras
se arrodillaba humildemente ante ella.
La reina Rojina se levantó pesadamente y se
acercó a un enorme balcón desde el que se podía divisar el desfile, el mar y
prácticamente todo el reino de Roja. Las espectadoras (en o sea)
murmuraban mirándola de reojo, incrédulas a lo que habían presenciado.
Qué desfachatez. Qué despropósito. Qué
cojonazos…
En esto último tenían razón. De hecho es
posible que se los estuviera pisando porque no había forma de que contestara a
la preocupada mujer.
La ayuda de cámara se le acercó de nuevo y
se arrodilló otra vez para perjuicio de sus doloridas tabas:
—Mi reina, ¿qué coño[3]
le sucede?
La reina miraba con repugnancia la pasarela.
—Contésteme, Majestad: ¿se encuentra bien, hija
de la
Sin ningún tipo de explicación, la
interpelada rompió a llorar.
La doncella se levantó entonces solicita y
la abrazó apenada.
La reina, entre sollozos, balbuceó
finalmente:
—Estoy harta. Me siento sola.
—Pero Majestad, si tiene todo un país a sus
pies hasta los mismísimos de sus gilipolleces.
La reina la miró con impotencia. Sollozando,
continuó:
—Lo sé. Y todas sois muy buenas conmigo,
pero yo…, yo…, le echo tanto de menos…, tanto…
¡Su puta madre!, acabáramos…
La asistenta, cogiéndola de sus enguantadas
manos, la acompañó a la cama.
Allí la recostó, le quitó la corona, acercó
un taburete que descansaba en el tocador y se sentó junto a ella tratando por
enésima vez de reprimir aquellas ansias homicidas que últimamente buscaban
reventarle la cabeza a candelabrazos.
Ranuja llevaba siendo la confidente, la
amiga, la compañera, la ayuda de cámara y la chica para todo de la reina
Rojina, desde que ésta y el rey Rojnald se separaran dividiendo el país en dos
—parafraseándome, como entre desde hace la hostia y ni te acuerdas—. Y pese a
que no era tan mayor como ella, tenía un buen pico de traicioneros años
aguardando delatarla a cada soplapollez de su monarca, cosa que, como se ve,
ocurría bastante a menudo. Por lo demás no destacaba demasiado por nada en
concreto: una rojiza pelambrera en tres moños, un austero vestido de seda roja
colgando de una esquelética constitución y una avinagrada cara ausente de
pinturas u otros complementos de reclamo sexual.
Vamos, un pobre ser hasta las tetas de todo,
pero capaz de poner cara de seta y repetir:
—Echa usted de menos al rey Rojnald,
¿verdad? Pedazo de perra.
La reina asintió sollozando.
Claro…
—Pero mi señora, ¿quién necesita a los
duendes… Ahora de jodes y te rascas con los mástiles de tus puñeteros
pendones, como todas. Mira que echar a los hombres. Ya hemos discutido esto
cientos de veces.
La reina puso pucheros y respondió:
—Yo, yo…, le necesito.
—Pero…, ¿para qué, mi Reina? Bastante
bien lo sé ¿Para que la ignore como lo hacía? ¿Para que desprecie todo
aquello que usted realice? Su Majestad, usted no le necesita. Aquí tiene todo
lo que la pueda hace falta ja, ja, ja, y una polla; bueno, eso no, ja, ja,
ja: amigas, criadas, desfiles de moda todos los días. ¿No le agrada ver
tantos vestidos bellos, día sí, día también? ¿Zorra?
La reina se puso boca abajo en la cama
ofreciendo inconscientemente su culito respingón sin dejar de llorar
desconsoladamente:
—¿Y para qué sirve tener amigas si no tienes
un compañero al que contar lo que te han dicho?, ¿para qué sirven las criadas,
cuando puedes tener a alguien que te serviría con amor, sin pedirte nada a
cambio?, ¿para qué sirven tantos vestidos relucientes, si no tienes a nadie a
quien seducir o enamorar con ellos?
¿Para qué me sirve este conejo si no ve las
zanahorias? ¡Venga, va! Tú quieres que te apuñalen el buñuelo y punto.
—Mi Reina, aunque el rey Rojnald estuviese
aquí tampoco la escucharía. Ni la serviría con amor. Ni le diría que le sienta
bien la ropa. ¿No se da usted cuenta de que no sirve de nada llorar?
La reina se volvió y le dijo sujetándose
unos doloridos pechos:
—Ya sé que no sirve de nada, pero me siento
triste y tengo ganas de hacerlo. ¡¿PUEDO, O NO PUEDO?!
—Sí, mi señora HIJA DE LA GRAN PUTA.
Sí puede.
—No, porque si no puedo, me lo dices y ya
está: Con sustituirte, lo tengo arreglado.
—No se preocupe, Su Majestad: puede llorar,
si quiere, de aquí a que se sequen las aguas del mar. Yo estaré siempre a su
lado, ja, ja, ja, una mierda como el sombrero de un picador y… ¿sabe por
qué?
—¿Por qué, mi querida Ranuja?
—Por lo agradable y magnánima que es usted a
veces.
—Mira Ranuja…, no empieces con cachondeo
que…
—Sí, ya lo sé. Que me sustituye. Pero
¿sabe usted una cosa? Esta noche, sí, sí, esta misma noche, en cuanto salga de
aquí perdiendo como loca las bragas, la que suscribe follará con su novia y entre
ambas se limarán un nuevo juego de dieciséis intruders infernales a veinte uñas
mientras USTED se retuerce “toa sesy” sin nadie que se la clave. ¿Por qué cree
que estoy tan delgada y tan pálida? De lo bien que me lo paso. ¡Destrozaita
estoy…!
[1] Por favor, a partir de aquí, y en lo que queda de
párrafo, me gustaría que imaginasen en un tono pijo, pijo, pero PIJO. O sea,
o sea, ya me entienden. Así como de Borjamari o Pocholo. Moviendo la
lengua pero sin mover los labios porque tenemos mucho botoxxx inyectado, ju,
ju, ju, ju.
[2] Ya pueden volver a la normalidad cerebral.
[3] Pensó, obviamente, sin pronunciarlo en
público.
(c) Rafael Heka ;-)
No hay comentarios:
Publicar un comentario