Aquel era el Risco de las Amapolas.
Se llamaba así porque en él nacían las
amapolas más rojas, más grandes y más bellas de todo el Continente Estrellado.
Atrás quedaba el Risco de las Rosas, el de
los Claveles Rojos, el de las Fresas, el de las Manzanas, el de las Cerezas. Un
sin fin.
Y lo sabían porque el gato salvaje de Rjrrr
los había afrontado todos combinando magistralmente elegancia y presteza, y
porque el estado de sus posaderas hacía tiempo que les mantenía en un
permanente estado superior de conciencia enfocado hacia la constelación de
Flabón[1].
Ahora, sin embargo, el pobre animal
descendía con dificultad tratando de no perder a sus pasajeros, confundidos
como un atributo natural de su propio cuerpo a causa del montón de pieles que
vestían.
A Barael le había crecido tanto el pelo que
lo llevaba recogido en una gran coleta en la que había ido intercalando
primitivos abalorios tribales propios de la región. En cuanto a su rostro,
antes robusto y con una bella perilla perfilando sus facciones, había menguado
hacia una nervuda eficiencia invadida por una incontrolable barba salvaje.
Hasta su cuerpo se había endurecido,
envejeciendo ligeramente.
No es que se estuviera consumiendo o, peor
aún, abandonando. Simplemente estaba siendo víctima de algo muy difícil para la
mayoría de los seres sintientes de cualquier universo conocido: una
alimentación correcta, paz completa y sexo sin límites.
Una prebenda divina que estaba a punto de
terminar con su repentina llegada a aquella extensa llanura de césped carmesí y
la Baraeliana estúpida pregunta de siempre, típica de cuando uno no tiene ni
pajolera idea de la cama en la que se despiert, perdón, quiero decir del sitio
en el que se encuentra, :-{:
—¿Dónde estamos, Rjrrr?
La duende respondió sin dejar de mirar
inquieta de un lado para otro:
—Sitio malo.
Barael, que llevaba meses enseñándola
idiomas muy parecidos a vuestro francés, griego y el suyo propio (obviamente) a
cambio de arduas explicaciones de cómo dominar la lengua autóctona y la
montura, consideró acertada la frase pese a no haber intercambiado más qua un
par de frases al mes.
—¿Sitio malo? —preguntó no entendiendo qué
de malo podía haber en aquella llanura.
La duende se agachó abrazando al felino y
rudamente obligó a Barael a hacer lo mismo.
Éste obedeció sin rechistar. Su
distorsionada mente barruntaba de forma lascivamente errónea si aquello no
sería una postura nueva…
El gato también se agachó caminando
sigilosamente entre los tallos del elevado césped.
El sol inició su marcha, unos sonidos
extraños comenzaron a llegar y la vegetación se fue haciendo cada vez más
espesa y más alta engullendo por completo a las tres figuras a la primera de
cambio.
Fue suficiente. Barael, cansado ya de cabalgar
durante todo el día, le espetó a Rjrrr:
—Tenemos que dormir.
—No dormir, no dormir. ¡SITIO MALO!
Barael alargó una mano hasta el trasero de
la duende:
—Pero si te va a gustar, tonta…
Lo siguiente que sintió el infortunado fue
el frío acero de su compañera rozándole las partes y una gélida expresión, aún
más preocupante, muy pendiente del entorno.
Barael, ahora sí intranquilo —nunca antes
había visto a Rjrrr tan tensa—, hizo caso y aguzó sus sentidos también. Ni que
decir tiene que lo que antes amenazaba duramente a su compañera, ahora blandía
lacio cual ropa tendida al socaire.
El felino, en consonancia también, caminó
más despacio olfateando siempre antes de adelantarse.
En segundos, Barael comprendió los temores
de Rjrrr.
Al principio no eran de gran tamaño ni tan
abundantes. Sin embargo, en cuanto los tachonados reflejos de la luna
penetraban hasta suelo, resultaba difícil hasta para el duende blanco no
apreciar la multitud de huesos de gato diseminados por el terreno.
Había cráneos, espinas dorsales, costillas…
Y luego más, y más, y más.
Barael exclamó:
—¿Es esto lo malo?
Rjrrr negó con la cabeza y le hizo callar.
Barael hizo ademán de responder pero de
nuevo el frío en forma de afilada hoja visitó sus partes nobles.
Antes siquiera de que al duende blanco le
diera tiempo a reaccionar, la tierra tembló petrificándolos a los tres.
Rjrrr miró en todas direcciones pero no vio
nada; la cerrada oscuridad y el denso césped lo hacían casi imposible.
Barael miró hacia atrás encontrando
supuestamente, POR FIN, “lo malo” de las pelotas. Algo que se acercaba hacia
ellos corriendo bajo tierra. Y ya podía serlo, porque acojonaba de verdad de
una manera que, si no resultaba ser el objeto de toda aquella desazón, ¡maldita
la gracia que tenía!
Avisó corriendo a Rjrrr golpeándola en la
espalda, y de nuevo el acero.
—¡Que no! Mira —concluyó girándole la
cabeza.
La duende clavó entonces los talones en las
costillas del gato y éste accionó sus patas tan velozmente que Barael casi
acaba en tierra de no ser por su innata capacidad refleja de aferrarse a las
caderas de una mujer en los momentos difíciles.
Ajena al gustazo de su compañero, Rjrrr
espoleó al gato tratando de mantener a distancia la cosa, y lo que venía bajo
tierra.
Pero resultó que aquellas malditas hojas de
hierba no ha-cían más que abofetearles machaconamente el rostro, obligándoles a
cerrar incómodos los ojos y la boca en una carrera frenética hacia lo
desconocido.
Para su “consuelo”, el suelo tembló
intensamente.
Rjrrr estaba frenética, el gato volaba,
Barael se aferraba a sus lomos, el monstruo se acercaba y…, de repente, el
camino se acabó: Toparon de bruces con una enorme empalizada.
El felino, presa del pánico, arañó histérico
los rojos troncos maullando a más no poder.
Como escuchando sus plegarias, y antes de
que el monstruo diera buena cuenta de ellos, una sección de la empalizada se
abrió ofreciéndoles una entrada a la que no hicieron ascos.
Con el sonido de maderos recolocándose tras
ella, Rjrrr reconquistó finalmente la tranquilidad perdida por un exiguo
espacio de dos segundos pues, frente a ellos, un ejército de semidesnudas y
formidables mujeres-duende los amenazaba ahora a lomos de una feroz manada de
extraordinarias monturas-gato.
La pobre duende expelió sorprendida un grito
aterrador.
No era para menos, Barael acababa de irse…
* * *
—¿Quiénes sois? —les preguntó iracunda una
duende cuyo único atributo diferenciador era la larga trenza que le serpenteaba
entre unas prietas y semidesnudas carnes, cubriendo lo que a Barael más le
hubiese gustado contemplar.
De hecho, tan enfadada estaba, que cuando
éste le iba a contestar con una de sus mejores sonrisas tontas —esas que todos
los especímenes básicos ponen ante un despelote tan confusamente
desproporcionado— la duende le empujó despreciativa tirándole a un extremo de
la tienda. Sólo quería la voz de ella.
Rjrrr se enfrentó enseguida:
—¡No golpear, ser amigo!
La duende exclamó soberbia esbozando una
sonrisa:
—No hay duende amigo en Roja…
Barael se levantó:
—¡No le tolero que me hable en ese tono! Mi
—Sepa usted, “caballero” —interrumpió
sibilinamente dogmática la de la coleta, marcando el rango—, que está prohibida
la entrada de los duendes en Roja.
Barael, comprendiendo su complicada
situación, respondió tratando de mediar:
—Entiendo su postura. Y le alegrará saber —pobrecico—,
que no pretendo quedarme en su país. Ni en el país de Rojo tampoco: estoy de
paso. Necesito ver a la reina Rojina. Ella ha de responderme una pregunta
crucial para el destino del Continente Estrellado.
La duende parecía cabrearse a cada sílaba
pronunciada.
Barael concluyó solícito:
—Necesito esa respuesta…
La duende le preguntó intrigadísima:
—¿Y se puede saber cuál es esa pregunta tan
importante?
Barael, no muy convencido de contestar,
exclamó:
—Necesito saber por qué el color blanco es
el más importante de los colores.
A la duende se le encendió la mirada.
Irguiéndose como una serpiente en posición de ataque, cruzó los brazos y
vociferó:
—Es increíble. ¡Es, increíble! Te salvamos
la vida (claro, que si sabemos que eras un duende no lo hubiéramos hecho); no
te expulsamos en el acto de aquí; aún no te hemos destripado como la alimaña
que eres y, te atreves, ¡INSOLENTE!, a cruzar el país con el propósito de
insultar a nuestra reina en su propia cara. Debería CASTRATE aquí AHORA mismo.
Barael no hizo ningún comentario, sabía que
nadie lo entendería hasta que no estuviera todo resuelto. Evidentemente aquella
duende no iba a ser la excepción:
—Me gustaría marcharme cuanto antes —trató
de resolver despidiéndose, en un acto estúpido e instintivo—. Les doy las
gracias por haberme salvado pero, ahora, mi compañera y yo tenemos que partir.
—Y buscó una salida.
Rjrrr, por alusiones, les observaba
embobada: nunca había visto tal cantidad de verborrea junta en toda su vida.
La amazona rio para sí apreciado la cómica
representación. Más relajada, exclamó:
—En primer lugar: no sé cómo habéis podido
llegar hasta aquí y, en segundo: si os dejara marchar, como queréis (que en
realidad, era lo que debería de hacer), no llegaríais ni a mitad de la llanura:
el monstruo os devoraría en cuanto salierais de la empalizada.
Rjrrr afirmó mirando a Barael:
—Monstruo malo. Monstruo malo. Yo decir.
Barael le preguntó a la guerrillera:
—¿El monstruo es lo que nos persiguió hasta
aquí?
La duende asintió. Después, se acercó a su
trono de pieles como si estuviera cansada, deprimida:
—Hace muchos años esta era una llanura por
la que cabalgaban libres los gatos, procreando y desarrollándose. Llenaban todo
de retoños que luego nosotras, las amazonas de Roja, criábamos convirtiendo en
cabalgaduras del ejército más poderoso del continente. Un día —un fatídico
día—, este maldito monstruo apareció y las gatas dejaron misteriosamente de
parir. Al principio no le dimos mucha importancia, pero cuando nuestras gatas
comenzaron a desaparecer sin ningún tipo de explicación, nos asustamos. Luego,
cuando nos encontramos los restos, nos echamos a temblar. Con el tiempo, los
ataques se fueron haciendo tan frecuentes e indiscriminados, que tuvimos que
refugiarnos en esta empalizada. Y así hasta ahora.
Barael se acercó a la amazona:
—Pero, ¿qué es ese monstruo?
La guerrillera respondió:
—Ni idea.
Barael volvió a sus cavilaciones:
—¿Qué hay de nosotros?
La duende les miró, sonriendo
sardónicamente.
* * *
—Bueno Rjrrr, ya lo he conseguido —lamentó
Barael atado de espaldas a la duende con un tronco de por medio.
El estacón en cuestión estaba clavado a poca
distancia de la empalizada. Fuera de ella, evidentemente.
Rjrrr apostilló:
—Tú razón. Tú ser gafe.
En lo alto de la empalizada, la guerrillera
que horas antes les hablara “amablemente” y que después —al término de sus
compañeras— (hay que ser solidaria) se pasara por la piedra a un exhausto
Barael, se erguía triunfal saboreando los últimos aromas de aquella noche.
Sin preámbulos, gritó dispuesta a la
llanura:
—Oh, monstruo que asolas nuestro campo. Oh,
ser de las tinieblas que matas a nuestros gatos. Aquí te ofrecemos un
sacrificio. Con él, esperamos aplacar tu ira e implorar tu misericordia.
Barael y Rjrrr miraban asustados el
pedregoso suelo. Se sentían decepcionados, sobre todo Rjrrr. Ella no era
duende-hombre. Ella no merecer castigo. A Barael, sin embargo, le temblaban las
piernas. Desde luego su paso por Roja no lo olvidaría jamás. Claro que, a lo
mejor, ese jamás iban a ser unos segundos, porque estaba, de nuevo y por
enésima vez: EFECTIVAMENTE <<ding>>, <<¡Premio y una
botella de lejía!>> más que jodido…
Las amazonas se encaramaron alrededor de la
empalizada buscando sádicamente con la mirada la monstruosa aparición. De
pronto, a lo lejos, sonó la estúpida vocecilla:
—Por allí viene, al este.
Todas las duendes y Barael miraron en la
dirección indicada.
Efectivamente, por el este, algo se acercaba
rasgando la tierra.
Barael agarró a Rjrrr. Ésta, repitió
histérica:
—¡Brel, tú gafe! ¡Tú, gafísimo!
—¡YO SABER! ¡YO SABER! ¡CAGARLA MUCHO! ¡SER
GILIPOLL
Nadie oyó nada más. Con un inexplicable
crujido, la voz de Barael desapareció ahogándose en una tremenda caída hacia
las profundidades del mundo de los duendes. El monstruo les había alcanzado
dando cuenta de cuanto pusieron en su ofrenda. Cuerpos, tronco, terreno.
Menos mal, de no ser así, seguramente Barael
no hubiera resistido otra noche más dentro de la empalizada.
Las duendes gritaron jubilosas.
[1] Viendo las estrellas, en términos
coloquiales.
(c) Rafael Heka ;-)
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