sábado, 29 de abril de 2017

Crónicas Globulares 42: Divide y... perderás


En lontananza, los duendes contemplaban asombrados la extraña figura que deambulaba errabunda por el pedregoso camino.
Barael se acercó directo hacia ellos. Había llegado a las puertas de Rojeria. Y en aquel caso sí que eran "las" puertas, pues el portón constaba de dos hojas. Eso sí, ambas eran muy distintas y obedecían a distintos propósitos: una estaba tallada en rubí y la otra en roca.
Frente a ellas, apostados uno a cada lado, había dos duendes. Bueno, dos duendes exactamente no. Un duende y una duende.
Junto a la hoja de rubí, estaba la duende.
Junto a la hoja de roca, descansaba el duende.
La duende, de torneada piel rojiza, lucía una larguísima y exuberante melena roja, vestía un sensual top de piel de gato rojo a juego con su capa y su corto y desconsiderado pantalón de más que laxas actitudes carcelarias, y agredía los lindes de la heterosexualidad más recalcitrante con una dura expresión fruto de unos rasgados ojos tintados de cinabrio y los labios bermellones más carnosos y apetecibles que jamás ningún duende tuviera el placer de contemplar.
En cuanto al duende de la hoja de roca tenía el pelo también rojo y muy corto, perilla y una diadema de roca cruzándole la frente. Su expresión también era dura, incivilizada, y portaba una musculatura tan impresionante, que de no esconderla tras una camiseta colorada de tirantes y unos pantalones de cuero, también rojos y ceñidos a la cintura con la ayuda de un fajín de piel encarnada, muy probablemente no podría salir a la calle sin riesgo a ser devorado por cuant@ duende se cruzara en su camino.
Para sorpresa de Barael, tanto el duende, como la duende, sostenían sus figuras apoyados sobre unos desnudos y musculosos pies. Aunque no acababa ahí lo sorprendente: en su cuerpo, sobre las partes de piel ofrecidas a la vista para disfrute de toda criatura viviente, atacaban los receptores visuales multitud de tatuajes representando lo que a Barael le parecieron animales salvajes.
En definitiva, dos especímenes capaces de quitarle el aliento a cualquiera (ya fuera por voluntad o por la fuerza), acotados bajo un arco de chapa colorada en cuya cúspide, orgulloso, aguantaba un bipolar escudo fragmentado al medio sin saber muy bien a qué atenerse. Media parte de brillante rubí, media parte de roca incandescente.
—Hola —exclamó finalmente Barael en Blanco a aquellos expectantes porteros.
Los duendes le miraron pero no le respondieron. Observaban su extraño atuendo.
—Hola —solicitó de nuevo.
Los duendes le respondieron fríamente, también en Blanco:
—Hola.
—Necesito que me ayudéis —pidió Barael en tono conciliador, no sabiendo a quién mirar. Por primera vez en su vida su sexualidad parecía desconcertada interfiriendo su discurrir natural de heterosexual primitivo y babeante.
La duende se mostró desdeñosa mientras comprobaba el perfecto esmaltado de sus uñas:
—Que lo haga él. —Y señaló al duende con desprecio.
Barael se acercó pues al interpelado.
El duende le preguntó:
—¿Qué desea?
La jodida y nueva respuesta, sustituta de la ingenua compañera de siempre, se precipitó al suelo tan prosaica como una enorme mierda de pavo:
—Vengo de lejos y he de ver al duende más sabio de Rojeria.
¿Para qué lo del Blanco y todo eso? Igual le llovían dos hostias. Y, de aquellos dos, podía despedirse, fijo, de todos los dientecicos.
El duende le observó de pies a cabeza:
—¿Cómo es posible que un duende de piel amarilla, pelo azulado y ropaje verde, hable en Blanco?
—Perdón, ¿cómo dice?
El duende no contestó, en su lugar metió una de sus manos entre el fajín y extrajo un alargado y estrecho papel encarnado. Con él rodeó la muñeca izquierda del duende.
El papel mostraba el dibujo de una cadena cuyos eslabones representaban los rojos colmillos de un perro.
Lentamente, éste comenzó a encoger, encoger y encoger, hasta desaparecer mientras la cadena se mantenía impertérrita, adhiriéndose a la piel, en lo que semejó un gracioso ejercicio de prestidigitación bien entrenado.
Barael se tocó confundido la muñeca. Levantando la vista, miró al duende:
—¿Y esto…? —preguntó de malos modos, ya en Rojo.
El duende se limitó a ocupar su puesto y preguntarle:
—Bien, creo que necesitas encontrar al duende más sabio de todo Rojeria. ¿Para qué?
Barael, olvidando el estúpido (y ya habitual cuando llegaba a un país nuevo) suceso del tatuaje, respondió instintivamente:
—Necesito encontrar una respuesta.
—Todos buscamos respuestas —replicó el duende—. ¿Qué clase de respuesta?
Joder, ya verás…
—Una que puede salvar al Continente Estrellado.
El duende le miró despreciativamente:
—Ya. He oído cosas. Creo que sé a lo que te refieres. Pero, has de saber, que en Rojeria no sucederá lo que ha ocurrido en Verdol.
Barael, conocedor ya experimentado de que, cuando viene de frente, la estupidez es ineludible, iba a responderle un par de cositas referentes a la pequeña sensación táctil que acababa de asaltarle el bajo vientre, cuando la duende interrumpió:
—Eso es porque ahora, en Rojeria, mandan las duendes.
—¡Ja! —respondió el estúpido:
>>No le hagas caso —le susurró cómplice a Barael—, son unas envidiosas.
Barael le preguntó de nuevo sin hacer caso al incidente, (lo cierto es que le importaba un pijo):
—¿Podrías decirme quién es el duende más sabio de Rojeria, por favor? No tengo tiempo que perder.
El duende se frotó la barbilla, consiguiendo el efecto visual adverso al de cualquier otra criatura camino-pensante:
—En Rojeria todos los duendes son muy sabios, pero…
La duende reía para sí, meneando esa pedazo de cabeza tan atractiva.
—Pero… —continuó el duende haciendo caso omiso a la actitud de su compañera—, creo que deberías visitar al rey Rojnald, en el Castillo de Roca, pasados los Lagos de Kétchup.
La duende, ahora, estalló en carcajadas.
Barael la miró interrogante.
El duende, fulminándola con la mirada, le espetó un poco ya hasta los huevos:
—¿Tienes algún problema?
—No, yo no.
—Entonces…: ¿por qué lo de la risita?
—Porque pienso que si este infeliz duende desea saber esa respuesta que busca no debería preguntársela a ese retrasado mental de rey que tenéis.
—No te permito que… —comenzó el duende apretando los puños.
La duende le atajó, chillando:
—¡Cállate!
El duende enmudeció amedrentado.
Barael se acercó a la duende y le preguntó saltándose las ceremonias:
—¿Y, según tú, quién habría de contestarme?
—La reina Rojina, está claro —respondió tajante.
El duende empezó esta vez:
—Buenoooo… Ja, ja, ja. Pues menuda vieja mentirosa.
La duende respondió:
—No, será mejor el guarro de vuestro rey.
—Por supuesto. Tu reina no es más que una chismosa, una pedante de mierda y una maruja de tres pares de yemas.
Los duendes se enfrentaron entonces, muy acalorados, sin saber muy bien si terminarían a hostias o comiéndose todos los morros.
—Claro que es un guarro. Y no sólo eso, también es un subnormal de Padre y muy Señor mío.
—¿Que es un subnormal? Él por lo menos no se pasa el día cotilleando lo que se ponen unos o lo que llevan otros. Pero si para hacerle el retrato monacal a Rojina, el pintor tuvo que subirse a un globo…
—No, tienes razón, él no cotillea, no, él se pasa las horas muertas rascándose las pelotas apoltronado en su trono tragándose partidos de rócol mientras la mierda le tapona las salidas. Si cree que las escobas son antorchas para las largas jornadas de invierno…
—¡Bastaaaaaaaaaa! —chilló Barael que no estaba para chorradas—. ¡Basta!, ¡basta!, ¡basta!
Los dos duendes, ya casi llegado a las manos (o al sexo más salvaje), le miraron asustados. Si quería unirse, a lo que fuera, sólo tenía que pedirlo, hombre…
—Basta —continuó el duende blanco algo más calmado—. He de entrar en vuestro país y he de llevar a cabo una misión muy importante así que, por favor, os agradecería que dejarais de pelear entre vosotros y me abrierais el portón de una PUTA vez.
Los duendes volvieron cada uno a su lugar. Los había convencido. Y eso que al principio les había parecido un auténtico gilipollas. Aquella mirada de estibador con resaca resultó totalmente determinante.
La duende dijo:
—Que te lo abra él. Estaría bueno. Encima que te doy un buen consejo… Siempre habéis sido unos desagradecidos…
El duende recogió corriendo el testigo:
—Ven por aquí, amigo: yo te abriré. No te acerques mucho a ésta.
Barael se aproximó a la hoja del portón de piedra. Era sencilla, de un tallado excelente. En su centro, había representada una gran roca.
El duende se apoyó en ella y empujó. La hoja se arrastró estruendosamente, levantando una tremenda polvareda.
La duende agitó sus manos intentando que el polvo no le manchara la ropa y exclamó con desdén:
—Hombres…
El duende terminó de empujar el portón, regalándole a Barael una extraña sonrisa:
—Bienvenido a Rojeria —dijo cogiéndole de la mano y empujándolo hacia dentro.
—Un MOMENTO —exclamó el duende blanco antes de desaparecer. Y sin más, cogió a la duende, le comió todos los morros y la dejó totalmente privada bailado el baile de la baldosa. Luego, pasó frente al que ya por siempre sería su declarado discípulo de músculos envidiables y, con un <<JODER, YA>>, cerró el portón tras de sí.
Venga hombre, a tocar los cojones a otro sitio. Pues estoy yo pa chorradas… 


(c) Rafael Heka





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