sábado, 22 de abril de 2017

Crónicas Globulares 41: Reflexiones


Barael caminaba taciturno por el blanco desierto de Blancualín: reflexionaba.
Su despedida de Verdol había sido muy emotiva. Muy cálida. Un rocío apropiado para la semilla de una especulación sembrada en terrenos intelectuales aún en barbecho. Inexorable tras los meses que llevaba recorriendo el Continente Estrellado en busca de una respuesta a una pregunta que…, bueno, ya no parecía tener tan clara. Cuando vivía en Blancuol todo era muy sencillo; todo era, simplemente blanco. La monarquía dictatorial de Baradir, impuesta desde miles de siglos por Dindorx, parecía clara. Al menos todos la habían aceptado. Aunque los últimos acontecimientos le habían hecho cambiar de parecer respecto a ciertas ideas.
Azí, Alh-par-cheh, Amaronte, Salvatore, Vraton, todos le habían ayudado pese a que irrumpió en sus vidas insultando sus colores.
Su pelo tenía un tono azulado, su piel se tornaba amarillenta, su sangre: verde. Ya no vestía, ni siquiera, atuendos blancos, y, pese a ello, su manera de ser no había cambiado en absoluto, al igual que no lo había hecho tampoco la de los lugareños de los otros países, fueran del color que fuesen.
¿Por qué aquellas buenas gentes habían de estar supeditadas a las órdenes de un señor que, en la mayoría de los casos, ni siquiera movería un dedo en su ayuda por el simple hecho de tener un color de piel diferente o vestir y hablar en un color también distinto?
No era justo. No. Ni bueno tampoco.
Abrochó el último botón de su abrigo de hojas verdes en respuesta al brusco descenso de la temperatura y miró circunspecto hacia el Monte Brecio.
En su cúspide, la nieve continuaba cayendo abundantemente.
¿Seguiría todo como cuando escapó, o el caos habría devorado ya Blancuol?
Continuó caminando. Ya no tenía un dado que le guiase. Ni siquiera conservaba el mapa mágico. Sólo le quedaba lo que portaba en su persona: un uniforme del ejército de liberación de Verdol, un talar abrigo de hojas, un zurrón con víveres, un anillo de arena y el medallón.
Dos países le quedaban por visitar: Rojeria y Negrontia.
Según el rumbo que había tomado calculaba que en un día o dos llegaría a Rojeria. Estaba un poco desorientado y caminaba ciegas.
Su mente continuó divagando:
¿Qué habría sido de Amaronte? Se despidió muy fríamente en Vrícuit y no estuvo en la despedida que le hicieron los habitantes de Verdol.
Era un ser extraño, Amaronte. Muy extraño. Enigmático, si cabía.
Miró al cielo. Las estrellas brillaban y la luna…, la luna ¡¿centelleaba?!
Se quedó un rato mirándola.
Estallidos de luz brotaban incomprensiblemente de casi toda su superficie.
Estaba especial la luna, sí; como casi todo lo que descubría a cada tranco del camino… Generalmente tenía un tono gris oscuro pero, aquella noche, se mostraba violácea y extravagante.
Se preguntó si realmente viviría alguien allí.
Una nueva y enorme explosión la iluminó. No entendía lo que sucedía, pero tampoco le extrañó. Últimamente no comprendía nada de lo que ocurría en ningún sitio: En su hogar, los duendes delinquían impunemente disfrutando con el daño que causaban a otros duendes, inocentes, cuyo único pecado era el de ser felices. En Verdol, casi muere a manos de unos fanáticos religiosos que quemaban a todo aquel que no militaba con su ideología. En fin, que todo aquel mundo parecía haberse vuelto loco de remate.
Y Dindorx…, ¿cómo podía permitir todo aquello, dejando la responsabilidad de arreglarlo a un indefenso duende como él en vez de solucionarlo el mismo con su omnipotencia de los huevos? Tampoco lo comprendía.
Quizá no fuera su cometido entenderlo. Quizá debería seguir haciendo el mongolo, como un burro tras su zanahoria. Qué más daba. Lo cierto, es que el sentimiento más pesado ahora mismo era el de soledad. Necesitaba realmente la compañía de alguien con quien hablar. Notaba una especie de abandono hacia la tristeza, fruto quizá de la tensión sufrida en sus aventuras pasadas.
Paró finalmente a descansar. Dormir era ya una gran idea.
Se tumbó en la arena, recostando la cabeza en el zurrón.
Pronto, el frío le hizo encogerse en un ovillo. Entró en calor y se durmió. La amargura entonces se fue esfumando, disolviéndose en la bruma de su reparadora y merecida subconsciencia.

(c) Rafael Heka ;-)

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