Barael caminaba taciturno por el blanco
desierto de Blancualín: reflexionaba.
Su despedida de Verdol había sido muy emotiva.
Muy cálida. Un rocío apropiado para la semilla de una especulación sembrada en
terrenos intelectuales aún en barbecho. Inexorable tras los meses que llevaba recorriendo
el Continente Estrellado en busca de una respuesta a una pregunta que…, bueno,
ya no parecía tener tan clara. Cuando vivía en Blancuol todo era muy sencillo;
todo era, simplemente blanco. La monarquía dictatorial de Baradir, impuesta
desde miles de siglos por Dindorx, parecía clara. Al menos todos la habían
aceptado. Aunque los últimos acontecimientos le habían hecho cambiar de parecer
respecto a ciertas ideas.
Azí, Alh-par-cheh, Amaronte, Salvatore,
Vraton, todos le habían ayudado pese a que irrumpió en sus vidas insultando sus
colores.
Su pelo tenía un tono azulado, su piel se
tornaba amarillenta, su sangre: verde. Ya no vestía, ni siquiera, atuendos
blancos, y, pese a ello, su manera de ser no había cambiado en absoluto, al
igual que no lo había hecho tampoco la de los lugareños de los otros países,
fueran del color que fuesen.
¿Por qué aquellas buenas gentes habían de
estar supeditadas a las órdenes de un señor que, en la mayoría de los casos, ni
siquiera movería un dedo en su ayuda por el simple hecho de tener un color de
piel diferente o vestir y hablar en un color también distinto?
No era justo. No. Ni bueno tampoco.
Abrochó el último botón de su abrigo de
hojas verdes en respuesta al brusco descenso de la temperatura y miró
circunspecto hacia el Monte Brecio.
En su cúspide, la nieve continuaba cayendo
abundantemente.
¿Seguiría todo como cuando escapó, o el caos
habría devorado ya Blancuol?
Continuó caminando. Ya no tenía un dado que
le guiase. Ni siquiera conservaba el mapa mágico. Sólo le quedaba lo que
portaba en su persona: un uniforme del ejército de liberación de Verdol, un
talar abrigo de hojas, un zurrón con víveres, un anillo de arena y el medallón.
Dos países le quedaban por visitar: Rojeria
y Negrontia.
Según el rumbo que había tomado calculaba
que en un día o dos llegaría a Rojeria. Estaba un poco desorientado y caminaba
ciegas.
Su mente continuó divagando:
¿Qué habría sido de Amaronte? Se despidió
muy fríamente en Vrícuit y no estuvo en la despedida que le hicieron los
habitantes de Verdol.
Era un ser extraño, Amaronte. Muy extraño.
Enigmático, si cabía.
Miró al cielo. Las estrellas brillaban y la
luna…, la luna ¡¿centelleaba?!
Se quedó un rato mirándola.
Estallidos de luz brotaban
incomprensiblemente de casi toda su superficie.
Estaba especial la luna, sí; como casi todo
lo que descubría a cada tranco del camino… Generalmente tenía un tono gris oscuro
pero, aquella noche, se mostraba violácea y extravagante.
Se preguntó si realmente viviría alguien
allí.
Una nueva y enorme explosión la iluminó. No
entendía lo que sucedía, pero tampoco le extrañó. Últimamente no comprendía
nada de lo que ocurría en ningún sitio: En su hogar, los duendes delinquían
impunemente disfrutando con el daño que causaban a otros duendes, inocentes,
cuyo único pecado era el de ser felices. En Verdol, casi muere a manos de unos
fanáticos religiosos que quemaban a todo aquel que no militaba con su
ideología. En fin, que todo aquel mundo parecía haberse vuelto loco de remate.
Y Dindorx…, ¿cómo podía permitir todo
aquello, dejando la responsabilidad de arreglarlo a un indefenso duende como él
en vez de solucionarlo el mismo con su omnipotencia de los huevos? Tampoco lo
comprendía.
Quizá no fuera su cometido entenderlo. Quizá
debería seguir haciendo el mongolo, como un burro tras su zanahoria. Qué más
daba. Lo cierto, es que el sentimiento más pesado ahora mismo era el de
soledad. Necesitaba realmente la compañía de alguien con quien hablar. Notaba
una especie de abandono hacia la tristeza, fruto quizá de la tensión sufrida en
sus aventuras pasadas.
Paró finalmente a descansar. Dormir era ya
una gran idea.
Se tumbó en la arena, recostando la cabeza
en el zurrón.
Pronto, el frío le hizo encogerse en un
ovillo. Entró en calor y se durmió. La amargura entonces se fue esfumando,
disolviéndose en la bruma de su reparadora y merecida subconsciencia.
(c) Rafael Heka ;-)
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