Disculpa la espera, querido lector, no pude salir antes del hospital...
Pero sumo y sigo.
Un minotauro muerto y una prueba del laberinto a las espaldas.
Prosigamos:
El timbre de la entrada sonó dolorido e
irritado. Estaba claro que la visita no era de cortesía.
La arrugada anciana de lacios y descoloridos
cabellos depositó molesta la tostada rebosante de mermelada (a punto de
engullir) sobre la granítica encimera de su elegante cocina. Fue a abrir.
El timbre sonó de nuevo con insistencia.
—¡Ya voy!, ¡ya voy! —contestó la diosa Graya
acelerando el paso todo lo que su grueso cuerpo le permitía.
El timbre chirrió forzado, otra vez.
Graya, malhumorada, abrió molesta la puerta
de su chalet.
Cuando encontró tras de ella la imagen de un
encolerizado Dindorx, se le aflojaron las… medias.
El dios de los duendes entró con un empujón
y, de un portazo, empotró la puerta en su marco agrietando las paredes.
Cogió a Graya por una muñeca y la arrastró
hasta el lugar de la casa con mayor sonoridad. Una vez allí, gritó con todas
sus fuerzas divinas:
—¿Se puede saber qué %$%!?z[1]
estás haciendo?
>>¿Cómo $%&*¨ es posible que tus
nauseabundos gnomos estén intentando destrozar ¡MI! planeta? —sentenció
mientras de su cabeza brotaban rayos flamígeros y su cara se encendía como una
antorcha.
Graya, empequeñecida, balbuceó:
—No sé. No sé nada de lo que me estás
contando…
Dindorx levantó un puño en actitud
amenazante.
Graya cayó indefensa de rodillas y comenzó a
llorar.
Dindorx se apagó.
Dando la espalda a Graya, resopló.
Graya sollozaba:
—Yo deseaba vengarme; te quería mucho y tú…,
tú…, ¡me abandonaste por esa descarada diosa de las $%&!
—¡Ninfas! —corrigió Dindorx irritado de
nuevo—. ¡Y no te consiento que te metas con Fliquis! Al menos, ella nunca
hubiera cometido la traición que tú has labrado con tan fría premeditación.
Graya se deshacía en lágrimas:
—Lo siento, lo siento —repetía.
—No tienes perdón para esto, Graya. Me
aparté de ti, sí. Reconozco que quizás obré mal. Pero eso no te da derecho a
devastar una civilización… Bueno, dos.
Graya rio esta vez.
Dindorx la miró sorprendido.
—¿Dos? —empezó Graya a la vez que se
levantaba del suelo enjugándose las lágrimas—. Que yo sepa, la civilización que
aquí va a sucumbir no es otra que la tuya: Esa panda de paletos
subdesarrollados.
Dindorx avivó su ira:
—Mira, arpía insidiosa: no te consiento que
hables así de mis duendes. Es más: estoy tan hasta los $$%$% de ti, que te reto
a un último pero definitivo duelo.
Graya aceptó eufórica:
—Pon el reto tú mismo si te atreves,
¡perdedor! —esto último lo escupió directamente.
—Muy bien. Tú lo has querido —empezó
Dindorx—. Pero antes, hemos de aceptar ambos una imprescindible condición.
Graya accedió complacida mientras acababa de
sorberse los mocos.
—A partir de ahora, ninguno de los dos podrá
interferir en la evolución de los acontecimientos que sucedan a nuestras
respectivas razas.
—No hay problema, no lo necesito. Ganaré de
plano.
Dindorx se acercó y la señaló violentamente:
—¡De acuerdo, pues! Aceptada la condición,
allá va el reto: Si tus gnomos ganan esta inminente guerra, prometo dar marcha
atrás y, si cabe, retomar lo nuestro. Pero. —Y le clavó la mirada severo—. Si
tus criaturas pierden, no sólo no quiero volver a verte jamás en lo que resta
de eternidad, sino que cogerás tu mundo y te trasladarás con él a la galaxia
más lejana que existe: Términus.
Graya se quedó pensativa por un instante.
Parecía cavilar.
Dindorx la exhortó inclemente:
—¡¿Aceptas?!
Graya no respondía.
—¡¿ACEPTAS?! —repitió enérgicamente el dios
de los duendes.
Graya, ocultando algo, sonrió a la vez que
extendía su mano para sellar el trato.
Dindorx, conseguido su objetivo, ni cogió su
mano ni se despidió. Tan sólo dijo:
—Cuando acabe todo, espero no volver a
verte. —Y se marchó dejando en el suelo la $%&&/ puerta que previamente
tuvo que desencajar de la pared para poder salir.
La anciana sonrió pérfida. También parecía
haber conseguido su objetivo.
Mientras su entrada se recomponía
retrocediendo cual víctima de una divina moviola, exclamó complacida:
—Pues yo espero lo contrario, corazón. —Y
chupó asquerosamente lasciva la mermelada que escurría por uno de sus arrugados
pulgares.
[1] Dado a que algún lector puede sentir herida
su sensibilidad ante las palabras soeces que, normalmente, todos conocemos,
pensamos y, en algún momento, seguramente, hemos dicho (diez sacos de cartas de
lectores de la primera entrega tengo en el sótano para avivar la caldera en
invierno), he decidido dejar (por este capítulo) a la imaginación del lector la
atribución de dichos apelativos y, de paso, regalaros un capítulo distinto para
cada uno. En este primer caso en concreto yo aplicaría un cojones como
una galaxia de grande, pero os sirve un leñes, hostias, pollas,
barbanatos e incluso flores si vais por lo cursi. Todo vuestro, a
divertirnos…
(c)Rafael Heka ;-)
No hay comentarios:
Publicar un comentario