sábado, 11 de febrero de 2017

Crónicas Globulares 37: Los Méketreks




Flotando en el espacio, girando alrededor del solitario planeta de los duendes, orbita lo que podría definirse como la mitad de un astro. Ya me entendéis, una cosa así como una media naranja, la mitad de una pelota, el sombrero de un champiñón. ¿Está claro, no?
Bien, pues esta semiesfera es la luna Meke.
La FABULOSA luna Meke.
Se podría decir que fue un experimento fallido.
Cuando Dindorx hacía las prácticas de Creación de Astros en la Universidad de los Dioses, algo salió mal. En lugar de crear un planeta, le salió ese churro. Un canijo medio planeta, ruino y escuchimizado[1].
Como Dindorx era una sentimental, no se atrevía a deshacerse de aquella su primera creación, así que la guardó en una bonita caja de zapatos y la conservó allí hasta el día en que le resultara de utilidad.
Cuando terminó sus estudios en la universidad y creó el planeta de los duendes, pareciéndole que éste le quedaba un poco soso así, tan solitario por esas procelosas vacuidades océano-espaciales, decidió dotarlo de una luna. Una pequeña hermana que le acompañara a todas partes.
Así fue que sacó aquel astro de la caja de zapatos y lo puso a orbitar a su alrededor.
Pero claro, como la medialuna aquella había sido creada varios eones antes que el planeta, resultaba que la vida había ya aflorado en ella, había evolucionado y era de sobra inteligente.
A Dindorx esto le preocupó lo que a Torrente (sí, José Luís Torrente) “El Quijote” (o “La Eneida”, le es lo mismo). Si aquellos pequeñines sin nariz pertenecían a una escala evolutiva superior, quizás podrían enseñar algo a los de abajo. Al fin y al cabo, aunque fueran más pequeños, eran sus hermanos mayores.
Hablando en términos antropológicos, en Meke la vida evolucionó como evolucionan todas las vidas: Poco a poco, muy lentamente y por huevos o porque no les quedó más remedio.
Primero fueron unos despreciables microorganismos en un terreno árido y sin oxígeno. Luego, mutaron a diminutos moluscos que corrían de un lado para otro comiendo bichos. Después, se desarrollaron y se desarrollaron y se desarrollaron, hasta convertirse en lo que son ahora, seres pequeños, de goma gris y redondos en toda su forma. Algo así como pelotas de squash pero en triste. Unas bolas de las que brotan antropomórficas extremidades terminadas en manos y pies descomunales.
Como cualidades distintivas de los oriundos de Meke, decir que su antropomorfismo termina donde empieza pues no tienen boca, ni nariz, ni orejas, y ven gracias a un alargado ojo ovalado bajo una frente interminable que, para rematar ese efectivo aspecto de pelotas con patas, conspira ausentando de pelo y zonas propias toda su corporeidad, incluidas constantes universales como son el sagrado espacio internalgar y genital.
Y carecen de tantas cosas porque su cerebro, al paso de los millones de siglos, ha evolucionado tanto que ha cubierto todo el interior de su organismo, atrofiando y, con el tiempo, extinguiendo, otras funciones menos necesarias.
Claro, que os preguntareis: ¿cómo es posible que sin tener nada de nada se reproduzcan? Pues muy sencillo, porque los méketreks no nacen, ¡brotan!
La luna Meke es rica en una célula vegetal que, si no se dan condiciones muy adversas, germina y se hincha hasta convertirse en lo que es un méketrek.
De hecho, el cerebro de los propios méketreks, al morir éstos y ser enterrados, en su propia descomposición libera una sustancia que se recombina transformándose en esporas que reinician todo el ciclo.
Según dicen algunos de los científicos de Meke, el cambio evolutivo del molusco a la esfera gomosa se pudo provocar por un extraño y repentino suceso que nadie entendió: De una noche para otra (pues dentro de la caja de zapatos no había días), su ubicación en el espacio cambió y hubo hasta luz.
Controversias aparte y centrados en el presente, Meke, tal como la veríamos hoy, es un superpoblado lugar repleto de cilíndricas estructuras gomosas de lo más variado.
Una de las más destacadas es el Observatorio Astronómico de Mekitón. El insigne edificio debe su nombre a un méketrek que construyó su propia nave espacial y se lanzó de forma incomprensible al profundo insondable sin que se volviera a tener más noticias. Los méketreks, entonces, decidieron construir el mayor telescopio posible a ver si lo encontraban. En un principio querían haberlo llamado Gilipollas, pero el buen gusto se impuso y acabaron por bautizarlo con el auténtico nombre del méketrek.
Los habitantes de Meke se desplazan en naves redondas altamente sofisticadas y son muy pacíficos. La verdad es que se piensa que es por su falta genitales, lo que no quiere decir que no conozcan las armas, o que no sepan utilizarlas de forma asesina o despiadada, llegado el momento.
De hecho, una vez, hace ya muchísimos años, tuvieron que defenderse de una invasión de termitas espaciales terroríficas. Molían un porta-aviones en seis minutos igual que langoliers[2] y casi les destrozan la luna. A su encuentro, transmutados en auténticos starship troppers dignos del maestro Robert A. Heinlein[3], el circular ejército de Meketrín, capital de Meke, acabó con ellos aguerridamente desintegrándolos con mortíferos rayos Meke.
Los méketreks, a pesar de vivir tan cerca del planeta de los duendes, rara vez han bajado allí; simple y llanamente, no les gusta meterse en la vida de los demás. Además, están seguros de que aquellos seres que viven en el gigantesco Meketón — como ellos lo llaman— no iban a entender nada de lo que les enseñasen y, con un poco de suerte, a lo peor, se asustaban y les inflaban a hostias.
Por norma general, la mayoría de los méketreks son ingenieros, arquitectos, químicos, físicos o algo similar. Los que no, se reducen a esporas para que lo puedan ser en su próximo advenimiento. Sencillo y eficaz.
Como los bichos estos de goma no comen ni respiran ni lo otro… hubo sectores laborales que se extinguieron. El de los cocineros, por ejemplo.
No hay bares musicales ni discotecas, pues tampoco tienen orejas. ¿Para qué las necesitaban si carecían de boca y no había nada que escuchar? En fin… 
Los méketreks se divierten de muchas maneras —al menos eso dicen ellos—, pero, lo que más les gusta, es batirse en concursos científicos o ver carreras de pots.
Que ¿qué coño son los pots? Pues naves esféricas de carreras como postas del calibre 28.500 con las que corren, o se disparan, qué se yo. Lo cierto es que cuando comienza la temporada es mejor no estar cerca.
Reiterándome en sus interminables carencias, aclarar de forma previa que adolecen de una ordinaria ausencia del sentido del pudor, por lo que no llevan ropa. De vez en cuando algunos se ajustan cinturones para acarrear adminículos operativos, pero son los menos: utensilios de laboratorio, de mecánica, de limpieza, sadomasoquismo, torturas…
Claro que, con lo que os he contado, me diréis: ¿bueno, y cómo se relacionan?
Medido en términos calóricos y aplicándole una altura, de forma infernalmente aburrida: hablan entre ellos gesticulando con sus manos, sus pies y sus escritos. La verdad es que son grandes caligrafistas, su idioma escrito mezcla signos con letras y con representaciones gráficas, y lo aplican en cualquier dirección: de derecha a izquierda, de izquierda a derecha, de abajo a arriba, de arriba a abajo, circularmente; vamos, como les sale de lo que carecen y en función del papel, el cartel o el espacio.
Sus signos lingüísticos son muy variados. Moviendo sus manos, sus pies y guiñando su gran ojo, logran expresar casi todo lo que quieren.
Así son los méketreks: sencillos, pero complicadamente inteligentes. Pequeños, pero grandes. Oscuros, pero claros. Vamos, como todas las civilizaciones.
Ya, ya, ya lo sé. Como casi todas… 































Y no, no cagan.
Mira que sois…



[1] Eufemísticamente hablando. En plata: una mierda como un caballo de grande.
[2] Buscadlos en “Las cuatro después de la medianoche” (1990), de Stephen King.
[3] “Tropas espaciales” (1959). Novelón ganador del premio Hugo en 1960. Lectura indispensable.

(c) Rafael Heka

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