Amaronte, de vuelta a su cuerpo, miraba
junto a Barael desde una balconada-raíz cómo las abejas abandonaban el refugio
sumergido de Vrícuit, cargadas de pertrechos, mercancías y multitud recuerdos.
Era bello contemplar en paz el devenir de
los insectos, así, tranquilamente, con el sabor de la victoria en los labios y
la descarga del pesar en los corazones. Una escena, en definitiva, que devolvía
la belleza perdida a un paraje, difícilmente igualable[1].
El brujo, sin apartar la mirada, fue el
primero en romper el hielo:
—¿Te vas mañana?
—Mañana —asintió enseguida Barael vestido
aún con el uniforme del ejército de Verdol.
>>¿Qué vais a hacer con Vesperio?
Amaronte se apoyó en el balcón y respondió
serenamente:
—No lo sé, ¿por qué?
—No, bueno, por nada en concreto; sólo que,
creo, que puedo conocer un buen lugar para él.
Amaronte le miró sorprendido clavando
posteriormente su astuta y amarilla mirada sobre el inexpresivo rostro del
duende en un acto de impúdica prospección intelectual.
Conmovido ante la posibilidad de haber
descubierto un refrescante atisbo de sadismo, sonrió complacido:
—Todo tuyo. Te lo mereces, ¡qué cojones!
Móntale bien y no te olvides las espuelas.
Antes de que Barael pudiera aclarar
<<que no, que no tenía la menor intención de hacerle morder
almohada>>, Amaronte le interrumpió:
—Por cierto, gracias.
—¿Gracias?
—Sí, cualquiera en tu situación se habría
largado de este pútrido estercolero en guerra. Sin embargo, tú te has
comprometido a costa de perder un tiempo que no tienes.
—Bueno, eso sí…, pero…
Amaronte le posó una mano en el hombro y le
volvió a interrumpir con unas enigmáticas palabras:
—Nos volveremos a ver, muchacho.
El duende blanco le miró confuso. Cuando iba
a replicar, una pareja de soldados entraron en la habitación y exclamaron:
—Amaronte, ¿nos acompaña?
El brujo asintió con la cabeza, marchándose
sin decir nada más.
Barael se quedó solo y, nuevamente, con la
palabra en la boca.
Pues qué bien…
* * *
Hay que reconocer que Vesperio bajó los
peldaños con gran resignación y mucha obediencia.
Como para no.
Mirando hacia arriba, suplicó una última vez
con la mirada.
Barael le devolvió dos toneladas de
indiferencia y le conminó duramente a que siguiera bajando sin ningún tipo de
piedad.
Vesperio le obedeció finalmente hasta
perderse en la oscuridad.
El duende blanco cerró entonces bruscamente
las portezuelas, confundiendo de nuevo la entrada con el césped de la
explanada.
Luego se volvió a Salvatore y dijo:
—Tu turno.
El dragón arrancó un peñón cercano y lo
colocó sobre la entrada. Después, se elevó y cogió con las garras la peña que
le había tenido encerrado durante tantos años. Desplazándola, la colocó en su
posición original.
—Bueno, esto ya está —dijo—. ¿Hay algo más
que pueda hacer por ti? Recuerda que ahora soy el rey de Verdol. —Y se estiró
engreído esbozando una cómica sonrisa.
Barael, mirando preocupado al suelo,
respondió devolviéndole una amarga mueca disfrazada de cortesía:
—No, gracias. Llévame al Muro de los
Colores.
Salvatore, acercándose una uña a uno de sus
lacrimales, recogió una lágrima. Después, le dijo al taciturno duende blanco:
—Anda, préstame un segundo tu medallón.
El duende, sorprendido, le miró extrañado.
—Déjamelo, por favor —reiteró el dragón.
Barael se lo sacó de debajo de la camisa y
se lo tendió.
Salvatore lo recogió, abrió una casilla,
depositó allí la lágrima, la cerró y se lo devolvió al duende.
Éste, lo contempló intrigado. La lágrima, de
un verde esmeralda, brillaba con una maravillosa luminiscencia fosforescente.
—¿Cómo…? —comenzó el duende.
Salvatore le aclaró presto:
—Amaronte me lo contó todo. Sabía que
necesitabas algo de este país para completar el medallón y pensé que nada mejor
que esto. Así te acordarás de mí…
Barael lo miró enternecido. Con toda aquella
facha asesina y llena de escamas, en el fondo, lo que tenía delante, no era más
que un pobre niño necesitado de cariño, abandonado hacía tiempo en medio de una
carretera solitaria.
—Gracias, Salvatore —le dijo con cariño
mientras se colocaba de nuevo el medallón en el cuello—. Algún día volveré y te
devolveré el favor, te lo prometo. Ahora —concluyó, evitando un perjudicial
acceso de sentimentalismo—, me queda mucho camino todavía por recorrer; por
favor, vayámonos de una vez. No quiero sufrir más.
—Será lo mejor —respondió el dragón
comprendiendo el desgarro de su amigo—. ¡Adiós Oráculo!
La contestación no se hizo esperar:
—Pagaréis lo que habéis hecho. ¡Dindorx os
castigará!
—Ya, ya… —dijo indiferente Barael mientras
subía a lomos de Salvatore.
—¡Que sí! ¡Dindorx os castigará!
Salvatore batió sus alas y en una
exhalación, dragón y duende se perdieron en la espesura.
El Oráculo chilló de nuevo:
—¡Dindorx os castigarááaaaaaaaaaaaaaaaaaa!
>>¡Os va a volver del revés!
>>¡Seréis pasto de su ira salvadora!
Etc.
Etc.
Etc.
En fin. Que se tiró así un buen rato, sin saber, infeliz, que el
dios de los duendes lo contemplaba con interés y que, curiosamente, se estaba
partiendo de risa junto a su cuenco de palomitas estival.
Pero no creáis que la tortura de Vesperio
acabó ahí.
No. Ni mucho menos. El dios de los duendes
tenía algo perverso reservado para aquel alevoso engendro.
Enfervorizado por los temas musicales
acaecidos a lo largo del devenir de los acontecimientos, el dios de los duendes
buscó la música más hilarante, desconcertante y perturbadora de cuanta hubiese
en el universo. Una, capaz de destrozar el raciocinio de alguien severamente
cuerdo, cuanto si más el de una mente ortodoxa y volcada en la rectitud como
era la de Vesperio.
Encontrado el arma, la inyectó en el cerebro
de aquel sujeto de forma incesante y repetitiva hasta abocarlo al suicidio
sobrevenido por cabezazos continuos, descomunales y estúpidamente inútiles.
Una muerte horrorosa, digna de,
efectivamente, y prometido que por última vez, un hijo de puta con pintas (o
balcones a la calle), con todos los perdones para las respetables meretrices y
sus inocentes criaturas.
Ya.
Que cuál fue la música, ¿verdad?
Os gustaría conocerla…
¡Insensatos!
¡Inconscientes!
¡VOGONES!
¡¿No os he dicho que podría freír el cerebro
de un gólem de diamante?!
Bueno. Allá vosotros. Al menos, no podré
decir nunca que no tenéis un buen par de gónadas.
Eso sí, no os lo pondré fácil. No me gustan
los suicidios. Aquí tenéis:
A César, la última persona a quien revelé
este peliagudo secreto, le dije esto:
DORNM:
MGBQB ZXIMO
ZXLZFML:
MGBQB ZXIMO
Suerte.
No hay comentarios:
Publicar un comentario