domingo, 15 de mayo de 2016

Lineal C Serial 06: Alfa


SÁBADO








La claridad me despertó. Con tanta historia había olvidado bajar la persiana.
Me dolía todo.
Joder, qué mal me encontraba.
En mi mente vagaban confusas las aventuras de la noche anterior mientras ésta se reconstruía poco a poco como un jodido muro de ladrillos.
Estaba solo.
En la habitación había dos camas de madera, un enorme armario de dos cuerpos y una silla bajo una ventana vestida con un par de visillos claros.
La cama de al lado estaba revuelta.
En ese momento sólo se me ocurrió pensar en que Javier había resuelto su movida con Susana y que ambos habían vuelto al dormitorio.
No me preocupaba. Estaba ya hasta los huevos de intentar explicar a la gente cómo no debía de comportarse y con Javi hacía mucho tiempo que había decidido tirar la toalla. Además, estaba seguro de que Sonia y Pedro le iban a decir un par de cosas bien dichas y en un tono que no sería el mío, desde luego. Así que me levanté y me vestí.
Me dolía la hostia la vista.
Cogí mi bote de pastillas y me asomé a la ventana.
El día estaba gris, nublado. A algunos los entristecería; a mí, me encantaban esos días. La habitación daba al sur y desde allí se podían ver  los bosques y las montañas cubiertas de neblina como una espesa espuma que bajaba lentamente por las colinas camino de los frutales.
Un espectáculo.
Abrí un poco para ventilar y una bofetada de fresca humedad me inundó los pulmones cargada con todos esos matices forestales.
Tras un rato disfrutando del paisaje, cerré y bajé a la cocina. Jorge se estaba levantando y en el piso superior comenzaban también a moverse. 
Miré mi reloj.
Era ya pasado el mediodía.
Bastante tarde.
Me hice unas tostadas y me las tomé con mi habitual ración de antioxidantes, vitaminas, tranquilizantes y reconstituyentes varios, junto a un buen vaso de zumo de frutas.
Jorge apareció por allí.
—¿Qué tal?, ¿los encontraste? —le pregunté enseguida.
—¡Qué va! —me contestó—. Dí más vueltas que la hostia, pero nada. Cuando vea a Javi va a flipar. Menuda pingadura cogí.
Y sin más, se acercó a la cafetera y comenzó a hacerse un cortado mientras yo cogía mi zumo y salía al jardín principal.
La vegetación estaba toda cubierta de un brillante y hermoso rocío.
Caminé por el césped hasta la barbacoa mientras contemplaba el cielo.
Lucía muy negro.
Pronto continuaría la tormenta.
La barbacoa estaba inservible y tendríamos que ir al pueblo a por carbón porque el gilipollas de Javi había dejado la bolsa al raso y se había mojado entera. Puto crío.
En ese momento, como si me hubiera oído, apareció por el jardín.
Jorge venía tras él diciéndole de todo.
Yo me acerqué también.
Tenía mala cara. Estaba magullado, lleno de arañazos y con un color ceniza nada bueno.
—¿Qué pasó anoche? —le pregunté apostillando las increpaciones de Jorge.
Javier utilizó su acostumbrada actitud infantil.
—¡A mí qué me contáis! ¡Menuda calientapollas la niña! Primero ji ji, ja ja, y luego, cuando se la vas a meter, monta el número.
—Pero, ¿le hiciste algo? —preguntó Jorge.
Nos contó que no; que la muchacha se dejó meter mano, sobarse y eso, pero que cuando la tuvo debajo, las cosas se torcieron.
El resto era de imaginar. Él la forzó y la chica le golpeó y arañó hasta poder librarse. Luego vendría la huida de la casa a toda pastilla y la carrera por el bosque.
—¿Y después? —pregunté—. Porque no hubo manera de encontraros.
El semblante de Javi cambió por completo.
Lo conocía desde que nos salieron pelos en los huevos y nunca había visto esa expresión tan extraña en su cara.
Esforzándose en recordar, nos contó como salió de la casa y la persiguió hasta estar ambos bien internados en el bosque.
—Ahí —siguió—, intenté pararla. Entre el puto frío, la lluvia e ir descalzo, me estaba costando un huevo. No quería volver a forzarla, os lo juro; sólo que volviera a casa. Ya la había cagado bastante y os aseguro que las ganas las había perdido por completo. Pero la verdad es que no atendió a razones. Siguió corriendo y corriendo como una loca borracha poseída por el pánico. Para cuando pareció cansarse, yo ya estaba cerca y pude atraparla; pero de nuevo le dio el chisplís y me pegó hasta que tuve que volver a soltarla.
>>Entonces —ahí su voz dudó —, ambos vimos una luz. Pero no una luz que estuviera allí antes y la viéramos en ese momento. No; fue una luz que apareció de repente porque sí.
>>Ella —continuó—, se lanzó en su dirección convencida de haberse salvado de mí y yo la seguí.
>>Estaba lejos; tardamos un rato en alcanzarla.
En ese momento le tembló la voz:
—De repente, cuando estábamos ya a poca distancia, dejó de llover de forma desconcertante. El suelo, se volvió seco. Totalmente seco. Yo iba descalzo y puedo recordar claramente esa sensación. Sin embargo, seguíamos en una zona boscosa, eso era seguro. El cielo no se veía por culpa de las ramas de los árboles y todo estaba muy oscuro. La luz que perseguíamos era..., era..., blanca, brillante. Pero, a la vez, no era irritante. Era atractiva y..., y, grande como un foco de un coche.
>>Susana se paró en seco, pareciendo calmarse de una puta vez.
>>Yo lo agradecí. Estaba ahogado del todo. Si hubiera vuelto a echar patas, esa vez sí que no la hubiera alcanzado. Ya sabéis que no he sido nunca un deportista.
Jorge y yo no podíamos dejar de escucharlo.
—Me acerqué —continuó—. Estaba muy oscuro; la luz no alumbraba mucho.
>>Susana se quedó atrás.
>>Al hacerlo, distinguí una enorme silueta con forma de planta acechando tras la luminiscencia. No veía bien, el resplandor deslumbraba lo suficiente como para no dejarte enfocar correctamente lo que tenía detrás, así que me acerqué más y me caí.
Jorge y yo nos miramos.
Javier continuó:
—Me caí, pero no al suelo. Quiero decir: me hundí en una especie de poza llena de algo viscoso.
>>Me asusté e intenté salir como un loco.
>>Bueno, asustarme sería decir poco; lo cierto es que me acojoné de verdad. Gritaba y agitaba los brazos sin parar en un impulso irracional e incontrolable.
>>Todavía ahora no sé cómo lo hice, pero, moviéndome por la viscosidad encontré un hueco en las paredes de la poza y, sin pensármelo, entré por ella. Casi me ahogo. Era algo estrecha y ascendía unos cuantos metros.
>>Al salir por entre una hojas, me tiré en la arena y vomité. Esa mierda sabía como a hierro. ¡Qué puto asco!
>>Cuando me recobré y miré a mi alrededor, todo estaba a oscuras; la luz había desaparecido y Susana no daba señales de vida por ningún sitio.
>>Mientras permanecía así, tirado en el suelo, llagaron de repente a mis oídos unos ruidos muy extraños. No los típicos sonidos de cuando estás en medio del bosque, no. Otros. Y los olores también me resultaban diferentes, como metálicos.
>>Ya recuperado: me incorporé y volví por donde habíamos venido llamando a Susana sin parar.
>>No respondió.
>>Después, caminé bajo la lluvia hasta encontrar la casa; entré, me duche y me acosté en la cama.
Ahí acabó su extraño relato.
—¿Y Susana? —preguntamos intrigados.
—En casa, ¿no? —Interrogó con la mirada deseando que así fuera.
Negamos con la cabeza.
Ahí se asustó. Cómo para no, ¿no te jode?
Y eso que en ese momento tampoco le dimos mucha importancia. Pensábamos que habría regresado y que cuando bajara junto a los demás, todo terminaría en una simple y tremenda bronca que pondría fin allí mismo y de forma inmediata al idílico fin de semana. Lo que sucedió, realmente, fue mucho peor; al bajar Vanesa con Marcos y Sonia con Pedro, descubrimos que no había dormido en ninguna de las otras habitaciones, permaneciendo aún sus cosas sin usar en la habitación de su tía.
Menuda se formó.
La tormenta, inesperadamente, regresó como llamada a los gritos y nos vimos obligados a refugiarnos en el salón.
Se puso todo muy negro y los truenos no pararon de retumbar. Aquella tormenta prometía ser mucho mayor que las anteriores.
Allí en el salón, Javi tuvo que contar la historia de nuevo, detalle por detalle, mientras la cara de Sonia se transformaba en una mueca de terror digna de una película y la de los demás pasaba de la incredulidad a la preocupación.
—¿Y te viniste así, sin más? —le soltó Marcos muy afectado.
—¿Qué querías que hiciera? —le contestó—. No se veía nada; estaba empapado de esa mierda y calado hasta los huesos. Además, la muy gilipollas no me respondía. ¡Anda y que se joda! Si se ha perdido, es cosa suya. Menuda cría —terminó orgulloso.
—¡¿Menuda cría?! —soltó Sonia lanzándole una buena hostia—. ¡Menudo hijo de puta eres tú! ¡Sólo tiene 17 años!
Ahí reconozco que flipamos todos.
Javi se descompuso. No teníamos ni idea.
En lo que a mí me toca, hubiera dicho que tenía 25.
Joder, si casi me la follo yo también...
La verdad es que, con el tiempo, cada vez me costaba más distinguir bien la edad de la gente. Y de las mujeres no digamos; saltaban de forma asombrosa de los 15 a los 25 con tan sólo un sujetador y una barra de labios. La madre que nos parió.
La chica debió de sentirse como en un sueño, claro.
Menudo ejemplo le dimos. Me incluyo, que conste.
Aunque lo de Javi era para cortársela y dar de comer a las alimañas. Me cago en su puta madre.
Nos recompusimos, asumimos cada uno lo nuestro y decidimos.
Por lo pronto, Sonia y Pedro recogieron sus cosas con la intención de salir de allí en cuanto apareciera. Marcos se marchó enseguida camino de su coche a pertrecharlos a todos con linternas, chubasqueros y demás cosas útiles. Javi subió a cambiarse y Jorge y yo hicimos lo propio.
En muy poco tiempo, todos estuvimos preparados y dispuestos para salir a buscarla.
Una vez reunidos en el salón, yo pregunté:
—¿Cómo hacemos? Alguien tiene que quedarse aquí por si vuelve.
Los demás asintieron.
Vanesa, embarazada como estaba, no iba a ir y entendíamos que Javi podría ponerla muy nerviosa, así que, al final, Marcos, Pedro y Sonia se fueron a buscarla mientras que el resto nos quedaríamos en la casa.
También acordamos que llevaran los móviles para avisarlos en el caso de que Susana regresara por su propio pie. La cobertura no era muy buena pero creímos que serviría. Como creímos que la encontraríamos rápido.
El caso es que Vane, Jorge, Javi y yo nos encontramos allí más asustados y preocupados de lo que en un principio nos hubiera gustado reconocer.
Los remordimientos no tardaron en aflorar:
¿Y si hubiera buscado más...
>>¿Y si hubiera sido más exigente conmigo mismo...
¡Qué sé yo! Todo aquello que uno se dice a posteriori y que no sirve para nada sino para socavar más la moral propia y ajena.
Recuerdo bien aquellos minutos tensos marcados por el semblante endurecido de Jorge y la mirada perdida de Vanesa sujetando su barriga hinchada.
Lo cierto es que todos estábamos algo asustados.
Hasta Javi, que tumbado inútilmente allí en el sofá delataba avergonzado su nerviosismo controlando permanentemente su móvil a la espera de la llamada que finalizara todo con una ducha caliente para Susana y una taza de infusión para el resto.
Pero eso no sucedió.
La lluvia continuó golpeando fuerte. Los rayos deslumbraban y los truenos nos sorprendían de vez en cuando con su retumbar en los cristales.
Dado a que la espera podía alargarse —y puesto que, dijera lo que dijera, iba a generar una discusión de cojones—, decidí meterme en la cocina.
Miré en la nevera pero no encontré gran cosa. La noche anterior le habíamos dado un buen meneo a las provisiones y el plan era ir esa mañana a comprar más.
Cogí los restos (a la sazón unas piezas de carne y unos chorizos) y los tiré en una sartén.
La casa era de alquiler y sus despensas, como era de esperar, estaban vacías. Además, se suponía que íbamos a comer de parrilla, por lo que nadie se molestó en proveer aceite ni otro tipo de comida que no se rostizara.
Su inteligencia, para variar, me abrumaba.
Al olor de la comida, Vanesa se acercó a la cocina.
Me abrazó y me acarició la nuca.
—Vaya movida, ¿eh? —le dije.
—Sí —me respondió—. Al menos Jorge y tú intentasteis algo. Los demás, ya ves...
Javi apareció también.
Estaba mucho más pálido que por la mañana y no ocultaba su culpabilidad. De ella, precisamente, se desprendió una forzada sonrisa esperando algo de compresión.
—Tranquilos —dijo intentando convencerse—, aparecerá. Se habrá pillado una buena pulmonía, pero aparecerá. ¿Qué le puede haber pasado? Aquí no hay animales grandes, ni alimañas.
Vane le contestó agriamente:
—Pero puede morderla algún bicho; o caerse en el río; o mancarse.
Yo le miré muy serio coincidiendo con Vanesa.
Nervioso, Javi cogió un par de cervezas de la nevera y se marchó de nuevo al salón.
—¡Qué capullo! —me susurró Vane al oído.
—Estoy de acuerdo —recuerdo que le contesté.
—¿Por eso dejasteis de veros? —me dijo.
Y claro, teniendo en cuenta que su marido había tenido casi más culpa que cualquiera de los demás, afirmé sin más y me dispuse a servir la mesa.
Jorge me ayudó y nos sentamos a comer.
La tormenta seguía; y seguía; y seguía.
Comimos en silencio con la televisión puesta. Era fin de semana de deporte de motor y a todos nos gustaba, así que tuvimos la excusa perfecta para no hablar mucho.
Cuando acabé —ciertamente no tenía mucho apetito— decidí llamar a ver cómo iba la búsqueda mientras Javi y Vane recogían.
Nada. Fuera de cobertura. Era de esperar. Con aquella tormenta lo raro era que aún no se hubiera ido también la luz.
Para qué cojones lo pensaría.
Fue hacerlo y ¡bum!: A tomar por el culo la instalación.
Intentamos recuperarla subiendo los plomos, pero no hubo forma; se debió de ir en toda la zona.
Cogí el teléfono fijo para llamar al servicio de suministro pero tampoco conseguí contactar. La instalación de la casa era de esas que tienen la luz unida a las comunicaciones.
Muy divertido.
Jorge salió al cobertizo de la parte de atrás y regresó con unas velas. Las encendimos con unas cerillas que encontramos en la cocina y las pusimos en el salón.
No daban mucha luz pero al menos sirvieron para hacernos sentir un poco más seguros.
De pequeño me fascinaban aquellas situaciones. Una tormenta fuerte fuera, la luz ocre de las velas, un juego de mesa o unas cartas. No sé. Me parecía divertido. En aquel momento, sólo me recuerdo nervioso, tenso y muy preocupado.
Habían pasado ya varias horas desde que se fueron y no teníamos ninguna noticia. De Pedro podía esperarme una ineptitud completa derivada de su insultante pesimismo; de Marcos no. Sería un gilipollas, un capullo, un bocazas y un impresentable relacional, pero en cuanto a eficiencia profesional, era una máquina.
Eso fue lo que más me inquietó hasta aquel momento; hasta el momento, en que pasó.
Jorge y yo estábamos en la trasera del chalet mirando por los cristales cuando Vanesa nos llamó a gritos.
Corriendo, nos acercamos.
No hicieron falta explicaciones.
Javier, en el suelo, se convulsionaba febrilmente.
Los tres nos miramos.
Su expresión era contraída, de dolor.
—¡Javi, ¿qué te pasa?! —gritó Jorge.
Como pudo, gruñó apretándose las tripas:
—NOO SEEEEÉ; ME DUELEEEEEEE; ME DUELEEEEEEEE.
Me tiré al suelo y le quité la camisa.
Tenía el vientre hinchado y el ombligo para afuera.
En ese momento, Jorge alumbró con una linterna de las que nos había dejado Marcos.
Sin previo aviso, el vientre de Javi comenzó a hacer cosas extrañas: Como cuando metes unas pelotas de tenis en un saco y lo mueves. Parecía tener algo dentro luchando por salir.


(c) Rafael Heka

(c) 33 Ediciones
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