De nuevo habían llegado a la encrucijada.
Esta vez, dado lo improbable de una nueva
visita por parte de Barael, decidieron aventurarse con las famosas[1]
Minas de Perla.
Cogieron el camino de la derecha y
cabalgaron por una vasta llanura de roca volcánica hasta llegar a una colina a
la que le habían perforado una gran
entrada[2].
Multitud de duendes la frecuentaban.
La mayoría vestía mono azul y aseguraba su
cabeza con un casco de conchas de moluscos.
Todos caminaban lánguidamente cargados con
pesados sacos que depositaban en feas carretas de esponja endurecida tiradas
por langostas más feas aún.
Barael contempló la expresión de sus
rostros. Era aterradoramente vacía. Trabajaban como si la existencia les
hubiese sido arrebatada. Deambulaban idos, rítmicamente silenciosos.
—¿Qué pasa aquí? —preguntó el duende blanco.
—¿Qué paza de qué?
—Estos duendes no parecen muy felices.
—Ezo ze debe a que no zon duendez librez.
—¿Cómo que no son libres?
—Puez creo que queda claro. No zon librez,
pertenecen al tratante Azbrón.
—Ese "pertenecen", ¿qué significa?
—Puez que trabajan para él. Tienen que
obedecerle en todo aquello que diga y no pueden quejarze. Vamoz, que zon zuz
prezoz. Puede hacer con elloz lo que quiera; dezde matarloz, a dejarlez
marzchar libremente.
Barael exclamó horrorizado:
—No puedo creer lo que estoy oyendo. Qué
pasa, ¿qué aquí no tenéis leyes? ¿Qué opina el rey de todo esto?
—Laz leyez dictadaz por Azión favorecen ezte
tipo de cozaz. La ezclavitud eztá permitida en Azulindia.
—Y ¿por qué no se escapan de la mina?
—Puez porque al zer propiedad de Azbrón, zi
lo hicieran, zerían perzeguidoz, capturadoz y cozidos dezpuéz a latigazoz.
—Pero…, ¿cómo han llegado estos duendes a la
calidad de esclavos?
—Puez por no haber pagado deudaz contraídaz
con la hacienda pública, por zer indigentez, por zer inzolventez, por zer
reducidoz a la fuerza en zuz puebloz de origen allá en la profundidaz del
océano…
Barael, horrorizado, acompañó a Azí al
interior de la mina.
En la entrada, dos capataces vigilaban a los
trabajadores.
Ambos portaban informales vestimentas de
algas. Colgando enroscado de sus cinturones apreciaron un amenazante látigo de
piel de tiburón.
—¿Qué desean? —preguntó el más fuerte.
—Dezearíamoz vizitar la mina —pidió Azí.
Los capataces les miraron con desconfianza.
Sobre todo a Barael.
—Entren —dijeron decepcionados de no
encontrar un motivo satisfactorio para impedírselo.
Las acolchadas paredes, para asombro de
ambos duendes, parecían lo que eran: carne de almeja.
Los túneles, asfixiantes, estaban apuntalados con recios troncos de coral de los
que colgaban pompas cristalinas preñadas de transparentes peces luminiscentes.
Bajo su luz mortecina infinidad de duendes
azules trabajaban en la extracción de las perlas.
Barael y Azí comenzaron a deambular de túnel
en túnel, de pasillo en pasillo, de nivel en nivel. Tanto vagaron de un lado
para otro, que estuvieron a punto de perderse si no hubiera sido por la ayuda
de un desinteresado minero.
Y es que en el interior de la mina no había
capataces, sólo obreros laboriosos penetrando
cansina y constantemente las húmedas y carnosas paredes.
Barael entendió enseguida el porqué.
Su mirada mostraba la vergüenza y la pena que les devoraba el alma. La desolación que les
embargaba, la impotencia que los
dominaba.
Aquellos mineros jamás hubieran escapado.
Estaban derrotados de antemano. Eran víctimas de un trabajo ignominioso.
Barael y Azí decidieron concluir la visita.
Tras lo visto, ninguno quiso decir nada.
—Adiós —les despidieron chulescos los
capataces cuando cruzaron la salida, nuevamente decepcionados de no haber
podido divertirse con ellos.
Los duendes, mudos, montaron en sus
hipocampos y pusieron rumbo a la ciudad.
Barael continuó en silencio por un largo
rato.
—¿Qué te paza? —preguntó Azí—. Antez no eraz
tan callado.
Barael no respondió.
—Que ¿qué te paza? —preguntó de nuevo el
pequeño duende.
Tampoco hubo contestación.
Azí se volvió para hablarle pero ya no le
encontró:
—Oh, Dindorz: ¡no puedo creerlo!
Barael había emprendido velozmente el camino
de vuelta a la mina perdiendo los ijares de su montura.
* * *
—¿Otra vez aquí? —dijo uno de los capataces.
>>Qué pasa, ¿no contempló bien a los
esclavos antes cuando entró? ¿Quiere volver a verlos sudar? Es excitante observar cómo se agotan, ¿verdad?
La elegante respuesta por parte de Barael
fue una suculenta e inesperada hostia en todo el cielo de la boca.
Rápidamente, el otro capataz –a partir de
ahora capataz número uno– desenroscó su látigo con la intención de agredirle, cuando,
de pronto, sintió cómo una mano enorme le retorcía la muñeca. Un esclavo se
había unido a la noble causa del duende blanco.
El capataz número uno se volvió para
defenderse mientras el otro –obviamente, capataz número dos– tirado todavía
cuan largo era en el suelo, hacía lo que podía por zafarse de un encolerizado
Barael que había abierto la caja de galletas y estaba repartiendo sus tres
pisos de forma inmisericorde.
El fuerte esclavo de pelo corto retorció del todo la muñeca de su opresor
–capataz número uno– hasta que se oyó un “crack”. El látigo cayó al suelo.
El capataz número uno hizo ademán de golpear
con su mano libre, pero el minero paró el golpe estrellando su frente contra la
de éste. Inconsciente, el indeseable cayó al suelo.
A lo lejos, los demás mineros contemplaban
la pelea desmoralizados y sin ganas de ayudar. No tenían nada claro.
El capataz número dos se levantó del suelo e
intentó coger el látigo del capataz número uno. Barael lo impidió abalanzándose
sobre él y reduciéndole con un par de artinatas que aún quedaban en el fondo de
la caja.
En ese justo momento fue cuando llegó Azí
montado en su hipocampo.
Rápidamente, contempló la situación y entró
en la mina a toda velocidad gritando a regañadientes:
—¡Fuera, todoz fuera! ¡Corred, soiz librez!
Los duendes vacilaron. Después, ante el
ímpetu de Azí, dejaron prestamente las perlas y huyeron hacia la salida.
El minero que había reducido al capataz número
uno ayudó a incorporarse a Barael:
—Gracias —le dijo.
El espécimen era robusto y fuerte. Su
descuidad cabellera y sus rizadas barbas estaban cubiertas de conchas, algas y
arena, propias de una vida perra e indigna.
Barael le respondió fatigado:
—De nada. Habéis de apresuraros. No hay
tiempo que perder.
En ese momento, salió Azí de la mina:
—¡Vámonoz de aquí! —gritaba.
El minero les miró con aprobación,
exclamando:
—Id vosotros delante, os seguiremos.
Después, reorganizó a gritos a sus
compañeros.
Barael montó de un salto en el hipocampo de
Azí y, agarrándose a éste, salieron pitando.
La masa les siguió.
Desaparecieron.
La mina quedó en silencio. Vacía. Palpitante, extrañada, anhelante.
A sus pies, los capataces, doloridos, yacían
amordazados en el suelo.
No eran los únicos duendes en aquel
solitario escenario: en lo alto de la mina, oculto tras las sombras de un
poblado coral, la oscura figura de un encapuchado lo había observado todo.
Con el mismo mudo silencio con el que había
llegado allí, se alejó unos pasos y montó en una sigilosa anguila.
Ésta se agitó y nadó vigorosamente
internándose en el mar.
En una de las ramas del coral quedó preso un
cabello.
Un cabello largo, lacio, viejo, débil,
amarillento.
Bajo él, los carnosos túneles de las Minas de Perla llorarían la partida de sus
bravos perforadores.
Porque,
¿os he contado con qué extraían las susodichas perlas?
¡Exacto![3]
(c) Rafael Heka
(c) 33 Ediciones
¿Más?:
[1] Desde tiempo inmemorial, aquellas minas eran el
destino más apreciado y elogiado de las duendes de Azulindia. Hay quien dice,
con escaso crédito, que es por las perlas.
[2] Realmente no era una colina, era la mayor almeja
que jamás pariera madre. Un engendro vomitador de Perlas capaz de enriquecer a
mil generaciones de duendes.
[3] Para más información, consúltese el tema: “Tiene
nombres mil”, del compositor: Leonardo Dantés.
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