…
…
Bueno, pues terminé de recoger
aquello y salí al porche con una manzana para aclarar ideas.
Mientras me la comía, miré al
cielo.
Una enorme oscuridad se acercaba.
Iba a llover.
Y mucho.
Pedro estaba terminando su segundo
porro.
Me ofreció pero no quise. ¿Quién
quiere mierda habiendo otras cosas?
Jorge apareció.
—¿Te ha dicho Javi...? —me preguntó.
—Sí; qué cabrón —le contesté —; y
eso que estoy cansado de cojones.
Pedro intervino:
—Si quieres, puedes dormir con
nosotros. A Sonia le has gustado —concluyó con una sonrisa burlona.
—Tu puta madre —le contesté con
exactamente la misma actitud y serenidad.
Volvió a sonreír.
Sin apenas haber terminado nuestra
broma, un trueno tremendo de esos que hacen temblar los cristales estalló sobre
nosotros.
Jorge y yo nos miramos. Iba a ser
una noche muuuuuuy larga y muuuuy divertida, así que nos despedimos de Pedro y
subimos enseguida al dormitorio a por ropa de cama y nuestras maletas.
Marcos y Vane ya estaban cerrados
en su cuarto.
Javier y Susana, en una de las
camas de nuestro dormitorio, seguían jugando y riendo con las putas cerezas, la
nata y la madre que los parió a los dos. Estaban vestidos y Susana parecía
mucho más borracha que hacía diez minutos.
—Venir, venir —nos decía como loca
con aquella tierna ausencia de imperativo.
Javi no sabía ni dónde estaba.
Joder.
Me estaban dando asco.
Cogimos nuestras cosas rápidamente
y bajamos.
A través de las tres enormes
puertas de cristal que separaban el salón del jardín comprobamos que ya
empezaba a pintear.
El espectáculo era acojonante.
Las nubes lo habían cubierto todo
y se iluminaban intermitentemente con destellos azulados.
Salí fuera mientras Jorge
terminaba de colocar las mantas.
Me encantan las tormentas. Son
como mágicas. Representan la naturaleza en su estado más salvaje. Me encanta su
olor a tierra mojada, a humedad; su viento desafiante, su agua creadora. Todo.
Y aquella prometía.
Jorge me pidió que cerrara; que
iba a entrar frío. No tenía ni puta idea de cómo encender la caldera y ya le
parecía bastante tocada de huevos el tener que dormir allí abajo.
Me reí.
No le gustó, al igual que a mí el
que a él no le gustara. Pero cerré y me recosté en el sofá.
—Me temo que no podré leer un
poco, ¿no? —le pregunté medio en coña.
Jorge me miró desafiante.
Me volví a reír y me tapé tratando
de conciliar el sueño.
No lo conseguí.
Con los minutos, noté el frío, la
tormenta golpeando fuertemente los cristales, los ronquidos de Jorge, los
gritos de las hembras de arriba follando sin parar y mi polla más dura que la
pata de una mesa bombeando sangre fuertemente recordando mi último encontronazo
con Susana.
Su puta madre.
Me levanté y me fui a la cocina.
Cogí un litro de leche y me lo
apalanqué con un par de tranquilizantes.
Necesitaba dormir.
Hubo un tiempo en que me hubiera
aterrado no poder hacerlo. En ese momento, pese a haberlo superado, me
intranquilizaba la idea de pasar toda la noche en vela.
Pero es que las chicas chillaban
de cojones. De hecho, parecían gritar demasiado.
Y entonces, escuche la voz de Javi
gritando:
—¡¡¡PUTAAAAA!!!
Lo siguiente: silencio, un portazo
y alguien bajando las escaleras a toda pastilla.
Dejé el litro y me lancé a su
encuentro.
Susana bajaba como poseída;
lloraba fuertemente y daba trompicones.
—¡Susi! —le grité —. ¿Qué pasa?
La muchacha me chilló:
—¡Déjame!, ¡DEJARME EN PAZ! —Y se
lanzó camino de la calle por la puerta de atrás.
Entonces apreció Javi abrochándose
los pantalones.
Me paré frente a la escalera y le
increpé:
—¿Qué cojones has hecho, cabrón?
Me empujó tirándome al suelo sin
contestar y salió tras ella. Estaba como loco, el hijoputa.
Jorge se levantó enseguida cagándose
en Dios.
Se lo expliqué y nos lanzamos
afuera sin perder un instante.
Cruzamos la trasera, la carretera
y nos internamos en el bosque.
Llovía muchísimo. La tormenta era
de esas espesas y fuertes.
Acordamos separarnos e ir uno por
cada lado.
Joder, qué paliza. No sé
exactamente cuánto tiempo pasó, pero debió ser bastante.
El caso es que no encontramos a
ninguno de los dos. De hecho, no nos encontramos ni entre nosotros.
Cuando me cansé, volví a la casa;
me sequé y me metí en la cama. Pero en la de verdad, la del dormitorio del piso
de arriba. El sofá ¡para su puta madre!
La tormenta siguió y me dormí. No
podía con mis cojones.
(c) Rafael Heka
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