sábado, 10 de diciembre de 2016

Crónicas Globulares 31: Tres días en Civitadeux



1

Los monjes caminaban frenéticamente entre los túneles excavados en la madera, subían y bajaban las escalinatas talladas en los árboles, y corrían chasqueando sus chanclos contra los pulidos suelos.
Todos ellos se dirigían a la Catedral de los Tubérculos, una megaestructura erigida en el roble más grueso, alto y magnífico de todo Verdol, a costa de infinitos trabajos de talla en la gran mayoría de sus tupidas ramas y el sudor de un centenar de infieles desasnados.
No tenía una forma definida. Se confundía con el roble salvo por la triple torre central de la que colgaban unas grandes y relucientes campanas, haciendo intuir un interior ampliamente generoso a juzgar por la miríada de acólitos que la invadían céleres precipitándose por aquel redondo y minúsculo corredor de acceso.
El solemne tañido de las tres susodichas campanas resonó súbitamente esparciendo reverberante una infección de euforia o desasosiego.
El reptante flujo de individuos aceleró su marcha.
Como era de esperar, las entrañas del enclave nublaban aún más el raciocinio, presentando unos techos altísimos incapaces de ser apreciados a simple vista a pesar de aquel permanente crepúsculo multicolor y decorativo que otorgaban sus bellísimas vidrieras alegóricas.
Tampoco parecía importarle mucho a los ya presentes, su atención era otra. El redondo y escalonado foro central, a modo de gradas, albergaba por lo menos un par de miles de nalgas monacales y otro par más de miles de ocultas miradas clavadas en la figura que se apoyaba en el curioso púlpito ubicado en el centro.
Este púlpito, con forma de lirio, coronaba una pétrea escalera de caracol con una gruesa enredadera como barandilla, la cual ascendía hasta colocar el estrado en una cristalera que representaba la imagen del hermano Vesperio.
Los monjes, poco a poco, ocuparon finalmente los escalones libres del anfiteatro mientras las ubicuas y amarillentas velas les iluminaban tenuemente regalando una estampa de siniestra repetición en masa.
Cuando ya todos estuvieron dentro, la gran puerta circular rodó empujada por los acólitos solapándose con el resto de la estructura. La entrada se selló.
Era el momento. Los monjes iniciaron estáticos un salmo.
En el frontal, a los lados del púlpito, un par de coros recogieron el murmullo y lo hicieron melodía hasta que, llegados a una parte de ésta, los encapuchados corearon fuertemente:
Verde es el color, líbrenos Señor de otros colores.
Instantes después, el hermano Vesperio ascendía al púlpito.
La canción terminó de inmediato.
El monje de luengos bigotes habló entonces enfáticamente:
—Hermanos… Hace tan sólo unas horas he sufrido un lamentable percance. Un lamentable percance, que vosotros compañeros…, pudisteis contemplar.
>>De mis manos, ¡de vuestras manos!, nos fue arrebatado un duende sumido, confundido, abocado diría yo…, al abismo de la herejía.
>>De nuestras manos, hermanos…, fue arrebatada la ocasión de hacerle ver la luz, de purificarle, de salvarle.
>>Pero no todo acaba ahí, ¡NO!
>>Las fuerzas del Mal, con su repugnante inquina, no conformes con recuperar a uno de sus adeptos, petrificaron mi sagrado cuerpo poniendo así en peligro mi sagrada vida. Una vida dedicada a servir a Dindorx y a vosotros.
>>Gracias a mis plegarias, el Señor me escuchó y rompió el maleficio[1].
>>Ved, hermanos: el Mal acecha, y ahora lo hace desde el interior de nuestros propios muros. En nuestro más sagrado santuario.
Vesperio tomó aliento.
El coro cantó de nuevo:
—El Mal acecha.
>>El Mal nos quiere devorar.
>>Tan sólo la oración.
>>Nos podrá salvar[2].
Vesperio continuó:
—La oración, hermanos.
>>La oración… puede salvar vuestras almas[3]. La oración me salvó a mí.[4] La oración nos salvará a todos[5]. La oración, hermanos…, la oración.
>>Recemos juntos. —E imploró con las manos.
Los encapuchados se levantaron. La catedral vibró al clamor de los prosélitos.

2

El grueso hermano Vunípero, el bajo hermano Venancio y führer[6] Vesperio, caminaban por los tupidos Jardines de Musgo.
Esta vasta extensión de verdín cubría una planicie situada en la copa de un gran castaño, dos árboles más allá del roble en donde se ubicaba la catedral. Su forma era la de un damero circular.
El musgo había sido recortado, representando en algunas de sus casillas a los ilustres monjes que habían ostentado el cargo de presidente de la congregación. En la circular casilla central crecía, cómo no, la figura del hermano Vesperio.
—¿Qué tal se encuentra, Hermano? —preguntó el seboso Vunípero, dejando al descubierto su prominente papada.
Vesperio contestó:
—Bien, el discurso me ha cansado un poco. Los acólitos, a veces, son difíciles de convencer y, la verdad…, los últimos acontecimientos no nos han ayudado mucho. ¿Habéis hecho las averiguaciones, Venancio?
—Sí, Su Santidad, pero no hemos encontrado nada. El destacamento tercero y el batallón cuarto de avispas han regresado hoy, y las noticias son desalentadoras: No han encontrado nada.
—Hermano Vunípero, ¿cómo va el departamento de captación? —increpó secamente Vesperio.
—Mal, Señor. La población desciende cada vez más, diríase que desaparece y, con ello, el número de adeptos a captar disminuye.
—Tenemos que estudiar eso, hermanos. Desde que derrocamos al rey de Verdol me juré llegar a las mismísimas puertas de Blancualín en nuestra misión sagrada de cumplir los designios de Dindorx. ¡No debemos flaquear!
Los monjes asintieron y caminaron diligentes por el tupido jardín plagado de estatuas seto hasta llegar a un bonito templete color caqui.
Allí se acomodaron prestos en unas labradas sillas de madera ante una mesa a juego con motivos florales. El ágape esperaba.
Su conversación continuó un rato por los derroteros que había comenzado hasta que, terminado el almuerzo, los acompañantes de Vesperio abandonaron sin más el templete marchándose a sus quehaceres.
Vesperio, con una taza en la mano, contemplaba entonces el jardín tratando de descargar su melancolía.
La bruma del mediodía difuminaba las estatuas otorgándoles un fantasmal aspecto, y aquello relajaba su intelecto borrando también sus preocupaciones.
Una repentina voz a su espalda le sobresaltó:
—¿Hermano Vesperio?
Posó la taza en la mesa y miró.
Era un monje encapuchado.
—¡Hermano… —comenzó irritado Vesperio.
—Su Santidad Vesperio —atajó éste valerosamente—: sé que ésta es su hora de descanso diaria y que da órdenes tajantes de que no se le moleste, pero he de comunicarle buenas noticias.
—¿Buenas noticias?
—Sí, Su Santidad. Es acerca de los infieles.
—¿De los infieles? —Los ojos de Vesperio centellearon.
Levantándose rápidamente de la silla, cogió al monje por la mano y le acompañó solícito a un tallado balcón en la ladera del árbol desde donde Civitadeux les golpeó inclemente blandiendo todo el esplendor. El típico y despiadado impacto orfebre de un grácil ejercicio de arquitectura forestal capaz de convertir un agreste soto en una variopinta ciudad circunscrita alrededor de una gigantesca y colgante colmena de avispas verdes. Un lugar en donde cada árbol cubriera necesidades específicas propias de una ciudad: catedral, iglesias, capillas, y ciertos enclaves como hongos circundantes y piñas colgantes acogieran necesidades aún más perentorias como las cocinas o las residencias de los prosélitos. Todo un espectáculo capaz de paralizar a cualquiera… menos al führer de los bigotes.
Vesperio se apoyó en el balcón juntando sus manos en actitud de oración a la vez que decía:
—Y bien: ¿cuáles son esas noticias?
El monje contestó:
—Hemos descubierto el escondite de los infieles.
—¿Dónde? —preguntó Vesperio conteniendo su excitación.
Un despiadado golpe en la cabeza fue la respuesta. Perdiendo el conocimiento, cayó ingrávido al suelo ante la impertérrita figura de su anónimo visitante.

3

Quedaba poco tiempo para la misa nocturna.
La misa matutina, la diaria y ésta, se impartían en la Catedral de los Tubérculos y, al igual que en el resto de ocasiones, los monjes ascendían taciturnos a ella por la escalinata tallada en el roble. Portaban, sí, sus sempiternas y terroríficas antorchas de las narices mientras la humedad rezumaba por los nudos del gran roble y en el interior se terminaban los preparativos. Un grueso pliego de tela se había colocado a la altura del techo para que, una vez desenrollado, cubriera la vidriera que representaba al semidiós Vesperio. No había que escatimar detalles…
Acabado el trabajo, y mientras el resto de los acólitos se sentaban en el anfiteatro, los desconocidos recogieron cautelosamente sus escaleras y desaparecieron raudos.
Los monjes terminaron de llenar el recinto, el circular portón se cerró y comenzó finalmente la misa con una bellísima pieza coral escogida especialmente para la ocasión.
Llegada la exquisita ejecución a un momento álgido, cesó de golpe y todos aguardaron constreñidos el advenimiento de su Mesías.
Para decepción de aquellos que se turbaron en exceso, pues una vez turbado, más allá, sólo se puede estás más-turbado, Vesperio no apareció.
Los monjes se miraron unos a otros y el coro, extrañado, repitió enseguida la última estrofa del canto, temeroso de haber cometido algún error irreparable digno del magnicidio más imprevisto y espaldero.
Los encapuchados se unieron al canto, esta vez muuuucho más constreñidos, y, cuando éste cesó y ellos también debían de hacerlo, lo hicieron y esperaron como auténticos enanos mentales.
A pesar de ello, Vesperio continuó sin aparecer.
El bajo hermano Venancio cayó entonces en la cuenta del rodillo de tela que descansaba plegado por encima del púlpito, y de cuya colocación (posicional) en absoluto había sido informado.
También fue consciente del grueso cordón que pendía de él, a pesar de que el gordo hermano Vunípero no paraba de martirizarle con cuchicheos versados en ensayadísimos procedimientos de evacuación para situaciones de cagada total.
El murmullo aumentó entre los congregados.
Era algo así como una mezcla entre rumor y gorgoteo de tripas flojas.
Venancio subió dificultosamente al púlpito y tiró finalmente del cabo esperando desvelar aquel misterio de una vez por todas.
La tela se devanó.
Todos los monjes enmudecieron mientras el ensordecedor estruendo de instrumentos precipitándose contra el suelo les aflojaba del todo los vientres.
Vunípero no pudo por más que cubrir su boca totalmente aterrorizado.
Venancio, de la impresión, casi se cae del púlpito torciendo el gesto en una mueca imposible cercana a la apoplejía.
La tela mostraba este mensaje:
<<Tenemos al hermano Vesperio. Sólo será liberado si la congregación es disuelta y rehúsa a mantener su tirano gobierno>>.
Toda la catedral, indignada pero aliviadísima, se puso en pie jurando venganza.


[1] Sí, por los cojones.
[2] Ídem.
[3] Ídem de ídem.
[4] Ídem de ídem de ídem.
[5] Ídem de ídem de ídem de ídem.
[6] Palabra alemana cariñosa y divertida que significa "líder", utilizada para designar personajes tan cariñosos y ecuánimes como Adolf Hitler.

gracias
thanks
merci
go raibh maith agat
спасибо
dank
感謝
спасибі

(c) Rafael Heka ;-)

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