1
Los monjes caminaban frenéticamente entre
los túneles excavados en la madera, subían y bajaban las escalinatas talladas
en los árboles, y corrían chasqueando sus chanclos contra los pulidos suelos.
Todos ellos se dirigían a la Catedral de los
Tubérculos, una megaestructura erigida en el roble más grueso, alto y magnífico
de todo Verdol, a costa de infinitos trabajos de talla en la gran mayoría de
sus tupidas ramas y el sudor de un centenar de infieles desasnados.
No tenía una forma definida. Se confundía
con el roble salvo por la triple torre central de la que colgaban unas grandes
y relucientes campanas, haciendo intuir un interior ampliamente generoso a
juzgar por la miríada de acólitos que la invadían céleres precipitándose por
aquel redondo y minúsculo corredor de acceso.
El solemne tañido de las tres susodichas
campanas resonó súbitamente esparciendo reverberante una infección de euforia o
desasosiego.
El reptante flujo de individuos aceleró su
marcha.
Como era de esperar, las entrañas del
enclave nublaban aún más el raciocinio, presentando unos techos altísimos
incapaces de ser apreciados a simple vista a pesar de aquel permanente
crepúsculo multicolor y decorativo que otorgaban sus bellísimas vidrieras
alegóricas.
Tampoco parecía importarle mucho a los ya
presentes, su atención era otra. El redondo y escalonado foro central, a modo
de gradas, albergaba por lo menos un par de miles de nalgas monacales y otro
par más de miles de ocultas miradas clavadas en la figura que se apoyaba en el
curioso púlpito ubicado en el centro.
Este púlpito, con forma de lirio, coronaba
una pétrea escalera de caracol con una gruesa enredadera como barandilla, la
cual ascendía hasta colocar el estrado en una cristalera que representaba la
imagen del hermano Vesperio.
Los monjes, poco a poco, ocuparon finalmente
los escalones libres del anfiteatro mientras las ubicuas y amarillentas velas
les iluminaban tenuemente regalando una estampa de siniestra repetición en
masa.
Cuando ya todos estuvieron dentro, la gran
puerta circular rodó empujada por los acólitos solapándose con el resto de la
estructura. La entrada se selló.
Era el momento. Los monjes iniciaron
estáticos un salmo.
En el frontal, a los lados del púlpito, un
par de coros recogieron el murmullo y lo hicieron melodía hasta que, llegados a
una parte de ésta, los encapuchados corearon fuertemente:
—Verde
es el color, líbrenos Señor de otros colores.
Instantes después, el hermano Vesperio
ascendía al púlpito.
La canción terminó de inmediato.
El monje de luengos bigotes habló entonces
enfáticamente:
—Hermanos… Hace tan sólo unas horas he
sufrido un lamentable percance. Un lamentable percance, que vosotros
compañeros…, pudisteis contemplar.
>>De mis manos, ¡de vuestras manos!,
nos fue arrebatado un duende sumido, confundido, abocado diría yo…, al abismo
de la herejía.
>>De nuestras manos, hermanos…, fue
arrebatada la ocasión de hacerle ver la luz, de purificarle, de salvarle.
>>Pero no todo acaba ahí, ¡NO!
>>Las fuerzas del Mal, con su
repugnante inquina, no conformes con recuperar a uno de sus adeptos,
petrificaron mi sagrado cuerpo poniendo así en peligro mi sagrada vida. Una
vida dedicada a servir a Dindorx y a vosotros.
>>Gracias a mis plegarias, el Señor me
escuchó y rompió el maleficio[1].
>>Ved, hermanos: el Mal acecha, y ahora
lo hace desde el interior de nuestros propios muros. En nuestro más sagrado
santuario.
Vesperio tomó aliento.
El coro cantó de nuevo:
—El
Mal acecha.
>>El Mal nos quiere devorar.
>>Tan sólo la oración.
>>Nos podrá salvar[2].
Vesperio continuó:
—La oración, hermanos.
>>La oración… puede salvar vuestras
almas[3].
La oración me salvó a mí.[4]
La oración nos salvará a todos[5].
La oración, hermanos…, la oración.
>>Recemos juntos. —E imploró con las
manos.
Los encapuchados se levantaron. La catedral
vibró al clamor de los prosélitos.
2
El grueso hermano Vunípero, el bajo hermano
Venancio y führer[6]
Vesperio, caminaban por los tupidos Jardines de Musgo.
Esta vasta extensión de verdín cubría una
planicie situada en la copa de un gran castaño, dos árboles más allá del roble
en donde se ubicaba la catedral. Su forma era la de un damero circular.
El musgo había sido recortado, representando
en algunas de sus casillas a los ilustres monjes que habían ostentado el cargo
de presidente de la congregación. En la circular casilla central crecía, cómo
no, la figura del hermano Vesperio.
—¿Qué tal se encuentra, Hermano? —preguntó
el seboso Vunípero, dejando al descubierto su prominente papada.
Vesperio contestó:
—Bien, el discurso me ha cansado un poco.
Los acólitos, a veces, son difíciles de convencer y, la verdad…, los últimos
acontecimientos no nos han ayudado mucho. ¿Habéis hecho las averiguaciones,
Venancio?
—Sí, Su Santidad, pero no hemos encontrado
nada. El destacamento tercero y el batallón cuarto de avispas han regresado
hoy, y las noticias son desalentadoras: No han encontrado nada.
—Hermano Vunípero, ¿cómo va el departamento
de captación? —increpó secamente Vesperio.
—Mal, Señor. La población desciende cada vez
más, diríase que desaparece y, con ello, el número de adeptos a captar
disminuye.
—Tenemos que estudiar eso, hermanos. Desde
que derrocamos al rey de Verdol me juré llegar a las mismísimas puertas de
Blancualín en nuestra misión sagrada de cumplir los designios de Dindorx. ¡No
debemos flaquear!
Los monjes asintieron y caminaron diligentes
por el tupido jardín plagado de estatuas seto hasta llegar a un bonito templete
color caqui.
Allí se acomodaron prestos en unas labradas
sillas de madera ante una mesa a juego con motivos florales. El ágape esperaba.
Su conversación continuó un rato por los
derroteros que había comenzado hasta que, terminado el almuerzo, los
acompañantes de Vesperio abandonaron sin más el templete marchándose a sus
quehaceres.
Vesperio, con una taza en la mano,
contemplaba entonces el jardín tratando de descargar su melancolía.
La bruma del mediodía difuminaba las
estatuas otorgándoles un fantasmal aspecto, y aquello relajaba su intelecto
borrando también sus preocupaciones.
Una repentina voz a su espalda le
sobresaltó:
—¿Hermano Vesperio?
Posó la taza en la mesa y miró.
Era un monje encapuchado.
—¡Hermano… —comenzó irritado Vesperio.
—Su Santidad Vesperio —atajó éste
valerosamente—: sé que ésta es su hora de descanso diaria y que da órdenes
tajantes de que no se le moleste, pero he de comunicarle buenas noticias.
—¿Buenas noticias?
—Sí, Su Santidad. Es acerca de los infieles.
—¿De los infieles? —Los ojos de Vesperio
centellearon.
Levantándose rápidamente de la silla, cogió
al monje por la mano y le acompañó solícito a un tallado balcón en la ladera
del árbol desde donde Civitadeux les golpeó inclemente blandiendo todo el
esplendor. El típico y despiadado impacto orfebre de un grácil ejercicio de
arquitectura forestal capaz de convertir un agreste soto en una variopinta
ciudad circunscrita alrededor de una gigantesca y colgante colmena de avispas
verdes. Un lugar en donde cada árbol cubriera necesidades específicas propias
de una ciudad: catedral, iglesias, capillas, y ciertos enclaves como hongos
circundantes y piñas colgantes acogieran necesidades aún más perentorias como
las cocinas o las residencias de los prosélitos. Todo un espectáculo capaz de
paralizar a cualquiera… menos al führer de los bigotes.
Vesperio se apoyó en el balcón juntando sus
manos en actitud de oración a la vez que decía:
—Y bien: ¿cuáles son esas noticias?
El monje contestó:
—Hemos descubierto el escondite de los
infieles.
—¿Dónde? —preguntó Vesperio conteniendo su
excitación.
Un despiadado golpe en la cabeza fue la
respuesta. Perdiendo el conocimiento, cayó ingrávido al suelo ante la
impertérrita figura de su anónimo visitante.
3
Quedaba poco tiempo para la misa nocturna.
La misa matutina, la diaria y ésta, se
impartían en la Catedral de los Tubérculos y, al igual que en el resto de
ocasiones, los monjes ascendían taciturnos a ella por la escalinata tallada en
el roble. Portaban, sí, sus sempiternas y terroríficas antorchas de las narices
mientras la humedad rezumaba por los nudos del gran roble y en el interior se
terminaban los preparativos. Un grueso pliego de tela se había colocado a la
altura del techo para que, una vez desenrollado, cubriera la vidriera que
representaba al semidiós Vesperio. No había que escatimar detalles…
Acabado el trabajo, y mientras el resto de
los acólitos se sentaban en el anfiteatro, los desconocidos recogieron
cautelosamente sus escaleras y desaparecieron raudos.
Los monjes terminaron de llenar el recinto,
el circular portón se cerró y comenzó finalmente la misa con una bellísima
pieza coral escogida especialmente para la ocasión.
Llegada la exquisita ejecución a un momento
álgido, cesó de golpe y todos aguardaron constreñidos el advenimiento de su Mesías.
Para decepción de aquellos que se turbaron
en exceso, pues una vez turbado, más allá, sólo se puede estás más-turbado,
Vesperio no apareció.
Los monjes se miraron unos a otros y el
coro, extrañado, repitió enseguida la última estrofa del canto, temeroso de
haber cometido algún error irreparable digno del magnicidio más imprevisto y
espaldero.
Los encapuchados se unieron al canto, esta
vez muuuucho más constreñidos, y, cuando éste cesó y ellos también debían de
hacerlo, lo hicieron y esperaron como auténticos enanos mentales.
A pesar de ello, Vesperio continuó sin
aparecer.
El bajo hermano Venancio cayó entonces en la
cuenta del rodillo de tela que descansaba plegado por encima del púlpito, y de
cuya colocación (posicional) en absoluto había sido informado.
También fue consciente del grueso cordón que
pendía de él, a pesar de que el gordo hermano Vunípero no paraba de
martirizarle con cuchicheos versados en ensayadísimos procedimientos de
evacuación para situaciones de cagada total.
El murmullo aumentó entre los congregados.
Era algo así como una mezcla entre rumor y
gorgoteo de tripas flojas.
Venancio subió dificultosamente al púlpito y
tiró finalmente del cabo esperando desvelar aquel misterio de una vez por
todas.
La tela se devanó.
Todos los monjes enmudecieron mientras el
ensordecedor estruendo de instrumentos precipitándose contra el suelo les
aflojaba del todo los vientres.
Vunípero no pudo por más que cubrir su boca
totalmente aterrorizado.
Venancio, de la impresión, casi se cae del
púlpito torciendo el gesto en una mueca imposible cercana a la apoplejía.
La tela mostraba este mensaje:
<<Tenemos al hermano Vesperio. Sólo
será liberado si la congregación es disuelta y rehúsa a mantener su tirano
gobierno>>.
Toda la catedral, indignada pero
aliviadísima, se puso en pie jurando venganza.
[1] Sí, por los cojones.
[2] Ídem.
[3] Ídem de ídem.
[4] Ídem de ídem de ídem.
[5] Ídem de ídem de ídem de ídem.
[6] Palabra alemana cariñosa y divertida que significa
"líder", utilizada para designar personajes tan cariñosos y
ecuánimes como Adolf Hitler.
gracias
thanks
merci
go raibh maith agat
спасибо
dank
感謝
спасибі
спасибі
(c) Rafael Heka ;-)
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