Frente a ellos se extendía la más vasta
extensión de agua que jamás un duende divisara.
Barael, profano en mares, playas, y con los
pies desnudos, disfrutaba dibujando huellas azuladas en la finísima arena
mientras Azí hacía lo propio brincando y cabrioleando.
—¡Mira! —dijo el pequeño señalando hacia el
mar—. Ézoz zon loz dezcenzorez de concha. Con elloz ze baja a Azuria.
Barael caminó unos pasos en la dirección
indicada y, efectivamente, la playa terminaba bruscamente allí, sobre unas
estructuras de madera azul en forma de grúa: los descensores.
De las cabezas de estas grúas pendían,
adheridos a gruesas cadenas, unos habitáculos muy particulares divididos en
tres partes:
Un techo superior, construido con una gran
concha marina agujereada; una gran y trasparente esfera en todo el centro con una
puerta de acceso; y una base inferior, también de concha, de la que colgaba una
férrea cadena con una gran perla celeste haciendo las labores de contrapeso.
Los descensores, en su mayoría, subían y
bajaban incesantemente ofreciendo una machacante sinfonía de cadenas
agitándose. Como maestros de ceremonias y fuerza bruta laboral, unos fornidos y
semidesnudos duendes azules se bronceaban a la fuerza del trabajo, mostrando
sudorosos sus tatuados torsos, cabezas y pies. Solamente unas ajadas bermudas
de algas marinas cubrían lo que laboralmente no había de mostrarse por respeto
a los clientes[1].
Azí miró a Barael y, viendo su cara de
asombro, le dijo con los ojos desorbitados:
—Venga ¡Vamoz a montar!
—Un momento, un momento… —exclamó Barael un
poco acojonado tras contemplar la sencillez con la que bajaban los duendes en
los descensores y se sumergían en las oscuras profundidades—. Aquí hay algo que
no cuadra. Yo no sé vosotros, pero en lo que a mí respecta, aún no respiro bajo
el agua.
—No te haz de preocupar por ezo. Eztoz
dezcenzorez zon mágicoz; en zu caída, hacen que tu cuerpo ze acoztumbre a la
rezpiración acuática. Venga, vámoz. —Y el alegre y risueño Azí echó a correr
por la playa en dirección al descensor libre más cercano.
Bueno,
pensó Barael, eso de que no me he de
preocupar, ¡unos cojones! Que mi padre murió en la bañera de una mierda de
estornudo. Menudo hostión se dio contra el grifo. Luego al agua y muertecico
ahogado. No, no, cuidadito; que en aquella bañera no habría dos palmos de agua
y aquí abajo vive hasta gente y todo.
Adosado a la grúa a la que se acercó Azí
había dos manivelas con las que se subía y bajaba el descensor. Agarrando estas
manivelas, unos estirados duendes vestidos de mayordomo les aguardaban.
Uno de ellos les explicó que la magia del
descensor estribaba en capacitar adaptativamente al pasajero a la respiración
marina mediante un sencillo proceso de inundación progresivo de la cabina.
Según el habitáculo descendiera y ésta se fuera llenando, el duende iría progresivamente
adaptándose a respirar mar. Una vez el descensor inundado por completo, el
individuo respiraría agua con tanta normalidad como un pezón[2].
Cuando se sube de Azuria a Azpiñón, el
proceso se invierte y el duende puede respirar el aire como antes.
—¿Y no falla nunca? —preguntó Barael a
título informativo.
—Muy rara vez —contestó el otro
descensorista—. Bueno, miento, el otro día cascó uno de la impresión; porque
respirar, respiras, pero la altura acojona de narices, ja, ja, ja. Con decirle
que yo bajo sin mirar.
Claro, explicadas las cosas así, huelgan las
desconfianzas. Así que mientras que el primer descensorista y Azí arrastraban a
un enajenado y pataleante Barael al interior del descensor, el otro habría la
portezuela con una sonrisa de oreja a oreja deseándoles buen viaje.
Una vez dentro, y mientras Barael se dejaba
las uñas contra el cristal implorando clemencia, los descensoristas comenzaron
a bajarles accionando pausadamente las manivelas con un semblante agradable, un
silbar consolador y la concisa y correcta recomendación gestual de que no
miraran hacia abajo si no querían cagarse de miedo.
* * *
Como le fue explicado, el agua penetró
gradualmente por los orificios inferiores hasta cubrir por completo el
descensor.
A principio, la sensación para ambos duendes
fue extraña y, por unos instantes, no pudieron respirar. Tras un breve lapso de
tiempo, sus pulmones recobraron la normalidad.
Ya más calmado, y desoyendo la asustadiza
recomendación de no mirar (broma típica, por cierto, de descensoristas a
turistas novatos), Barael se acercó al cristal.
Totalmente asombrado, y entre impresionantes
arrecifes de coral, pudo ver cómo infinidad de coloridas formas de vida le
mostraban su esplendor otorgando de imborrables impresiones sus inexpertas
retinas. Al fondo, majestuosa, aguardaba misteriosa la iluminada ciudad de
Azuria.
Qué de leyendas se decían de ella.
Qué de maravillas.
Innumerables conchas provenientes de
diversas variedades de moluscos y otros seres marinos gigantes hacían las
labores de vivienda, apuntalando así la identidad arquitectónica de sus muros.
Los artesanos duendes azules, como aporte individual y artístico, tallaban sus
respectivos hogares con bellos motivos tribales en un acto cultural de
aportación comunitaria capaz de generar una entidad artística individualizada y
definida.
De sus puertas y ventanas brotaban luces
brillantes que bailaban al compás de las mareas con los tenues fuegos
mortecinos que salpicaban la urbe en su particular lluvia de estrellas.
Todas esas viviendas, todas esas pequeñas
maravillas labradas, fruto del esfuerzo y la imaginación, se agrupaban
alrededor de una suave colina al amparo de un enorme y deslumbrante coral azul.
—¿Qué es aquello? —preguntó Barael al dar
cuenta de él.
—Aquello ez el majeztuozo Palacio de Coral.
La morada de Azión. Míralo: ¡Qué ezpectáculo!
—¿Por qué brilla tanto?
—Porque en zu zuperficie, entre la
inmenzidad de zuz recovecoz coralinoz, viven cientoz de luciérnagaz marinaz.
Barael se apoyó en la pared del descensor y
siguió mirando la fantástica ciudad. Se notaba la vida, aunque no se apreciara
bien.
Fijando la vista a lo lejos, muy apartado
del núcleo urbano, le pareció distinguir un riachuelo de duendes encaminándose
a un solitario promontorio.
Sin darle tiempo a exhalar su siguiente
pregunta, una sacudida le sobresaltó: habían llegado al fondo.
El descensorista de turno les abrió la
puerta y salieron.
Desde allí, la perspectiva visual al mirar
hacia arriba era la de encontrarse bajo un precipicio muy alto del que colgaban
muchos sedales gigantes de pesca.
Una visión tan cautivadora como realmente
escalofriante si hubiera especies lo suficientemente grandes como para aceptar esos cebos[3].
—Bien, ¿y ahora? —preguntó Barael.
—Ahora ezpérame aquí. Aunque el Caztillo de
Coral parezca eztar cerca, no ez azí; necezitaremoz ayuda.
—¿Ayuda?
—Ajá, ezpérame. —Y se marchó ufano a unas
concurridas cuevas excavadas en la ladera del precipicio.
Barael decidió distraerse contemplando a un
personal bien variopinto y pintoresco.
Tenías desde el pobre comerciante de Azpiñón
con problemas para controlar sus garrafas de vino, hasta la bella duende de
sugerente bikini que se marchaba nadando como si tal cosa.
También había ejecutivos, nietos de ciclistas disfrazados de toreros,
ediles socialistas, putones verbeneros, peluqueros de esos que se llaman
estilistas. Musculitos. Posturitas. Cronistas carroñeros. Ja, ja.
Vamos que como diría un gran autor de
vuestro pueblo:
—Carajo, estaban todos menos tú[4].
También había muchos puestos en donde los
vendedores lanzaban a voz en grito el precio de sus mercancías:
—¡Llévese una buena réplica del Castillo de
Coral! —decía uno desde la concha de un cangrejo ermitaño.
—¡Jamón de atún!, ¡Ahumado!, ¡Espina negra!
—profería otro entre las valvas de una gigantesca almeja.
—¡Algas dulces! —chillaba un tercero desde
un coral verde fosforescente, rebosante de niños golosos.
—¡Paté de calamar! —aclaraba alguien subido
en una estrella de mar.
—¡Prffffffff… —explotó estridentemente el
relincho en la oreja izquierda de Barael.
El duende se dio la vuelta con los puños
preparados para el combate, descubriendo a su diminuto compañero a horcajadas
sobre un extraño animal marino. Traía otro para él.
—Lo ziento, amigo; ¡zube! — le cortó Azí en
una de aquellas espontáneas intervenciones que incitaban al asesinato con
ensañamiento.
—¡¿Qué son estos bichos?! —preguntó Barael.
—Hipocampoz[5]
—respondió Azí —. ¡Y no loz inzultes! Pobrecitoz…
—¡¿Hipocampoz?!
—No, hipocampoz. ¿Zabez?, ya me eztáz
empezando a tocar los huevoz. Como zigaz azí me veré obligado a decidte un pad
de cozaz.
Barael se aguantó el descojono y dejó que el
muchacho se explicase.
—Penzé que, como el camino va a zer algo
largo, y tienez priza, lo mejor era alquilar eztoz caballoz de mar.
Barael asintió no sin dejar de reafirmase en
la opinión de que eran unos seres extraños; sobre todo, después de estar un
buen rato intentando montar en el suyo.
Ya en sus cabalgaduras y con las bridas bien
agarradas, pusieron rumbo a la ciudad.
* * *
En unas horas llegaron a Azuria. El terreno
era difícil pero los hipocampos se portaron muy bien. Lo único que sufrió allí
fueron los riñones de Barael.
De cerca, la metrópoli era mucho más bella.
Los trabajos de talla en las conchas eran magníficos. Se diría que databan de
centurias a juzgar por la minuciosidad de motivos y cenefas.
A los lados del camino flotaban unas esferas
de cristal, en cuyo interior ufanas luciérnagas realizaban su trabajo.
Barael, de vez en cuando, preguntaba a los
duendes que encontraba la respuesta al acertijo. Estos no le contestaban.
Algunos incluso le miraban de mala gana.
Cabalgando, cabalgando, terminaron la ciudad
topando con una bifurcación.
Los hipocampos encogieron sus colas y se
pararon.
Barael tiró de las bridas diciendo:
—Y ahora ¿por dónde?
—Por la deredcha —respondió Azí—. Zi
cogiéramoz el camino de la izquierda noz dirigiríamoz a laz Minaz de Perla.
—¿Minas de Perla?
Azí le miró amenazante:
—Zí, allí ez en donde ze cultiva y ze
eztraen laz perlaz azulez. Venga, vamoz. Ahora noz ezpera lo máz duro.
Los duendes trotaron duramente por la
escarpada ladera de la montaña camino del Castillo de Coral.
A medida que ascendían, la vegetación y la
fauna marina se fueron haciendo más abundantes mientras que los peces y
crustáceos que les salían al paso asombraban por su extrañeza. Muchos de ellos
emitían luz. Luz que solía brotar de largas protuberancias verrugosas.
Las viviendas dejaron de hacerse frecuentes
hasta que llegados a un punto, desaparecieron por completo.
Ya cerca de la cumbre, la presencia del
castillo era imposible de ocultar. Su fulgor lo precedía como un maravilloso
heraldo.
Arriba ya, tras recomponerse los doloridos
bajos, lo observaron en todo su esplendor.
Sorprendentemente para Barael, no tenía nada
que envidiar al Castillo de Harina.
(c) Rafael Heka
(c) 33 Ediciones
¿Más?:
[1] Bueno, aquí, la verdad, es que si hacemos caso a
la leyenda, sentiríamos congoja y desazón al contemplar las dimensiones de los
monstruosos miembros viriles de los duendes azules. Dados los desmayos y las
múltiples confusiones con las gruesas maromas de trabajo se acordó tapar
semejantes aberraciones en pos de la cordura general y la seguridad laboral. Y
todo por una puñetera gracia de Dindorx, que quiso dotarles de un timón de proa
para nadar. Ya sabéis el chiste: está un duende amarillo y un duende azul
meando en un río y dice el duende amarillo: —Pues sí que está fría el agua sí.
y responde el duende azul: —Y profunda… En fin, que pueden plantar nabos sin
agacharse, los pavos.
De todas formas, sabed
que nos adentramos en un territorio peligroso: Pepinos de mar, tiburones,
almejas… ya me entendéis.
[2] Pez enorme muy apreciado en Azuria, sobre todo
por los duendes masculinos.
[3] Hombre, y claro que en esos mares hay especies
capaces de merendarse apetitosos duendes crudos, pero si pensáramos todos los
días en semejantes trivialidades no cogeríamos ni un autobús, ni un metro, ni
una bicicleta, ni…
[4] Título de la canción parafraseada en el párrafo
de arriba, del cantautor y poeta Joaquín Sabina.
[5] Vamos, caballos de mar.
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