Cuando Barael se despertó se descubrió
tumbado sobre fina arena blanca bajo la ladera del Monte Brecio. Asombrado, se
levantó de golpe y miró a su alrededor.
¿Qué
demonios…? pensó aturdido mesándose la frente. A estas horas tendría que estar “trabajando”. Y de repente le asaltó
el recuerdo del sueño con Dindorx y su providencial intervención.
Redescubriendo gratamente la situación en
que se encontraba, miró tranquilamente hacia el lugar en donde había
despertado. A su lado, también calmo, descansaba un pequeño zurrón de color
blanco.
Desperezándose a placer, se quedó mirando al
Monte Brecio. No era un espectáculo que se pudiera ver todos los días.
Recibirlo así, impresionante, le hizo reflexionar en lo insignificante que
podía llegar a ser un simple duende. Y es que la gigantesca montaña, de dura
caliza blanca, se erigía vasta y majestuosa perdiéndose en una bruma neblinosa
como un inexpugnable coloso intratable y esquivo.
En aquel arenoso lugar, a diferencia de como
ocurriera en Blancuol todos los días
del año, no nevaba. Una situación que le resultaba extraña incitándole a
mirarse constantemente las manos vacías bajo el límpido sol que lo deslumbraba.
Terminó de estirarse y se acercó al bolso
sentándose en la arena junto a él.
Al abrirlo y mirar en su interior descubrió
dichoso diversos alimentos: Frutas, panecillos, cecinas. Acelerado, cogió un
bollo y comenzó a engullirlo ansiosamente. Después se comió un par de plátanos,
otro bollo, un trozo de queso, medio chorizo, qué sé yo. Lo cierto es que aquel
pobre desgraciado hacía demasiado tiempo que no recordaba un placer tan grande
como el que estaba experimentando en ese momento.
Mientras devorayunaba, contemplaba sin mucho
interés el horizonte. Al fondo, muy al fondo, barriéndolo todo de oeste a este,
pareció llegarle la difusa visión de una delgada línea oscura.
Aquello
debe de ser el Muro de los Colores, pensó.
Terminó el mendrugo de pan, cerró la bolsa
y, desabrochándose la camisa, dejó al descubierto el medallón.
Lo miró fijamente unos instantes como si
nunca antes lo hubiera visto. Ahora sí que parecía un objeto digno de una
epopeya: brillaba espléndido a la luz directa de los rayos del sol dejando
distinguir perfectamente toda su bella complejidad marcada por compartimentos,
runas, labrados y complejos estríes de maestra orfebrería realizados en su
elegante y aterciopelado metal acerado.
Cogió un puñado de arena del suelo, abrió la
compuerta de cristal de uno de sus huecos y la introdujo dentro.
Cerró posteriormente la pestaña de cristal y
devolvió la arena que sobró a tierra.
—Bueno, ya sólo quedan cinco —dijo risueño
mientras metía la mano en el bolso de su raída levita topándose con el dado.
Al sacarlo, descubrió que no era como todos
los demás; sus caras, en lugar de mostrar números, lucían tintadas de colores:
rojo, azul, amarillo, negro, verde y, por supuesto, blanco.
Lo miró y dijo:
—Amigo, creo que me serás de mucha utilidad.
Dindorx dejó sobre la mesilla de noche la
monstruosa guía titulada: “Mujeres: ¿cómo y por qué?”, miró hacia abajo de
soslayo retirando un par de centímetros sus diminutas gafas de lectura y esbozó
una sonrisa.
El duende, ajeno por supuesto a todo esto,
se metió de nuevo el dado en el bolsillo, se cargó encantado el zurrón de los
placeres y las capacidades insondables, y puso rumbo en dirección a esa fina
línea oscura que le lanzaba ojitos desde el horizonte.
* * *
Barael caminó toda la mañana y parte de la
noche hasta llegar ante un recio y oscuro muro de piedra políticamente[1]
interminable y de color indefinible.
Como estaba cansado, se sentó en un suelo
pedregoso e incómodo y se dispuso a cenar.
Abrió el morral y, de entre el montón de hipnóticas
viandas, por fin atinó a descubrir que había también un ajado pergamino junto a
dos bocadillos enormes de mortadela con mermelada de frambuesa[2].
Cuidadosamente, lo desplegó.
Era un mapa del Continente Estrellado.
Dindorx puso atención. La verdad es que el
interminable e incomprensible capítulo “Cómo hacer feliz a especímenes galácticos
del género femenino” se le estaba atragantando un poco. Con lo corto que había
sido el del género masculino. Una línea tenía[3]
nada más.
Volviendo al mapa, en él decir que se podían
distinguir claramente las cinco regiones de color (ocupando las cinco puntas
del Continente Estrellado) circundando a un Blancualín separado de ellas por
una gruesa muralla circular.
Aquella muralla en la que ahora se
encontraba Barael, era ya, sin lugar a dudas y como rezaba el mapa, El Muro de
los Colores.
Había
un hecho curioso: Las fronteras de los países de color estaban bien marcadas,
mientras que su geografía, tanto física como política, no. Esto no sucedía en
Blancualín, en donde se podía diferenciar todos los lugares conocidos por
Barael: El Monte Brecio, la ciudad de Blancuol, las minas de azúcar de Bernia,
los recintos del Castillo de Harina, el Bosque Gris, etc.
Aunque no lo sabía, el mapa que tenía entre
sus manos lo había dejado Dindorx en su macuto y era mágico. Sólo mostraría
aquello que fuera conociendo Barael o aquello que le interesara a Dindorx que
apareciese.
Un poco desconcertado, lo guardó y se comió
tan pancho los dos bocadillos de mortadela con mantequilla.
Cuando terminó, se acurrucó en el muro. Al
poco rato se quedó dormido.
Dindorx, decepcionado, volvió a su aburrido
mamotreto: apartado 3758 - ¿Por qué hagas lo que hagas para una mujer, no es
suficiente o no está bien hecho? Punto 1 de 10.354.
* * *
El cálido sol de la mañana lo despertó.
Se levantó, se desperezó y se dio cuenta de
que el muro en el que había permanecido recostado toda la noche era de una
tonalidad verdosa.
—Este debe ser el muro de país de los
duendes verdes. Me pregunto por dónde se entrará.
Dindorx no podía creer lo melón que estaba
resultando este muchacho:
—Por la puerta, hijo… —le susurró al
subconsciente de Barael intentando conseguir la distracción adecuada capaz de
hacerle cerrar el puñetero librito de autoayuda matrimonial.
El duende escuchó el comentario, lo
racionalizó como mensaje de su conciencia, lo archivó, miró embobado un largo
rato al muro y, por lo pronto, se puso a desayunar.
Cuando terminó, aún con la cara manchada de
crema pastelera y chocolate, tomó consciencia de una puñetera vez de que su
aventura debía de comenzar cuanto antes aunque no supiera por dónde y se
preguntó de nuevo: ¿Cuál será el país que me revelará el secreto primero?
Por primera vez, Dindorx se lo pensó
también.
El muchacho sacó el dado de colores del
bolso de su raída levita y, batiéndolo entre las manos, lo sopló y lo lanzó al
suelo.
Dindorx chasqueó los dedos.
El dado giró, trotó y botó, hasta quedar
parado con su cara azulada en todo lo alto.
El duende lo recogió, se lo guardó de nuevo
en el bolso y sacó el mapa.
El país de los duendes azules se encontraba
al norte del país de los duendes verdes.
Allí se dirigió.
* * *
El muro que previamente luciera de un color
verde intenso, casi sin darse uno cuenta, fue tornándose azul.
Cuando ya no pudo ser de un azul más bello y
penetrante, Barael llegó a un gran portón de madera también azul, flanqueado
por dos duendes de azulada, tosca y ligera vestimenta compuesta por chaleco,
pantalones pirata con cinturón-cuerda, gruesas botas azuladas y unos divertidos
gorros de marinero a rayas azules.
Uno era alto y delgado. El otro, bajito y
regordete.
Su abundante pelo, tanto en el descubierto
pecho, como en la cabeza, como en sus cortas barbas, era de un azul
electrizante.
El portón tenía tallado un montón de motivos
relacionados con el mar. El arco que servía de marco semejaba, tal cual, dos
potentes olas que en todo lo alto se encontraban acunando en la espuma de su
rompiente una bonita concha de almeja gigante.
También en el centro del portón, y a modo de
sello, se había tallado una concha como la que coronaba el arco, aunque más
grande. Alrededor de ella, terminando de dar así un aspecto majestuoso a todo
el pórtico, fluían infinidad de animales acuáticos que Barael no supo
distinguir. Había graciosos y briosos caballos de mar, peces globo, estrellas
marinas, moluscos, corales. Uno podía sentarse allí y pasarse una tarde
admirando la belleza de aquellos interminables grabados, descubriendo asombrado
cómo, al volver la mirada en su despedida, aún le quedan bellezas con las que
maravillarse.
Los duendes azules, al verle llegar, le
interrumpieron el paso.
—Hola —les dijo Barael.
—Hola —respondieron al unísono en su idioma
natal.
—¿Cómo decís? —preguntó extrañado el duende
blanco.
—Hemos dicho: Hola —contestaron nuevamente
los duendes azules.
—Sigo sin entenderos —repitió Barael.
Los dos duendes lo miraron bien, se miraron
el uno al otro y dijeron:
—Lo que tú quieres decir es: Hola.
—Eso es —respondió contento Barael tras ser
por fin recibido con palabras de su propio idioma—. ¿En qué idioma me
hablasteis antes?
Los dos duendes se acercaron y le explicaron
que hablaban en el idioma Azul y que todos los duendes de Azulindia, a
excepción de ellos dos que sabían algún idioma más por trabajar en la frontera,
hablaban el Azul.
A Barael le pareció muy extraño que no todo
el mundo hablara como él. Al fin y al cabo, ellos, los duendes blancos, habían
sido los que habían marcado las normas en el Continente Estrellado.
Recordando triste y fugazmente en lo que se
había convertido su desolado país, dijo en su idioma natal:
—Necesito visitar vuestro país.
—¡¿Un duende blanco visitando Azulindia?!
—exclamaron ambos duendes en un Azul intenso.
—Lo siento, pero no os entiendo...
—Sí, disculpa —dijeron—, pero es que después
de lo que ha sucedido en Blancualín, y tras lo que ha llegado a nuestros oídos
que le ha sucedido a “vuestro rey”, no me parece que llegues a ser muy bien
recibido aquí dentro.
—Lo sé, pero para poder restaurar el orden
en mi pueblo he de ver a la persona más sabia de Azulindia. Vengo en una misión
secreta y de mí depende el destino de todos los duendes del Continente
Estrellado.
—MAL, MAL —exclamó Dindorx para sí—. Así vas
a llevar hostias hasta en el carnet de identidad.
Los dos duendes se volvieron a mirar y le
dijeron:
—Está bien, puedes entrar, pero no así
vestido: Hay normas, y después de lo que ha pasado, más. Espera.
El duende alto y delgado se acercó al muro
y, haciendo algo que Barael no apreció, consiguió que se abriera una pequeña
oquedad.
La traspasó, saliendo al poco rato con unos
trapos en las manos.
—Toma —le dijo—: Cámbiate de ropa.
Barael recogió el presente y se quedó
mirándolos con cara de tonto.
—¡Ah, ya! —comprendió el bajo y gordo—. Date
la vuelta —le dijo a su compañero.
Los dos duendes azules se volvieron. Barael
se quitó sus raídas ropas grises, las metió en su bolsa y se puso unas calzas
azules, un jersey a rayas azules y un gorro de rayas también azules. En sus
pies se puso unas bellas botas, también de color azul...
Cuando terminó, dijo:
—Muy bien, ya estoy.
—De acuerdo —dijeron los duendes mientras le
juzgaban con la mirada—. La verdad es que estás muy bien, si no fuera por el
pelo, claro.
—¿Mi pelo? ¿Qué le pasa a mi pelo?
—No, nada, que es un poco blanco.
Barael prefirió no contestar, menuda
gilipollez; la verdad es que pensaba que para pelos blancos…, vamos, que no
contestó.
—Bueno, no te preocupes. No pasa nada
—dijeron.
—Bien. Entonces, ¿ya puedo entrar?
—No —respondió el duende bajo y gordo.
—¿Por qué? —preguntó impaciente el duende
blanco.
—Porque no puedes entrar en Azulindia
hablando en Blanco. No entenderías a nadie y, peor aún, nadie te entendería.
El regordete duende metió uno de sus
rechonchos dedos en un diminuto bolsillo que tenía a un lado del chaleco y sacó
un minúsculo saco de tela azul claro. Lo abrió, extrajo de él una ínfima bola
azul y se la dio a Barael.
—Ten, mastícalo —le dijo.
Barael cogió la bola, se la introdujo en la
boca y masticó. Era un chicle. Un chicle con un sabor como a ciruelas.
—A ver —comenzó el duende más alto— ¿Cómo te
llamas?
—Barael —respondió éste en un Azul muy
pálido.
Los duendes movieron la cabeza en signo de
desaprobación y le dijeron:
—Sigue masticando.
Barael, sin saber muy bien en qué consistía
aquello, les hizo caso.
Al cabo de un rato, los dos duendes le
repitieron:
—A ver, ¿cómo te llamas?
—Barael. Ya os lo he dicho.
—Bien —se dijeron el uno al otro—, ahora
puedes pasar.
—Oh —contestó Barael dándose cuenta—. Estoy
hablando Azul, ¿verdad?
—Sí, estás hablando Azul, amigo —le
respondieron.
—¿Cómo es posible? —preguntó Barael.
El delgado le respondió encantado. Hacía
tanto que no lo explicaba, que le resultaba placentero poder demostrar a
alguien su exquisita erudición en temas azules:
—Porque la saliva segregada al masticar el
chicle ha teñido tus cuerdas bocales de color azul a la vez que el vapor
desprendido por tu garganta ha realizado el mismo trabajo con tus tímpanos. De
ahora en adelante, siempre podrás hablar Azul y escucharlo perfectamente.
—Entonces, ¿no necesitaré ningún chicle más?
Los dos duendes se echaron a reír ante su
ignorante ingenuidad y le contestaron:
—No, no has de preocuparte. A partir de
ahora podrás hablar Azul todas las veces que quieras. Ya nunca se te olvidará.
—Muchas gracias. ¿Cómo podré pagaros?
—De ninguna forma, amigo. Conque no te metas
en muchos líos por ahí dentro nos es suficiente.
El duende regordete se acercó a un curioso
artilugio enclavado en el muro que había pasado desapercibido a los ojos de
Barael. Estaba formado por un gran balón de cristal relleno de un líquido azul,
al que llegaba (en su cénit superior) y del que partía (en su polo inferior) un
curioso serpentín.
La sección superior del serpentín, llena
también de líquido azul, ascendía y ascendía hasta llegar a lo alto del muro,
perdiéndose posteriormente en el interior de Azulindia.
La sección inferior, vacía, hacía lo propio
hasta enterrarse en el suelo.
Ambas secciones estaban sujetas y conectadas
al globo de cristal por unas gruesas espitas o llaves de paso mientras que el
balón, a su vez, estaba adherido al muro mediante un grueso tubo de cristal.
—Un momento, una última cosa —pidió Barael.
—¿Sí? —preguntaron los dos duendes.
—¿Cómo os llamáis?
—Yo, Azurín —dijo el alto y delgado.
—Yo, Azurón —contestó el bajo y gordo.
—Gracias amigos, ya podéis abrir. —Y se
acercó al portón.
Azurín se colocó a un lado de Barael
mientras Azurón accionaba la espita que vaciaba el globo de cristal.
El líquido azulado comenzó su carrera por el
tortuoso serpentín en dirección al suelo mientras unos sonidos como rugir de
tripas emergían desde el interior del muro.
El
sonido se hizo más fuerte hasta que se oyó un “crack” y el portón se abrió
desprendiendo una azulada luz, cegando momentáneamente los ojos del duende.
El globo se quedó vacío del todo cuando las
dos alas del portón terminaron su apertura.
Barael dio un paso al frente a la vez
Dindorx, que aún intentaba terminar con su particular libro de las
pesadillas levitando sobre las yemas de sus dedos, parpadeaba haciéndolo
cenizas. Sus últimas frases le habían cabreado de verdad. 25.568 páginas para
acabar con un:
<<Todo lo que acabas de leer
posiblemente no sirva para nada. Cualquier ser del género femenino es un
misterio en sí mismo capaz de enloquecer a aquel incauto que se adentra en el
inacabable trabajo de intentar comprender sus razonamientos existenciales. Para
ampliar este tema puede leer nuestros siguiente éxitos: “Doctor, ¿qué me pasa?:
comprendo a mi esposa”, “No me entiendo: ¿seré mujer?” o el best-seller del
momento: “¿Por qué no hay gatos machos de tres colores?>>.
Que los dioses nos asistan…
[1] Tanto de izquierdas a derechas como de derechas a
izquierdas, ja, ja, ja. Bueno, es malo ¿y qué? Cuenta tú la historia, no te…
[2] Asquerosos, totalmente de acuerdo; pero los
designios insondables de la psique de los zurrones de alimentación continua es
uno de los 13 misterios irresolubles del multiverso cordal omniconclusivo. Las
quejas, al maestro armero.
[3] Copulando. Esa era la escueta palabra que
contenía la inmensa página en blanco. Contenía también una sentencia secundaria
tan escueta como la primera por si fallaba ésta: Comiendo.
(c) Rafael Heka
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