jueves, 11 de agosto de 2016

Lineal C Serial 09: Alfa


Los Craenarium nos miraron. De hecho, no nos habían quitado ojo de encima mientras disfrutaban del festín.
Mientras Sag gruñía esperando una señal, y Vanesa, ajena a todo, seguía y seguía gritando, fijaron objetivos.
El Jardinero, muy lentamente, se adelantó blandiendo su luminoso bastón.
Los Craenarium se apartaron un poco: les hacía daño la luz.
Mientras lo hacían, el primero, el que mató a Jorge, estiró un tentáculo y cogió a Vanesa por una muñeca.
El Jardinero le cogió rápidamente un tobillo y clavó el bastón entre él y los Craenarium.
Sag y yo permanecíamos expectantes.
El Jardinero nos pidió que nos acercáramos.
Lo hicimos, y aproveché para coger su otro tobillo.
El Craenarium cogió la otra muñeca.
Y lo vimos.
Tras nosotros, a nuestro fatídico encuentro, venían quince o veinte Craenariums más.
El Jardinero susurró algo al oído de Sag y me dijo estas enigmáticas palabras:
—Coge el bastón. Si eres quién creo, podrás escapar. Sag te guiará.
En ese momento, no entendí.
—¡Vamos!, ¡¿Estás sordo?! —me gritó intentando anular mi perplejidad mientras me metía un empujón y cogía el tobillo de Vanesa que yo sujetaba.
Le obedecí.
En un impulso y esquivando un par de tentáculos, desclavé el bastón del suelo.
En cuanto la piel de mis manos rozó su suave madera, un inesperado y electrizante trallazo de corriente recorrió todo mi cuerpo a la vez que éste se empezaba a iluminar con una intensa luz blanca muy diferente a la verde que siempre acompañara a El Jardinero.
Los Craenarium, todos, parecieron asustarse haciendo ademán como de salir corriendo, sin hacerlo. En su lugar, comenzaron a blandir tentáculos y a abrir sus interminables fauces haciendo brillar centenares de babeantes colmillos.
De reojo pude ver cómo El Jardinero me miraba maravillado y cómo Sag se me acercaba raudo, exhortándome a emprender una huidiza carrera a través del bosque.
Lo seguí.
Corrimos y corrimos y corrimos todo lo que piernas y patas pudieron.
Mientras lo hacíamos, el bastón no dejaba de brillar alumbrándonos en nuestro camino.
Eso me agradaba. Al menos alejaría a los Craenarium.
Al cabo de un tiempo, nos detuvimos.
El lugar al que habíamos llegado era un lugar sórdido y oscuro. Nos habíamos adentrado mucho en el bosque y, pese a que apenas sería media tarde, estábamos ya casi a oscuras. De sus cerrados árboles parecían brotar enormes farfollas de una sustancia indefinible.
Pronto, los sonidos indescriptibles de criaturas abominables comenzaron a llamar a la puerta de nuestro quebrado raciocinio.
Sag se puso tras de mí y comenzó a empujarme con su frente.
Ya lo había entendido, ya…: Comenzaba el final del viaje y tenía que seguir.
No había camino, pero el terreno se hundía penetrando en lo que parecía un valle. Un valle más oscuro y aun más demencial.
Mire a Sag y éste clavó sus enormes ojos morados en mí.
Lo siguiente es trabajo tuyo amigo, parecía decirme; y se sentó sobre sus enormes cuartos traseros.
Esa fue la última vez que lo vi.
Grande y noble animal...
...
...
...
Blandiendo el bastón, comencé a descender por el camino.
La verdad es que no tenía ni idea de adónde debía dirigirme, pero descubrí una peculiaridad: el bastón brillaba a intensidad variable en función de mi rumbo.
Instintivamente, deduje que cuanto más alumbrara, más acertado sería mi caminar y seguí aquella premisa.
La espesura se cerraba cada vez más mientras los seres, a veces terroríficos arácnidos del tamaño de un coche otrora insectos tremendos con aguijones imposibles capaces de taladrar una pared, me observaban desde sus guaridas esperando un fallo fatal por mi parte. Un fallo, que me dejara a oscuras. Eso les hubiera encantado.
Algunos, algo más osados, me imagino que crías, se acercaban lo suficiente como para que yo fuera capaz de apreciar bien su monstruosidad informe repleta de patas, ojos y repugnantes vellosidades.
Mi adormecido y recién despertado valor era lo único que me permitía seguir caminando. Mis piernas ya no siempre obedecían como debieran.
Al llegar a un punto concreto, el terreno comenzó a hacerse inquietantemente pegajoso. No me atreví a mirarlo pues, pese a no entender todavía de dónde sacaba aquellos cojones tan enormes capaces de permitirme hacer lo que estaba haciendo, prefería no arriesgarme a quebrar mi valentía. Eso incluida premisas como la de no pararme, no dejar que ninguna bestia me detuviese, no agacharme y, sobre todo, no mirar más allá de donde luciera el bastón.
Madre mía, me temblaban hasta los huevos.
El tiempo que transcurrió mientras recorrí ese último tramo ya no lo recuerdo. De ahí en adelante las cosas están algo confusas.
Por lo menos, hasta que llegué.
Me di cuenta porque el bastón empezó a brillar de forma muy intensa. Pero intensa de verdad. Mucho más que en todo el camino.
Tanto era así, que fui incapaz de seguir sosteniéndolo entre mis manos y lo clavé en el suelo.
Bueno, en lo que yo creía que era el suelo.
A la luz del bastón descubrí que era una pasta grisácea bastante repugnante.
Me alejé un poco y comprobé con horror que el lugar al que había llegado era una especie de granero cubierto de una sustancia pardusca y pegajosa.
El bastón, cumpliendo su premeditado cometido, lanzó un pulso de luz y reventó una parte de aquella cosa dejando al descubierto una entrada.
Estaba claro que lo que fuese que tenía que hacer allí, había de hacerlo dentro de ese granero.
Seguidamente, el bastón comenzó a apagarse. Su misión, definitivamente, había concluido.
Con la pérdida de su destello empezaron a surgir montones de chillidos y siseos propios de las alimañas infernales que se agazapaban en su ponzoñosa oscuridad. Luego, le siguieron los correteos y el babear hambriento de montones de fauces castañeantes ávidas de carne fresca.
Aprovechando los últimos estertores del báculo metí la mano en mi bolsa y saqué una linterna.
La encendí y me lancé a la abertura.
Tras la masa había dos enormes puertas entreabiertas. Lo justo para que pasara un animal pequeño, pero no alguien como yo.
Los sonidos de las monstruosidades perforaban más profundamente en mis oídos haciéndome enloquecer.
Totalmente poseído por la adrenalina que ascendía a caudal por mi nuca, comencé a golpear la hoja de madera con mi cuerpo hasta hacerla ceder lo suficiente como para poder entrar.
La linterna se me cayó y el resto quedó sesgado de destellos en una interminable lucha entre los monstruos y yo por cerrar aquellas puertas.
No podré olvidar nunca aquellas patas luchando por entrar. Ni mis reiterados golpes por cerrar las puertas llevándomelas todas por delante. Ni tampoco sus movimientos involuntarios una vez segadas y esparcidas por el suelo. Ni lo gritos. Esos penetrantes gritos capaces de congelar cualquier alma de bien.
Pero conseguí cerrar.
Lo conseguí, a pesar de todo.
Tapé entonces mis oídos y clavé las rodillas en el suelo.
No podía seguir escuchando o enloquecería.
Los monstruos, incansables, continuaron golpeando las puertas por un tiempo. Luego les escuché corretear arriba y abajo por toda la superficie del granero mientras yo pedía desesperado a Dios con todas mis fuerzas que no hubiera más entradas a aquel puto sitio.
Temblando, recogí la linterna y alumbré frenéticamente todo a mí alrededor.
No. No parecía haber.
Tampoco parecía haber bichos.
Y, por mis huevos, que no iba a entrar ninguno.
Recogí un travesaño y lo coloqué rápidamente.
Era un granero diáfano: no contenía nada más que unos cuantos aperos de labranza y un bulto enorme en un rincón, escondido bajo una lona polvorienta.
Me incorporé y lo descubrí enseguida; pensé que quizás hubiera algo que pudiera servirme.
Sorprendido, me encontré con lo que me pareció una especie de nave espacial.
Sin saber por qué, me resultó familiar.
No tenía una forma definida, más bien parecía la tosca cabina de un camión, pero algo más afilada y golpeada. La herrumbre había hecho mucha mella en ella.
Me acerqué y alumbré con la linterna a través de los sucios cristales que hacían las veces de ventanilla.
Su interior lucía tan deteriorado y ajado como el resto de su fuselaje.
Agarré el asidero de su escotilla para abrirla y sucedió.
De pronto, una fuerte explosión de energía recorrió todo mi cuerpo.
Mi mente, mientras la nave se empezaba a transformar en algo alargado y negro, experimentó una inyección de recuerdos, sucesos e información, que a cada flash iban rellenando una pieza del puzle de mi propia existencia.
Así permanecí pegado a la manilla durante lo que me pareció una infinidad de vidas enteras.
Con otro fogonazo, la energía se disipó y caí al suelo exhausto.
Había recuperado mi memoria.
En un primer momento, me sentí como quien despierta de un prolongado letargo.
Tras incorporarme, todo cobró sentido.
La nave, MI nave, ya no era algo viejo y oxidado aparcado bajo una lona. No. Ahora era una acojonante barquilla descapotable de color negro, y flotaba reluciente junto a mí como aquellos viejos coches extranjeros de los años 70 cargados de cilindros, cubicaje y potencia animal.
Miré mis manos, toqué mi nuevo cuerpo. No estaba mal.
Podía recordar aún con frescura aquel retiro. Y recordé también a mi mujer. Y a mis hijos. Había pasado mucho tiempo…
Me acerqué al maletero y lo abrí.
Allí estaban mis compañeras. Relucientes. Fieles.
Cogí los cintos y ajusté los plateados revólveres a mis firmes caderas.
Luego, recogí mi negro guardapolvos y me lo puse.
Nada más hacerlo, la insignia que siempre luciera en el lado izquierdo de mi pecho comenzó a brillar señal de la justicia y el orden que siempre había impuesto a cada misión encomenda
CLACK


(c) Rafael Heka
(c) 33 Ediciones


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