El chalet estaba muy bien. Sobre
todo, para alguien como yo hacinado en un pequeño apartamento de barrio.
Pasamos una cocina con muebles de
madera, un ancho pasillo liso y laso con algún que otro cuadro de barcos, un
baño; por fin, llegamos a un salón con muebles rústicos y piso de terrazo. Este
último, comunicaba con el jardín principal de la casa.
Al fondo, entre árboles, setos y
demás vegetación inclasificable para mí, estaban reunidos todos alrededor de
una robusta barbacoa de ladrillo cargada de carne hasta los topes. Al menos,
todos los que yo esperaba más alguna que otra chica.
A ellos los encontré como siempre.
Pedro, a medio camino entre gótico y elegante, vestía ropas largas y oscuras
luciendo su clásica larga y negra cabellera ondulada; eso sí, un poco más cana
que la última vez que nos vimos.
Javier, en la barbacoa, algo más
calvo pero igual a como lo recordaba, llevaba camiseta, vaqueros, y marcaba un
bello tatuaje tribal. Tenía el pelo muy corto y se había dejado una perilla
oscura que le sentaba bastante bien.
En cuanto a Jorge, le noté más
desmejorado de lo normal. Siempre había sido un tipo fuerte y echado para
adelante, pero, aquella vez, me lo encontré débil y apagado. Luego me contó que
sufría una enfermedad reumática que le estaba retorciendo las articulaciones.
Jorge era el más bajo de todos y
vestía algo formal para mi gusto: camisas de cuadros, chalecos y pantalones de
loneta a juego con zapatos de esos funcionales. Sí, Jorge era pragmático. Sin
embargo, pese a ser el más técnico y sencillo de todos, era con el que más
hablaba, haciéndolo incluso después de dejar aquellas tierras. Nos unía un
vínculo ligado a la literatura de ciencia-ficción, a la filosofía y a la risa.
A veces, nos pasábamos noches enteras hablando de cómo el individuo en
particular, con sus acciones, podía mejorar la sociedad en general. De hecho,
teníamos un borrador de todas aquellas conversaciones esperando ser trabajado.
En fin, un gran tipo, y un gran
amigo.
En cuanto a las chicas, sólo
reconocí a Vanesa, la mujer de Marcos. Era delgada, atlética, de rasgos
marcados y angulosos; tenía la melena corta, castaña, y un buen polvo según el
alcohol que llevaras metido en el cuerpo. Eso sí, de aquella, estaba con
barriga. Pero lo cierto es que, incluso así, no había perdido del todo ese
atractivo que la caracterizaba; además, le habían crecido las tetas de forma
increíble. Vanesa, trabajaba de gerente en un asador a las afueras de la
capital. Allí fue donde conoció a Marcos; en una cena que organizamos con
motivo del fin de carrera.
Las otras dos me las presentaron
en ese momento.
Ya estaban comiendo y eso suele
deformar la perspectiva; tienen que soltar la chuleta en el plato para darte
dos besos y, a veces, al sonreír, esos pequeños trozos de carne entre los
dientes deslucen lo que podría ser una gran primera impresión. En fin, que nos
dimos besos y etc, etc. Que si me llamo Sonia, que si me llamo Susana, que si
la primera era la nueva novia de Pedro y despachaba ropa en una tienda casual;
que si la segunda era la prima de la primera y le volvían locos los escritores.
Que si tal, que si cual.
Resumiendo, dos pedazo de mujeres.
La primera, una rubia de pelo largo y rizado, estaba de buena que se rompía.
Vestía un top rojo ajustado de cojones y una falda blanca muuuuy corta que
dejaba apreciar dos muslos de esos torneados y morenos que quitaban las ganas
de comer chuletas. Vamos, que era la típica tía buena que suelen atraer
cabrones sin alma como Pedro.
En cuanto a la segunda, la prima,
era una preciosa morena de melena lisa y muy negra. Vestía un traje de noche
oscuro bastante sensual y realmente poco acertado para una barbacoa como
aquella, pero que la sentaba estupendamente, realzando la claridad de su piel.
Los chicos, copas en mano,
sonrieron al verme y se acercaron. Intercambiamos grandes sonrisas y palmadas
de complicidad.
Me sentí muy bien. Parecía como si
no hubiera pasado el tiempo; como cuando llegas a un sitio en donde dominas una
pequeña parcela y formas parte de algo. Era una vieja sensación que hacía
demasiado tiempo que no tenía. Además, estaba anocheciendo y eso me agradaba: la
vegetación, la parrilla, la conversación, el olor a humedad... Siempre he sido
una persona nocturna. El día lo he preferido para vivir. La noche, para soñar y
escribir. Y esa noche, comenzó a ser mágica.
Por lo pronto, me relajé y subí a
mi dormitorio en compañía de Jorge para dejar mis cosas.
Mi primera impresión de la segunda
planta del chalet fue la de parecer más grande que la primera. Pero no. Tres
dormitorios y un baño. Aunque algo no
me encajó.
—¿Vamos a dormir tú y yo juntos?
—pregunté a Jorge.
—Sip; pero no en la misma cama
—respondió en seguida bromeando.
—¡Faltaría más! —exclamé riéndonos
ambos a carcajadas.
—¿Y Javi? —pregunté.
—Tranqui: en el sofá de abajo —me
dijo.
Menos mal. Con Jorge, aún. Pero
con Javier no juntaba culos ni de coña.
En fin, que lo que más sacamos en
claro de aquella segunda planta era que el dormitorio principal era cojonudo y
tenía una terraza que daba al jardín principal. Nos apoyamos en su baranda y
saludamos a los de abajo atareados ya en poner la mesa.
La vista era una pasada. Todo el
bosque rodeándonos, las montañas por encima y a lo lejos el cielo estrellado.
—¿Qué guapo, verdad? —dije.
Jorge asintió sin quitarle ojo a
Susana. Desde allí arriba su escote desvelaba agradables secretos.
Eso me recordó algo y le pregunté:
—Por cierto: ¿Qué tal con Lorena?
Su semblante cambió completamente.
—Menuda ¡PUTA! —soltó de golpe.
—¿Y eso? —le pregunté sorprendido.
Las últimas y lejanas noticias que tenía eran que salían juntos y no les iba
muy mal.
Me contesta:
—Pues que una noche de sábado me
dice que no sale, que está muy cansada, que para otro día, y yo, salgo con
éstos. Un par de cervezas y me la encuentro comiéndoselo todo a uno en el fondo
del SOHO. Se montó la de dios. Menuda guarra.
—Pues sí... —le consolé.
Jorge no se lo merecía.
Bueno, realmente nadie se merece eso. Pero es que en los
ambientes en los que se movían los fines de semana, lo más decente que podían
pillar era una choni de las cuencas, una poligonera o una chigrera de las
guarras, guarras. Eso fue también algo que siempre nos separó. Si salíamos por
ahí y veíamos un local decente junto a un antrazo, había que meterse por
cojones en el antrazo.
En ese momento recordé muchas de
nuestras aventuras.
Cuántas odiseas vivimos…
Le pregunté por una en concreto:
—¿Te acuerdas de aquella que salía
con Javier y con su novio a la vez y que no dejaba que Javi se la metiese ni
con condón mientras su novio la montaba a cuatro patas?
Jorge sonrió.
—Otra puta de cuidado —contestó—. ¿Cómo se llamaba? ¿Verónica, no? —me
preguntó.
—Sí —le respondí.
—¡¡¡¡¡¡GUARRAAAAAAAA!!!!!!!
—gritamos al unísono partiéndonos de risa.
Pero recordé otra cojonuda:
—Joder —empecé—, ¿y aquellas que
conocisteis por el chat?
Jorge volvió a sonreír; anda que
no hacía de aquello.
—Qué bueno —seguí haciendo
ejercicio de memoria—. ¿Cómo fue? Sí, hablabais con ellas por el ordenador y
quedasteis para conocerlas en persona en la escalera 13 del Paseo. Joder, resultaron
dos crías. Nos tomamos algo por ahí y tú fuiste a saco a por la tuya. No estaba
mal: morenita, delgadita. La recuerdo bien. Llegamos a un bar, entramos y nos
ponen a jugar a un juego estúpido de cartas donde había que golpearse con los
dedos en el brazo, a modo de castigo, si fallabas al predecir la carta que
cogerías en tu turno.
—Es verdad —recordó Jorge con
nostalgia.
Yo seguí.
—El caso es que Javi y yo salimos
a respirar un poco y tú sales al rato, todo serio, y nos cuentas que cuando te
ibas a morrear a saco, llega y te suelta que no puede porque su último novio la
había intentado violar y que claro, que está todo muy reciente y no se siente
fuerte todavía.
Ahí nos reímos los dos de lo
gilipollas que fuimos.
En aquella cita terminó lo de
Jorge con la chica. A Javi le duró un par de meses, pero también se acabó
pronto. Eran unas niñas y ellos unos salidos que no follaban ni pagando.
Miento, pagando sí. Pero ésa es
otra historia.
Pobres chicas.
Abajo nos miraban ya y nos hacían
señas. Todo estaba Dispuesto.
Bajamos y ayudamos un poco
llevando las bebidas. Había que quedar bien.
La mesa estaba montada a lo largo
bajo un recio porche de madera y tenía un bonito mantel blanco con puntillas.
No sé cuantas botellas de vino
conté al llegar con los refrescos. Un huevo. Pero bueno, de ahí a la cama, así
que...
Marcos y Vane se colocaron junto a
Susana, Pedro y Sonia se sentaron de espaldas al jardín y Jorge, Javi y yo nos
pusimos enfrente.
La churrascada comenzó su desfile.
Gambones, chuletas de cerdo,
salchichas, chilos, ancas de pollo, solomillos, etc, etc, etc.
Con la comida y el vino se
soltaron las lenguas y nos echamos unas buenas risas.
Pese a ser tan dispares, aún
teníamos muchas cosas en común. Sobre todo, recuerdos. Agradables, salvajes,
disparatados. Recuerdos...
Aún ahora, mi memoria se hace eco
de ellos con frescor:
Carreras nocturnas por autopistas
solitarias con los nuevos coches de Javier y Jorge.
Cuando Javier se metió en una
rotonda con su coche y lo partió entero por debajo.
La noche en que lo embarró en un
camino y tuvimos que dejarlo allí y volver al día siguiente con una grúa porque
fuimos incapaces de sacarlo.
Qué bueno.
Noches locas, playas, bosques,
fiestas. Bebedizos, conjuros, amor, vida.
Y todo volvía a brotar allí
aquella noche.
Las estrellas brillaban como
nunca, la barbacoa ardía exhausta al fondo y la mezcla de alcohol y café venia
ardiendo de manos de Javier en una ponchera desde la oscuridad del jardín.
Ya en la mesa, y aún encendida, se
recitó el ancestral hechizo. Bebimos.
Todos brindamos.
Vanesa y Marcos comenzaron a
besarse; Pedro se lió un canuto y empezó a fumárselo son Sonia mientras Susana
me abrazaba en busca de algo que gustosamente podría darle; Jorge, resignado
ante el planazo que se le avecinaba, miraba al cielo; y en cuanto a Javier,
loco por degollarme, se retiró misterioso a la cocina.
Pasaron un par de minutos tan sólo
antes de que desvelara su venganza materializada en una enorme fuente de
cerezas con nata.
Susana me soltó en el acto como si
nunca me hubiera conocido y se volvió medio loca. Le encantaban las cerezas con
nata.
Ja, ja. Menudo cabrón hijo de
puta...
Enseguida corrió a besarle
mientras éste, hecho jalea, iniciaba un ególatra surtido de anécdotas viajeras
a lomos de su compañía de teatro.
A la chica comenzaron a brillarle
los ojos.
A mí me pareció bien; no tenía
ganas de problemas.
Aquella era una buena muchacha y
yo había venido a disfrutar con mis amigos..., aunque, ahora que lo cuento,
tengo que reconocer que aquella sensación de que alguien te abrace con calidez
y se interese por ti, me descolocó un poco. Y más aún, cuando la vi agarrada a
Javier.
Conocía a aquel cabrón y sabía que
no valoraba a la muchacha más que en la rapidez con la que se pudiera quitarse
las bragas.
Y la chica no lo merecía. Durante
la cena me había contado que estudiaba letras y que le gustaría ser una gran
escritora. Me preguntó por mis libros y eso. Ahí fue cuando Pedro le recomendó
que no me leyera, que era mala literatura.
Yo me mosqueé un poco y aludí que
lo que debería de hacer era no leerle a él pues publicaba mierda muy bien
adornada.
Una vieja discusión sobre si lo
importante es el contenido o la forma que acabó con las sonrisas falsas de
siempre.
Está claro que tras un buen
contenido, la forma es muy importante pues te lleva a ese otro lado y permite una mejor comunicación de ideas, pero la verdad
es que la vida no merece oscuridades y Pedro era un puto agujero negro. Una
ponzoña que vomitaba en sus obras los más oscuros pesimismos.
Eso sí, el hijo de puta, escribía
mucho mejor que yo.
Por eso él tenía muchos premios y
yo un montón de historias en venta.
La verdad es que la muchacha
estaba un poco desconcertada y algo embriagada de conocer a dos literatos
discutiendo profundidades filosóficas tan grandes. Sinceramente,
me agradó la situación. Hacía mucho tiempo que nadie se interesaba por mí de
esa manera. La soledad, como escuché una vez, no es más que la ausencia de
alguien con quien compartir lo que le es inherente y vital a uno. Por eso mis
entrañas se revolvieron cuando Javier jugó con las cerezas en su boca. Era como
ver a una serpiente acercándose a un inocente ratoncito incapaz de imaginar lo
que le va a suceder.
Aún tengo el
recuerdo de su aliento junto al mío y de su mejilla rozándome mi desaseada
barba. Y cómo acariciaba mi muslo mientras deslizaba dulcemente su salada
lengua entre mis labios.
Vamos, que me levanté y terminé de
recoger la mesa. La velada tocaba a su fin.
Mientras metía los cacharros en el
lavavajillas, Javier se dejó caer por la cocina.
Conocía perfectamente aquella puta
mirada enloquecida ajena al mundo.
—¿Podrías dormir hoy en el sofá
del salón? —me preguntó.
Siempre fue un hijo de puta
desconsiderado y estaba claro que, entre su polla y mi cuerpo magullado por
cuatro horas de coche, iba a elegir su polla, así que…; no me planteé discutir.
—Vale, ¿y Jorge? —le pregunté.
—El sofá es grande. Sólo hoy, por
favor, no puedo más... —contestó suplicante mientras se frotaba sus sudorosas
manos.
Asentí sin más.
Javi era así; cuando se cegaba, se
cegaba. Estaba enfermo y ése fue otro más de los motivos que nos separó.
Demasiadas putas en demasiados
países. No podía pasar sin sexo ni un minuto. Una vez nos jodió unas vacaciones
de fin de semana haciéndonos buscar locales para él. Otra, nos engañó y nos
metió a todos en una historia con unos chulos porque no le quería pagar a una
chica de alterne. En fin...
Que Javi me agradeció mucho el
gesto y se marchó de la cocina. Cruzándose con él, apareció Marcos y Susana con
el resto de vasos y jarras mientras el resto de las mujeres subían al piso de
arriba bostezando, tacones en mano.
—¿Buena cena, eh? —dijo Marcos.
>>Allí donde vives no coméis
así ni de coña —apostilló con una gran palmada en la espalda y una nueva
sonrisa.
No, qué va —pensé—; allí no comemos, ¡Gilipollas!
Pero me callé. Mi puta cortesía de siempre. A veces, me hubiera gustado ser más
cabrón y mandar a todo el mundo a la mierda a la primera de cambio, pero no era
así. Además, tampoco había ido allí para discutir, así que...
El caso es que Marcos dejó lo que
traía y se marchó.
Susana se había quedado tras de
mí, mirándome fijamente.
Sin volverme, le dije:
—Cuéntame...
—No, que molas —dijo sin más.
—¿Que molo? —pregunté sonriendo
mientras me secaba las manos con un paño de cocina.
—Sí —comenzó—. Antes te vi
preparar parte de la cena y se nota que sabes guisar.
Sonreí la cortesía.
—Bueno, me gusta la cocina, sí.
¿Qué otra cosa puede hacer alguien que vive solo si quiere subsistir? De hecho,
me gusta hacer un montón de cosas. Es mi manera de expresarme, de enfrentarme a
la realidad —le dije—; creo que la autosuficiencia del individuo es el único
camino cuerdo hacia la madurez.
Le brillaban los ojos.
—¿Sabes?, eres un partidazo.
¿Tienes novia? —me preguntó a bocajarro.
Me asaltó una abrupta sonrisa. A
mi edad, y dedicándome a las letras, determinadas expresiones me hacían gracia.
Aquella, además, venía cargada con un bello y pesado baúl de ternura.
—No... —le contesté escuetamente.
La chica, sin apartar su traviesa
mirada de mí, dejó suavemente la copa de vino sobre la encimera y se acercó muy
lentamente hasta rozar su cuerpo contra el mío.
Acercó unas jovencísimas manos
hacia mi rostro y me besó de nuevo en la boca metiéndome la lengua hasta la
campanilla.
La verdad es que me quedé tieso.
Mi cuerpo vibraba de arriba a abajo y mi pecho ardía como un volcán.
Ella se alejó un poco y me miró
sonriendo esperando una reacción. Su mirada, entre anestesiada y burlona,
agresiva y del todo vivaz, pese a su aparente ingenuidad, conectaba con mi alma
más profunda pidiéndome a gritos que me abalanzara sobre ella.
Me palpitaba mucho el corazón, por
no decir otra cosa, y mi respiración me estaba ahogando.
Si no hubiese sido porque apareció
Javier y se la llevó haciendo uso de un cimbreante racimo de cerezas, nos lo
habríamos montado en mismísimo suelo de la cocina.
Joder, cómo me puso. Sólo de
contarlo me entran sudores.
Hasta ese momento no me había dado
cuenta de lo bellísima que era.
Tenía un rostro curioso pero que
me encendía por dentro. La primera impresión que daba era la de una de esas
chicas introvertidas de mirada ensoñadora. Ya sabéis, de esas huérfanas que
viven en una casita solitaria en medio del bosque con su abuela y quince gatos.
De esas que te invitan a ver una película, que vas, la ves, y al darle la
espalda para ponerte la gabardina e irte, te degüellan, hacen un ritual con tu
cuerpo y terminan enterrando los restos (que no se coman los gatos) en el
jardín junto a sus otros “novios”. Una auténtica diosa de pocas palabras y un
bailar inolvidable. Cómo lo hacía; no se movía, serpenteaba. Subía y bajaba; te
envolvía con los brazos y te clavaba la mirada disfrutando como si estuviera
moldeando barro.
Bufff… qué guapa era.
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