sábado, 13 de diciembre de 2014

Crónicas Globulares Serial 01: Comienza la aventura...

Hace ya muchos años desde que al enlace hiperdimensional de mi mente llegaron las crónicas de una lejana y amarillenta galaxia globular plagada de dioses caprichosos, aventuras increíbles y seres inolvidables. Desde entonces, su ímpetu, descaro e irreverencia me incitaron a plasmarlas en negro sobre blanco camino de servicios editoriales con mayor o menor éxito y a concentrarme lo mejor que he podido en el infinito trabajo escultórico de reflejarlas con certera fidelidad. 
Pese a ello, no quiero responsabilizarme mucho de lo que en ellas encontréis, pues, como leeréis, es a Érase a quien le atañe tamaño galardón y, por alusiones, a los auténticos protagonistas y a la propia historia en sí.
Tan sólo una cosa. Sed indulgentes. 
Y cachond@s, y aventureros, y osados, y perspicaces, y críticos, y curiosos :-D
Que tengáis un buen viaje:





Soy Érase, el dios de los cuentistas. Abrid bien las orejas…[1]

Prólogo

  

En la inmensidad del oscuro océano espacial brilla una elipsoide, amarillenta y anciana galaxia globular.

No es una galaxia tan grande como la vuestra, no reluce tanto como la vuestra, ni siquiera está cerca de la vuestra. Pese a todo, allí, girando alrededor de una pequeña estrella, existe un planeta muy peculiar.

Un planeta con un único continente en forma de estrella de cinco puntas flanqueado en todas las direcciones por un vasto mar.

En él viven los protagonistas de esta historia: los duendes.

Dicho continente se divide en seis regiones o países: La zona Azul, la zona Amarilla, la zona Verde, la zona Roja, la zona Negra y la zona Blanca. Cinco de ellas abarcan respectivamente cada una de las puntas de la estrella, siendo la zona Blanca la que ocupa el lugar central.

Los duendes de cada una de las regiones no conocían otros colores que no fueran los de su zona. Para ellos el suyo era el más importante. Tanto lo defendían, que un día llegaron a la conclusión de que alguna de las regiones debería ser la capital, representar al continente e incluso, al propio planeta si se daba el caso.

Así fue como sobrevino la guerra: la gran Guerra de los Colores. Una lucha cruenta que duró interminables siglos hasta que el mismísimo dios de los duendes decidió intervenir. Y no por el hecho de que algún color fuera más preponderante respecto a los demás, sino porque así no se podía continuar.

De esta forma, escogiendo un aleatorio motivo que justificara el fin de las hostilidades, los cielos del planeta entero se cubrieron de oscuras nubes y un anciano duende incorpóreo y descomunal de luengos cabellos y pobladas barbas, ataviado con una bella túnica blanca, emergió de ellos con el rostro circunspecto, unas ojeras tremendas y el aspecto de haber pasado demasiadas noches en vela:

—No puedo más. NO PUEDO MÁS. La verdad, es que NADIE podría más: ¡El BLANCO es el más importante de todos los colores, joder! ¡EL BLANCO! ¡PARAD YA DE UNA PUTA VEZ!

En el momento en que los respectivos reyes de cada región iban a abrir la boca para protestar, Dindorx (como todos conocían a su dios) habló de nuevo lanzando una ráfaga de asesinas miradas mientras dejaba caer sobre las nubes al escondido amigo de seis balas que instantes antes acariciara sus sienes:

—Está bien, está bien. Comprendo que queráis una explicación y os la daré; a fin de cuentas, si no lo hago, no me dejaréis descansar con vuestros continuos baños de hostias. Eso sí, ¡Por mi santa madre que a la región que no esté de acuerdo después de mi revelación le arranco las entrañas!

En aquel momento, los reyes de los países desaparecieron durante unos diez minutos de los vuestros —que de los suyos son como unos treinta—, apareciendo después con rostros de consentimiento, asombro y un poco de resignación. Bueno, todos no. El rey de los duendes blancos regresó henchido de orgullo, felicidad y un poquito de satisfacción al haber demostrado que su color era el más importante.

Desde entonces, el país de los duendes blancos se convirtió en la capital del continente, y Blancualín en su centro neurálgico.



* * *



Los duendes de Blancualín vivían en lo alto de una gran montaña permanentemente nevada llamada el Monte Brecio. Su altitud era tal que, para bajar, necesitaban de unos blancos toboganes de hielo. ¿Cómo subían? De manera inversa, pues al igual que muchas de las cosas del Continente Estrellado, estos toboganes eran mágicos: Si te colocabas en la base, ascendías a la misma velocidad y sencillez con la que descendías.

Los duendes blancos no vivían de manera aleatoria en cabañas rústicas o desaliñadas: lo hacían en una gran ciudad amurallada construida con el más puro y blanquecino hielo. Su muralla, edificada con endurecidos bloques de hielo azucarado, los protegía del azote de las tempestades de nieve.

Absolutamente toda la ciudad estaba fabricada con hielo: las casas, las calles, los pavimentos, las farolas, las jardineras, los vehículos; hasta la vegetación era biológicamente de hielo. Lo que no era de escarcha, se componía de azúcar o sal según el efecto que se desease.

Los duendes vestían enteramente de blanco. Su cabeza solían cubrirla con chisteras achaparradas, gorros como los de dormir o boinas de gran tamaño. En cuanto a sus pies, solían enfundarlos en unas peludas y calientes botas de nieve.

Entre medias, el conjunto de su atuendo, debido a su posición preponderante, resultaba elegante y distinguido. Se componía de unos amplios pantalones, unas camisas bordadas con puntillas y floripondios y una levita larga hasta los pies, con la que se resguardaban de gran parte del frío. Todo esto se acompañaba de colgantes, anillos, cinturones anchos con labradas hebillas y desproporcionados relojes de bolsillo.

Unas cejas prominentes y una cuidada barba cana terminaban de otorgar sus característicos rasgos estilísticos.

La ciudad se estructuraba en dos grandes núcleos: Un primer bloque constituido por la ciudad, el pueblo, los trabajadores, los comerciantes, es decir, casi todos los habitantes de Blancualín; y un segundo tan extenso como poco poblado o necesario: El siniestro castillo del solitario y huraño rey de los duendes blancos y, por consiguiente, de todos los demás duendes, Baradir I.

El rey Baradir nunca se casó. En cuanto fue coronado, tras la inevitable y deseada muerte de sus progenitores, abolió las fiestas sociales y se dedicó al noble arte de churrascarse las pestañas en lo que se dice era la biblioteca más grande de todo el continente. Rara vez se le veía por la ciudad y sus criados, temerosos de él, practicaban un mutismo, tan extremo, que rayaba en la más pura y mística de las supersticiones.

El castillo, construido con harina enmasillada en nata, era de una robustez y belleza inigualable. Su forma era la de una perfecta estrella de cinco puntas, en cada una de las cuales se erigía majestuosa una correspondiente torre de altura interminable. Cada una de estas torres cubría la finalidad de servir de alojamiento a las familias de los embajadores de las distintas naciones del continente.

Decía la leyenda que el palacio albergaba tal cantidad de salas, que sus inquilinos solían morir antes de conocerlas todas.

Con todo, lo que más llamaba la atención era su torre central. Tan alta y esbelta lucía, que sobrepasaba las nubes perdiéndose en las alturas. Nunca se podía avistar su cúspide. Ni siquiera en los días más luminosos; aquellos en los que los más avispados podían divisar las escarchadas ventanas del penúltimo piso, objeto, a su vez, de tantas de habladurías.

Sus jardines también eran de una exuberancia y belleza extraordinaria. Había un gran laberinto de brillantes plantas de escarcha, un lago helado de horchata en donde se podía patinar, dos bosques (uno de pinos blancos y otro de secuoyas blancas gigantes) y, por supuesto, salpicando toda la superficie de los jardines, una exquisita colección de estatuas de hielo.

Desafortunadamente, todas estas magnificencias no parecían del agrado del actual rey, el cual mantenía obstinadamente su actitud huraña y eremita así pasaran los años, las décadas o los siglos.

En cuanto a la justicia, cabe decir que brillaba por su sencillez: todo aquél que no acataba la voluntad del rey era investido, para siempre, con el traje incoloro. Aunque esto parezca una estupidez, gilipollez o similar, por aquel entonces, para un duende, resultaba una condena peor que la muerte pues le arrebataba su personalidad, nacionalidad o distintivo, convirtiéndolo en un proscrito, allá donde fuere. 

¿Qué me queda?..., ah, sí, lo de las estaciones: Vosotros contáis con cuatro estaciones: primavera, verano, otoño e invierno. En el planeta de los duendes disfrutan de seis: la blanca, la roja, la azul, la amarilla, la verde y la negra. Eso sí, en cada una de ellas florecen las plantas, llueve, hace calor, caen las hojas de los árboles y nieva.

Acojonante, ¿verdad?

Pues listo: fin del inevitable prólogo. Vayamos al turrón...




[1] O lo que utilicéis para procesar las ondas sonoras. En Sord-eras, el planeta de los cubos-robot, se sirven de unos adminículos enroscables de dilatación manual absolutamente terroríficos, así que…
Bueno, pues eso, que despegamos. Estad muy atentos…  
 (c) Rafael Heka
(c) 33 Ediciones

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